Jesús llega con los apóstoles a Betania, donde ya están algunos discípulos con Margziam.
Los variados verdes de los campos que están en torno a Betania aparecen a la vista apenas salvado un picacho de monte, apenas puesto el pie en la vertiente sur del monte, que desciende con un camino en zigzag hacia Betania. El verde plata de los olivos, el verde fuerte de los manzanos, salpicado acá o allá de las primeras amarilluras de las hojas, el desordenado y más amarillento verde de las vides, el oscuro y compacto verde de los algarrobos y las encinas, mezclados con el marrón de los campos, ya arados y a la espera de la semilla, mezclados con el verde fresco de los prados, que echan la nueva hierba, y de los fértiles huertos, forman como una alfombra multicolor para quien desde lo alto domina Betania y sus alrededores; y descollando sobre el verde más bajo, los pinceles de las palmas de dátiles, siempre elegantes, siempre rememorativas del Oriente. La pequeña ciudad de Ensemes, acoclada en medio del verde y toda encendida de sol (de un sol que empieza su ocaso), pronto queda atrás; y después queda atrás la fuente amplia, rica en agua, situada un poco al norte donde empieza Betania, para ver después las primeras casas entre el verde… Han llegado después de mucho camino, y camino fatigoso. Y, a pesar de estar cansadísimos, parecen recuperar sus fuerzas por el simple hecho de estar cerca de la casa amiga de Betania. La pequeña ciudad está calma, casi vacía. Muchos habitantes deben haberse trasladado ya a Jerusalén para la fiesta. Por eso, Jesús pasa inadvertido hasta los alrededores de la casa de Lázaro. Sólo cuando está ya junto al jardín ensilvecido de la casa donde estaban todas aquellas zancudas, encuentra a dos hombres que lo reconocen y lo saludan, y que preguntan: -¿Vas donde Lázaro, Maestro? Haces bien. Está muy mal. Nosotros venimos de su casa. Le hemos llevado la leche de nuestras burritas, el único alimento que su estómago tolera todavía, junto con un poco de miel y jugo de fruta. Las hermanas no hacen más que llorar. Están agotadas de vela y de dolor… Y él no hace más que desear tu presencia. Creo que ya habría muerto pero el ansia de volverte a ver le ha hecho vivir hasta aquí. -Voy enseguida. Dios esté con vosotros. -¿Y… lo vas a curar? – preguntan curiosos. -La voluntad de Dios se manifestará en él, y con ella la potencia del Señor – responde Jesús, dejando perplejos a los dos; y se apresura a ir a la cancilla del jardín. Lo ve un doméstico y corre a abrir, pero sin ninguna exclamación de alegría. Apenas abierta la cancilla, se arrodilla para venerar a Jesús y dice con voz afligida: -¡Bien vienes, Señor! Quiera ser tu venida signo de alegría para esta casa en llanto. Lázaro, mi señor… -Lo sé. Resignaos todos a la voluntad del Señor, que premiará el sacrificio de vuestra voluntad a la suya. Ve y llama a Marta y María. Las espero en el jardín. El doméstico se marcha corriendo. Jesús lo sigue, despacio, después de haber dicho a los apóstoles: -Voy donde Lázaro. Descansad, que lo necesitáis…Y, efectivamente, mientras se asoman a la puerta las dos hermanas -tienen dificultad en reconocer al Señor, pues muy cansados están sus ojos de vela y lágrimas, y el sol, dándoles precisamente en los ojos, aumenta la dificultad de ver-, otros criados, por una puerta secundaria, salen al encuentro de los apóstoles y los acompañan. -¡Marta! ¡María! Soy Yo. ¿No me reconocéis? -¡Oh, el Maestro! – exclaman las dos hermanas, y se echan a correr hacia Él, y