Historia de Zacarías el leproso y conversión de Zaqueo el publicano.
Veo una vasta plaza – parece un mercado – rica en sombra de palmeras y otros árboles más bajos y frondosos. Las palmeras crecen, acá o allá sin orden, y cimbrean el penacho de sus hojas, que crepitan con un viento caliente y alto portador de abundante polvo rojizo como si viniera de un desierto o, por lo menos, de lugares agrestes de tierra rojiza. Los otros árboles forman como una galería a lo largo de los lados de la plaza, una galería de sombra, bajo la cual están refugiados vendedores y compradores, en medio de un jaleo inquieto y vocinglero.
En un ángulo de la plaza, exactamente en donde termina el camino principal, hay una primitiva oficina de recaudación de impuestos donde se ven balanzas y medidas y un banco, tras el cual está sentado un hombre pequeño que vigila, observa y cobra, y con el cual todos hablan como si fuera conocidísimo. Sé que es Zaqueo el recaudador, porque muchos lo llaman, quién para preguntarle sobre las cosas sucedidas en la ciudad – son los forasteros -, quién para depositarle sus impuestos. Muchos se asombran de su preocupación. En efecto, parece distraído y absorto en un pensamiento. Responde con monosílabos y a veces con gestos. Ello asombra a muchos, porque se ve que habitualmente Zaqueo es locuaz. Alguno le pregunta si se siente mal, o si tiene parientes enfermos. Pero él lo niega.
Sólo dos veces se interesa vivamente. La primera, cuando pregunta a dos que vienen de Jerusalén y que hablan del Nazareno, contando milagros y predicación. Entonces Zaqueo hace muchas preguntas:
-¿Es verdaderamente bueno como dicen que es? ¿Sus palabras corresponden a los hechos? ¿La misericordia que predica la usa realmente? ¿Para todos? ¿Incluso para los publicanos? ¿Es verdad que no rechaza a nadie?
Y escucha y piensa y suspira. Otra vez es cuando uno le señala a un hombre de poblada barba, que pasa con su jumento cargado de enseres.
-¿Ves, Zaqueo? Aquél es Zacarías el leproso. Hacía diez años que vivía en un sepulcro. Ahora que está curado compra de nuevo los enseres para su casa, vaciada por la Ley cuando él y los suyos fueron declarados leprosos.
-Llamadlo.
Zacarías viene.
-¿Tú eras leproso?
-Lo era, y conmigo mi mujer y mis dos hijos. La enfermedad se apoderó primero de ella y no nos dimos cuenta inmediatamente. Los niños se contagiaron durmiendo en brazos de su madre y yo acercándome a mi mujer. ¡Todos estábamos leprosos! Cuando se dieron cuenta, nos echaron del pueblo… Habrían podido dejarnos en nuestra casa. Era la última… al final de la calle. No habríamos creado dificultades… Ya había dejado crecer mucho el seto, para que ni siquiera fuéramos vistos. Era ya un sepulcro… pero era nuestra casa… Nos echaron. Nos echaban. Ningún pueblo nos aceptaba. ¡Es justo! ¡Ni siquiera el nuestro nos había aceptado! Nos instalamos cerca de Jerusalén, en un sepulcro vacío. Allí hay muchos desdichados. Pero los niños, con el frío de la caverna, murieron. Enfermedad, frío y hambre los mataron pronto… Eran dos varones… guapos antes de la enfermedad. Fuertes y guapos. Brunos como dos moras de agosto, de cabellos rizados, despabilados… Se habían convertido en dos esqueletos cubiertos de llagas… Sin pelo, cerrados los ojos por las costras, cayéndose en escamas blancas los piececitos y las manos. ¡Se fueron deshaciendo ante mis ojos mis niños!… No tenían ya figura humana aquella mañana en que murieron, a pocas horas de distancia… Los sepulté como a despojos de animales, debajo de poca tierra y muchas piedras, mientras la madre gritaba… Unos meses después murió la madre… y me quedé solo… Estaba esperando la muerte, y no habría tenido ni siquiera una fosa excavada con las manos de los demás…
