Inexplicable ausencia de Judas Iscariote y alto en Betania, en casa de Lázaro.
Jesús despide a los discípulos Leví, José, Matías y Juan -no sé dónde los ha encontrado- y les confía al neodiscípulo Sidonio, llamado Bartolmái. Esto sucede en las primeras casas de Betania. Y los discípulos pastores se van con el nuevo llegado y con otros siete hombres que tenían con ellos. Jesús los mira mientras se marchan. Luego se vuelve, a mirar a sus apóstoles, y dice: -Ahora vamos a esperar aquí a Judas de Simón… -¡Ah! ¿Te has dado cuenta de que se ha marchado? – dicen asombrados los otros. -Creíamos que no te hubieras percatado. La gente era mucha, y has estado hablando todo el tiempo, primero con el joven y después con los pastores… -Desde el primer momento, he visto que se había alejado. Nada me pasa inadvertido. Por este motivo he entrado en las casas amigas, diciendo que manden a Judas a Betania, si preguntara por mí… -Dios quiera que no – refunfuña, entre dientes, el otro Judas. Jesús lo mira, pero hace ademán de no haber notado la frase, y continúa, hablando a todos porque los ve a todos del parecer de Judas Tadeo (las caras, a veces, hablan mejor que las palabras): -Será bueno este descanso en espera de su regreso. Aliviará a todos. Luego iremos hacia Tecua. El tiempo está frío pero la tendencia es a cielo sereno. Evangelizaré esa ciudad. Luego subiremos de nuevo pasando por Jericó, e iremos a la otra orilla. Me han dicho los pastores que muchos enfermos me buscan y les he enviado el mensaje de que no emprendan el viaje, sino que me esperen en estos lugares. -Pues vamos, sí – suspira Pedro. – ¿No estás contento de ir donde Lázaro? – pregunta Tomás. -Estoy contento. -¡Lo dices de una manera!… -No lo digo por Lázaro. Lo digo por Judas… -Eres pecador, Pedro – advierte Jesús. -Lo sé. Pero… él, Judas de Keriot, que se marcha, que es impertinente, que es un tormento, ¿no lo es? – salta Pedro, que ya no aguanta más. -Lo es. Pero si él lo es, tú no debes serlo. Ninguno de nosotros debe serlo. Recordad que Dios nos pedirá cuentas -digo: nos pedirá porque a mí antes que a vosotros Dios Padre me ha confiado ese hombre- de lo que hayamos hecho para redimirlo. -¿Y esperas lograrlo, hermano? No puedo creerlo. Tú, esto sí que lo creo, Tú conoces el pasado, el presente y el futuro. Y por tanto, no puedes engañarte respecto a ese hombre. Y… bueno, es mejor que no diga lo demás. -Efectivamente, saber callar es una gran virtud. Pero debes saber que el prever más o menos exactamente el futuro de un corazón no dispensa a nadie de perseverar hasta el final para apartarlo de la ruina. No caigas tú también en el fatalismo de los fariseos, que sostienen que lo que está destinado debe cumplirse y nada impide el cumplimiento de lo que está destinado; razón con la cual avalan también sus culpas y avalarán el último acto de su odio hacia mí. Muchas veces Dios está esperando el sacrificio de un corazón -que supera sus náuseas y sentimientos de desdén, sus antipatías, incluso justificadas- para arrancar a un espíritu del pantano en que se está hundiendo. Sí, Yo os lo digo. Muchas veces Dios (el Omnipotente, el Todo) espera a que una criatura (una nada), haga o no haga un sacrificio, una oración, para signar o no signar la condena de un espíritu. Nunca es tarde, nunca es demasiado tarde para intentar y esperar salvar un alma. Y os daré pruebas de ello. Incluso a las puertas de la muerte, cuando tanto el pecador como el justo que por él se aflige, están próximos a dejar la Tierra para ir al primer juicio de Dios, siempre es posible salvar y ser salvados. Entre la copa y los labios, dice el proverbio, siempre hay lugar para la muerte. Y Yo digo: entre la extrema agonía y la muerte hay siempre tiempo para obtener un perdón, para uno mismo o para aquellos que queremos que sean perdonados. Ni una palabra de réplica de ninguno. Jesús, que ya ha llegado a la pesada cancilla, da una voz a un doméstico para que le abran. Entra. Pregunta por Lázaro.-¡Oh, Señor! ¿Ves? Vuelvo de recoger hojas de laurel y alcanfor y bayas de ciprés, y otras hojas y frutos olorosos, para hervirlo con vino y resinas y con ello hacerle baños a mi señor. Su carne se cae a pedazos y no se soporta el hedor. Has venido, pero no sé si te dejarán pasar… Por miedo a que el aire oiga, el doméstico apaga su voz en un susurro: -Ahora, que ya no se puede ocultar que tiene las llagas, las dueñas rechazan a todos… por miedo. Ya sabes… a Lázaro lo quieren realmente pocos… Y muchos, por muchos motivos gozarían si… ¡Oh, no quiero pensar en lo que es el miedo de toda la casa! -Hacen bien ellas. Pero no temáis. No sucederá esta desventura. -Pero… curarse, ¿podrá? Un milagro tuyo… -No se curará. Pero servirá para glorificar al Señor. El doméstico se siente defraudado… ¡Jesús, que cura a todos y que aquí no hace nada!