Judas Iscariote insidia la inocencia de Margziam. Un nuevo discípulo, hermano de leche de Jesús. En Betania, en la casa de Lázaro, enfermo.
Jesús entra en la verde quietud del Huerto de los Olivos. Margziam sigue a su lado, y sonríe al pensar en la afanosa carrera que va a pegarse Pedro para alcanzarlos. Dice: -Maestro, quién sabe lo que dirá! Y, si hubieras seguido hasta Betania sin pararte aquí, se sentiría verdaderamente desconsolado. También sonríe Jesús, mirando al jovencito, y responde: -Sí. Me va a sepultar a lamentos. De todas formas, le servirá para otra vez. Así estará más atento. Yo hablaba y él se distraía charlando con unos o con otros… -Es que le preguntaban, Señor – dice Margziam para disculpar, sin reírse ya. -Se hace un gesto delicado de que se responderá después, cuando calle la Palabra del Señor. Acuérdate de esto para tu vida futura. Para cuando seas sacerdote. Exige el máximo respeto en las horas y lugares de instrucción. -Pero entonces será el pobre Margziam, Señor, el que hable… -No importa. Es Dios el que habla por los labios de sus siervos en las horas de su ministerio, y como tal debe ser escuchado con silencio y respeto. Margziam hace una leve mueca significativa, como comentario de un razonamiento suyo interior. Jesús, que lo observa, dice: -¿No estás convencido? ¿Por qué esa expresión? Habla, hijo, sin temor. -Señor mío, me preguntaba si Dios está también en los labios y en el corazón de sus sacerdotes de ahora… y… con terror me decía si serían iguales los futuros… Y concluía diciendo que… muchos sacerdotes hacen quedar mal al Señor… He pecado, sin duda… Pero son tan malos y antipáticos, tan secos… que… -No juzgues. Pero recuerda esta impresión de disgusto. Tenla presente en el futuro. Y, con todas tus fuerzas, preocúpate de no ser como estos que te desagradan; y que tampoco lo sean los que dependan de ti. Haz servir para el bien incluso el mal que ves. Toda acción y toda cognición deben ser transformadas en bien pasando por un juicio y una voluntad rectos. -¡Señor, antes de entrar en la casa, que ya se ve, respóndeme a otra cosa! Tú no niegas que el actual sacerdocio sea defectuoso. Me dices a mí que no juzgue. Pero Tú juzgas. Y puedes hacerlo. Y juzgas con justicia. Escucha, Señor, mi pensamiento. Cuando los actuales sacerdotes hablan de Dios y de la religión – siendo la mayoría de ellos como son, y me refiero ahora a los peores -, ¿deben ser escuchados como verdad? -Siempre, hijo mío. Por respeto a su misión. Cuando realizan actos de su ministerio, no son el hombre Anás, el hombre Sadoq… Son «el sacerdote». Separa siempre del ministerio la pobre humanidad. -Pero si realizan mal también su ministerio… -Dios suplirá. ¡ Y, además!… ¡Escúchame, Margziam! No hay ningún hombre completamente bueno ni completamente malo. Y ninguno es tan completamente bueno que tenga derecho a juzgar a los hermanos como completamente malos. Tenemos que tener presentes nuestros defectos, contrastar con ellos las buenas cualidades de los que queremos juzgar. Entonces tendríamos una medida justa de juicio caritativo. Yo todavía no he encontrado un hombre completamente malo. -¿Ni siquiera Doras, Señor? -Ni siquiera él, porque es marido honesto y padre amoroso. -¿Ni siquiera el padre de Doras? -También él era marido honesto y padre amoroso. -Pero nada más que eso, ¿eh?-Sólo eso. Pero en eso no era malo. Por tanto, no era completamente malo. -¿Y tampoco Judas es malo? -No. -Pero no es bueno. -No es totalmente bueno, como no es totalmente malo. ¿No estás convencido de lo que digo? -Estoy convencido de que Tú eres totalmente bueno, y que estás absolutamente exento de maldad. Tanto, que no encuentras nunca una acusación para ninguno. Esto sí. -¡Oh, hijo mío! ¡Si pronunciara la primera sílaba de una palabra de acusación, todos vosotros arremeteríais como fieras contra el acusado!