Estaba casi ciego ya, cuando un día pasó el Nazareno. Desde mi sepulcro grité: «¡Jesús! ¡Hijo de David, ten piedad de mí!». Me había referido un mendigo, que no había tenido miedo de llevarme su pan, que él había sido curado de su ceguera invocando al Nazareno con aquel grito. Y decía: «No me ha dado sólo la vista de los ojos, sino también la del alma. He visto que es el Hijo de Dios y veo a todos a través de Él. Por este motivo no huyo de ti, hermano, sino que te traigo pan y fe. Ve donde el Cristo. Que haya uno más que lo bendiga». Ir no podía. Los pies, llagados hasta el hueso, no me permitían caminar… y además… me habrían apedreado, si me hubieran visto. Estuve atento a cuando pasase (lo hacía frecuentemente para ir a Jerusalén). Un día vi – lo que podía ver – una polvareda en el camino, y muchedumbre de gente, y oí voces. Me arrastré hasta el borde de la colina donde estaban las grutas sepulcrales, y cuando me pareció ver una cabeza rubia descubierta que resplandecía entre las otras cabezas cubiertas, grité. Fuerte. Con toda la voz que tenía: Tres veces grité. Hasta que le llegó mi grito.
Se volvió. Se detuvo. Vino hacia mí. Solo. Llegó justo debajo del lugar donde yo estaba y me miró. ¡Hermoso, bueno, con dos ojos, una voz, una sonrisa…! Dijo: «¿Qué quieres que te haga?».
“Quiero quedar limpio».
«¿Crees que puedo hacerlo? ¿Por qué?» me preguntó.
«Porque eres el Hijo de Dios.”
«¿Lo crees?”
«Lo creo» respondí. «Veo el resplandor de la gloria del Altísimo sobre tu cabeza. ¡Hijo de Dios, piedad de mí!».
Él entonces extendió la mano con un rostro que era todo fuego. Los ojos parecían dos soles azules. Dijo: «Lo quiero. Queda limpio” !Y me bendijo con una sonrisa!… !Qué sonrisa! Sentí que una fuerza entraba en mí. Como una espada de fuego que corría buscándome el corazón, que corría por las venas. El corazón, que estaba muy enfermo, volvió a como cuando tenía veinte años; la sangre helada de mis venas se volvió de nuevo caliente y rápida. Cesaron el dolor y la debilidad, y… ¡una alegría…
una alegría…! Él me miraba, con esa sonrisa suya que me hacía feliz. Luego dijo: «Ve, preséntate a los sacerdotes. Tu fe te ha salvado».
Entonces comprendí que estaba curado. Miré mis manos y mis piernas. Ya no estaban las llagas. Donde antes estaba descubierto el hueso, había entonces carne rosada y fresca. Corrí a un regato y me miré. La cara también estaba limpia. ¡Estaba limpio! ¡Estaba limpio después de diez años de asquerosidad!… ¡Ah! ¿Por qué no había pasado antes, en los años en que estaba viva mi mujer y mis niños? Nos habría curado. Ahora, ¿ves? Compro para mi casa… ¡Pero estoy solo!…
-¿No lo has vuelto a ver?
-No. Pero sé que está por esta zona y he venido a propósito. Quisiera bendecirlo una vez más y ser bendecido para tener fuerza en mi soledad.
Zaqueo baja la cabeza y calla. El grupo se disuelve.
Pasa un tiempo. La hora se hace calurosa. La gente desaloja el mercado. El recaudador, con la cabeza apoyada en la mano piensa, sentado tras su banco.
-¡Ahí está! ¡Ahí está el Nazareno! – gritan unos niños, señalando al camino principal.
Mujeres, hombres, enfermos, mendigos se apresuran a correr a su encuentro. La plaza se queda vacía. Sólo los asnos, los camellos, atados a las palmeras, permanecen en su sitio; y Zaqueo en su banco.
