Fariseos en Cafarnaúm con José y Simón de Alfeo. Jesús y su Madre preparados para el Sacrificio.
-¿No llevas al niño de nuevo a su madre? – pregunta Bartolomé a Jesús, al encontrarlo en la terraza absorto en profunda
oración.
-No. Voy a esperar a que ella regrese de la sinagoga…
-¿Esperas que allí dentro el Señor le hable… y que… comprenda su deber? Piensas sabiamente. Pero ella no es sabia. Otra madre habría venido inmediatamente ayer por la noche para llevarse a su criatura. En fin… habíamos navegado en un mar tempestuoso… ella no sabía de dónde veníamos… ¿Se ha preocupado, acaso, de ver si su niño había sufrido algún daño? ¿Viene, acaso, esta mañana? Mira cuántas madres están ya levantadas, a pesar de que haya amanecido hace poco, diligentes en tender los vestidos de fiesta para que terminen de secarse y los niños se los pongan limpios para el día del Señor. Un fariseo diría que hacen una obra servil, porque tienden esos vestiditos. Yo digo que hacen una obra de amor, hacia Dios y hacia sus hijos. Son en general mujeres pobres. Mira allí: María de Benjamín y Rebeca de Miqueas. Y, en aquella modesta terraza, Yoana desenredando pacientemente las orlas de la pobre túnica de su hijo, para que parezca menos pobre en la función sagrada. Y allá, en la orilla que dentro de poco estará llena de sol, Sélida tiende la tela todavía basta, para que parezca fina lo que es tela sin desbastar, bonita sólo por el sacrificio que le cuesta: muchos pedazos de pan, negados al hambre del vientre para transformarlos en copos de cáñamo. ¿Y allí no está Adiná frotando con hierbas la tuniquita descolorida de su niña para que parezca más verde? Pero no se ve a la otra…
-¡Que el Señor le cambie el corazón! No hay otra cosa que decir…
Permanecen apoyados en la paredilla de la terraza, mirando la naturaleza refrescada por el temporal, que ha puesto terso el aire y ha limpiado la vegetación. El lago, aún un poco agitado y menos azul que de costumbre -y es que le varetean las aguas que han descendido de los torrentes llenos por pocas horas, y que arrastran el polvo del reseco lecho-, está hermoso, a pesar de estos desagües de ocre. Parece un gran lapislázuli con perláceas vetas, y ríe bajo un límpido so1 que se asoma ahora tras los montes orientales y enciende todas las gotas aún retenidas entre los ramajes. Golondrinas y palomas surcan, festivas, el aire purificado, y entre las frondas pájaros de todas las especies trinan y gorjean.
-El calor se marcha. Bonita estación del año ésta. Fecunda y bonita. Como una edad madura. ¿No es verdad, Maestro? -Bonita… sí…
Pero se ve que Jesús está lejos con su pensamiento.
Bartolomé lo mira… Luego pregunta:
-¿En qué piensas? ¿En lo que vas a decir hoy en la sinagoga?
-No. Pienso que los enfermos esperan. Vamos nosotros dos a curarlos.
-¿Nosotros solos?
-Simón, Andrés, Santiago y Juan han ido a sacar las nasas que había metido Tomás en previsión de nuestro regreso. Los otros duermen. Vamos nosotros dos.
Bajan y se dirigen hacia la campiña, a las casas diseminadas por entre las huertas o ya en el campo, a la búsqueda de enfermos amparados en casas de pobres, siempre hospitalarias.
Pero hay quien se adelanta al Maestro, intuyendo a dónde va; hay quien le dice: -Espérame aquí, en mi huerto.
Te los traemos aquí…
Y pronto, de distintas partes, como aguas de exiguos regatillos que se unen en un único estanque, los enfermos vienen, o los traen, a Aquel que cura. Y los milagros se efectúan.
Jesús los despide diciendo:
-No digáis, si alguien os preguntara, que os he curado. Volved a vuestras casas, donde estabais. Este discípulo mío, antes del ocaso, llevará ayudas a los más pobres.