… Yo, actuando así, evito que os manchéis con pecado de juicio. Entiéndeme, Margziam. No es que Yo no vea el mal donde lo hay. No es que no vea la mezcla de mal y bien que hay en algunos. No es que no comprenda cuándo un alma sube o baja del nivel en que la puse. No es nada de esto, hijo mío. Es prudencia, para evitar las anticaridades entre vosotros. Y actuaré siempre así. También en los siglos venideros, cuando tenga que pronunciarme sobre una criatura. ¿No sabes, hijo, que a veces vale más una palabra de alabanza, de ánimo, que mil reprensiones? ¿No sabes que de cien casos pésimos, señalados como relativamente buenos, al menos la mitad vienen a ser realmente buenos al no faltarles, después de mi benévola palabra, la ayuda de los buenos, que, en caso distinto, huirían del individuo señalado como pésimo? Hay que sostener a las almas, no hundirlas. Pero si Yo no soy el primero en sostener, en celar las partes feas, en solicitar para ellas vuestra benevolencia y ayuda, jamás os entregaríais a ellas con activa misericordia. Recuérdalo, Margziam… -Sí, Señor… (un fuerte suspiro). Lo recordaré… (otro fuerte suspiro)… Pero es muy difícil ante ciertas evidencias… Jesús lo mira fijamente. Pero del jovencito no ve sino la parte alta de la frente porque baja mucho la cara. -Margziam, levanta la cara. Mírame. Y respóndeme. ¿Qué evidencia es esa que es difícil pasar por alto? Margziam se azora… Se pone rojo bajo el color morenito de la piel… Responde: -Pues… son muchas, Señor… Jesús insta: -¿Por qué has nombrado a Judas? Porque es una «evidencia». Quizás la que te es más difícil superar… ¿Qué te ha hecho Judas? ¿En qué te ha escandalizado? – y Jesús pone las manos encima de los hombros del muchacho, que ahora está tan colorado que es todo púrpura oscura. Margziam lo mira, con los ojos brillantes… luego se suelta y se marcha gritando: -¡Judas es un profanador!… Pero no puedo hablar… ¡Respétame, Señor!… – y se introduce en el bosque, llorando, en vano llamado por Jesús, que pone un gesto de desconsolado dolor. Su voz, de todas formas, ha llamado la atención de los que están en la casa del Getsemaní. Y a la puerta de la cocina se asoma Jonás, luego la Madre de Jesús, detrás las discípulas: María de Cleofás, María Salomé y Porfiria. Ven a Jesús y se echan a andar hacia Él. -¡La paz a todos vosotros! ¡Aquí me tienes, Mamá! -¿Sólo? ¿Por qué? -Me he adelantado. He dejado a los demás en el Templo… Pero estaba con Margziam… -¿Y dónde está ahora mi hijo, que no lo veo? – pregunta Porfiria un poco inquieta. -Ha subido allá arriba… Pero ahora vendrá. ¿Tenéis comida para todos? Dentro de poco vendrán los demás. -No, Señor. Habías dicho que ibas a Betania… -Sí, claro… Pero he pensado que convenía hacer esto. Id sin demora por todo lo necesario, y volved sin demora. Yo me quedo con mi Madre. Las discípulas obedecen sin replicar. Se quedan solos Jesús y María, y pasean lentamente bajo los enmarañados ramajes de los árboles, a través de cuyas copas se filtran agujas solares que ponen circulitos de oro en la hierbecilla verde y florida. -Después de comer iré a Betania con Simón. -¿Simón de Jonás? -No. Con Simón Zelote. Y llevaré conmigo a Margziam… Jesús calla pensativo. María lo observa. Luego pregunta: -¿Te causa sinsabores Margziam? -¡No, Mamá, todo lo contrario! ¿Por qué piensas eso? -¿Por qué estás pensativo?… ¿Por qué lo llamabas con autoridad? ¿Por qué te ha dejado? ¿Por qué se ha separado de ti como vergonzoso? ¡No ha venido siquiera a saludar a su madre ni a mí! -El niño ha huido por una pregunta que le he hecho. -¡Oh!