Judas Iscariote llamado a informar a casa de Caifás.
No veo a Jesús ni a Pedro ni a Judas de Alfeo ni a Tomás; pero veo a los otros nueve, en dirección al barrio de Ofel. La gente que hay por las calles no es el gentío de las fiestas de Pascua, Pentecostés y Tabernáculos; es, más o menos, la gente de la ciudad. Se conoce que las Encenias no eran muy importantes y no requerían la presencia de los hebreos en Jerusalén. Solamente los que coincidían en la ciudad, o los venidos de los pueblos cercanos, estaban en Jerusalén y subían alTemplo. Los demás, bien por la época del año, bien por el carácter propio de la fiesta, se quedaban en sus ciudades y en sus casas. Pero muchos discípulos, los que por amor al Señor han dejado casa y padres, intereses y trabajos, están en Jerusalén y se han unido al grupo de los apóstoles. De todas formas, no veo a Isaac ni a Abel ni a Felipe, ni tampoco a Nicolái, que había ido a acompañar a Sabea a Aera. Hablan unos con otros afablemente, contando y oyendo contar, acerca de todos los hechos ocurridos en el tiempo en que han estado separados. Pero parece que ya han visto al Maestro, quizás en el Templo, porque no se extrañan de su ausencia. Andan despacio y de vez en cuando se paran como para esperar, mirando adelante y atrás, mirando a las calles que de Sión bajan a esta que lleva hacia las puertas meridionales de la ciudad. En dos ocasiones algunos judíos que siguen al grupo, aunque sin mezclarse con él, no sé con qué intenciones o con qué encargos, llaman por el nombre a Judas Iscariote, que va casi al final de todos y está perorando para un grupito de discípulos llenos de buena voluntad pero no de ciencia. En dos ocasiones Judas se encoge de hombros sin volverse siquiera; pero, a la tercera, no tiene más remedio que hacerlo, porque un judío deja su grupo, hiende avasallador el de los discípulos, toma a Judas por una manga y le obliga a pararse, y le dice: -Sal aquí un momento, que tenemos que decirte algo. -Ni tengo tiempo ni puedo – responde tajante Judas Iscariote. -Ve, ve. Te esperamos. En realidad, hasta que no veamos a Tomás no podemos salir de la ciudad – le dice Andrés, que es el más cercano a él. -De acuerdo. Seguid adelante, que iré pronto – dice Judas sin ninguna aparente buena voluntad de hacer lo que debe hacer. Ya solo, dice a su importunador: -¿Y entonces? ¿Qué quieres? ¿Qué queréis? ¿No habéis terminado todavía de darme la lata? -¡Oh! ¡Oh! ¡Qué aires que te das! ¡Pero cuando te llamábamos para darte dinero no te parecía que te diéramos la lata! ¡Eres soberbio! Pero alguien puede hacerte humilde… Recuérdalo. -Soy un hombre libre y… -No. No eres libre. Libre es aquel al que en manera alguna podemos hacer esclavo. Y tú conoces su nombre. ¡Tú!… Tú eres esclavo de todo y de todos, y en primer lugar de tu orgullo. Brevemente: ¡Ay de ti, si no vienes antes de sexta a casa de Caifás! ¡Considéralo! Un «¡ay de ti!» verdaderamente amenazador. -¡Bueno, bien! Iré. Pero mejor para vosotros sería dejarme tranquilo, si queréis… -¿Qué? ¿Qué? ¡Vendedor de promesas! ¡Inútil…! Judas, con un empujón, se libra del que lo tiene sujeto, y se marcha corriendo y diciendo: -Hablaré allí. Se llega a donde los otros de su grupo. Está pensativo y con aspecto un poco torvo. Andrés, solícito, le pregunta: -¡Malas noticias? No, ¿no? Quizás tu madre… Judas, que al principio lo había mirado mal, dispuesto ya a dar una agria respuesta, se pone más humano y dice: -Claro. Noticias poco buenas… Ya sabes… la época del año… Ahora… porque me ha venido a la mente ahora