Jesús se despide de Juan de Endor y de Síntica
A1 día siguiente, perseguidos por un tiempo lluvioso y frío que dificulta la marcha, reanudan el viaje por el mismo camino (el único, por lo demás, de este pueblo que parece un nido de águila en la cima de un pico solitario). Tiene que bajar del carro también Juan de Endor, porque el camino cuesta abajo es todavía más peligroso que cuesta arriba, y, aunque el burro por sí solo no correría peligro, el peso del carro, fuertemente empujado hacia adelante por el desnivel, hace que el pobre animal vaya muy mal. Como van también mal sus conductores, que hoy tienen que sudar no ya para empujar sino para retener el vehículo, que podría despeñarse, provocando alguna desgracia o, por lo menos, pérdida de la carga. El camino es, así, horrible hasta llegar a un tercio, aproximadamente, de su longitud (el último tercio respecto al valle). Y se bifurca: un ramal, más cómodo y llano, va hacia el oeste. Se paran a descansar y se secan el sudor. Pedro premia al borrico, que tiembla todo, de jadeo, y que sacude las orejas resoplando, ciertamente absorto en una profunda meditación sobre la dolorosa condición de los asnos y sobre los caprichos de los hombres que escogen estos caminos. A1 menos también Simón de Jonás atribuye a estas consideraciones la expresión pensativa del animal, y, para subirle los ánimos, le cuelga al cuello una saca de habas forrajeras, y, mientras el asno quebranta el duro alimento con ávido placer, también los hombres comen pan y queso y beben la leche de que sus odres están llenos. Termina la comida. Pero Pedro quiere dar de beber a «mi Antonio, que merece los honores más que César» dice. Y va con un cubo que tiene en el carro a coger agua a un torrente que discurre hacia el mar. -Ahora podemos reanudar la marcha… Iremos incluso al trote, porque pienso que detrás de aquel collado es todo llanura… Pero nosotros no podemos trotar. De todas formas, caminaremos ligero. ¡Venga, Juan y tú, mujer, montad y vamos! -Yo también subo, Simón, y guío Yo. Todos los demás seguidnos… -dice Jesús en cuanto suben los dos. -¿Por qué? ¿Te encuentras mal? ¡Estás muy pálido!… -No, Simón. Quiero hablar a solas con ellos… – y señala a los dos que, como Él, están pálidos también, intuyendo que ha llegado el momento del adiós. -Ah! Bien. Sube, sube. Nosotros te seguimos. Jesús se sienta en la tabla que hace de asiento para el conductor y dice: -Ven aquí a mi lado, Juan. Y tú, Síntica, acércate… Juan se sienta a la izquierda del Señor. Síntica a sus pies, casi en el borde del carro, de espaldas al camino, con la cara alzada hacia Jesús. Colocada así, sentada sobre los talones, relajada como si soportara un peso agotador, abandonadas las manos en su regazo y unidas para mantenerlas quietas, porque tiemblan, la cara cansada, sus bellísimos ojos de color negrovioleta como empañados por el mucho llanto vertido, bajo la sombra de su velo y su manto – muy cubierta con ambos -, parece una Piedad desolada. ¡Y Juan…! Creo que si al final del camino le esperara el patíbulo estaría menos turbado. El asno se pone al paso, tan obediente y juicioso que no obliga a Jesús a estrecha vigilancia. Y Jesús aprovecha de ello para abandonar los ramales y coger la mano de Juan y poner la otra en la cabeza de Síntica. -Hijos míos, os agradezco toda la alegría que me habéis procurado. Este año ha estado para mí tachonado de flores de alegría, porque he podido tomar vuestras almas y ponérmelas delante, para no ver las cosas feas del mundo, y perfumarme el aire viciado por el pecado del mundo e infundirme dulzura y confirmarme en la esperanza de que mi misión no es inútil. Margziam, tú, Juan mío, Hermasteo, tú, Síntica, y María de Lázaro, y Alejandro Misax, y otros más… Las flores triunfales del Salvador, al que sólo sienten como tal los rectos de corazón… ¿Por qué meneas la cabeza, Juan? -Porque eres bueno y me pones entre los rectos de corazón. Pero yo siempre tengo en mi pensamiento mi pecado… -Tu pecado es el fruto de una carne azuzada por dos malvados. Tu rectitud de corazón es el substrato de tuyo honesto, deseoso de cosas honestas, desgraciado porque estas cosas te fueron arrebatadas por la muerte o la maldad, mas no por ello menos vivo aun bajo el cúmulo de tanto dolor. Fue suficiente que la voz del Salvador se filtrara en las profundidades donde tu yo se marchitaba, para que saltaras y te pusieras en pie, liberándote de todo peso, para venir a mí. ¿No es así? Pues entonces eres recto de corazón; mucho, mucho más recto que otros que no tienen tu pecado, pero que tienen otros mucho peores, que son pecados meditados y conservados vivos obstinadamente… Benditos seáis, pues, vosotros, mis flores de mi triunfo de Salvador en este mundo, tardo en comprender y enemigo, que da de beber amargura y aversión al Salvador, habéis representado el amor. ¡Gracias! En las