Juan y las culpas de Judas Iscariote. Los fariseos y la cuestión del divorcio.
Las magníficas estrellas de una serena noche de marzo resplandecen en el cielo de Oriente; tan amplias y vivaces, que parece que el firmamento haya descendido, como un baldaquino, hacia la terraza de la casa que ha acogido a Jesús: una casa muy alta, y edificada en uno de los puntos más altos de la ciudad; de modo que el horizonte infinito se abre delante, y alrededor, de quien mira, desde cualquier ángulo. Y, si la tierra – no alegrada todavía por la Luna, que está en su fase menguante – se anula en la oscuridad de la noche, el cielo resplandece con un sinfín de luces. Es verdaderamente la revancha del firmamento, que expone victoriosamente sus pensiles de astros, sus praderas de Galatea, sus gigantes planetarios, sus bosques de constelaciones contra la efímera vegetación de la tierra, que, aunque sea secular, es, en todo caso, de una hora respecto a éstas, que existen desde cuando el Creador hizo el firmamento. Y, perdiéndose mirando arriba, paseando la mirada por esas esplendorosas avenidas, en que las estrellas son los árboles, uno tiene la impresión de percibir las voces, los cantos de aquellas florestas de esplendores, de ese enorme órgano de la más sublime de las catedrales, en que gustosamente imagino que hacen de fuelles y registros los vientos de las carreras astrales, y de voces las estrellas lanzadas en sus trayectorias. Y parece percibirse mucho más, dado que el silencio nocturno de esta Gadara durmiente es absoluto. No canta una fuente, no canta un pájaro. El mundo duerme, duermen las criaturas. Duermen los hombres – menos inocentes que las otras criaturas – sus sueños, más o menos tranquilos, en las casas oscuras. Pero, por la puerta de la habitación que da a la terraza inferior – porque hay otra, superior, que está encima de la habitación más alta – se muestra una sombra alta, apenas visible en la noche, por la blancura del rostro y de las manos que contrastan con el indumento oscuro; le sigue otra más baja. Caminan de puntillas para no despertar a los que quizás duermen en la habitación de abajo, y de puntillas suben la escalera externa que conduce a la última terraza. Luego se toman de la mano y van, así, a sentarse en un banco que está adosado a todo lo largo del antepecho, muy alto, que circunda la terraza. El banco bajo y el antepecho alto hacen que todas las cosas desaparezcan ante sus ojos. Aunque hubiera en el cielo la más clara Luna, que bajara a iluminar el mundo, para ellos no sería nada; porque la ciudad está escondida toda, y con ella las sombras más oscuras, en la oscuridad de la noche, de los montes cercanos. Solamente se les muestra el cielo con sus constelaciones de primavera y las magníficas estrellas de Orión (Rigel y Betelgeuse), Aldebarán, Perseo, y Andrómeda y Casiopea, y las Pléyades unidas como hermanas. Y Venus (zafíreo y diamantino), Marte (de pálido rubí) y el topacio de Júpiter son los reyes del pueblo astral, y titilan, titilan como saludando al Señor, acelerando sus latidos de luz para la Luz del mundo. Jesús levanta la cabeza, apoyándola contra el alto pretil, para mirarlas; Juan hace lo mismo, perdiéndose mirando arriba, donde se puede ignorar el mundo… Luego Jesús dice: -Y ahora que nos hemos limpiado en las estrellas, vamos a orar. Se pone en pie. Juan también. Una larga oración, silenciosa, apremiante, toda alma, con los brazos abiertos en cruz, la cara alzada vuelta hacia oriente, donde se preludia un primer claror de luna. Y luego el Pater dicho en común, lentamente, no una vez sino tres, y – lo manifiesta claramente la voz – con un progresivo aumento de insistencia en la súplica; una súplica que es tan ardiente, que separa de la