… De todas formas, se limita a emitir un suspiro como única manifestación de lo que piensa. Luego dice: -Voy donde las dueñas de la casa a anunciarte. Jesús se ve rodeado por los apóstoles, que están interesados en las condiciones de Lázaro, y que se quedan consternados cuando Jesús habla de ellas. Pero ya vienen las dos hermanas. Su florida y distinta belleza parece empañada por el dolor y la fatiga de las velas prolongadas. Pálidas, alicaídas, demacradas, cansados los ojos que en otro tiempo -en ambas- eran radiantes; sin anillos ni pulseras, vestidas con dos vestidos ceniza oscuro, parecen más siervas que señoras. A cierta distancia de Jesús, se arrodillan, ofreciéndoles sólo llanto. Un llanto resignado, mudo, que desciende como de una fuente interna, y que no puede pararse. Jesús se acerca. Marta alarga los brazos susurrando: -Apártate Señor. En verdad, tememos ser ya pecadoras contra la ley sobre la lepra. (Levítico 13,- 14) ¡Pero no podemos, oh Dios, no podemos provocar un decreto de esa clase contra nuestro Lázaro! Pero tú no te acerques, porque, no tocando sino llagas, estamos contaminadas. Sólo nosotras. Porque hemos apartado a todos los demás, y todo nos lo dejan en la puerta y nosotras tomamos las cosas, y lavamos, y quemamos, en la habitación contigua a la de nuestro hermano. ¿Ves nuestras manos? Están corroídas de la cal viva que usamos para los vasos que tenemos que devolver a los criados. Pensamos con ello que somos menos culpables – y llora. María de Magdala, que hasta este momento ha guardado silencio, gime a su vez: -Tendríamos que llamar al sacerdote. Pero… Yo, yo soy la más culpable porque me opongo a esto y digo que no es la terrible enfermedad maldita en Israel. ¡No es, no es! Pera nos odian tanto, y tantos, que dirían que lo es. ¡Por mucho menos, Simón, tu apóstol, fue declarado leproso! -No eres sacerdote ni médico, María – dice, entre accesos de llanto, Marta. -No lo soy. Pero tú sabes lo que he hecho para estar segura de lo que digo. Señor, he ido y he recorrido todo el valle de Hinnón, todo Siloán, todos los sepulcros cercanos a En Rogel. Vestida de sierva, velada, con la luz de las auroras, cargada de víveres y aguas con sustancias medicinales, vendas y vestidos. Y daba, daba. Decía que era un voto por mi amado. Era verdad. Pedía sólo poder ver las llagas de los leprosos. Deben haber pensado que estaba loca… ¿Alguien, acaso, quiere ver esos horrores? Pero yo, puestos mis presentes en los bordes de las rocas, pedía ver. Y ellos arriba, yo más abajo; ellos asombrados, yo con repugnancia; llorando ellos, llorando yo… ¡he mirado, mirado, mirado! He visto cuerpos cubiertos de escamas, de costras, de llagas; caras corroídas, cabellos blancos y más duros que cerdas, ojos que eran huras de podredumbre, carrillos que dejaban ver los dientes, calaveras en cuerpos vivos, manos reducidas a garras de monstruos, pies como ramas nudosas, hedores, horrores, podredumbre. ¡Oh, si pequé adorando la carne, si gocé con los ojos, con el olfato, con el oído, con el tacto, de lo hermoso; de lo perfumado, de lo armonioso, de lo suave y liso, oh, te aseguro que los sentidos se han purificado ya con la mortificación de esto que he conocido! Los ojos, contemplando aquellos monstruos, han olvidado la belleza seductora del hombre; los oídos, con esas voces ásperas, que ya no son humanas, han expiado el pasado gozo de voces viriles; y se ha estremecido mi carne, y se ha rebelado mi olfato… y todo resto de culto a mí misma ha muerto, porque he visto lo que somos después de la muerte… Pero he traído conmigo esta certeza: que Lázaro no está leproso. Su voz no está lesionada, sus cabellos y todo el vello están intactos, y las llagas son distintas. ¡No es! ¡No es! Y Marta me aflige -que no cree, porque no conforta a Lázaro en el sentido de no creerse contaminado. ¿Ves? Ahora, que sabe que estás aquí, no quiere verte para no contaminarte. ¡Los miedos tontos de mi hermana le privan incluso de tu consuelo!