una indicación del Maestro. Si ese hombre no me hubiera parado, me habría olvidado también de esto… Pero me ha mencionado el lugar donde vive y, oyendo ese nombre, me he acordado del encargo que tenía. Bueno, pues ahora, cuando vaya para esto, iré también donde ese hombre y me informaré mejor… Andrés, tan sencillo y honesto como es, está muy lejos de sospechar que su compañero pueda mentir. Y dice solícito: -Pues ve, ve enseguida. Yo se lo digo a los demás. ¡Ve, ve! Así te quitas esa desazón… -No, no. Tengo que esperar a Tomás, por el dinero. Un momento más o menos… Los otros, que se habían parado a esperar, los miran mientras van llegando. -Le han dado tristes noticias a Judas – dice, solícito, Andrés. -Sí… resumidamente. Pero luego sabré más, cuando vaya a hacer una cosa que tengo que hacer… -¿El qué? – pregunta Bartolomé. -Ahí está Tomás, viene corriendo – dice al mismo tiempo Juan, y eso le sirve a Judas para no contestar. -¿Os he hecho esperar? ¿Mucho? Es que quería hacer bien las cosas… Y las he hecho bien. Mirad qué bonita bolsa. Buena para los pobres. Estará contento el Maestro. -Hacía falta: no teníamos ni una perra para los mendigos – dice Santiago de Alfeo. -Dámela – dice Judas Iscariote, alargando la mano hacia la pesada bolsa que Tomás hace botar en sus manos. -Es que, en realidad… Jesús me ha dado a mí el encargo de la venta, y debo poner en sus manos lo que he sacado. -Le dices la cifra. Ahora dámelo, que tengo prisa por marcharme. -¡Que no te la doy, hombre! Jesús, cuando íbamos por el Sixto, me dijo: «Luego me das la suma». Y yo lo hago. -¿De qué tienes miedo? ¿De que la aligere o te quite el mérito de la venta? Yo también vendí en Jericó. Y bien. Desde hace años soy yo el que se encarga del dinero. Es mi derecho. -¡Oye, mira, si quieres montar una discusión por esto, ten! He hecho mi encargo y no me preocupa lo demás. Ten, ten. ¡Hay muchas cosas más bonitas que esto!… – y Tomás pasa la bolsa a Judas. -La verdad es que si el Maestro ha dicho… – dice Felipe. -¡No entres en sutilezas, hombre! Más bien, ahora que estamos todos juntos, vámonos. El Maestro ha dicho que estuviéramos en Betania antes de la hora sexta. Ya casi no hay tiempo – dice Santiago de Zebedeo. -Entonces yo os dejo. Vosotros id hacia adelante, que yo voy y vuelvo. -¡Eso no! Ha dicho bien claro: «Estad todos juntos» – dice Mateo. -Todos juntos, vosotros. Pero yo tengo que irme. ¡Y ahora más, que sé lo de mi madre!… -La cosa se puede interpretar también así. Si ha recibido indicaciones que desconocemos…- concilia Juan. Los otros, menos Andrés y Tomás, parecen poco inclinados a dejar que se marche. Pero al final dicen: -Bueno pues vete. Pero haz rápidamente las cosas y sé prudente… Y Judas, mientras los otros reanudan su marcha, desaparece por una callejuela que sube a la colina de Sión. -Pero no es así, no hemos hecho bien; el Maestro había dicho: «Estad siempre juntos y en paz». Hemos desobedecido al Maestro, y eso me atormenta – dice, pasado un rato, Simón Zelote. -También lo pensaba yo… – le responde Mateo. Todos los apóstoles están en grupo desde que han tenido que decidir sobre estas cosas suyas. He notado que los discípulos, cuando los apóstoles se reúnen para debatir una cuestión, siempre se separan con respeto. Bartolomé dice: -Hagamos esto. Despedimos a estos que nos siguen. Desde ahora. Sin esperar a estar en el camino de Betania. Y luego nos dividimos en dos grupos y esperamos a Judas, una parte en el camino bajo, otra parte en el camino alto; los más rápidos en el camino