… – el estupor de María es profundísimo. Guarda silencio por un momento y luego susurra, como hablando para sí: -Los dos en el Paraíso Terrenal huyeron, después del pecado, al oír la voz de Dios… Pero, Hijo mío, hay que tener compasión del niño. Empieza a ser hombre… y quizás… Hijo mío, Satanás muerde a todos los hombres… Es una María toda compasiva y suplicante… Jesús la mira y le dice: -¡Cuán madre eres! ¡Cuánto eres «la Madre»! Pero no pienses que el niño ha pecado. Debes pensar que sufre por la quemadura de una revelación. Es muy puro. Es muy bueno… Lo llevaré conmigo, hoy. Para que comprenda, sin palabras, que lo comprendo. Cualquier palabra sobraría… y no encontraría ninguna para disculpar al profanador de un inocente. Es un Jesús severo en estas últimas palabras.-¡Hijo! ¿En esto estamos? No te pido nombres. Pero si uno de entre nosotros ha sido capaz de turbar al niño, sólo puede haber sido uno… ¡Hay que ver qué diablo! -Vamos a buscar a Margziam, Mamá. Ante ti no huirá. Van y lo descubren detrás de una mata de espino albar. -¿Estabas cogiendo flores para mí, hijo mío? – pregunta María mientras se acerca a él y lo abraza… -No. Pero te echaba de menos – dice Margziam con lágrimas en la cara todavía. -Y yo he venido. ¡Ánimo, sin demora! ¡Que hoy tienes que ir con mi Jesús a Betania! Y debes estar arreglado como conviene. La cara de Margziam, ya olvidado de su turbación de antes, se ilumina, y dice: -¿Yo solo con El? -Y con Simón Zelote. Margziam, muy niño todavía, da un salto de alegría, sale inmediatamente de su escondite y va a caer en el pecho de Jesús… Está confuso. Pero Jesús sonríe y le instiga diciendo: -Corre a ver si ha venido tu padre. Margziam se echa a correr, y Jesús observa: -Es un niño todavía, a pesar de ser ya juicioso de pensamiento. Turbar su corazón es un gran delito. Pero pondré una solución – y mientras tanto camina con María hacia la casa. Pero antes de llegar ya ven a Margziam galopando tras ellos. -Maestro… Madre… Hay personas… personas de las que estaban en el Templo… Los prosélitos… Hay una mujer… Una mujer que quiere verte, Madre… Dice que te conoció en Belén… Se llama Noemí. -¡Conocí a muchas entonces! Pero vamos… Llegan a la pequeña explanada donde está la casa. Un grupo de personas espera. En cuanto ven a Jesús se postran. Pero, enseguida, una mujer se levanta y corre a arrojarse a los pies de María mientras la saluda con su nombre. -¿Quién eres? No me acuerdo de quién eres. Levántate. La mujer se alza, pero, cuando está para hablar, llegan, jadeantes, los apóstoles. -¡Pero Señor! ¿Por qué? Hemos corrido como locos por Jerusalén. Pensábamos que habías ido a casa de Juana o de Analía… ¿Por qué no has esperado? – preguntan, e informan, confusamente. -Ahora estamos juntos. Es inútil explicar el porqué. Dejad que esta mujer hable tranquila. Todos se apiñan para escuchar. -Tú no te acuerdas de mí, María de Belén. Pero yo recuerdo desde hace treinta y un años tu nombre y tu rostro como nombre y rostro de piedad. Había venido yo también de lejos, de Perge, por el Edicto. Estaba embarazada. Pero esperaba regresar a tiempo. Mi marido enfermó por el camino, y en Belén se debilitó hasta el extremo de que murió. Yo había dado a luz veinte días antes de que muriera. Mis gritos perforaron el cielo y me secaron la leche y la hicieron veneno. Me cubrí de pústulas, y de pústulas se cubrió mi hijo… Nos arrojaron a una gruta a morir… Pues bien… tú, sólo tú, viniste, cautelosa, cada poco tiempo durante toda la luna, a traerme comida y a curar mis llagas, y llorabas conmigo y dabas leche a mi criatura, que si vive es sólo por ti… Corriste el riesgo de que te lapidaran, porque me llamaban «la leprosa»… ¡Oh, mi estrella delicada! Esto no lo he olvidado. Una vez curada, me marché. En Éfeso tuve noticias de la matanza. ¡Te busqué mucho! ¡Mucho! ¡Mucho! No podía pensar que te hubieran matado con tu Hijo en aquella noche tremenda. Pero jamás te encontré. El verano pasado, uno de Éfeso oyó a tu Hijo, supo quién era, lo siguió durante un tiempo, fue, acompañado de otros, a