Invectiva contra fariseos y doctores en el convite en casa del Anciano Elquías.
Elquías ha invitado a Jesús a su casa, situada poco lejos del Templo, aunque un poco avanzada hacia el barrio que está al pie de Tofet. Jesús entra en ella. Es una casa decorosa, un poco severa, de cumplidor estricto. Creo que hasta los clavos están puestos en número y posición tales, que alguno de los seiscientos trece preceptos lo indique como bueno. No hay ni un motivo ornamental en las cortinas, ni un friso en las paredes, ni un pequeño objeto de adorno… ninguna de esas mínimas cosas que hasta en las casas de José y Nicodemo y de los mismos fariseos de Cafarnaúm hay, para embellecerlas. Gélida, de tan desnuda como está de todo lo que signifique ornamento; adusta, con sus muebles oscuros y pesados escuadrados como sarcófagos: rezuma por todas partes el espíritu de su amo: es una casa que repele, que no acoge, sino que se clausura, como casa enemiga, a quien en ella entra.
Y Elquías lo señala con jactancia:
-¿Ves, Maestro, como soy cumplidor? Todo lo dice. Mira: cortinas sin motivos ornamentales, muebles sin objetos de adorno, nada de vasijas de formas esculpidas o lámparas que imiten flores. No falta nada. Pero todo está regulado según el precepto: «No te harás ninguna escultura, ni representación de lo que hay arriba en el cielo, o abajo en la tierra, o en las aguas de debajo de la tierra». Tanto en la casa como en mis indumentos o los de mis familiares. Yo, por ejemplo, no apruebo en este discípulo tuyo (Judas Iscariote) estas labores en la túnica y en el manto. Me dirás: «Muchos las llevan». Dirás: «Es sólo una greca». De acuerdo. Pero con esos ángulos, con esas curvas, recuerda demasiado los signos de Egipto. ¡Qué horror! ¡Cifras demoníacas! ¡Signos de nigromancia! ¡Siglas de Belcebú! Llevar estas cosas no te honra, Judas de Simón; ni a ti tampoco, Maestro, el permitírselo.
Judas responde con una risita sarcástica. Jesús responde humildemente:
-Más que las señales en los vestidos, vigilo que no haya señales de horror en los corazones. De todas formas, solicitaré, es más, ya desde este momento solicito de mi discípulo que lleve indumentos menos adornados, para no escandalizar a nadie. Judas tiene una buena reacción:
-Verdaderamente mi Maestro me ha dicho varias veces que habría preferido más sencillez en mis indumentos. Pero yo… he hecho mi voluntad porque me gusta vestirme así.
-Mal, muy mal. Que un galileo enseñe a un judío está muy mal, además a ti, que eras del Templo… ¡oh!
Elquías muestra todo su escándalo, y sus amigos lo apoyan.
Judas está ya cansado de ser bueno, y replica:
-¡Entonces habría muchas pomposidades que quitaros también a vosotros del Sanedrín¡ Si os quitarais todos los motivos ornamentales con que cubrís las caras de vuestras almas, apareceríais bien feos.
-¡Mide tus palabras¡
-Son las palabras de uno que os conoce.
-¡Maestro¡ ¿Lo estás oyendo?
-Oigo y digo que hace falta humildad por ambas partes, y, en ambas, verdad. Y recíproca indulgencia. Sólo Dios es perfecto.
-¡Bien dicho, Rabí¡ – dice uno de los amigos… Escuálida y solitaria voz en el grupo farisaico y doctoral.
-No. Está mal dicho – rebate Elquías – El Deuteronomio es claro en sus maldiciones. Dice: «Maldito el hombre que hace una imagen esculpida, o fundida, cosa abominable, obra de manos de artífice y…»
-Pero éstos son indumentos, no esculturas – responde Judas.
-Silencio tú. Habla tu Maestro. Elquías, sé justo y distingue Maldito quien hace ídolos. Pero no el que hace motivos
ornamentales copiando la belleza que el Creador ha puesto en la creación. Cogemos las flores para adornar…
-Yo no cojo flores, ni quiero ver adornadas de flores las habitaciones. ¡Ay de las mujeres de mi casa, si cometen este
pecado, aunque sea en las habitaciones propias¡ Sólo debe ser admirado Dios.
-Es un pensamiento justo. Sólo Dios. Pero se puede admirar a. Dios también en una flor, reconociendo que É1 es el artífice de la flor.