-Si. No lo digáis. Lo perjudicaríais. Recordad que es sábado y que muchos lo odian – añade Bartolomé.
-No perjudicaremos a quien nos ha beneficiado. Lo diremos en nuestros pueblos sin precisar qué día nos curamos – el que habla es uno que antes era paralítico.
-Es más, yo diría que nos disemináramos por los campos en espera del ocaso. Los fariseos saben dónde estábamos alojados y podrían venir a ver… – el que habla es uno que antes estaba enfermo de los ojos.
-Buena idea, Isaac. Ayer preguntaban demasiado, y demasiadas cosas… Pensarán que, cansados de esperar, nos hemos marchado antes de la puesta de sol.
-¿Pero ayer por la noche nos vio el apóstol? – pregunta uno que era ciego. ¿No era él el que hablaba? -No. Era un hermano del Señor. No nos traicionará.
-Decid sólo a dónde vais, para poderos encontrar cuando venga – dice Bartolomé.
Los enfermos se consultan entre sí. Quién querría ir hacia Corazín, quién hacia Magdala. Lo dejan al dictamen de Jesús. Y Jesús dice:
-A los campos del camino que va a Magdala. Seguid el segundo torrente. Pronto encontraréis una casa. Id allí y decid: «Nos manda Jesús». Os acogerán como a hermanos. Id, y que Dios esté con vosotros, y vosotros con Dios no pecando en el futuro.
Jesús se echa a caminar de nuevo, no volviendo inmediatamente al pueblo por el camino recorrido antes, sino describiendo por entre los huertos un semicírculo que lo lleva a1 lado del manantial que está cerca del lago, manantial que toman al asalto las mujeres, queriendo aprovisionarse cuando todavía el sol no está alto y el agua está fresca.
-¡El Rabí! ¡El Rabí!
Y mujeres que se apresuran hacia Él, y niños y también hombres del pueblo, la mayoría viejos, inactivos a causa del
sábado.
-Una palabra, Maestro, para hacer alegre este día – dice un hombre ya muy anciano que lleva de la mano a un niño, quizás un biznieto, porque si el viejo es casi ciertamente centenario el niño no tiene más de unos seis años.
-Sí. Para alegrar al viejo Leví, y a nosotros con él.
-Hoy tenéis la explicación de Jairo. Yo estoy aquí para oírlo. Tenéis un arquisinagogo sabio…
-¿Por qué dices esto, Maestro? Tú eres el arquisinagogo de los arquisinagogos, el Maestro de Israel. Nosotros te reconocemos sólo a ti.
-No debéis hacerlo. Los arquisinagogos están puestos para que sean vuestros maestros, para llevar a cabo el culto entre vosotros, dándoos ejemplo para haceros fieles israelitas. Los arquisinagogos seguirán estando cuando Yo ya no esté. Tendrán otro nombre, otras ceremonias, pero siempre serán los ministros del culto. Debéis amarlos, y debéis orar por ellos; porque donde hay un buen arquisinagogo hay buenos fieles, y, por tanto, ahí está Dios.
-Lo haremos. Pero háblanos ahora. Nos han dicho que estás para dejarnos…
-Tengo muchas ovejas esparcidas por Palestina. Todas esperan a su Pastor. Pero tenéis a los discípulos, que cada vez son más y más sabios…
-Sí. Pero lo que Tú dices es siempre bueno y fácil para nuestras mentes ignorantes.
-¿Qué os diré?…
-¡Jesús, te hemos buscado por todas partes! – grita José de Alfeo, que, junto con su hermano Simón y un grupo de fariseos, ha llegado imprevistamente.