carne el alma y deja a ésta por los caminos del infinito. Luego silencio. Se sientan donde estaban antes, mientras la Luna blanquece cada vez más la tierra durmiente. Jesús pasa un brazo por los hombros de Juan, lo arrima hacia sí, y dice: -Dime, pues, lo que sientes que tienes que decirme. ¿Qué cosas son las que mi Juan ha intuido, con ayuda de la luz espiritual, en el alma tenebrosa del compañero? -Maestro… estoy arrepentido de haberte dicho eso. Cometeré dos pecados… -¿Por qué? -Porque te voy a causar dolor manifestándote incluso lo que no sabes, y… porque… Maestro, ¿es pecado manifestar el mal que vemos en otro? Sí, ¿no es verdad? ¿Y entonces cómo puedo decir esto si lesiono la caridad!… Juan está angustiado. Jesús da luz a su alma: -Escucha, Juan. ¿Para ti es más el Maestro o el condiscípulo? -El Maestro, Señor. Tú estás por encima de todos. -¿Y qué soy Yo para ti? -El Principio y el Fin. Eres el Todo. -¿Crees que Yo, siendo Todo, conozco también todo lo que existe? -Sí, Señor. Por esto siento una gran contrariedad dentro de mí. Porque pienso que sabes y sufres. Y porque recuerdo que un día me dijiste que en ocasiones Tú eres el Hombre, sólo el Hombre, y por tanto el Padre te hace conocer lo que es ser hombre que debe conducirse según razón. Y pienso también que Dios, por compasión hacia ti, podría ocultarte estas feas verdades… -Atente a este pensamiento, Juan. Y habla. Con confidencia. Confiar lo que sabes a quien para ti es «Todo» no es pecado. Porque el «Todo» no se escandaliza, ni murmura, ni faltará a la caridad, ni siquiera con el pensamiento, hacia el desdichado. Sería pecado si dijeras lo que sabes a quien no puede ser todo amor, a tus compañeros por ejemplo, que murmurarían, e incluso agredirían sin misericordia al culpable, dañándolo a él y a sí mismos. Porque hay que tener misericordia, una misericordia que ha de ser mucho mayor en la medida en que tengamos ante nosotros a una pobre alma enferma de todas las enfermedades: un médico, un enfermero compasivo, o una madre, si es poco el mal que sufre un enfermo, se impresionan poco, y poco luchan por curarle; pero si el hijo, o el hombre, está muy enfermo, en peligro de muerte, ya gangrenoso y paralizado, ¡cómo luchan, venciendo repugnancias y fatigas, para curarlo! ¿No es así? -Así es, Maestro – dice Juan, que ahora está en esa postura suya del brazo en torno al cuello del Maestro y la cabeza apoyada en su hombro. -Pues bien, no todos saben tener misericordia con las almas enfermas. Por eso hay que ser prudentes en dar a conocer sus males, para que el mundo no las rehúya y no las dañe con el desprecio. Un enfermo que se ve menospreciado se entristece, y empeora. Si, por el contrario, le asisten con alegre esperanza, puede sanar, porque la alegría esperanzada del que le asiste entra en él y ayuda a la acción de la medicina. Pero tú sabes que Yo soy la Misericordia y que no humillaré a Judas. Habla, pues, sin escrúpulos. No eres un espía. Eres un hijo que confía a su padre, con amorosa solicitud, el mal que ha descubierto en su hermano, para que el padre le asista. ¡Animo, pues…! Juan emite un fuerte suspiro, luego inclina aún más la cabeza, dejándola caer hasta el pecho de Jesús, y dice: -¡Cuán penoso es hablar de cosas corrompidas!