-¡No, no¡ ¡Paganismo¡ ¡Paganismo¡
-Judit se adornó, y se adornó Ester para finalidad santa…
-¡Mujeres¡ Y la mujer es siempre un ser despreciable. Pero te ruego, Maestro, que entres en la sala del banquete mientras yo me retiro un momento, porque tengo que hablar con mis amigos.
Jesús da su consentimiento sin oposición.
-¡Maestro¡… ¡Siento ahogo¡… – exclama Pedro.
-¿Por qué? ¿Te sientes mal? – preguntan algunos.
-No. Pero sí, molesto… como uno que hubiera caído en una trampa.
-No te pongas nervioso. Y sed todos muy prudentes – aconseja Jesús.
Permanecen en grupo, de pie, hasta que vuelven los fariseos, seguidos por los criados.
-A las mesas sin demora. Tenemos una reunión y no podemos retrasarnos – ordena Elquías. Y distribuye los puestos, mientras ya los criados trinchan las carnes.
Jesús está al lado de Elquías y junto a Él Pedro. Elquías ofrece los alimentos y la comida empieza en medio de un silencio helador… Pero luego empiezan las primeras palabras, naturalmente dirigidas a Jesús, porque a los otros doce no se los considera; es como si no estuvieran.
E1 primero que pregunta es un doctor de la Ley.
-Maestro, ¿entonces estás seguro de que eres lo que dices?
-No es que sea Yo el que lo diga; ya los profetas lo habían dicho, antes de mi venida a vosotros.
-¡Los profetas¡… Tú que niegas que nosotros somos santos, puedes también recibir como buenas mis palabras, si digo que nuestros profetas pueden ser unos exaltados.
-Los profetas son santos.
-Y nosotros no, ¿no es verdad? Considera que Sofonías une los profetas a los sacerdotes en la condena contra Jerusalén: «Sus profetas son unos exaltados, hombres sin fe, y sus sacerdotes profanan las cosas santas y violan la Ley». Tú nos echas en cara esto continuamente. Pero, si aceptas al profeta en la segunda parte de lo que dice, debes aceptarlo también en la primera, y reconocer que no hay base de apoyo en las palabras que vienen de los exaltados.
-Rabí de Israel, respóndeme. Cuando pocos renglones después Sofonías dice: «Canta y alégrate, hija de Sión… El Señor ha retirado el decreto que había contra ti… El Rey de Israel en medio de ti», ¿tu corazón acepta estas palabras?
-Mi gloria consiste en repetírmelas a mí mismo soñando aquel día.
-Pero son palabras de un profeta, por tanto de un exaltado…
El doctor de la Ley se queda desorientado un momento.
Le ayuda un amigo:
-Ninguno puede poner en duda que Israel reinará. No sólo uno, sino todos los profetas y los pre-profetas, o sea los patriarcas, han manifestado esta promesa de Dios.
-Y ninguno de los pre-profetas ni de los profetas ha dejado de señalarme como lo que soy.
-¡Sí¡ ¡Bueno¡ ¡Pero no tenemos pruebas¡ Puedes ser Tú también un exaltado. ¿Qué pruebas nos das de que eres el Mesías, el Hijo de Dios? Dame una seña para que pueda juzgar.
-No te digo mi muerte, descrita por David e Isaías, sino que te digo mi resurrección.
-¿Tú? ¿Tú? ¿Resucitar Tú? ¿Y quién te va a hacer resucitar?
-Vosotros no, está claro; ni el Pontífice ni el monarca ni las castas ni e1 pueblo. Resucitaré por mí mismo. -¡No blasfemes, Galileo, ni mientas¡
-Sólo doy honor a Dios y digo la verdad. Y con Sofonías te digo «Espérame en mi resurrección». Hasta ese momento podrás tener dudas, podréis tenerlas todos, podréis trabajar en instilarlas en el pueblo. Pero no podréis ya cuando el Eterno Viviente, por sí mismo, después de haber redimido, resucite para no volver a morir, Juez intocable, Rey perfecto que con su cetro y su justicia gobernará y juzgará hasta el final de los siglos y seguirá reinando en los Cielos para siempre.
-¿Pero no sabes que estás hablando a doctores y Ancianos? — dice Elquías.