se arrojan a sus pies, a duras penas ahogando los sollozos. Besos y lágrimas descienden sobre los pies de Jesús, como ya en la casa de Simón el fariseo. Pero esta vez Jesús no se queda inmóvil como entonces, recibiendo el lavatorio del llanto de Marta y María; esta vez se inclina y las toca en la cabeza -las acaricia y bendice con ese gesto- y las obliga a alzarse, mientras dice: -Venid. Vamos a la pérgola de los jazmines. ¿Podéis dejar a Lázaro? Más con gestos que con palabras, entre sollozos, dicen que sí. Y van al quiosco umbrío, entre cuya fronda tupida y oscura alguna tenaz estrellita de jazmín albea y perfuma. -Hablad, pues… -¡Oh, Maestro! ¡Vienes a una casa bien triste! El dolor nos ha entontecido. Cuando el criado nos ha dicho: «Un hombre os busca», no hemos pensado en ti. A1 verte, no te hemos reconocido. Pero, ¿ves? Nuestros ojos están abrasados por el llanto. ¡Lázaro está muriendo!… – y el llanto vuelve, e interrumpe las palabras de las dos hermanas, que han hablado alternativamente. -Y Yo he venido… -¿A curarlo? ¡Oh, mi Señor! – dice María, radiante de esperanza tras los hilos de lágrimas. -¡Ah, yo lo decía! Si Él viene… – dice Marta, juntando las manos con gesto de alegría. -¡Marta, Marta! ¿Qué sabes tú de las operaciones y decretos de Dios? -¡Ay, Maestro! ¿No lo vas a curar? – exclaman juntas, y vuelven a sumirse en el dolor. -Yo os digo: tened una fe ilimitada en el Señor. Seguid teniéndola, a pesar de toda insinuación y hecho, y veréis grandes cosas cuando vuestro corazón ya no tenga motivo para esperar verlas. ¿Qué dice Lázaro? -En sus palabras hay un eco de las tuyas. Nos dice: «No dudéis de la bondad y poder de Dios. Suceda lo que suceda, intervendrá para vuestro bien y el mío, y para el bien de muchos, de todos los que como yo y como vosotros sepan permanecer fieles al Señor». Y, cuando está en condiciones de hacerlo, nos explica las Escrituras ya es lo único que lee- y nos habla de ti, y dice que muere en un tiempo feliz, porque la era de la paz y el perdón ha comenzado. Pero, lo oirás… Es que dice también otras cosas que nos hacen llorar incluso más que por él… – dice Marta. -Ven, Señor. Cada minuto que pasa es un minuto robado a la esperanza de Lázaro. Contaba las horas… Decía: «Pues, para la fiesta estará en Jerusalén y vendrá…». Nosotras, nosotras que sabemos muchas cosas, que no se las decimos a Lázaro para no causarle dolor, teníamos menos esperanza, porque pensábamos que no venías para escabullirte de los que te buscan… Marta sí pensaba mucho esto. Yo menos, porque… yo, si estuviera en tu lugar, desafiaría a los enemigos. Yo no soy de esas que tienen miedo de los hombres. Y ahora ya no tengo miedo tampoco de Dios. Sé cuán bueno es para con las almas arrepentidas… – dice María, y lo mira con su mirada de amor. -¿De nada tienes miedo, María? – pregunta Jesús. -Del pecado… y de mí misma… Tengo siempre miedo de volver a caer en el mal. Creo que Satanás me debe odiar mucho. -Tienes razón. Eres una de las almas más odiadas por Satanás. Pero eres también una de las más amadas por Dios. Recuerda esto. -¡Lo recuerdo! ¡Es mi fuerza este recuerdo! Recuerdo lo que dijiste en casa de Simón. Dijiste: «Mucho se le perdona porque mucho ha amado», y a mí: «Te son perdonados los pecados. Tu fe te ha salvado. Ve en paz». Dijiste «los pecados». No muchos. Todos. Y entonces pienso, Dios mío, en tu amor a mí, sin medida. Pues bien, si mi pobre fe de entonces, como la que podía haber nacido en un alma gravada de culpas, obtuvo