-¿Y dónde puede estar el Hijo del hombre, sino entre los pequeños y los simples de corazón? ¿Queríais verme? Aquí me tenéis. Pero antes dejad que diga a éstos unas palabras…
Escuchad. Os han dicho que estoy para dejaros. Es verdad. No lo he negado. Pero, antes de dejaros, os mando esto: que os vigiléis mucho a vosotros mismos para conoceros mucho, que os acerquéis cada vez más a la Luz para que podáis ver. Mi palabra es Luz. Custodiadla en vosotros, y cuando a su luz descubráis manchas o sombras, perseguidlas para arrojarlas fuera de vuestro corazón. Lo que erais antes de que Yo os conociera ya no debéis serlo; debéis ser mucho mejores, porque ahora sabéis mucho más. Antes estabais como en un crepúsculo, ahora tenéis la Luz en vosotros. Debéis, por tanto, ser hijos de la Luz.
Mirad al cielo por la mañana, cuando el alba lo esclarece: puede parecer sereno por el solo hecho de no estar todo cubierto de nubes de tormenta, pero, en cuanto aumenta la luz y el vivo claror del sol se asoma por oriente, los ojos, asombrados, ven formarse manchas rosadas en el azul del cielo. ¿Qué son? Ligeras nubecitas, tan leves que parecían no estar
mientras la luz era tenue, pero que ahora dándoles el sol, aparecen como espumas ligeras en el campo del cielo. Y ahí están hasta que el sol las funde, las anula en su gran fulgor. Vosotros haced lo mismo con vuestra alma. Llevadla cada vez más a la luz, para descubrir en vosotros cualquier niebla, aunque sea levísima, y luego tenedla bajo el gran sol de la Caridad. La Caridad consumará vuestras imperfecciones como el sol hace evaporar la humedad ligera que se condensa en aquellas nubecillas tan tenues que disipa en la aurora. Si estáis mucho en la Caridad, la Caridad obrará en vosotros continuos prodigios.
Marchaos ahora y sed buenos…
Se despide de ellos y va hacia sus dos primos, a los cuales besa después de haber hecho respetuosas reverencias a los fariseos presentes, entre los cuales está Simón, el fariseo de Cafarnaúm. Los otros son caras nuevas.
-Te hemos buscado más por éstos que por nosotros. Hemos venido a Nazaret a buscarte, y entonces… – explica Simón de Alfeo señalando a los fariseos.
-La paz a vosotros. ¿De qué teníais necesidad?
-¡De nada! Verte, sólo verte. Escucharte. Oír la sabiduría de tus palabras…
-¿Sólo para esto?
-Verdaderamente, también para aconsejarte… Tú eres demasiado bueno, y la gente abusa de ello. No es bueno este pueblo. Y Tú lo sabes. ¿Por qué no maldices a los pecadores?
-Porque el Padre me ordena que salve, no que pierda.
-Te buscarás adversidades…
-No importa. No puedo transgredir la orden del Altísimo por ningún beneficio humano.
-Y si… Ya sabes… se dice por lo bajo que halagas al pueblo para servirte de él en una rebelión. Hemos venido a preguntarte si es verdad.
-¿Habéis venido u os han mandado?
-Es lo mismo.
-No. De todas formas, os respondo a vosotros y también a quienes os han mandado que el agua que rebosa de mi recipiente es agua de paz, que la semilla que siembro es semilla de renuncia. Yo podo las ramas soberbias, estoy pronto para arrancar las plantas malas, para que no perjudiquen a las buenas, si no se someten al injerto. Pero lo que Yo llamo bueno no es lo que vosotros llamáis bueno. Porque Yo llamo buena a la obediencia, a la pobreza, a la renuncia, a la humildad, a la caridad que condesciende a todas las humildades y misericordias. No temáis a nadie. El Hijo del hombre no tiende asechanzas a los poderes humanos, sino que viene a inculcar poder a los espíritus. Id y referid que el Cordero no será nunca lobo.
-¿Qué quieres decir? Tú nos entiendes mal y nosotros te entendemos mal.
-No. Yo y vosotros nos entendemos muy bien…
-¿Entonces sabes para qué hemos venido?
-Sí. Para decirme que no debo hablar a las multitudes. Y no pensáis que no podéis prohibirme entrar, como cualquier israelita, donde se leen y explican las Escrituras, y donde todo circuncidado tiene el derecho de hablar.