bajo, los otros en el alto. Aunque el Maestro nos precediera, nos vería llegar juntos, porque fuera de Betania un grupo espera al otro. La cosa es aceptada. Despiden a los discípulos. Luego van juntos hasta el lugar en que se puede torcer hacia el Getsemaní y tomar el camino alto del Monte de los Olivos, y el bajo, que, orillando el Cedrón, va también a Betania y Jericó… Judas, entretanto, se aleja corriendo como un perseguido. Sigue durante un rato subiendo la callejuela estrecha que lleva hacia la cima del Sión en dirección a poniente, luego tuerce por una callejuela aún más pequeña, casi un callejón, que, en vez de subir, baja hacia mediodía. Desconfía. Corre y, cada cierto tiempo, se vuelve como asustado: visiblemente desconfía de que lo estén siguiendo. La callejuela, tortuosa entre los salientes de las casas construidas sin norma de edificación, se abre ya a una zona dilatada de campos. Fuera de las murallas, al otro lado del valle, hay una colina. Es una colina baja cubierta de olivos, al otro lado del árido pedregal del valle de Hinnon. Judas corre hacia abajo ligero, pasando entre los setos que sirven de límite a los pequeños huertos de las últimas casas rayanas a las murallas, las pobres casas de los pobres de Jerusalén, y no toma, para salir de la ciudad, la puerta de Sión -la tiene cerca-, sino que corre hacia arriba, hacia otra puerta un poco occidental. Está ya fuera de la ciudad. Trota como un potro para no demorarse. Pasa como el viento junto a un acueducto; luego, sordo a los lamentos, junto a las tristes grutas de los leprosos de Hinnon. Está claro que busca los lugares que los demás evitan. Va recto hacia la colina cubierta de olivos, solitaria al sur de la ciudad. Respira hondo en señal de alivio cuando se ve en sus laderas, y aminora el paso, se coloca la prenda que cubre su cabeza, el cinturón, la túnica -se la había recogido-, mira hacia Oriente, haciendo de la mano visera, porque le da el sol en los ojos, mira hacia el camino bajo que va a Betania y Jericó, pero no ve nada que lo intranquilice. Es más, un saliente de la colina hace de telón entre él y ese camino. Sonríe. Empieza a subir la colina lentamente, para que se le pase el jadeo. Entretanto, piensa. Y, cuanto más piensa, más tenebroso se pone. Claramente, monologa, pero en silencio. En un momento determinado, se para, saca del pecho la bolsa, la observa, luego la devuelve al pecho, no sin antes haber dividido su contenido poniendo una parte en su bolsa, quizás para que se perciba menos el volumen que ha ocultado en el pecho. Hay una casa entre los olivos. Una casa hermosa. La más hermosa de la colina, porque otras casitas que están esparcidas por las laderas, no sé si dependientes de la casa hermosa o autónomas, son bien humildes. Llega a ella por una especie de paseo de arena entre olivos plantados con orden. Llama a la puerta. Se identifica. Entra Va, seguro, atravesando el atrio, a un patio cuadrado en torno al cual hay muchas puertas. Empuja una de ellas. Entra en una vasta estancia donde hay un cierto número de personas, de las cuales reconozco la cara disimulada y, al mismo tiempo, rencorosa de Caifás, la ultrafarisaica de Elquías, la de garduña del Anciano Félix junto a la de víbora de Simón. Más allá está Doras hijo de Doras, que cada vez se parece más en las facciones a su padre, y con él Cornelio y Tolmái. Y están los otros escribas Sadoq y Cananías, viejo de años, apergaminado, pero joven en maldad, y Calasebona el Anciano, y Natanael ben Faba, y luego un cierto Doro, un Simón, un