tanto de ti, ¿mi fe de ahora no podrá defenderme del Mal? -Sí, María. Vela por ti misma y vigílate. Es humildad y prudencia. Pero ten fe en el Señor. Él está contigo. Entran en casa. Marta va a ver a su hermano. María quisiera servir a Jesús. Pero Jesús quiere antes ir donde Lázaro. Y entran en la habitación en penumbra en que se consuma el sacrificio. -¡Maestro! -¡Amigo mío! Los brazos esqueletados de Lázaro se extienden hacia arriba; los de Jesús, hacia abajo para abrazar el cuerpo del amigo que languidece: un largo abrazo. Luego Jesús coloca de nuevo al enfermo sobre las almohadas y lo contempla con piedad. Pero Lázaro sonríe. Está feliz. En su rostro deshecho sólo resplandecen vivaces los ojos hundidos, iluminados con la alegría de tener allí a Jesús. -¿Lo ves? He venido. Y para estar mucho contigo. -¡No puedes, Señor! A mí no me dicen todo. Pero sé lo suficiente – como para decirte que no puedes. A1 dolor que te causan, añaden el mío, mi parte, no concediéndome expirar entre tus brazos. Pero yo que te quiero, no puedo por egoísmo tenerte a mi lado, en el peligro. Tú… ya he dado disposiciones… debes cambiar siempre de lugar. Todas mis casas están abiertas para ti. Los custodios han recibido órdenes, como también los encargados de mis campos. Pero no vayas al Getsemaní para estar allí un tiempo. Está muy vigilado. Me refiero a la casa. Porque a los olivos, especialmente a los de arriba, puedes ir, y por muchos caminos, sin que lo sepan. ¿Sabes que Margziam está ya aquí`? Algunos le hicieron preguntas mientras estaba en la almazara con Marcos. Querían saber dónde estabas, y si venías. El muchacho respondió muy bien: «Es israelita y vendrá. Por dónde, no lo sé, porque lo dejé en el Merón». Así ha impedido que te tachasen de pecador y no ha mentido. -Te lo agradezco, Lázaro. Seguiré tu consejo. Pero, de todas formas, nos veremos con frecuencia. Lo sigue contemplando.-¿Me miras, Maestro? ¿Ves cómo me he quedado? Como un árbol que se despoja de hojas en otoño, yo, cada hora que pasa, me despojo de carne, de fuerza y de horas de vida. Pero digo la verdad diciendo que, si siento el no vivir lo suficiente para ver tu triunfo, exulto por marcharme para no ver -impotente, como soy, para frenarlo- el odio que aumenta en torno a ti. -No eres impotente; nunca lo eres. Eres providente para con tu amigo aun antes de que Él llegue. Tengo dos casas de paz, y, podría decir: igualmente queridas: la de Nazaret y ésta. Si allí está mi Madre, el amor celeste casi cuanto el Cielo por el Hijo de Dios, aquí tengo el amor de los hombres por el Hijo del hombre. El amor amigo, creyente, venerante… ¡Gracias, amigos míos! -¿Es que tu Madre no va a venir? -A1 principio de la primavera. -¡Oh, entonces yo ya no la volveré a ver!… -No. Tú la verás. Yo te lo digo. Me debes creer. -En todo, Señor. Hasta en las cosas desmentidas por los hechos. -¿Margziam dónde está? -En Jerusalén con los discípulos. Pero viene aquí al atardecer. Dentro de poco. ¿Y tus apóstoles? ¿No están contigo? -Están allá, con Maximino, que está atendiendo su cansancio y extenuación. -¿Habéis andado mucho? -Mucho. Sin tregua. Ya te contaré… Ahora descansa. Entretanto, te bendigo. Y Jesús lo bendice y se retira. Los apóstoles están ahora con Margziam y con casi todos los pastores, y refieren las insistencias de los fariseos en saber acerca de Jesús, y dicen que eso los ha escamado; tanto que ellos, los discípulos, han pensado en ponerse de guardia en todos los caminos que conducen hacia el interior