-¿Y qué, pues? Me preguntáis, Yo respondo. Mostráis deseos de saber, Yo os ilustro la verdad. No querrás hacerme venir a la mente, tú que por un motivo ornamental en un vestido has recordado la maldición del Deuteronomio, la otra maldición del mismo: «Maldito el que hiere a traición a su prójimo».
-No te hiero, te doy comida.
-No. Pero las insidiosas preguntas son golpes dados por la espalda. Ten cuidado, Elquías, porque las maldiciones de Dios se siguen, y la que he citado va seguida por esta otra: «Maldito quien acepta regalos para condenar a muerte a un inocente».
-En este caso el que aceptas regalos eres Tú, que eres mi invitado.
-Yo no condeno ni siquiera a los culpables si están arrepentidos.
-No eres justo, entonces.
-No, es justo, porque Él considera que el arrepentimiento merece perdón, y por eso no condena – dice el mismo que ya había manifestado su aprobación en el atrio de la casa a las palabras de Jesús.
-¡Cállate, Daniel! ¿Pretendes saber de estas cosas más que nosotros? ¿O es que estás seducido por uno sobre el cual mucho hay que decidir todavía y que no hace nada por ayudarnos a decidir en su favor? – dice un doctor.
-Sé que sois los que sabéis, y yo un simple judío, que ni siquiera sé por qué a menudo queréis que esté con vosotros… -¡Pues porque eres de la familia! ¡Es fácil de entender! ¡Quiero que los que entran en mi parentela sean santos y sabios!
No puedo consentir ignorancias en la Escritura, ni en la Ley, ni en los Halasiots, Midrasiots y en la Haggada. Y no las soporto. Hay
que conocer todo. Hay que observar todo…
-Y te agradezco tanta preocupación. Pero yo, simple labriego de tierras, que indignamente he pasado a ser pariente tuyo, me he preocupado solamente de conocer la Escritura y los Profetas para consuelo de mi vida. Y, con la sencillez de un iletrado, te confieso que reconozco en el Rabí el Mesías, precedido por su Precursor, que nos lo ha señalado… Y Juan – no puedes negarlo – estaba penetrado del Espíritu de Dios.
Un momento de silencio. No quieren negar que Juan el Bautista fuera infalible; afirmarlo, tampoco.
Entonces otro dice:
-Bien… digamos que el Precursor es precursor del ángel que Dios envía para preparar el camino del Cristo. Y… admitamos que en el Galileo hay santidad suficiente para juzgar que Él es ese ángel. Después de Él vendrá el tiempo del Mesías. ¿No os parece a todos conciliador este pensamiento? ¿Lo aceptas, Elquías? ¿Y vosotros, amigos? ¿Y Tú, Nazareno?
-No. No. No.
Los tres noes son seguros.
-¿Cómo? ¿Por qué no lo aprobáis?
Elquías calla. Callan sus amigos. Solamente Jesús, sincero, responde:
-Porque no puedo aprobar un error. Yo soy más que un ángel. El ángel fue el Bautista, Precursor del Cristo, y el Cristo
soy Yo.
Un silencio glacial, largo. Elquías, apoyado el codo sobre el triclinio y la cara en la mano, piensa, adusto, cerrado como toda su casa. Jesús se vuelve y lo mira. Luego dice:
-¡Elquías, Elquías, no confundas la Ley y los Profetas con las minucias!
-Veo que has leído mi pensamiento. Pero no puedes negar que has pecado incumpliendo el precepto.
-Como tú has incumplido el deber hacia el invitado; además con astucia, por tanto con más culpa. Lo has hecho con
voluntad de hacerlo. Me has distraído y me has mandado aquí, mientras tú con tus amigos te purificabas, y cuando has vuelto
nos has pedido que no nos demorásemos, porque tenías una reunión. Todo para poder decirme: «Has pecado». -Podías recordarme mi deber de darte con qué purificarte.