Pero luego se pone en pie. Se sube encima de su banco. Todavía no ve nada, porque muchos han arrancado ramajes y los ondean como por júbilo y Jesús está inclinado hacia algunos enfermos. Entonces Zaqueo se quita el vestido, de forma que se queda sólo con la túnica corta, y trepa a uno de los árboles. Sube con dificultad, contra el tronco grueso y liso que mal aferran sus cortas piernas y sus cortos brazos. Pero lo consigue, y se pone entre dos ramas, como en una terraza: las piernas penden por delante de este barandal; y de la cintura para arriba se asoma, como uno a una ventana, y mira.
La muchedumbre llega a la plaza. Jesús alza los ojos y sonríe al solitario espectador acomodado entre las ramas. -Zaqueo, baja enseguida. Hoy me alojo en tu casa – ordena.
Y Zaqueo, tras un momento de estupor, con la cara lívida por la emoción, se desliza hacia abajo como un saco. Está nervioso y, patosamente, se pone de nuevo su vestido. Cierra sus registros y su caja con movimientos que, queriendo ser demasiado rápidos, son más lentos. Pero Jesús es paciente. Acaricia a unos niños mientras espera.
Por fin Zaqueo está preparado. Se acerca al Maestro y lo guía hasta una bonita casa, con un amplio jardín alrededor, que está en el centro de la ciudad (una ciudad bonita; es más, una ciudad inferior en poco a Jerusalén, si no en cuanto a las dimensiones, sí en cuanto a las construcciones).
Jesús entra. Mientras espera a que la comida esté preparada, se ocupa de enfermos y sanos. Con una paciencia… que sólo puede ser suya.
Zaqueo va y viene muy activamente. No cabe dentro de sí mismo de la alegría. Quisiera hablar con Jesús, pero Jesús está rodeado siempre de una muchedumbre.
A1 fin, Jesús se despide de todos, diciendo:
-Volved a la puesta del sol. Ahora id a vuestras casas. La paz a vosotros.
El jardín se desaloja. Se sirve la comida en una bonita y fresca sala que da al jardín. Zaqueo ha hecho las cosas con riqueza. No veo a otros familiares, por lo cual pienso que Zaqueo era célibe y vivía solo con muchos criados.
Acabada la comida, cuando los discípulos se diseminan a la sombra de las matas para descansar, Zaqueo se queda con Jesús en la fresca sala. Es más, durante un poco se queda solo Jesús, porque Zaqueo se retira como para dejarlo descansar. Pero luego vuelve y mira por una rendija de una cortina. Ve que Jesús no está durmiendo, sino que piensa. Entonces se acerca. Trae en sus brazos una pesada arca. La pone en la mesa al lado de Jesús y dice:
-Maestro… hace tiempo me hablaron de ti. Un día dijiste en un monte muchas verdades que nuestros doctores ya no saben decir. Se me quedaron en el corazón… y desde entonces pienso en ti… Me ha sido referido después que eres bueno y no rechazas a los pecadores. Yo soy pecador. Maestro. Me han dicho que curas a los enfermos. Yo tengo enfermo el corazón porque he cometido hurto, porque he cometido usura, porque he sido vicioso, ladrón, duro con los pobres. Pero ahora, ahora estoy curado porque me has hablado. Te has acercado a mí y el demonio de la sensualidad y de la riqueza ha huido. Y desde hoy soy tuyo, si no me rechazas, y para mostrarte que nazco de nuevo en ti, mira, me despojo de las riquezas mal adquiridas y te doy la mitad de mis bienes para los pobres; la otra mitad la usaré para restituir, cuadruplicado, cuanto he tomado con fraude. Sé a quién he robado. Luego, después de haber devuelto a cada uno lo suyo, te seguiré, Maestro, si lo permites…
-Lo quiero. Ven. He venido para salvar y llamar a la Luz. Hoy Luz y Salvación han venido a la casa de tu corazón. Los que allí, al otro lado de la cancilla, murmuran porque te he redimido sentándome a tu banquete, olvidan que eres hijo de Abraham como ellos y que he venido para salvar a quien estaba perdido y a dar Vida a los muertos del espíritu. Ven, Zaqueo. Has comprendido mi palabra mejor que muchos que me siguen sólo para poder acusarme. Por eso de ahora en adelante estarás conmigo.
