Hacia Jerusalén con Judas Iscariote.
El alba esclarece el horizonte. El bosque de olivos que cubre el monte se ilumina poco a poco y va saliendo de la sombra; los troncos, todavía en penumbra, parecen ausentes; no así las copas plateadas, ya visibles. Parece que la niebla se extiende sobre el monte, pero es sólo el tono gris de las frondas en la luz incierta matutina. Jesús está solo bajo los olivos. No es el Getsemaní, porque el Getsemaní está situado paralelo -así lo diré- al Moria, mientras que aquí el Moria cae enfrente. Por tanto, estamos al norte de Jerusalén, más allá de las tumbas de los reyes. Jesús sigue orando, y no deja de hacerlo siquiera cuando los primeros trinos de los pájaros le dicen que ha venido el día. Sólo cuando el primer rayo de sol -ya ha salido el astro- enciende un punto de oro en el oro hasta ahora velado de las cúpulas del Templo, se pone en pie, se quita el manto y lo sacude -hay vestigios de tierra y alguna hojita seca pegada al grueso tejido-, se alisa con la mano la barba y el pelo, y luego se coloca la túnica y el cinturón, se observa las correas de las sandalias, se pone de nuevo el manto y se encamina cuesta abajo por un senderito apenas trazado entre los troncos. Quizás se dirige a aquella casita que está a mitad de la ladera y de cuyo techo se eleva un poco de humo. Pero no. Tuerce hacia una vereda más ancha, que baja hacia el camino de primer orden que conduce a la ciudad. Detrás de Él se precipita cuesta abajo Judas Iscariote. Digo: se precipita, porque corre como un loco para alcanzar al Maestro. Y, llegado a la distancia de poder usar la voz, lo llama. Jesús se para. Judas se llega a Él jadeando: -¡Maestro… menos mal que he pensado venir a buscarte! ¿Te marchabas así, sin mí? Ziforá me dijiste que te esperase en la casa, porque irías sin falta. Pero… -¿No dije a todos que os esperaba en la puerta de Herodes al amanecer? Amanece. Voy a la puerta de Herodes. -Sí, pero… era para los otros. Nosotros dos estábamos juntos. -¿Juntos? Jesús está muy serio. -Pues claro, Maestro. Hemos salido juntos. Ha sido tu deseo. Luego has preferido ir a orar solo. Pero yo estaba dispuesto a ir contigo. -En Nob has mostrado claramente que no te agradaba pasar la noche en oración con tu Maestro. Y te he evitado que tuvieras que hacer forzado un acto de virtud. No habría servido para nada. El bien hay que saber hacerlo espontáneamente para que tenga fragancia y sea fructífero. En caso contrario, no es más que una… pantomima, y a veces peor que una pantomima. -Pero yo… ¿Por qué de un tiempo a esta parte estás tan severo conmigo? ¿Ya no me quieres? -Con mayor razón que tú, podría preguntarte Yo: ¿ya no me quieres? Pero no te lo pregunto. Porque incluso esta pregunta sería una cosa inútil, y Yo no hago nunca cosas inútiles. -¡Ya, claro! Porque bien sabes que te quiero. -Quisiera saberlo, Judas de Keriot. Y quisiera poder decirte: sé que me amas. Pero, de la misma manera que no hago nunca cosas inútiles, no digo nunca palabras falsas. Por eso no te digo que sé que me amas. -¿Cómo es eso, Maestro? ¿Yo no te amo? ¿No trabajo para ti? ¿Puedes, acaso, dudarlo? Esto me apena. ¡Yo que en cuanto comprendo que una cosa te apena ya no la hago y velo por que no se haga! Mira: comprendí que te desagradaba que… saliera de noche, y no he vuelto a salir; comprendí que te cansaban sobremanera las disputas de tus adversarios, y fui -y no se abstuvieron de ofenderme- a decirles que ya bastaba, y ya ves que no te han vuelto a importunar. Y espero que no te importunen ni siquiera en el Templo. ¡No eres justo. Maestro, con el pobre Judas! -Eres el primero, de entre mis seguidores, que me acusa de injusticia… -¡Oh, perdón! Pero tus palabras, tu severidad, me apenan tanto, que ya no sé reflexionar. Me enajenan, créelo. ¡Venga, paz mía, hagamos la paz entre nosotros! Yo quiero estar contigo como si fuera una unidad contigo. Juntos siempre… -Hace un tiempo lo estábamos. Pero ahora, dime, Judas: ¿alguna vez lo estamos? -¿Todavía por aquella noche?, ¿o porque no fui contigo a Betabara? Tú sabes por qué no fui. Por tu bien… Y aquella noche… ¡Soy un hombre joven, Señor! Pero, aparte de esos momentos en que, lo confieso, puedo haber errado, es más: seguro que he errado, estoy siempre contigo. -No hablo de la cercanía corporal, sino de la espiritual, de la de pensamiento y corazón. Estás lejos, Judas, de tu Salvador, y te alejas cada vez más. -¡Lo ves! ¡A mí todos los reproches! Y, sin embargo, ya ves con qué humildad los tomo. Te dije que me alejaras de ti. Me has retenido… ¿Y entonces qué quieres de mí?». -¡Que qué quiero! Quisiera no haber tomado inútilmente una Carne por ti. ¡Esto es lo que quisiera! Pero tú ya eres de otro padre, de otro país, hablas otra lengua… ¡Oh, qué hacer, Padre mío, para purificar el templo profanado de este hijo tuyo y hermano mío? Jesús vierte lágrimas, palidísimo, hablando al Padre suyo.Judas también se pone térreo y se separa mucho, guardando silencio. Jesús lo pasa unos metros y, agachada la cabeza, desciende recogido en su dolor. Y entonces Judas hace un gesto de burla, de amenaza, yo diría: de cruel juramento, a espaldas del Inocente. Su cara, hasta ese momento enmascarada tras una hipócrita pátina de dulzura y humildad, pasa a ser angulosa, dura, fea, cruel. Verdaderamente demoníaca. Todo el odio, pero un odio no humano, está presente en el fuego de esas negras pupilas, y ese fuego de odio se concentra en el alto cuerpo de Jesús. Luego, encogiéndose de hombros y dando un airado golpe con el pie, Judas pone fin a su razonamiento interno. Y reanuda el camino, recuperada la compostura, como uno que hubiera decidido ya irrevocablemente. La ciudad está ya próxima con sus murallas. Gente que se aglomera en las puertas. Forasteros, hortelanos, habitantes de los pueblos cercanos. Entre los que están al pie de las murallas, también los once apóstoles, los cuales, al ver al Maestro, van a su encuentro. -Maestro, mientras esperábamos aquí, ha venido un hombre buscándote. Ha dicho que Valeria te ruega que vayas sin falta a la sinagoga de los libertos romanos. Que ella estará allí. -De acuerdo. Iremos. Antes vamos donde José de Seforí, porque mi túnica no está limpia. -¿Dónde has dormido, Señor? – pregunta Pedro. -En ningún lugar, Simón. He orado en el monte. Y la tierra estaba húmeda, incluso fangosa. Ya ves. -¿Por qué orar así, a la intemperie, Señor? Te podría hacer daño… -Los elementos no hacen daño al Hijo del hombre. Las cosas de Dios son buenas. Son los hombres los que odian al Hombre. Pedro suspira… Se alejan en dirección a la casa del galileo, seguidos de los demás…