… La naturaleza vehemente la lleva a la cólera. Pero, viendo que su hermana rompe a llorar desoladamente, su vehemencia cesa enseguida y abraza a Marta y la besa, y le dice: -¡Marta, perdón! ¡Perdón! ¡El dolor me hace injusta! ¡Es el amor con que os amo a ti y a Lázaro el que querría convenceros! ¡Pobre hermana mía! ¡Pobres mujeres, eso es lo que somos! -¡Venga, ánimo! ¡No lloréis así! Necesitáis paz y compasión recíproca, por vosotras y por él. Y Lázaro no está leproso, os lo digo Yo. -¡Oh, ven a verlo, Señor! ¿Quién mejor que tú puede juzgar si está leproso? – suplica Marta. -¿No te he dicho que no lo está?». -Sí. ¿Pero cómo puedes decirlo, si no lo ves? -¡Marta! ¡Marta! Dios te perdona porque sufres y eres como uno que delira. Tengo compasión de ti y voy a ver a Lázaro; le destaparé las llagas y… -¡Y las curarás! – grita Marta poniéndose de pie. -Ya te he dicho otras veces que no puedo hacerlo… Pero os daré la paz de saber que estáis en regla con la ley sobre los leprosos. Vamos… Y abre la marcha hacia la casa, haciendo señas a los apóstoles de no seguirlo.María se adelanta corriendo, abre una puerta, corre por un pasillo y de éste abre otra puerta, que da a un pequeño patio interior, anda pocos pasos y entra en una habitación estorbada por barreños, vasijas, ánforas, vendas… Un olor que es mezcla de aromas y de descomposición penetra en las narices. Hay una puerta frente a la de antes, y María la abre y, con una voz que quiere ser radiante de alegría, grita: -¡Aquí está el Maestro! ¡Viene a decirte que tengo razón, hermano mío! ¡Ánimo, sonríe, que está entrando el amor nuestro, nuestra paz! – y se agacha hacia su hermano, lo incorpora en las almohadas, lo besa, sin hacer caso del olor que a pesar de todos los paliativos emana de su cuerpo llagado; y está todavía agachada para colocarlo cuando ya el dulce saludo de Jesús suena en la habitación, que, envuelta en una luz mortecina, parece iluminarse por la presencia divina. -Maestro ¿no tienes miedo?… Estoy… -¡Enfermo! Nada más que eso. Lázaro, las normas han sido dadas, muy amplias y severas, por un comprensible sentido de prudencia. Mejor exagerar en prudencia que en imprudencia, en ciertos casos como los de enfermedades contagiosas. Pero tú no eres contagioso, pobre amigo mío, no estás contaminado. Tanto, que no creo faltar a la prudencia respecto a los hermanos si te abrazo y te beso así – y tomando el cuerpo consumido, besa a Lázaro. -¡Tú eres realmente la Paz! Pero todavía no has visto. María está destapando el horror. Soy ya un muerto, Señor. No sé cómo mis hermanas pueden resistir… Yo tampoco sabría cómo, pues verdaderamente son espantosas y repugnantes las llagas que han salido a lo largo de las varices de las piernas. Las espléndidas manos de María trabajan suaves en ellas, mientras con su voz maravillosa responde: -Tus males son rosas para tus hermanas. Rosas espinosas porque tú sufres, sólo por ello. ¿Ves, Maestro? ¡La lepra no es así! -No es así. Es una enfermedad muy mala la que te consume, pero no es causa de peligro. ¡Cree en tu Maestro! Tapa, María. Ya he visto. -¿Y… no vas a tocar? – dice Marta suspirando, tenaz en la esperanza. -No hace falta. No por repulsa, sino para no hurgar en las llagas. Marta se agacha, sin insistir más, hacia una palangana donde hay vino o vinagre aromatizado, y sumerge unos paños, que luego pasa a su hermana. Lágrimas mudas caen en el líquido rojizo… María venda las míseras piernas y extiende de nuevo las mantas sobre los pies, ya inertes y amarillentos como los de un muerto. -¿Estás solo? -No. Con todos, menos con Judas de Keriot, que se ha quedado en Jerusalén, y vendrá… Es más, si ya estoy lejos, lo mandáis a Betabara. Allí estaré. Y que me espere allí. -Te vas a marchar pronto… -Y volveré pronto. Dentro de poco es la Dedicación. En esos días estaré contigo. -No podré honrarte para las Encenias… -Estaré en Belén para ese día. Necesito volver a ver mi cuna… -Estás triste… Lo sé… ¡Y no poder hacer nada!… -No estoy triste. Soy el Redentor… Pero, tú estás cansado. No luches contra el sueño, amigo mío. -Era por tributarte honor… -Duerme, duerme. Luego nos veremos… – y Jesús se retira sin hacer ruido. -¿Has visto, Maestro? – pregunta Marta afuera, en el patio. -Sí, ya he visto. Mis pobres discípulas… Yo lloro con vosotras… pero, en verdad, os digo en confianza que mi corazón está mucho más llagado que vuestro hermano. Está comido por el dolor mi corazón… – y las mira con una tristeza tan viva, que las dos olvidan su dolor por el de Él, y, no pudiendo abrazarlo por ser mujeres, se limitan a besarle las manos y la túnica y a querer servirle como hermanas afectuosas. Y le sirven en una salita y lo envuelven en amor. Las voces fuertes de los apóstoles se oyen más allá del patio… Todos, menos la voz del discípulo malo. Jesús escucha y suspira… Suspira esperando pacientemente al fugitivo.