horas más penosas que he vivido este año, os he tenido presentes para recibir de vosotros consuelo y apoyo; en las horas más penosas que viviré, os tendré todavía más presentes. Hasta la muerte. Y estaréis conmigo eternamente. Os lo prometo. Os confío mis más estimados intereses, o sea, la preparación de mi Iglesia de Asia Menor. Allí no puedo ir porque aquí, en Palestina, está mi lugar de misión, y porque la mentalidad reaccionaria de los importantes de Israel me perjudicaría con todos los medios si fuera a otro lugar distinto. ¡Ya quisiera tener otros Juanes y otras Sínticas para otros países, de modo que mis apóstoles encontraran arada la tierra para esparcir la semilla en la hora que ha de llegar! Sed dulces y pacientes, y al mismo tiempo fuertes para penetrar y soportar. Encontraréis cerrazón y escarnio. No os descorazonéis por ello. Pensad esto: «Comemos el mismo pan y bebemos el mismo cáliz que bebe nuestro Jesús». No sois más que vuestro Maestro y no podéis pretender mejor suerte que la suya. La mejor suerte es ésta: compartir lo que es del Maestro. Doy una sola orden: que no os desaniméis, que no pretendáis daros una respuesta acerca de esta lejanía, que no es un destierro como quiere pensar Juan, sino que es, antes al contrario, un poneros a las puer tas de la Patria antes que a todos los demás, como a siervos más formados que ningún otro. El Cielo desciende para vosotros, como materno velo, y el Rey de los Cielos ya os acoge en su seno, os protege bajo sus alas de luz y amor, como a los primogénitos de la inconmensurable nidada de los siervos de Dios, del Verbo de Dios, que en nombre del Padre y del eterno Espíritu os bendice para ahora y para siempre. Y orad por mí, el Hijo del hombre que se está acercando a todas sus torturas de Redentor. ¡Oh, verdaderamente mi Humanidad está para conocer todas las más amargas experiencias, que van a triturarla!… Orad por mí. Tendré necesidad de vuestras oraciones… (“Orad, por mí”…Para evitar malas interpretaciones, explico: Orar es acordarse de un ser, bien Dios, bien sea el prójimo. Acordarse de uno quiere decir amarlo, Jesús tenía deseos de amor y consuelo por todo el odio que lo rodeaba. También ahora, tiene deseos de que los hombres se acuerden de orar porque el mundo lo ame para obtener salud. Tendré necesidad de vuestras oraciones: necesidad no como puede tenerla un hombre cualquiera para sus más variadas necesidades, sino para sentir en su espíritu el consuelo del amor de sus discípulos, expresado con la oración, “a Él” y “para El». Estas dos observaciones de María Valtorta pueden valer también para otros pasos de la Obra en que Jesús pide amor y oración para Él) Serán caricias… Serán profesiones de amor… Serán ayudas, para no llegar a decir: «La Humanidad está hecha sólo de demonios»… -¡Adiós, Juan! Vamos a darnos el beso del adiós… No llores de ese modo… Aun a costa de arrancarme jirones de carne, te habría tenido conmigo, si no hubiera visto todo el bien que esta separación producirá para ti y para mí. Eterno bien… Adiós, Síntica. Sí, besa si quieres mis manos, pero piensa que si la diversidad de sexo me veda besarte como a una hermana, a tu alma sí le doy mi beso fraterno… Y esperadme, con vuestro espíritu. Iré. Me tendréis cerca de vuestros trabajos y de vuestras almas. Sí, porque, si bien el amor por el hombre ha encerrado mi naturaleza divina en carne mortal, no ha podido limitar su libertad. Libre soy de ir, como Dios, a quien merece tener consigo a Dios. Adiós, hijos míos. El Señor está con vosotros… Y se deshace del abrazo convulso de Juan, que circunda con fuerza sus espaldas, y de Síntica, que se ha agarrado a sus rodillas; y salta del carro, hace un gesto de saludo a sus apóstoles, y se echa a correr por el camino ya recorrido, rápido como ciervo perseguido. E1 asno, al sentir caer del todo los ramales que antes estaban encima de las rodillas de Jesús, se ha parado; y también, atónitos, los ocho apóstoles, mirando al Maestro que se aleja cada vez más. -Lloraba… -susurra Juan. -Y estaba pálido como un muerto… – dice en voz baja Santiago de Alfeo. -Ni siquiera ha tomado su talego… Ahí está en el carro… – observa el otro Santiago. -¿Y ahora cómo se las va a componer? – se pregunta Mateo. Judas de Alfeo lanza toda su poderosa voz: -¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… Pero un recodo del camino absorbe dentro del verde de sus plantas al Maestro, sin que Él se vuelva siquiera a mirar quién lo llama… -Se ha marchado… Lo único que podemos hacer es ponernos en marcha también nosotros… – dice Pedro desolado mientras monta en el carro y coge los ramales para arrear al burro. Y el carro se pone en camino, con su chirrido, acompañado del rítmico sonido de los cascos herrados y del angustioso llanto de los dos, que, abatidos en el fondo del carro, gimen: -No lo volveremos a ver: Nunca, nunca…