José, un Joaquín, que no conozco. Caifás dice los nombres -yo los escribo- y termina: «…reunidos aquí para juzgarte». Judas tiene una cara extraña: de miedo, de rabia, de violencia, al mismo tiempo. Pero guarda silencio. No exhibe su altivez. Los otros lo rodean, sarcásticos, y cada uno suelta lo que piensa. -¿Y entonces? ¿Qué has hecho de nuestro dinero? ¿Qué nos dices, hombre sabio, hombre que hace todo, y pronto y bien? ¿Dónde está tu trabajo? Eres un embustero, un charlatán incapaz para todo. ¿Dónde está la mujer? ¿Ni siquiera a ella la tienes? ¿Así que, en vez de servirnos a nosotros, le sirves a Él, no? ¿Es así como nos ayudas? Un asalto malévolo, con gritos, voces descompuestas; un asalto amenazador, del cual muchas palabras no logro entender. Judas se deja gritar a placer. Cuando ya están cansados y jadeantes, habla él: -He hecho lo que he podido. ¿Qué culpa tengo yo si es un hombre al que ninguno puede hacer pecar? Dijisteis que queríais probar su virtud. Os he dado la prueba de que no peca. Por tanto, os he servido en aquello que queríais. ¿Habéis logrado todos vosotros, acaso, ponerlo en situación de acusado? No. De todos vuestros intentos de hacerle aparecer como pecador, de hacerle caer en una trampa, Él ha salido más grande que antes. ¿Y entonces, si no lo habéis logrado vosotros con vuestro rencor, acaso debía lograrlo yo, que no lo odio, que únicamente estoy desilusionado de haber seguido a un pobre inocente, demasiado santo para poder ser un rey, y además un rey que aplaste a sus enemigos? ¿Qué mal me ha hecho para que yo se lo haga a Él? Hablo así porque pienso que vosotros lo odiáis hasta el punto de querer su muerte. No puedo creer ya que queréis sólo convencer al pueblo de que es un demente, y convencernos a nosotros, a mí, por nuestro bien, y a Él mismo por compasión por Él. Sois demasiado generosos conmigo, y estáis demasiado furiosos por verlo al margen del mal, como para que pueda creerlo. Me preguntáis que qué he hecho de vuestro dinero. Le he dado el uso que ya sabéis. Para convencer a la mujer he tenido que gastar y gastar… Y no he logrado hacerlo con la primera y… -¡Calla, calla! Nada de eso es verdad. Ella estaba loca por Él y, sin duda, ha ido enseguida. Además, lo habías garantizado, porque decías que ella te lo había confesado. Eres un ladrón. ¿Quién sabe para qué te habrá servido nuestro dinero? -¡Para perderme el alma, asesinos de un alma! Para hacer de mí un hombre desleal, uno que ya no tiene paz, uno que siente que suscita la sospecha en Él y en los compañeros. Porque, habéis de saberlo, Él me ha descubierto… ¡Oh, si me hubiera expulsado! Pero no me expulsa. No. No me expulsa. ¡Me defiende, me protege, me ama!… ¡Vuestro dinero! ¿Pero por qué acepté la primera moneda? -Porque eres un infame. De momento has disfrutado nuestro dinero. Y ahora te quejas de haberlo disfrutado. ¡Falso! La realidad es que no hemos concluido nada, y las multitudes que están en torno a Él crecen en número y cada vez están más cautivadas. Nuestro fin se aproxima, ¡y por tu culpa! -¿Mía? ¿Y por qué, entonces, no os atrevisteis a prenderlo y a acusarlo de haber querido hacerse rey? Me dijisteis, incluso, que habíais querido tentarlo, a pesar de que yo os hubiera dicho que ello era inútil, que Él no tenía hambre de poder. ¿Por qué no le habéis inducido a pecar contra su misión, si sois tan hábiles? -Porque se nos ha escapado de las manos. Es un demonio que cuando quiere, se desvanece como el humo. Es como una serpiente hechiza, no se puede hacer nada si mira. -Si