-Te podría recordar muchas cosas, pero no serviría para nada más que para hacerte más intransigente y enemigo. -No. Dilas. Dilas. Queremos escucharte y…
-Y acusarme ante los Príncipes de los Sacerdotes. Por este motivo te he recordado la última y la penúltima maldición. Lo sé. Os conozco. Estoy aquí, inerme, entre vosotros. Estoy aquí, aislado del pueblo que me ama, ante el cual no os atrevéis a agredirme. Pero no tengo miedo. Y no acepto arreglos ni me comporto cobardemente. Y os manifiesto vuestro pecado, de toda vuestra casta y vuestro, oh fariseos, falsos puros de la Ley, oh doctores, falsos sabios, que confundís y mezcláis a propósito lo verdaderamente bueno y lo falsamente bueno; que a los demás y de los demás exigís la perfección incluso en las cosas exteriores y a vosotros no os exigís nada. Me criticáis, unidos al que nos ha invitado aquí, a mí y a vosotros, el que no me haya lavado antes de la comida. Sabéis que vengo del Templo, donde no se entra sino tras haberse purificado de las suciedades del polvo y del camino. ¿Es que queréis confesar que el Sagrado Lugar es contaminación?
-Nosotros nos hemos purificado antes de la comida.
-Y a nosotros nos ha sido impuesto: «Id allí, esperad». Y después «A las mesas sin demora». Luego entonces, entre tus paredes desnudas de motivos ornamentales había un motivo intencional: engañarme. ¿Qué mano ha escrito en las paredes el motivo para poderme acusar? ¿Tu espíritu u otra potencia a la que escuchas y que dicta a tu espíritu sus reglas? Pues bien, oíd todos.
Jesús se pone en pie. Tiene las manos apoyadas en el borde de la mesa. Empieza su invectiva:
-Vosotros, fariseos, laváis la copa y el plato por fuera, y os laváis las manos y os laváis los pies, casi como si plato y copa, manos y pies, entrasen en ese espíritu vuestro que os place proclamar puro y perfecto. Pero no sois vosotros, sino Dios, quien tiene que proclamarlo. Pues bien, sabed lo que Dios piensa de vuestro espíritu. Piensa que está lleno de mentira, suciedad y codicia; lleno de iniquidad está, y nada puede desde fuera corromper lo que ya está corrompido.
Quita la derecha de la mesa y empieza involuntariamente a hacer gestos con ella mientras prosigue:
-¿Y no puede, acaso, quien ha hecho vuestro espíritu, como ha hecho vuestro cuerpo, exigir, al menos en igual medida, para lo interno el respeto que tenéis para lo externo? Necios que cambiáis los dos valores e invertís su potencia, ¿no querrá el Altísimo un cuidado aún mayor para el espíritu – hecho a semejanza suya y que por la corrupción pierde la Vida eterna -, que no para la mano o el pie, cuya suciedad puede ser eliminada con facilidad, y que, aunque permanecieran sucios no influirían en la limpieza interior? ¿Puede Dios preocuparse de la limpieza de una copa o de una bandeja, cuando no son sino cosas sin alma y que no pueden influir en vuestra alma?
Leo tu pensamiento, Simón Boetos. No. No es consistente. Vosotros no tenéis estos cuidados, ni practicáis estas purificaciones, por una preocupación por la salud, ni por una tutela de la carne o de la vida. El pecado carnal, más claramente, los pecados carnales de gula, de intemperancia, de lujuria, son ciertamente más dañinos para la carne que no un poco de polvo en las manos o en el plato. Y, a pesar de ello, los practicáis sin preocuparos de tutelar vuestra existencia y la incolumidad de vuestros familiares. Y cometéis pecados de más de una naturaleza, porque, además de la contaminación de vuestro espíritu y de vuestro cuerpo, además del despilfarro de bienes, de la falta de respeto a los familiares, ofendéis al Señor por la profanación de vuestro cuerpo, templo de vuestro espíritu, en que debería estar el trono para el Espíritu Santo; y lo ofendéis por el juicio que hacéis de que os debéis tutelar por vosotros mismos de las enfermedades que vienen de un poco de polvo, como si Dios no pudiera intervenir para protegeros de las enfermedades físicas si recurrierais a Él con espíritu puro.
¿Es que Aquel que ha creado lo interno no ha creado acaso también lo externo y viceversa? ¿Y no es lo interno lo más noble y lo más marcado por la divina semejanza? Haced entonces obras que sean dignas de Dios, y no mezquindades que no se elevan por encima del polvo para el cual y del cual están hechas, del pobre polvo que es el hombre considerado como criatura animal, barro compuesto en una forma y que a ser polvo vuelve, polvo dispersado por el viento de los siglos. Haced obras que permanezcan, obras regias y santas, obras que se coronen de la divina bendición. Haced caridad, haced limosna, sed honestos, sed puros en las obras y en las intenciones, y sin recurrir al agua de las abluciones todo será puro en vosotros.