de Jerusalén, para avisar al Maestro. -Efectivamente – refiere Isaac – estamos diseminados, a algunos estadios de las Puertas, en todos los accesos. -Maestro -Judas se ríe- ellos dicen que en la Puerta de Jaffa, había hoy medio Sanedrín, y discutían unos con otros porque algunos recordaban mis palabras de Enganním, otros juraban que habían sabido que habías estado en Dotán, otros, por el contrario, decían que te habían visto en los aledaños de Efraím, y eso los ponía furiosos, al no saber ya donde estabas… – y se ríe de la burla jugada a los enemigos de Jesús. -Mañana me verán. -No. Mañana vamos nosotros. Ya lo hemos concertado. Todos en grupo y haciéndonos ver bien. -No quiero. Tú mentirías. -Te juro que no mentiré. Si no me dicen nada, no digo nada. Si nos preguntan si estás con nosotros, diré: «¿Y no veis que no está?, y si quieren saber dónde estás, responderé: «Buscadlo vosotros. ¿Cómo queréis que sepa yo dónde está el Maestro en este momento?». Ciertamente, no podré saber si estás en casa, aquí o por los huertos, o sé dónde. -Judas, Judas, te he dicho… -Y yo te digo que tienes razón. Pero esto mío no será sencillez de paloma, sino prudencia de serpiente. Tú, la paloma; yo, la serpiente. Y juntos formaremos esa perfección que has enseñado – Toma el tono que tiene Jesús cuando enseña y dice, imitando a la perfección al Maestro: «Yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas… No os preocupéis de qué responder, porque en ese momento se os pondrá en los labios las palabras, siendo así que no habláis vosotros, sino que habla en vosotros el Espíritu… Cuando os persigan en una ciudad huid a otra, hasta que venga el Reino del Hijo del hombre… Las recuerdo y es la hora de aplicarlas. -No las he dicho así, ni dije estas solas – objeta Jesús. -Por ahora, sólo es necesario recordar éstas, y decirlas así. Sé lo que quieres decir. Pero, si no está confirmada la fe en ti, que es piedra en tu Reino, no está bien el ponerse en manos de los enemigos Después… diremos y haremos lo demás… Y la expresión de Judas es tan brillante de inteligencia y picardía, que conquista a todos, menos a Jesús, que suspira. Es verdaderamente el hombre seductor al que nada le falta para triunfar sobre los hombres. Jesús suspira y piensa… Pero, sintiendo que no es del todo mala la medida propuesta por Judas, cede. Y éste, triunfante, formula todo su plan. -Nosotros, pues, iremos mañana, y pasado mañana, hasta el día siguiente del sábado. Y estaremos en una cabaña hecha de ramas, en el valle del Cedrón, como perfectos israelitas. Ellos se cansarán de esperarte… y entonces irás. Entretanto, estarás aquí, en paz, descansando. Estás exhausto, Maestro mío. Y nosotros esto no lo queremos. Después de cerradas las puertas, uno de nosotros vendrá a decirte lo que hacen ellos. ¡Oh, será bonito verlos chasqueados! Todos asienten y Jesús no opone resistencia. Quizás el cansancio, verdaderamente grande, quizás el deseo de confortar a Lázaro, de darle todo el conforte antes de la lucha final, contribuyen a que ceda. Quizás también la necesidad real de mantenerse libre, hasta que no se cumplan todas las obras que son necesarias para que Israel no dude de su Naturaleza antes de juzgarlo como reo… Lo cierto es que dice: -Pues así sea. Pero no busquéis disputas, y evitad los embustes. Mejor callad, pero no mintáis. Ahora vámonos, que Marta nos llama. Ven, Margziam. Te encuentro con mejor aspecto… Se aleja, hablando, pasado un brazo en torno a los hombros del discípulo jovencito.