mira a los enemigos: a vosotros. Porque yo veo que, si mira a los que no lo odian con todo su ser, como hacéis vosotros, entonces su mirada le hace a uno moverse, hace actuar. ¡Oh, su mirada! ¿Por qué me mira así y me hace bueno, a mí que para mí mismo soy un monstruo, y para vosotros también, que me hacéis diez veces monstruo? -¡Cuántas palabras! Tú nos habías asegurado que, por el bien de Israel, nos ayudarías. ¿Pero no comprendes, infame, que este hombre es nuestro fin? -¿Nuestro? ¿De quién? -¡Pues de todo el pueblo! Los romanos… -No. Es sólo vuestro fin. Vosotros teméis por vosotros. Sabéis que Roma no se cebará en nosotros por causa de Él. Vosotros sabéis esto como lo sé yo y como lo sabe el pueblo. Pero vosotros os estremecéis porque sabéis que os puede arrojar del Templo, teméis que os arroje del Templo, del Reino de Israel. Y haría bien. ¡Haría bien en limpiar su era de vosotros, hienas inmundas, basura, áspides!… Está furioso. Ellos también se han puesto furiosos. Lo agarran, lo zarandean, casi lo tiran al suelo… Caifás le grita en la cara: -¡De acuerdo! ¡Es así! Pero, si es así, tenemos derecho a defender lo nuestro. Y, dado que las pequeñas cosas ya no bastan para convencerlo a marcharse, a dejar libre el campo, pues ahora vamos a actuar nosotros solos, dejándote a ti atrás, siervo inútil, charlatán. Y después de a Él, te serviremos también a ti, no lo dudes, y… Elquías tapa la boca a Caifás, y dice con su flema glacial de serpiente venenosa: -No. Así no. Exageras, Caifás. Judas ha hecho lo que ha podido. No debes amenazarle. En el fondo ¿no tiene él nuestros mismos intereses? -¿Pero eres estúpido, Elquías? ¿Yo los intereses de éste? ¡Yo lo que quiero es que El sea, aplastado! Y Judas lo que quiere es que triunfe para triunfar con Él. Y dices… – grita Simón. -¡Calma, calma! Decís siempre que soy severo. Pero hoy… soy el único bueno. Tenemos que comprender a Judas y ser indulgentes con él, que nos ayuda como puede. Es buen amigo nuestro, pero, naturalmente, también lo es del Maestro. Su corazón está acongojado… Quisiera salvar al Maestro y a sí mismo y a Israel… ¿Cómo conciliar ciertas cosas tan opuestas? Dejémosle hablar. La gritería se calma. Judas puede, por fin, hablar. Y dice: -Elquías tiene razón. Yo. ¿Qué queréis de mí? Todavía no lo sé con precisión. He hecho lo que he podido. No puedo hacer más. Él es demasiado más grande que yo. Lee mi corazón… y no me trata nunca como merezco. Soy un pecador, y Él lo sabe y me absuelve. Si fuera menos vil debería… debería matarme, para ponerme en la imposibilidad de perjudicarle. Judas se sienta, descorazonado. La cara entre las manos, los ojos desorbitados y fijos en el vacío, sufre visiblemente por la lucha entre sus opuestos instintos. -¡Fantasías! ¿Pero qué crees que va a saber? ¡Eso que haces es porque estás arrepentido de haber tomado una serie de iniciativas! – exclama el que se llama Cornelio. -¿Y si así fuera? ¡Ah, si así fuera! ¡Si estuviera realmente arrepentido y fuera capaz de permanecer en este arrepentimiento!… -¿No lo veis? ¿No lo oís? ¡Pobre dinero nuestro! – grazna Cananías. -Tratamos con uno que no sabe lo que quiere. ¡Hemos elegido a uno peor que un deficiente mental! – incrementa Félix. -¿Deficiente mental? ¡Deberías decir: un títere! Le tira con un hilo el Galileo, va donde el Galileo. Le tiramos nosotros y viene donde nosotros – grita Sadoq. -Bueno, pues, si hacéis las cosas mucho mejor que yo, actuad vosotros solos. Yo desde hoy me desentiendo. No os volváis a esperar ni un aviso ni una palabra. Ya no podría dárosla, porque ya Él sospecha de mí y me vigila… -¡Pero si has dicho que te absuelve! -Sí, me absuelve; precisamente porque sabe todo. ¡Todo lo sabe! ¡Todo lo sabe! ¡Oh! – Judas presiona las manos contra la cara. -¡Pues lárgate, entonces, hembra con apariencia de hombre, mal nacido, deforme! ¡Lárgate de aquí! Nos arreglaremos nosotros solos. Y guárdate, guárdate de hablarle de esto a Él, porque, si lo haces, te las haremos pagar.