¿Pero qué os creéis? ¿Que estáis en regla porque pagáis los diezmos de las especias? No. ¡Ay de vosotros, fariseos que pagáis los diezmos de la menta y de la ruda, de la mostaza y del comino, del hinojo y de todas las demás verduras, y luego descuidáis la justicia y el amor a Dios! Pagar los diezmos es un deber y hay que cumplirlo. Pero hay otros deberes más altos, que también hay que cumplir. ¡Ay de quien cumple las cosas exteriores y descuida las interiores basadas en el amor a Dios y al prójimo! ¡Ay de vosotros, fariseos, que estimáis los primeros puestos en las sinagogas y en las asambleas y deseáis que os hagan reverencias en las plazas, y no pensáis en hacer obras que os den un puesto en el Cielo y os merezcan la reverencia de los ángeles. Sois semejantes a sepulcros escondidos, inadvertidos para el que pasa junto a ellos sin repulsa (sentiría repulsa si pudiera ver lo que encierran); pero Dios ve las más recónditas cosas y no se equivoca cuando os juzga.
Le interrumpe, poniéndose también de pie, en oposición, un doctor de la Ley.
-Maestro, hablando así nos ofendes también a nosotros; y no te conviene, porque nosotros debemos juzgarte.
-No. No vosotros. Vosotros no podéis juzgarme. Vosotros sois los juzgados, no los jueces, y quien os juzga es Dios. Vosotros podéis hablar, emitir sonidos con vuestros labios. Pero ni la más potente de las voces llega a los cielos, ni recorre toda la Tierra. Después de un poco de espacio es silencio… Después de un poco de tiempo es olvido. Pero el juicio de Dios es voz que permanece y no está sujeto a olvidos. Siglos y siglos han pasado desde que Dios juzgó a Lucifer y juzgó a Adán. Y la voz de ese juicio no se apaga, las consecuencias de ese juicio permanecen. Y si ahora he venido para traer de nuevo la Gracia a los hombres, mediante el Sacrificio perfecto, el juicio sobre la acción de Adán permanece igual, y siempre será llamado «pecado original». Los hombres serán redimidos, lavados con una purificación que supera todas las demás, pero nacerán con esa marca, porque Dios ha juzgado que esa marca debe estar en todos los nacidos de mujer, menos para Aquel que, no por obra de hombre, sino por Espíritu Santo fue hecho, y para la Preservada y el Presantificado, vírgenes eternamente: la Primera, para poder ser la Virgen Deípara; el segundo, para poder preceder al Inocente naciendo ya limpio por un disfrute anticipado de los méritos infinitos del Salvador Redentor.
Y Yo os digo que Dios os juzga. Y os juzga diciendo: «¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, porque cargáis a la gente con pesos insoportables, transformando en castigo el paterno decálogo del Altísimo para su pueblo». Lo había dado con amor y por amor, para que una justa guía sostuviera al hombre, al hombre, a ese eterno e imprudente e ignorante niño. Y vosotros, habéis cambiado la amorosa pollera con que Dios había abrazado a sus criaturas para que pudieran andar por el camino suyo y llegar a su corazón; la habéis cambiado por montañas de puntiagudas piedras, pesadas, angustiosas, un laberinto de prescripciones, una pesadilla de escrúpulos, a causa de lo cual el hombre se abate, se pierde, se detiene, teme a Dios como a un enemigo. Obstaculizáis la marcha de los corazones hacia Dios. Separáis al Padre de los hijos. Negáis con vuestras imposiciones esta dulce, bendita, verdadera Paternidad. Pero vosotros no tocáis ni con un dedo esos pesos que cargáis a los demás. Os creéis justificados sólo por haberlos dado. Necios, ¿no sabéis que seréis juzgados precisamente por lo que habéis considerado necesario para salvarse? ¿No sabéis que Dios os va a decir: “Juzgabais como sagrada, justa, vuestra palabra. Pues bien, también Yo la juzgo así. Y os juzgo con vuestra palabra, porque se la habéis impuesto a todos y habéis juzgado a los hermanos conforme a cómo la acogieron y practicaron. Quedad condenados porque no habéis hecho lo que habéis dicho que había que hacer»?