-¿Quién te lo ha dicho? Jairo, ¿no es verdad? Referiremos.
-No he visto todavía a Jairo.
-Mientes.
-Yo soy la Verdad.
Un hombre de la multitud, de la multitud que se ha vuelto a formar, dice:
-Él no miente. Jairo se ha marchado ayer, antes de la puesta del sol, con su mujer y su hija. Las ha acompañado. Ha dejado aquí a su ayudante. Las ha acompañado donde su madre, que se está muriendo. No volverá hasta después de las purificaciones.
Los fariseos no tienen la satisfacción de poder mostrar que Jesús miente, pero sí la de saber que no tiene consigo a su más poderoso amigo de Cafarnaúm. Se miran unos a otros: toda una mímica de miradas.
José de Alfeo, el mayor de la familia, siente el deber de defender a Jesús y se vuelve hacia Simón el fariseo:
-Me has honrado queriendo compartir el pan y la sal conmigo, y el Altísimo tendrá en cuenta este honor que has dado a los descendientes de David. Te has mostrado justo ante mí. Estos fariseos acusan a este hermano mío. Ayer me dijeron a mí, cabeza de la casa, que el único dolor era el que Jesús desatendiese a Judea, porque, siendo el Mesías de Israel, tenía el deber de amar y evangelizar por igual a todo Israel. Me pareció justo el razonamiento y se lo habría dicho a mi hermano. Pero entonces, ¿por qué hablan así hoy? A1 menos, que digan por qué no debe hablar. Que yo sepa, no dice cosas contrarias a la Ley y a los Libros. Dad las razones y yo convenceré a Jesús de que hable de otra forma.
-Es razonable lo que dices. Responded a este hombre… – dice Simón el fariseo – ¿Ha dicho Él cosas… sacrílegas?
-No. Pero el Sanedrín lo acusa de separar, de tratar de separar a la nación. El Rey debe ser de Israel, no sólo de Galilea. -Se quiere a toda la patria, se quiere muchísimo dentro de la patria a la región natal. Este amor suyo por Galilea no es
una causa tan grave que merezca castigo. Y además, nosotros somos de David, así que…
-Que venga entonces a Judea. Que no nos desprecie.
-¿Los oyes? ¡Es un honor para ti y para la familia! – dice, entre severo y jactancioso, José.
-Estoy oyendo.
-Te aconsejo que condesciendas con su deseo. Es bueno. Es puro honor. Tú dices que quieres paz. Pues entonces pon fin, dado que te quieren de uno a otro confín, a esta desavenencia que hay entre las dos regiones. Lo harás, ciertamente. ¡Ciertamente lo hará! Lo aseguro por Él, que es obediente a los mayores.
-Está escrito: «No hay nadie mayor que Yo. No hay ningún otro dios delante de mí». Yo obedeceré siempre a lo que Dios
quiere.
-¿Oís? Id, pues, en paz.
-Oímos. Pero, José, antes de marcharnos queremos saber lo que para Él es lo que Dios quiere.
-Lo que Dios quiere es que Yo haga su voluntad.
-¿Y cuál sería esa voluntad? Dila.
-Que recoja las ovejas de Israel y las reúna en un solo rebaño. Y lo haré.
-Tendremos en cuenta estas palabras tuyas.
-Será buena cosa. Que Dios esté con vosotros – y Jesús vuelve las espaldas al grupo farisaico y camina hacia casa.
José, su primo, se pone a su lado, medio contento medio descontento, y, con aire protector, le hace observar que si se
les sabe tratar (como ha hecho él), que si se tiene el apoyo de los familiares (como afortunadamente ha sucedido hoy), que si se
recuerda que se tiene derecho al trono (como descendientes de David), etc., también los fariseos se hacen buenos amigos. Jesús le interrumpe diciendo:
-¿Y tú lo crees? ¿Crees en sus palabras? Verdaderamente el orgullo y la alabanza engañosa bastan para cubrir de escamas las vistas más agudas.