… Señor… Judas es un impuro… y me tienta a la impureza. No me importan sus escarnios hacia mí, lo que me duele es que se acerque a ti manchado de sus amores. Desde que ha vuelto me ha tentado varias veces. Cuando las circunstancias nos dejan solos – cosa que él provoca en todos los modos – no hace otra cosa que hablar de mujeres… y yo siento la repulsa que sentiría si me sumergieran en materias fétidas que trataran de introducirme en la boca… -¿Pero en lo profundo te sientes turbado? -¿En qué sentido turbado? Mi alma se estremece. La razón grita contra estas tentaciones… No quiero ser corrompido… -¿Y tu carne qué hace? -Se retrae horrorizada. -¿Solamente esto? -Esto, Maestro, y lloro entonces, porque me parece que Judas no podría ofender más a quien se ha consagrado a Dios. Dime: ¿esto va a lesionar mi ofrenda? -No. No más que un puñado de barro arrojado a una lámina de diamante. No raya la lámina, no penetra en ella. Para limpiarla basta echar encima una copa de agua. Y queda más bonita que antes. -Límpiame entonces. -Tu caridad te limpia, y tu ángel. Nada queda en ti. Eres un altar limpio y Dios baja a él. ¿Qué más hace Judas? -Señor, él… ¡Oh, Señor! – la cabeza de Juan desciende más todavía. -¿Qué? -El… No es verdad que sea dinero suyo el que te da para los pobres; es el dinero de los pobres que roba para sí: para ser alabado por una generosidad no verdadera. Le enfureciste al quitarle todo el dinero al regreso del Tabor. Y a mí me dijo: «Hay soplones entre nosotros». Yo dije: «¿Soplones de qué? ¿Acaso robas?». «No» me respondió, «pero soy previsor y hago dos bolsas. Alguno se lo ha dicho al Maestro y El me ha impuesto que dé todo; tan enérgicamente lo ha impuesto, que me he visto constreñido a hacerlo». Pero no es verdad, Señor, que haga eso por previsión. Lo hace para tener dinero. Podría declararlo con la casi certeza de decir la verdad. -¡Casi certeza! Esta duda sí que es leve culpa. No puedes acusarlo de ser ladrón si no estás absolutamente seguro de ello. Las acciones de los hombres a veces tienen apariencia mala y son buenas. -Es verdad, Maestro. No lo volveré a acusar, ni siquiera con el pensamiento. De todas formas, eso de que tiene dos bolsas, y que la que dice que es suya y te da es tuya, y que lo hace buscando alabanza, eso es verdad. Y yo eso no lo haría. Siento que no está bien hacerlo. -¡Tienes razón. ‘¿Qué más debes decir? Juan alza una cara asustada, abre la boca para hablar, pero la cierra. Se desliza hasta caer de rodillas. Esconde la cara en la túnica de Jesús. Él le pone una mano sobre sus cabellos. -¡Ánimo! Quizás has juzgado equivocadamente. Yo te ayudaré a juzgar bien. Me debes decir también lo que piensas acerca de las posibles causas de que Judas peque. -Señor, Judas se siente sin la fuerza que querría para hacer milagros… Tú sabes que siempre lo ha deseado fogosamente… ¿Te acuerdas de Endor? Y, sin embargo, es el que hace menos milagros. Y… bueno… desde que ha regresado, ya no consigue nada… y por la noche se queja de ello incluso en sueños, como si fuera una pesadilla, y… ¡Maestro, Maestro mío! -Venga. Habla. Todo. -Impreca… y practica la magia. Esto no es una mentira ni una duda. Lo he visto. Me elige como compañero porque tengo un sueño profundo. Es más, lo tenía. Ahora, lo confieso, lo vigilo, y mi sueño es menos profundo porque en cuanto se mueve lo oigo… Quizás he hecho mal. Pero he fingido dormir para ver lo que hacía. Y dos veces le he visto y oído hacer cosas feas. No es que yo entienda de magia, pero eso es magia. -¿Sólo? -No y sí. En Tiberíades lo seguí. Fue a una casa. Después pregunté quién vivía allí. Uno que practica la necromancia con otros. Y, cuando Judas salió, casi de mañana, por las palabras que dijeron, comprendí que se conocen y que son muchos… y no todos extranjeros. Pide al demonio la fuerza que Tú no le das. Por esto sacrifico yo mi fuerza al Padre, para que se la pase a él, y él deje de ser pecador. -Haría falta que le dieras tu alma. Pero eso no lo permitiríamos ni el Padre ni Yo… Un largo silencio. Luego dice Jesús con voz cansada: -Vamos. Juan. Vamos a bajar y a descansar en espera del alba. -¡Estás más triste que antes, Señor! ¡No debía haber hablado! -No. Yo ya lo sabía. Pero