¡Ay de vosotros, que erigís sepulcros a los profetas asesinados por vuestros padres! ¿Es que creéis disminuir con ello la dimensión de la culpa de vuestros padres?, ¿cancelarla ante los ojos de la posteridad? No. A1 contrario. Dais testimonio de estas obras de vuestros padres. No sólo eso, sino que las aprobáis, dispuestos a imitarlos, elevando luego un sepulcro al profeta perseguido para deciros a vosotros mismos: «Lo hemos honrado». ¡Hipócritas! Por esto la Sabiduría de Dios dijo: “Les enviaré profetas y apóstoles. A unos los matarán, a otros los perseguirán; para que se pueda pedir a esta generación la sangre de todos los profetas que ha sido derramada desde la creación del mundo en adelante, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, asesinado entre el altar y el santuario. Sí, en verdad, en verdad os digo que de toda esta sangre de santos se pedirá cuentas a esta generación que no sabe distinguir a Dios en donde está, y persigue al justo y lo aflige porque e1 justo es el vivo cotejo con su injusticia.
¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que habéis arrebatado la llave de la ciencia y habéis cerrado su templo para no entrar, y así no ser juzgados por ella, y tampoco habéis permitido que otros entraran! Porque sabéis que, si el pueblo fuera instruido por la verdadera Ciencia, o sea, la Sabiduría santa, podría juzgaros. De forma que preferís que sea ignorante para que no os juzgue. Y me odiáis porque soy la Palabra de la Sabiduría, y quisierais encerrarme prematuramente en una cárcel, en un sepulcro para que ya no siguiera hablando.
Pero hablaré hasta que plazca a mi Padre que lo haga. Y después hablarán mis obras, más aún que mis palabras; y hablarán mis méritos, más aún que mis obras; y el mundo será instruido y sabrá y os juzgará. Este es el primer juicio contra vosotros. Luego vendrá el segundo, el juicio particular para cada uno de vosotros que muera. En fin, el último: el universal. Y recordaréis este día y estos días, y vosotros, sólo vosotros, conoceréis a ese Dios terrible que os habéis esforzado en agitar, como una visión de pesadilla, ante los espíritus de los sencillos, mientras que vosotros, dentro de vuestro sepulcro, os habéis mofado de Él, y no habéis obedecido ni respetado los mandamientos, desde el primero y principal (el del amor) hasta el último que fue dado en el Sinaí.
Es inútil, Elquías, que no tengas figuras en tu casa. Es inútil, todos vosotros, que no tengáis objetos esculpidos en vuestras casas. Dentro de vuestro corazón tenéis el ídolo, los ídolos. El de creeros dioses, los de vuestras concupiscencias.
Venid, vosotros. Vamos.
Y, haciéndose preceder por los doce, sale el último.
Un silencio…
Luego, los que se han quedado en la casa, rompen en un clamor diciendo todos juntos:
-¡Hay que perseguirlo, pillarlo en un renuncio, encontrar motivos de imputación! ¡Hay que matarlo!
Otro silencio.
Y luego, mientras dos de ellos se marchan con la náusea del odio o de los propósitos farisaicos – son el pariente de Elquías y el otro que dos veces ha defendido al Maestro -, los que se quedan se preguntan:
-¿Y cómo?
Otro silencio.
Luego, con una carcajada ronca, Elquías dice:
-Hay que trabajar a Judas de Simón…
-¡Sí, claro! ¡Buena idea! ¡Pero lo has ofendido!…
-Me encargo yo – dice el que ha sido llamado Simón Boetos por Jesús – Yo y Eleazar de Anás… Lo embaucaremos… -Unas pocas promesas…
-Un poco de miedo…
-Mucho dinero…
-No. Mucho no… Promesas, promesas de mucho dinero…
-¿Y luego?
-¿Cómo «y luego»?
-Sí. Luego. Terminada la cosa. ¿Qué le vamos a dar?
-Pues nada! La muerte. Así… no hablará nunca – dice lenta y cruelmente Elquías.
-¡Oh, la muerte!…
-¿Te aterroriza? ¡Venga hombre! Si matamos al Nazareno, que es un justo… podremos matar también al Iscariote, que es un pecador…
Hay vacilaciones…
Pero Elquías, poniéndose de pie, dice:
-Se lo diremos también a Anás… Y veréis como… juzgará buena la idea. Y vendréis también vosotros… ¡Claro que vendréis! …
Salen todos detrás del amo de la casa, que se marcha diciendo:
-Vendréis… ¡Claro que vendréis!