los Tabernáculos… Y, cuando volvió, contó. He venido para verte, ¡oh Santa!, antes de morir. Para bendecirte tantas veces cuantas fueron las gotas de leche que diste a mi Juan, en detrimento incluso de tu Hijo bendito… La mujer llora, en una posición reverencial, un poco inclinada, agarrando con sus manos los brazos de María… -La leche no se niega nunca, hermana. Y… -¡Oh, no! ¡No hermana tuya! Tú, Madre del Salvador. Yo era una pobre mujer sola, lejos de su casa, viuda, con un hijo de pecho y con el pecho agotado como torrente en verano… Sin ti me habría muerto. Me diste todo, y, si pude volver donde mis hermanos, mercaderes de Éfeso, fue por ti. -Éramos dos madres, dos pobres madres, con dos hijos, por el mundo. Tú tenías el dolor de haberte quedado viuda, yo el de tener que ser traspasada en mi Hijo, como decía en el Templo el anciano Simeón. No hice otra cosa sino cumplir con mi deber de hermana dándote lo que tú ya no tenías. ¿Y tu hijo vive? -Está ahí. Tu Hijo santo me lo ha curado esta mañana. ¡Bendito sea! – y la mujer se postra ante el Salvador gritando: -¡Ven, Juan, a dar gracias al Señor! Se aproxima, dejando a sus compañeros, un hombre de la edad de Jesús, fuerte, de rostro no hermoso pero leal; de hermoso tiene la expresión de sus ojos profundos. -La paz a ti, hermano de Belén. ¿De qué te he curado? -De la ceguera, Señor. Un ojo perdido, el otro próximo a perderse. Era arquisinagogo, pero ya no podía leer los sagrados rollos. -Ahora los leerás con mayor fe. -No, Señor. Ahora te leeré a ti. Quiero quedarme como discípulo. Y sin pretender derechos por las gotas de leche extraídas del pecho en que Tú te nutrías. Nada son los días de una luna para crear un vínculo; todo, la piedad de tu Madre entonces y la tuya de esta mañana. Jesús se vuelve hacia la mujer: -¿Y tú que opinas?-Que mi hijo te pertenece doblemente. Acéptalo, Señor. Y se cumplirá el sueño de la pobre Noemí. -De acuerdo. Serás de Cristo. A vosotros: recibid a este compañero en nombre del Señor – dice volviéndose a los apóstoles. Los prosélitos están exaltados de emoción. Los hombres querrían quedarse también inmediatamente. Todos. Pero Jesús dice con firmeza: -No. Vosotros seguid siendo lo que sois. Volved a vuestras casas, conservad la fe y esperad la hora de la llamada. El Señor esté siempre con vosotros. Podéis marcharos. -¿Podremos encontrarte todavía aquí? -preguntan. -No. Como un pájaro que vuela de rama en rama me moveré continuamente. No me encontraréis aquí. No tengo ni itinerario ni morada. Pero, si es justo, nos veremos y me escucharéis. Marchaos. Que se quede la mujer con el nuevo discípulo. Y entra en casa, seguido por las mujeres y los apóstoles, que comentan con emoción el episodio ignorado hasta ese momento y la caridad profunda de María. * * * Jesús, con paso raudo, va hacia Betania; a un lado y otro de Él, Simón Zelote y Margziam. Felices de ser ellos dos los preferidos para esta visita. Margziam, ya completamente tranquilo, hace mil preguntas sobre la mujer que ha venido de Éfeso, pregunta si Jesús sabía ese hecho, etc. -No lo sabía. E1 tesoro de bondades de mi Madre es infinito, y lo hace con un silencio tan delicado, que, la mayor parte de las veces, sus buenas acciones quedan secretas. -Pero es un episodio muy bonito, ¿eh?» dice el Zelote. -Sí. Tanto que quiero contárselo a Juan de Endor. Maestro, ¿crees que vamos a encontrar sus cartas en Betania? -Estoy casi seguro. -Debería estar también la mujer curada de la lepra – observa el Zelote. -Sí. Ha observado con fidelidad los preceptos. Pero ya debe haberse cumplido el tiempo de la purificación. Betania aparece en su llanura elevada. Pasan por delante de la casa en que en otros tiempos había pavos reales, flamencos y grullas. Ahora está abandonada y cerrada. Simón lo observa. Pero su observación se ve interrumpida