La visión cesa aquí.
Dice Jesús (a María Valtorta):
-Hay levadura y levadura. Está la levadura del Bien y está la del Mal. La levadura del Mal, veneno satánico, fermenta con mayor facilidad que la del Bien, porque encuentra la materia más adecuada para su fermentación en el corazón del hombre, en el pensamiento del hombre, en la carne del hombre, seducidos los tres por una voluntad egoísta, contraria, por tanto, a la Voluntad universal que es la de Dios.
La voluntad de Dios es universal porque no se limita nunca a un pensamiento personal, sino que tiene presente el bien de todo el Universo. A Dios nada puede aumentarle ninguna perfección, habiendo poseído siempre todo de forma perfecta. Por tanto, no puede haber en É1 un pensamiento de propia ganancia en la base de ninguna acción suya.
Cuando se dice: «Se hace esto para mayor gloria de Dios, en el interés de Dios», no es porque la gloria divina sea susceptible en sí misma de aumento, sino porque toda cosa que en la creación lleve una impronta de bien y toda persona que haga el bien -,y por tanto merezca poseerlo -, se adorna con el signo de la Gloria divina y da así gloria a la Gloria misma, que ha creado gloriosamente todas las cosas. Es un testimonio, en definitiva, dado a Dios por las personas y las cosas: testificando con hechos acerca del Origen perfecto del que proceden.
Por eso Dios, cuando os manda, os aconseja u os inspira una acción, no lo hace por interés egoísta, sino por un pensamiento altruista, caritativo, de bienestar vuestro. Por eso la voluntad de Dios no es nunca egoísta; antes bien, es una voluntad enteramente abierta al altruismo, a la universalidad; la única y verdadera fuerza en el mundo universo que tenga pensamiento de bien universal.
Pero la levadura del Bien, germen espiritual que viene de Dios, crece con mucha adversidad y esfuerzo, con mucha dificultad, teniendo como tiene, en contra, los estímulos propicios para la otra levadura: la carne, el corazón y el pensamiento del hombre, impregnados de un egoísmo que es la antítesis del Bien, que por su origen no puede ser sino Amor. Falta en la mayoría de los hombres la voluntad de bien, y por tanto el Bien pierde la fecundidad y muere, o vive tan precariamente, que no fermenta: se queda ahí. No hay culpa grave, pero tampoco hay un esfuerzo para hacer el máximo bien. Por eso el espíritu yace inerte; no muerto, pero sí infructífero.
Considerad que no hacer el mal sirve solamente para evitar el Infierno. Para gozar enseguida del hermoso Paraíso es absolutamente necesario hacer el bien. En la medida en que se logre hacer. Luchando contra uno mismo y contra los demás. Porque Yo he dicho que había venido a traer guerra y no paz entre padre e hijos, entre hermanos y hermanas, cuando esta guerra viniera del hecho de defender la Voluntad de Dios y su Ley contra las supercherías de las voluntades humanas, orientadas en direcciones contrarias a lo que Dios quiere. En Zaqueo, el pequeño puñado de levadura de bien había fermentado para masa grande. En su corazón había caído sólo una partícula originaria: le habían referido mi discurso de la Montaña. Incluso deficientemente, sin duda amputado en muchas de sus partes, como sucede con los discursos referidos.
Publicano y pecador, Zaqueo. Pero no por mala voluntad. Era como uno que con un velo de catarata en las pupilas viera mal las cosas. Pero sabe que la vista, liberada de ese velo, vuelve a tener la capacidad de ver bien. Y ese enfermo desea que le quiten ese velo. Lo mismo Zaqueo. Ni estaba convencido ni era feliz: no estaba convencido de las prácticas farisaicas, que habían llegado a sustituir a la verdadera Ley; no se sentía feliz de su manera de vivir.