tú al menos estás más tranquilo… y eso es lo que importa…-Señor, ¿debo evitarlo? -No. No temas. Satanás no perjudica a los Juanes. Los aterroriza, pero no puede quitarles la gracia que Dios continuamente les otorga. Ven. Por la mañana voy a hablar. Luego iremos a Pel.la. No podemos demorarnos, porque el río está crecido, por la fusión de las nieves y el agua de los días pasados. Pronto estará colmo, y mucho más teniendo en cuenta que la Luna aureolada predice lluvias abundantes… Bajan y deja de vérselos en la habitación de debajo de la terraza. Es por la mañana. Una mañana de Marzo. Por tanto, nubes y claros se alternan en el cielo. Pero las nubes sobrepujan a los claros y tratan de apoderarse del cielo. Un aire caliente, con rachas rítmicas, sopla y carga el ambiente enrareciéndolo con polvo venido probablemente de las zonas del altiplano. -¡Si no cambia el viento, esto es agua! – sentencia Pedro al salir de la casa con los otros. El último en salir es Jesús, que se despide de las dueñas de la casa. El dueño acompaña a Jesús. Se dirigen hacia una plaza. Dados pocos pasos, los para un suboficial romano que está con otros soldados. -¿Eres Tú Jesús de Nazaret? -Lo soy. -¿Qué haces? -Hablo a las gentes. -¿Dónde? -En la plaza. -¿Palabras sediciosas? -No. Preceptos de virtud. -¡Ojo! No mientas. Roma ya tiene suficientes falsos dioses. -Ven tú también. Verás como no estoy mintiendo. El hombre que ha alojado a Jesús siente el deber de intervenir: -¿Pero desde cuándo tantas preguntas a un rabí? -Denuncia de hombre sedicioso. -¿Sedicioso? ¿Él? ¡Pero hombre, Mario Severo, eso es una ilusión! Éste es el hombre más manso de la Tierra. Te lo digo yo. El suboficial se encoge de hombros y responde: -Mejor para Él. Pero esta es la denuncia que ha recibido el centurión. Que vaya si quiere. Está avisado. Se da la media vuelta y se marcha con los subalternos. -¿Pero quién puede haber sido? ¡No lo entiendo! – dicen varios. Jesús responde: -Dejad de entender. No hace falta. Vamos a la plaza mientras haya muchos. Luego nos marcharemos también de aquí. Debe ser una plaza más bien comercial. No es un mercado pero poco le falta, porque está circundada de fondaques en los que hay depósitos de mercancías de todos los tipos. Y la gente se aglomera en ellos. Por tanto, hay mucha gente en la plaza, y alguno hace señas de que está Jesús, de forma que pronto un círculo de gente está alrededor del «Nazareno». Un círculo compuesto de personas de todo tipo, clase y nación. Quién por veneración, quién por curiosidad. Jesús hace un gesto de querer hablar. -¡Vamos a escucharlo! – dice un romano que sale de un almacén. -¿No nos tocará oír alguna lamentación? – le responde un compañero suyo. -No lo creas, Constancio. Es menos indigesto que uno de nuestros oradores de rigor. -¡Paz a quien me escucha! Está escrito en el libro de Esdras, en la oración de Esdras: «¿Qué vamos a decir ahora, Dios nuestro, después de las cosas que han sucedido? ¿Qué, si hemos abandonado los preceptos que habías decretado por medio de tus siervos…?». -¡Detente, Tú que hablas! ¡Nosotros proponemos el tema! – grita un puñado de fariseos que se abre paso entre la gente. Casi al mismo tiempo, vuelve a aparecer la unidad armada y se detiene en el ángulo más cercano. Los fariseos están ya frente a Jesús. -¿Eres Tú el Galileo? ¿Eres Jesús de Nazaret? -¡Lo soy! -¡Bendito sea Dios por haberte encontrado! La verdad es que tienen unas caras de tanta mala uva, que no se ve que estén alegres por el encuentro… El más viejo habla: -Te seguimos desde hace muchos días, pero llegamos siempre cuando Tú ya te has marchado. -¿Por qué me seguís? -Porque eres el Maestro y deseamos ser adoctrinados sobre un punto oscuro de la Ley. -No hay puntos oscuros en la Ley de Dios. -En ella no. Pero… en fin… pero la Ley ha sufrido «superposiciones», como Tú dices… en fin… que han proyectado oscuridad. -Penumbras, al máximo. Y basta volver el intelecto a Dios para eliminarlas. -No todos lo saben hacer. Nosotros, por ejemplo, permanecemos en penumbra. Tú eres el Rabí, así que ayúdanos. -¿Qué queréis saber?