por el jovial saludo de Maximino que improvisamente sale por la cancilla. -¡Maestro santo! ¡Qué felicidad en medio de tanto dolor! -Paz a ti. ¿Por qué, dolor? -Porque Lázaro tiene dolores lancinantes a causa de sus piernas ulceradas. Y no sabemos qué hacer para aliviar ese dolor. Pero viéndote a ti estará mejor, al menos de espíritu. Entran en el jardín, y, mientras Maximino se adelanta veloz, ellos siguen a paso lento hacia la casa. Corre afuera María de Magdala con su grito adorador: -Rabbuní! La sigue, más sosegada, Marta. Ambas están pálidas como quien ha sufrido y velado. -Levantaos. Vamos inmediatamente donde Lázaro. -¡Maestro, Maestro que todo lo puedes, cúrame a mi hermano! – suplica Marta. -¡Sí, Maestro bueno! ¡Sufre por encima de sus fuerzas! Se está consumiendo. Gime. Y, claro, morirá si sigue así. ¡Ten piedad de él, Señor! – insta María. -Tengo toda la piedad. Pero no es para él hora de milagro. Debe ser fuerte, y vosotras con él. Ayudadle a hacer la voluntad del Señor. -¿Quieres decir que deberá morir? – pregunta, gimiendo, Marta en lágrimas. Y María, nadando sus ojos en el llanto y la pasión en la voz, la dúplice pasión por Jesús y por su hermano: -¡Oh, Maestro, pero de esta forma me impides seguirte y servirte, e impides a mi hermano gozar de mi resurrección! ¿Es que no quieres en casa de Lázaro el júbilo por una resurrección? Jesús la mira con una sonrisa buena y perspicaz, y dice: -¿Por una? ¿Sólo una? ¡Pero entonces me creéis muy poca cosa, si creéis que puedo una cosa sola! Sed buenas y fuertes. Vamos. Y no lloréis de esa forma. Lo abatiríais con dolorosas conjeturas. Y, Él el primero, se encamina hacia donde está Lázaro, el cual, sin duda para que sea más fácil asistirle, ha sido acomodado en una sala que está junto a la biblioteca, en frente de la sala mayor, dedicada a convites. Maximino señala la puerta, pero deja a Jesús que entre solo. -¡Paz a ti, Lázaro, amigo mío! -¡Oh, Maestro santo! La paz a ti. Para mí, en mis miembros, la paz ya no existe. Y siento abatido mi espíritu. ¡Sufro mucho, Señor! Pronuncia para mí la amada orden: «Lázaro, sal afuera», y me pondré en pie, curado, para servirte… -Te daré esa orden, Lázaro. Pero no ahora – responde Jesús abrazándolo. Lázaro está muy delgado, amarillento, visiblemente muy enfermo y muy debilitado, y tiene hundidos los ojos. Llora como un niño al enseñar sus piernas hinchadas, azuladas, con llagas que yo diría varicosas, abiertas en varios puntos. Quizás espera que Jesús, al mostrarle ese destrozo, se conmueva y haga un milagro. Pero Jesús se limita a colocar de nuevo, con delicadeza, sobre las llagas, las vendas untadas de bálsamo. -¿Has venido para quedarte? – pregunta Lázaro, no sin desilusión.-No. Pero vendré a menudo. -¿Cómo? ¿Tampoco vas a celebrar este año la Pascua conmigo? He dicho que me trajeran aquí por ese motivo. Me habías prometido, cuando los Tabernáculos, que ibas a estar mucho conmigo, después de las Encenias… Y estaré. Pero no ahora. ¿Te molesto si me siento aquí en la orilla de tu cama? -¡No, no! Todo lo contrario. La frescura de tu mano parece como si mitigara el ardor de mi fiebre. ¿Por qué no te quedas, Señor? -Porque como a ti te atormentan las llagas, a mí los enemigos. A pesar de que Betania esté considerada dentro de los límites para la Cena, y para todos; para mí, celebrar aquí la Pascua se consideraría pecado. De lo que Yo hago, para el Sanedrín y los fariseos, todo son camellos y vigas… -¡Ah! ¡Los fariseos! ¡Es verdad! Pero entonces en una casa mía… ¡Esto al menos! -Eso sí. Pero lo diré en el último momento. Por prudencia. -¡Ah, sí, no te fíes! Te ha ido bien con Juan, ¡eh!, ¿sabes? Ayer ha venido Tolmái con otros y me ha traído cartas para ti. Las tienen mis hermanas. ¿Pero dónde se han quedado Marta y María? ¿No se preocupan de recibirte con honor? Lázaro