Buscaba instintivamente la luz, la verdadera Luz. Vio un resplandor de Luz en ese fragmento de discurso y lo guardó en su corazón como un tesoro. Y, puesto que lo amaba – date cuenta, María, de esto -, dado que lo amaba, el resplandor se fue haciendo cada vez más vivo, amplio e impetuoso, y lo llevó a ver nítidamente el Bien y el Mal y a elegir rectamente, cortando con generosidad todos los tentáculos que antes, de las cosas al corazón y del corazón a las cosas, lo habían envuelto en una red de esclavitud maligna.
«Puesto que lo amaba». Éste es el secreto del éxito o del no éxito. Se tiene éxito cuando se ama. Se tiene poco éxito cuando se ama raquíticamente. No se tiene ningún éxito cuando no se ama. En cualquier cosa. Con mayor razón en las cosas de Dios, donde, por ser Dios invisible para los sentidos corporales, hace falta tener un amor que me atrevería a llamarlo perfecto, respecto a la perfección que puede tocar la criatura, para tener éxito en una empresa, en la santidad en este caso.
Zaqueo – sintiendo aversión del mundo y de la carne, asqueado también por las mezquindades de las prácticas farisaicas, tan capciosas, intransigentes para los demás y demasiado condescendientes para ellos – amó ese pequeño tesoro de mi palabra, llegado a él por puro azar, humanamente hablando; lo amó como a la cosa más hermosa que su vida de cuarenta años hubiera poseído. Y desde ese momento polarizó su corazón y su pensamiento hacia este punto.
Donde está el tesoro está el corazón del hombre. No sólo en el mal. También en el bien. ¿Los santos no han tenido, acaso, en la vida su corazón en donde estaba su tesoro: Dios? Sí. Y, por este motivo, mirando sólo a Dios, supieron pasar por la Tierra sin corromper su alma con el fango de la Tierra.
Aquella mañana, aunque no hubiera hecho acto de presencia, habría conseguido igualmente un prosélito. Porque la narración del leproso había acabado la metamorfosis de Zaqueo. Tras el banco de la recaudación ya no estaba el publicano ladrón y vicioso, sino el hombre arrepentido de su pasado y decidido a cambiar de vida. Si no hubiera hecho acto de presencia en Jericó, él habría cerrado su banco, habría cogido su dinero y habría venido en busca de mí, porque no podía ya estar sin el agua de la Verdad, sin el pan del Amor, sin el beso del Perdón.
Esto no lo veían, y mucho menos lo entendían, los censores de siempre, que siempre me observaban para criticarme. Por eso se asombraban de que comiera con un pecador. ¡Ah, si no juzgarais nunca, y dejarais a Dios esta tarea, pobres ciegos incapaces incluso de juzgaros a vosotros mismos! Nunca fui con los pecadores para aprobar su pecado. Iba para sacarlos del pecado, a menudo porque ellos ya sólo tenían lo externo del pecado: el alma contrita estaba ya transformada en una nueva alma viva para expiar ¿Entonces, estaba Yo con un pecador? No. Con un redimido que necesitaba sólo un guía para sujetarse en medio de su debilidad de resucitado de la muerte.
«¡Cuánto os puede enseñar el episodio de Zaqueo! El poder de la recta intención que suscita el deseo. E1 deseo recto que impulsa a buscar una cognición cada vez mayor del bien y a buscar a Dios continuamente hasta alcanzarlo. Un recto arrepentimiento que da el coraje de la renuncia. Zaqueo tenía la recta intención de oír palabras de verdadera Doctrina. Habiendo oído alguna, su recto deseo le impulsa a mayor deseo y, por tanto, a una continua búsqueda de esta Doctrina. La búsqueda de Dios, oculto en la verdadera Doctrina, lo separa de los mezquinos dioses del dinero y la sensualidad y lo hace héroe de renuncia.
«Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y ven detrás de mí» dije al joven rico, que no lo supo hacer. Pero Zaqueo, a pesar de estar más endurecido en la avaricia y en la sensualidad, sabe hacerlo. Porque, a través de la escasa Palabra que le había sido transmitida, había visto a Dios, como el mendigo ciego y leproso que curé. ¿Podrá, acaso, un espíritu que ha visto a Dios encontrar ya atracción alguna en las pequeñas cosas de la Tierra? ¿Lo puede, acaso, mi pequeña esposa?