-Queríamos saber si le es lícito al hombre repudiar por un motivo cualquiera a su mujer. Es una cosa que sucede frecuentemente, y, siempre, donde sucede esto, da mucho que hablar. Vienen a nosotros para saber si es lícito. Y nosotros, según el caso, respondemos. -Aprobando lo sucedido en el noventa por ciento de los casos. Y el diez por ciento que queda desaprobado pertenece a la categoría de los pobres o de vuestros enemigos. -¿Cómo lo sabes? -Porque sucede así en todas las cosas humanas. Y agrego a la categoría la tercera clase: la que – si fuera lícito el divorcio – más derecho tendría, por ser la de los verdaderos casos penosos: como una lepra incurable, o una cadena perpetua, o enfermedades innominables… -¿Entonces para ti nunca es lícito? -Ni para mí ni para el Altísimo ni para ninguno de corazón recto. ¿No habéis leído que el Creador, al comienzo de los días, creó al hombre y a la mujer? Y los creó varón y hembra; y no tenía necesidad de hacerlo, porque, si hubiera querido, habría podido, para el rey de la creación, hecho a su imagen y semejanza, crear otro modo de procreación, y hubiera sido igualmente bueno aun siendo distinto de todos los otros naturales. Y dijo: “Así, por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne». Así pues, Dios los unió en una sola unidad. No son, por tanto, ya «dos» sino «una» sola carne. Lo que Dios ha unido, porque vio que «es buena cosa», no lo separe el hombre, pues si así sucediera sería una cosa ya no buena. -¿Pero por qué, entonces, Moisés dijo: «Si el hombre ha tomado consigo una mujer, pero la mujer no ha hallado gracia ante sus ojos por algún defecto desagradable, él escribirá un libelo de repudio, se lo entregará en mano y la despedirá de su casa»? -Lo dijo por la dureza de vuestro corazón. Para evitar, con una orden, desórdenes demasiado graves. Por esto os permitió repudiar a vuestras mujeres. Pero desde el principio no fue así. Porque la mujer es más que el animal, el cual sigue el capricho del amo o de las libres circunstancias naturales, y va a este o a aquel macho, es carne sin alma que hace pareja para reproducirse. Vuestras mujeres tienen un alma como vosotros, y no es justo pisotearla despiadadamente. Porque, si bien la condena dice: «Estarás sometida a la potestad de tu marido y él te dominará», ello debe acaecer según justicia y no con atropello lesivo de los derechos del alma libre y digna de respeto. Vosotros, con el repudio, que no os es lícito, ofendéis al alma de vuestra compañera, a la carne gemela que se ha unido a la vuestra, a ese todo que es la mujer con que os habéis casado exigiendo su honestidad, mientras que vosotros, ¡perjuros!, vais a ella deshonestos, minorados, a veces corrompidos, y seguís corrompidos, y aprovecháis todas las ocasiones para herirla y dar mayor campo a la lujuria insaciable que hay en vosotros. ¡Prostituidores de vuestras esposas! Por ningún motivo podéis separaros de la mujer que está unida a vosotros según la Ley y la Bendición. Sólo en el caso de que la gracia os toque, y comprendáis que la mujer no es una propiedad sino un alma, y que, por tanto, tiene iguales derechos que vosotros de ser reconocida parte del hombre y no su objeto de placer, y sólo en el caso de que vuestro corazón sea tan duro que no sepáis elevarla a esposa, después de haber gozado de ella como una prostituta, sólo en el caso de anular este