está inquieto, como muchos enfermos. -Tranquilo. Están afuera, con Simón y Margziam. He venido con ellos. Y no necesito nada. Ahora los llamo. Y así es; llama a los que prudentemente se habían quedado afuera. Marta sale y vuelve con dos rollos y se los entrega a Jesús. María, entretanto, refiere que el siervo de Nicodemo ha dicho que precede a su señor, que viene con José de Arimatea. Y, contemporáneamente, Lázaro se acuerda de una mujer («que ha llegado ayer en nombre tuyo» dice). -¡Ah! ¡Sí! ¿Sabes quién es? -Nos lo ha dicho. Es hija de un rico de Jericó que hace años fue a Siria, de joven. La llamó Anastásica, en recuerdo de la flor del desierto. Pero no ha querido revelar el nombre de su marido – explica Marta. -No es necesario. La ha repudiado. Por tanto, ella es únicamente «la discípula». ¿Dónde está? -Duerme. Está cansada. Ha vivido muy mal estos días y estas noches. Si quieres la llamo. -No. Deja que duerma. Me ocuparé mañana. Lázaro mira admirado a Margziam, el cual está en ascuas; y es que quisiera saber lo que dicen los rollos. Jesús lo comprende y los abre. Lázaro dice: ¿Cómo? ¿Él lo sabe? -Sí. Él y los otros, excepto Natanael, Felipe, Tomás y Judas… -¡Has hecho bien en no revelárselo a él! – interviene bruscamente Lázaro – Tengo muchas sospechas… -No soy imprudente, amigo – le interrumpe Jesús. Lee los rollos y luego refiere las noticias principales, o sea, que los dos se han aclimatado, que la escuela prospera y que, si no fuera por el declinar de Juan, todo iría bien. Pero no puede decir nada más porque se anuncia la llegada de Nicodemo y José. -¡Dios te salve, Maestro, esta mañana y siempre! -Gracias, José. ¿Y tú, Nicodemo, no estabas? -No. Pero, sabido que habías llegado, he pensado en venir a casa de Lázaro, casi seguro de que te encontraría. Y José se ha unido a mí. Hablan alrededor de la cama de Lázaro de los hechos de la mañana. Y él se interesa tanto, que parece aliviado de su sufrimiento. -¿Y Gamaliel, Señor? ¿Oíste? – dice José de Arimatea. -Oí. Nicodemo dice: -Yo, sin embargo, digo: ¿Y Judas de Keriot, Señor? Después de tu partida, me lo encontré vociferando como un demonio en medio de un grupo de alumnos de los rabíes. Te acusaba y defendía al mismo tiempo. Estoy seguro de que estaba convencido de actuar bien. Ellos querían encontrarte culpas, ciertamente estimulados por sus maestros. Él rebatía las acusaciones con pasión enardecida. Decía: «Sólo una culpa tiene mi Maestro: hacer resaltar demasiado poco su poder. Deja pasar el momento oportuno. Cansa a los buenos con su excesiva mansedumbre. ¡Rey es, debe actuar como rey! Vosotros lo tratáis como a un siervo, porque es manso. Y El, por ser sólo manso, se destruye. Para vosotros, que sois viles y crueles, no hay otra cosa aparte del azote de un poder absoluto y violento. ¡Ah, si pudiera hacer de El un violento Saúl!” Jesús menea la cabeza sin decir nada. -De todas formas, a su manera, te ama – observa Nicodemo. -¡Qué hombre más desconcertante! – exclama Lázaro. -Sí. Bien has dicho. Yo no lo entiendo, y hace dos años que estoy con él – confirma el Zelote. María de Magdala se alza, con majestuosidad de reina, y con su espléndida voz proclama: -Yo lo he entendido más que todos: es el oprobio al lado la Perfección. Y no hay nada más que decir – y sale para alguna gestión, llevándose consigo a Margziam. -Quizás María tiene razón – dice Lázaro. -También lo creo yo – dice José. -¿Y Tú, Maestro, qué dices? -Digo que Judas es «el hombre». Como lo es Gamaliel. El hombre limitado junto a Dios infinito. El hombre está tan restringido en su pensamiento, mientras no lo airean sobrenaturalmente, que puede acoger una sola idea, incrustarla dentro de sí, o incrustarse en ella, y quedarse así. Incluso contra la evidencia. Terco. Obstinado. Incluso por fidelidad hacia la cosa que más le ha