-¡Me marcho! ¡Me marcho! ¡Ojalá no hubiera venido nunca! De todas formas, recordad lo que ya os dije. Él ha estado con tu padre, Simón, y con tu cuñado, Elquías. No creo que Daniel haya hablado. Yo estaba presente y no los vi nunca hablar aparte. Pero tu padre… por lo que dicen mis compañeros, no ha hablado, y tampoco ha revelado tu nombre; se ha limitado a decir que su hijo lo ha echado de casa porque amaba al Maestro y no aprobaba su conducta… Pero ya ha dicho que nosotros nos vemos, que yo voy a tu casa… Y podría decir también lo demás. Tecua no está en los confines del mundo… No digáis luego que he hablado yo, cuando en realidad ya demasiados saben vuestros propósitos. -Mi padre jamás hablará. Ha muerto – dice lentamente Simón. -¿Muerto? ¿Lo has matado? ¡Qué horror! ¿Por qué te habré dicho dónde estaba?… -Yo no he matado a nadie. No me he movido de Jerusalén. Hay muchas maneras de morir. ¿Te extraña que maten a un viejo, a un viejo que va a exigir monedas? Además… culpa suya. Si se hubiera estado tranquilo, si no hubiera tenido ni ojos para ver ni oídos parí oír ni lengua para censurar, todavía sería honrado y servido en casa de su hijo… – dice con una lentitud exasperante Simón. -En definitiva… que lo has mandado matar, ¿no? ¡Parricida! -Estás loco. Le han pegado al viejo, ha caído al suelo, ha golpeado la cabeza, ha muerto. Una desgracia. Una simple desgracia. Su desventura fue que le tocó exigir el pago del puesto a un bandolero… -Te conozco, Simón. Y no puedo creerlo… Eres un asesino… – Judas está sobrecogido. El otro se echa a reír delante de su cara mientras repite: -Y tú estás delirando. Ves un delito donde no hay más que una desgracia. Yo lo he sabido anteayer, no antes, y ya he tomado las medidas oportunas, para hacer venganza y para rendir honor. Pero si rendir honor al cadáver he podido hacerlo, atrapar al asesino, no. Sin duda, algún bandolero que descendió del Adomín para despachar en los mercados lo que era su botín… ¿Y quién le echa el guante ya? -No lo creo… No lo creo… ¡Me marcho! ¡Me marcho! ¡Dejadme marcharme!… Sois, peores que los chacales… ¡Me marcho! ¡Me marcho! – y recoge el manto que se le había caído y hace ademán de salir Pero Cananías lo agarra con su mano rapaz: -¿Y la mujer? ¿Dónde está la mujer? ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha hecho? ¿Lo sabes? -No sé nada… Déjame marcharme… -¡Mientes! ¡Eres un embustero! – grita Cananías. -No lo sé. Lo juro. Vino. Esto es cierto. Pero ninguno la vio. Ni yo, que tuve que salir enseguida con el Rabí, ni mis compañeros. Hábilmente, les he preguntado… Vi las joyas rotas que Elisa llevó a la cocina… y más no sé. ¡Lo juro por el Altar y el Tabernáculo! -¿Y quién puede creerte? Eres vil. De la misma forma que traicionas al Maestro, puedes traicionarnos a nosotros. Pero, ¡ojo con lo que haces! ¡Estás avisado! -No traiciono. ¡Lo juro por el Templo de Dios! -Eres un perjuro. Tu cara lo dice. Le sirves a Él, no a nosotros… -No. Lo juro por el Nombre de Dios. -¡Dilo, si te atreves, como confirmación de tu juramento! -¡Lo juro por Yeohveh! – y se