escándalo de dos que conviven sin que Dios bendiga su unión, podéis despedirla. Porque entonces vuestra unión no es tal, sino que es fornicación, y frecuentemente sin el honor de unos hijos, porque, o son eliminados forzando la naturaleza, o repudiados como una vergüenza. En ningún otro caso. En ningún otro. Porque si tenéis hijos ilegítimos de vuestra concubina, tenéis el deber de poner término al escándalo casándoos con ella, si sois libres. No contemplo el caso del adulterio consumado contra la esposa ignara. Para ese caso, santas son las piedras de la lapidación y las llamas del Seol. Y para el que repudia a su esposa legítima, porque está saciado de ella, y toma a otra, hay sólo una sentencia: ése es adultero. Y es adúltero el que toma a la repudiada, porque, si el hombre se ha arrogado el derecho de separar lo que Dios ha unido, la unión matrimonial continúa ante los ojos de Dios, y maldito aquel que pasa a segunda esposa sin ser viudo. Y maldito aquel que toma otra vez a su mujer primera después de haberla despedido por repudio y haberla abandonado a los miedos de la vida, siendo así que ella haya cedido a nuevo matrimonio para ganarse el pan, si queda viuda del segundo marido. Porque, aunque sea viuda, fue adúltera por culpa vuestra, y haríais doble su adulterio. ¿Habéis comprendido, fariseos que me tentáis? Éstos se van humillados, sin responder. -Es un hombre severo. Si fuera a Roma, vería que allí fermenta un fango aún más hediondo – dice un romano. También algunos de Gadara se quejan: -¡Dura cosa ser hombres, si hay que ser castos de esa forma!… Y algunos, más fuerte: -¡Si tal es la condición del hombre respecto a la mujer, es mejor no casarse! Y también los apóstoles repiten este razonamiento mientras toman de nuevo el camino que conduce a los campos, tras haber dejado a los de Gadara. Lo dice Judas con sarcasmo. Lo dice Santiago de Zebedeo con respeto y reflexión. Y Jesús responde al uno y al otro: -No todos comprenden esto, ni lo comprenden bien. Algunos, efectivamente, prefieren el celibato para tener libertad de secundar sus vicios; otros para evitar la posibilidad de pecar siendo maridos no buenos. Sólo algunos – a los cuales les es concedido – comprenden la belleza de estar limpios de sensualidad e incluso de una honesta hambre de mujer. Y son los más santos, los más libres, los más angélicos sobre la faz de la tierra. Hablo de aquellos que se hacen eunucos por el Reino de Dios. Hay hombres que nacen así. A otros los hacen eunucos. Los primeros son personas deformes que deben suscitar compasión; los segundos… son abusos que hay que reprimir. Mas está esa tercera categoría de eunucos voluntarios, los cuales, sin usar violencia para consigo – por tanto con doble mérito -, saben adherirse a eso que Dios pide, y viven como ángeles para que el altar abandonado de la tierra tenga todavía flores e inciensos para el Señor. Éstos no complacen a su parte inferior, para crecer en la parte superior, de forma que ésta florezca, en el Cielo, en los arriates más próximos al trono del Rey. Y en verdad os digo que no son personas mutiladas, sino seres dotados de aquello que a la mayor parte de los hombres les falta. No son, pues, objeto de necio escarnio; antes al contrario, de gran veneración. Comprenda esto quien debe, y respete, si puede. Los apóstoles casados musitan entre sí. -¿Qué os pasa? – pregunta Jesús. -¿Y nosotros? No sabíamos esto, y hemos tomado mujer. Pero nos gustaría ser como Tú dices… – dice por todos Bartolomé. -Y no os está prohibido hacerlo de ahora en adelante. Vivid en continencia, viendo en vuestra compañera a vuestra hermana, y tendréis gran mérito ante los ojos de Dios. Vamos a acelerar el paso. Para estar en Pel.la antes de la lluvia.