impresionado. En el fondo, Gamaliel tiene una fe, como pocos en Israel, en el Mesías que vislumbró y reconoció en un niño. Y es fiel a las palabras de aquel niño… Y lo mismo Judas. Saturado de la idea mesiánica como la mayor parte de Israel la cultiva, confirmado en ella por mi primera manifestación a él, ve, quiere ver, en el Cristo el rey. El rey temporal y poderoso… Y es fiel a este concepto suyo. ¡Cuántos, incluso en el futuro, se malograrán por una concepción de fe equivocada, terca contra toda razón! ¿Pero qué creéis, que es fácil seguir la verdad y la Justicia en todas las cosas? ¿Qué creéis, que es fácil salvarse sólo porque se sea un Gamaliel y un Judas apóstol? No. En verdad, en verdad os digo que es más fácil que se salve un niño, un fiel común, que uno elevado a especial cargo y a especial misión. Generalmente entra, en los llamados a extraordinaria suerte, la soberbia de su vocación, y esta soberbia abre las puertas a Satanás, expulsando a Dios. Las caídas de las estrellas son más fáciles que las de las piedras. El Maldito trata de apagar los astros y se insinúa, se insinúa tortuoso para hacer de palanca contra los elegidos y poder volcarlos. Si miles de hombres caen en los errores comunes, su caída no arrastra nada más que a ellos mismos. Pero si cae uno de los elegidos para una extraordinaria suerte, y viene a ser instrumento de Satanás en vez de serlo de Dios, su voz en vez de «mi» voz, su discípulo en vez de «mi» discípulo, entonces la ruina es mucho mayor y puede dar origen incluso a profundas herejías que dañan a un número sin número de espíritus. El bien que Yo doy a una persona producirá mucho bien si cae en un terreno humilde y que sabe permanecer humilde; pero, si cae en un terreno soberbio o que se hace soberbio por el don recibido, entonces de bien se transforma en mal. A Gamaliel le fue concedida una de las primeras epifanías del Cristo. Debía ser su precoz llamada a Cristo; sin embargo, es la razón de su sordera a mi voz que lo llama. A Judas le ha sido concedido ser apóstol: uno de los doce apóstoles entre los millares de hombres de Israel. Debía ser esto su santificación. Pero, ¿qué será?… Amigos míos, el hombre es el eterno Adán… Adán tenía todo. Todo menos una cosa. Quiso ésa. ¡Y si el hombre se queda en Adán! ¡Ah, pero muy a menudo se transforma en Lucifer! Tiene todo menos la divinidad. Quiere la divinidad. Quiere lo sobrenatural para causar asombro, para ser aclamado, temido, conocido, celebrado… Y, para conseguir algo de eso que sólo Dios puede gratuitamente dar, se agarra fuertemente a Satanás, que es el Simio de Dios y da sucedáneos de dones sobrenaturales. ¡Qué horrenda suerte la de estos que se han transformado en demonios! Os dejo, amigos. Me retiro bastante. Tengo necesidad de recogerme en Dios… Jesús, muy turbado, sale… Los que se quedan (Lázaro, José, Nicodemo y el Zelote) se miran. -¿Has visto cómo se ha turbado? – pregunta en voz baja José a Lázaro. -Sí, lo he visto. Parecía como si estuviera viendo un espectáculo horrendo. -¿Qué tendrá en el corazón? – pregunta Nicodemo. -Sólo Él y el Eterno lo saben – responde José – ¿Tú no sabes nada, Simón? -No. Lo cierto es que hace meses que está muy angustiado. -¡Dios lo proteja! Pero lo cierto es que el odio aumenta. -Sí, José. El odio aumenta… Creo que pronto el Odio va a vencer al Amor. -¡No digas eso, Simón! ¡Si debe suceder así, no volveré a pedir la curación! Mejor morir que asistir al más horrendo de los errores». -De los sacrilegios, debes decir, Lázaro… .Y… Israel es capaz de esto. Está maduro para repetir el gesto de Lucifer declarando la guerra al Señor bendito – suspira Nicodemo. Un silencio penoso se forma, cual mordaza que estrangula todas las gargantas… Declina la tarde en la habitación en que cuatro hombres honestos piensan en los futuros delincuentes.