pone térreo al pronunciar así el Nombre de Dios. Tiembla, balbucea, no sabe siquiera decirlo como normalmente es pronunciado. Parece como si dijera una Y, una hache, una uve muy alargada, yo diría que terminada en aspiración. Lo reconstruiría así: Yeocveh. En fin, de forma extraña. El silencio -yo diría: cargado de miedo- se ha hecho en la habitación. Hasta incluso se han separado de Judas… Pero luego Doras y otro dicen: «Repite el mismo juramento como confirmación de que sólo a nosotros nos servirás…» -¡Ah, no! ¡Malditos! ¡Eso no! Os juro que no os he traicionado y que no os delataré ante el Maestro. Y ya cometo un pecado. Pero no vinculo mi futuro a vosotros, a vosotros que mañana en nombre del juramento podríais imponerme…, cualquier cosa, incluso un delito. ¡No! Denunciadme como sacrílego ante el Sanedrín, denunciadme como asesino ante los romanos. No me defenderé. Me dejaré matar… Y será una buena cosa para mí. Pero yo ya no juro… nunca más juro… – y, con esfuerzos violentos, se libera de quien lo tiene sujeto, y sale corriendo y gritando: -¡Pero sabed que Roma os vigila y que estima al Maestro!… Un fuerte portazo, que hace retumbar la casa, señala que Judas ha salido de esa guarida de lobos. Se miran unos a otros… La rabia, y quizás el miedo, los ha puesto lívidos… Y, no pudiendo desahogar su ira y miedo en alguno, se enzarzan entre ellos. Todos tratan de cargarle al otro la responsabilidad de los pasos dados y de las consecuencias que pueden tener. Unos reprochan en un sentido, otros en otro; unos por el pasado, otros por el futuro. Hay quien grita: « ¡Has sido tú el que ha querido seducir a Judas!»; o: « ¡Habéis hecho mal tratándole mal! ¡Os habéis descubierto!»; y hay quien propone: «Vamos a seguirlo, con dinero, disculpándonos… -¡Eso sí que no! – grita Elquías, que es el más recriminado – Dejad esto de mi cuenta y deberéis reconocer mi atino. Judas, sin más dinero, se va a amansar. ¡Manso como un cordero! – y ríe serpentino. -Se mantendrá en su postura hoy, mañana, quizás un mes… Pero luego… Es demasiado vicioso como para poder vivir en la pobreza que le da el Rabí… y vendrá a nosotros… ¡Ja! ¡Ja! ¡Dejad esto de mi cuenta! ¡Dejadlo de mi cuenta! Yo sé cómo… -Sí. Pero mientras… ¿Has oído? ¡Los romanos nos espían! ¡Los romanos lo estiman! Y es verdad. Esta mañana también, y ayer, y anteayer, le estaban esperando en el Atrio de los Paganos. Siempre se las ve a las mujeres de la Antonia… Vienen hasta de Cesárea para escucharlo… -¡Caprichos de mujeres! Eso no me preocupa. El hombre es guapo y habla bien. Ellas enloquecen por los charlatanes demagogos y filósofos. Para ellas el Galileo es uno de éstos, nada más. Y sirve para distraerse en sus momentos de ocio. ¡Hace falta paciencia para lograr esto! Paciencia y astucia. Y valentía también. Pero vosotros no la tenéis. Queréis hacer sin aparecer. Yo ya os he dicho lo que haría Pero no queréis… -Yo temo al pueblo. Lo ama demasiado. Amor aquí, amor allá. ¿Quién le puede tocar? Si lo expulsamos, nos expulsan a nosotros. Es necesario… – dice Caifás. -Es necesario no dejar pasar más ocasiones. ¡Cuántas hemos perdido! A la primera que se presente, hay que presionar en los titubeantes de entre nosotros, y luego actuar también con los romanos… -¡Fácil de decir! Pero ¿cuándo, dónde hemos tenido ocasión de hacerlo? No peca, no tiende al poder, no… -Si no hay ocasión, se crea… Y ahora vámonos. Entretanto, mañana lo vigilaremos… El Templo es nuestro. Fuera manda Roma. Afuera está el pueblo para defenderlo. Pero dentro del Templo…