-Yo, de todas formas… los complacería. No puedes pretender que te paseen victorioso entre gritos de hosanna, así de repente… Los debes conquistar. Un poco de humildad, Jesús. Un poco de paciencia. El honor merece cualquier sacrificio…
-¡Basta! Hablas palabras humanas, y peor todavía. Que Dios te perdone. Y te dé luz, hermano. Pero apártate, porque me produces amargura. Y no expreses a tu madre, a tus hermanos, a mi Madre estos consejos necios.
-¡Quieres tu perdición! ¡Eres causa de nuestro hundimiento y del tuyo!
-¿Por qué has venido, si sigues siempre igual? Todavía no he padecido por ti, pero lo haré; y entonces… José se ha marchado, inquieto.
-Tú lo enojas… Es como nuestro padre, ya sabes… Es el viejo israelita… – le susurra Simón.
-Cuando comprenda, verá que mi acción, que ahora lo enoja, era santa…
Ya están en la puerta de casa. Entran. Jesús ordena a Pedro:
-Ocúpate de que la barca esté preparada para la puesta del sol. Vamos a acompañar a Tiberíades a las dos Marías, y Simón las acompañará a casa. Irá contigo Mateo, además de tus compañeros pesca-lores. Los demás nos esperarán aquí.
Pedro toma aparte a Jesús:
-¿Y si viene el de Antioquía? Lo digo por Judas de Keriot…
-Tu Maestro te dice que lo encontraremos en el muelle de Tiberíades.
-¡Ah, entonces! – y con voz fuerte:
-¡La barca estará preparada!
-Madre, sube conmigo. Estaremos juntos estas horas.
María lo sigue sin hablar. Entran en la habitación de arriba, fresca y umbría por la parra que la cubre y las cortinas puestas para dar sombra.
-¿Te vas, Jesús mío?
María está muy pálida.
-Sí. Llega el momento de marcharme.
-¿Y yo no debo ir para los Tabernáculos? ¡Hijo mío!… – María tiene un amago de llanto.
-¡Mamá! ¿Por qué? ¡No es la primera vez que nos dejamos!
-No. Es verdad. Pero… ¡oh!, recuerdo cuanto me dijiste en el bosque cercano a Gamala… ¡Hijo mío! Perdona a una pobre mujer. Te obedeceré… Con la ayuda de Dios, seré fuerte… Pero quiero una promesa tuya…
-¿Cuál, Madre mía?
-Que no me ocultarás la hora tremenda. Ni por piedad ni por aprensión respecto a mí… Sería demasiado dolor… y demasiada tortura… Dolor porque… sabría todo al improviso y por boca de quien no me ama como Tú amas a esta pobre Mamá… Y sería tortura si pensara que, quizás mientras hilo o tejo o cuido las palomas, a ti, Hijo mío, te están matando…
-No temas, Madre. Lo sabrás… Nos veremos todavía…
-¿Verdaderamente?
-Sí. Nos veremos todavía.
-¿Y me dirás: «Voy a cumplir el Sacrificio»? ¡Oh…!
-No diré eso. Pero tú comprenderás… Y luego, la paz; mucha paz… Fíjate: haber hecho todo lo que Dios quiere de nosotros, sus hijos, para el bien de todos los otros hijos. Mucha paz… La paz del perfecto amor…
La ha recogido en su corazón, y la tiene ahí, estrechada en el abrazo filial: Él mucho más alto y fuerte; Ella, más menuda, joven, con esa incorrupta juventud suya, de carne y de expresión, puesta sobre la eterna juventud de su espíritu inmaculado.
Y Ella repite, heroica (¡cuán heroica!):
-Sí, sí. Lo que Dios quiera…
No hay más palabras. Los dos Perfectos ya consuman el sacrificio de su más dura obediencia. No hay tampoco lágrimas. Y tampoco besos. Hay sólo Dos que aman perfectamente y depositan a los pies de Dios su amor.
Pero éste no es el último adiós.