Exhortación a Judas Iscariote, que irá a Betania con Simón Zelote.
Deben haber proseguido en la noche de luna. Deben haberse detenido en alguna caverna, durante unas horas, para reanudar la marcha al alba. Están visiblemente cansados, por el difícil camino sobre rocas desmenuzadas y entre arbustos espinosos y lianas rasantes que apresan los pies. Guía la marcha Simón Zelote, que parece conocer muy bien el lugar y que se disculpa por la dificultad del camino, como si la dificultad dependiera de él. -Ahora, cuando subamos de nuevo a esos montes que veis, iremos mejor, y os prometo abundante miel silvestre y aguas cristalinas también abundantes… -¿Agua? ¡Me lanzo a ella! La arena me ha roído los pies como si hubieran caminado por sal, y me escuece toda la piel. ¡Qué lugares más malditos! ¡Se siente, sí, se siente que estamos cerca de los lugares castigados con el fuego del Cielo! Ha quedado en el viento, en la tierra, en las espinas. ¡En todo! – exclama Pedro. -Sin embargo, eran lugares bellos tiempo ha. ¿Verdad, Maestro? -Mucho. En los primeros siglos del mundo, eran un pequeño Edén. Fertilísimo el suelo, rico en manantiales que podían ser utilizados para muchos usos, manantiales ordenados sólo para producir cosas buenas. Luego… el desorden de los hombres pareció pasar a los elementos. Y fue la ruina. Los sabios del mundo pagano explican de muchas maneras e1 terrible castigo. Pero de maneras humanas, y algunas veces con terror supersticioso. Y, sin embargo, habéis de creer que lo que quitó de los elementos el orden fue la voluntad de Dios, sólo la voluntad de Dios. Entonces, los elementos del cielo llamaron a los de las profundidades, se estremecieron, arremetieron los unos contra los otros por un maléfico torbellino; los rayos encendieron el betún esparcido desordenadamente por las venas del suelo abiertas. Y fuego proveniente de las entrañas de la tierra y en la tierra, y fuego del cielo para alimentar el de la tierra y para abrir, con las espadas de los rayos, nuevas heridas en la tierra que temblaba con convulsión espantosa, quemó, destruyó, consumió muchos estadios de un lugar que antes era un paraíso, e hizo de él el infierno que veis y en el cual no puede haber vida. Los apóstoles escuchan atentamente… Bartolomé pregunta: -¿Crees que, si se pudiera eliminar la capa de las aguas profundas, en el fondo del Mar Grande encontraríamos restos de las ciudades castigadas? -Sin duda. Y casi intactas, porque el espesor de las aguas forma a manera de argamasa para las ciudades sepultadas. Y mucha arena ha vertido sobre ellas el Jordán. Y están doblemente sepultadas, para que no vuelvan a renacer: símbolo de aquellos que, obstinados en el pecado, están inexorablemente sepultados por la maldición de Dios y por el despotismo de Satanás, al que con tanto frenesí han servido durante su vida. -¿Y aquí se refugió Matatías de Juan de Simeón, el justo asmoneo que es gloria, junto con sus hijos, de todo Israel? -Aquí. Entre montes y desiertos. Y aquí reorganizó al pueblo y al ejército. Y Dios estuvo con él.-Pero, al menos… A él le fue más fácil, ¡porque los Asideos fueron más justos que no los fariseos contigo! -¡La verdad es que ser más justo que los fariseos es fácil! Más fácil que pinchar para este espino que se me ha agarrado a las piernas… ¡Mirad esto! – dice Pedro, que, escuchando, no ha mirado al suelo y se ha enredado en una maraña espinosa que le hace sangrar en las pantorrillas. -En los montes hay menos espinos. ¿Ves como ya están disminuyendo? – dice Simón de Zelote para consolar. -¡Mmm! Conoces muy bien… -He vivido aquí proscrito y perseguido… -¡Ah! ¡Bueno, entonces!… Efectivamente, los pequeños montes se visten de un verde menos molesto, aunque tienen poca sombra y hierbas poco altas (pero olorosísimas, y tachonadas de flores, como una alfombra de colores). Un sinfín de abejas allí se sacian, y luego van a las cavernas que hay en las laderas montanas, y allí, debajo de colgantes cortinas de hiedras : madreselvas, depositan la miel en colmenas naturales. Simón Zelote va a una caverna y sale con panales de miel de oro; a otra, y a otra más, hasta que tiene para todos; y ofrece al Maestro y a los amigos, que comen con gusto la dulce y filamentosa miel. -¡Si hubiera pan! ¡Qué buena está! – dice Tomás. -Sin pan, también está buena. Mejor que las espigas filisteas. Y… esperemos que ningún fariseo venga a decirnos que no podemos comerla! – dice Santiago de Zebedeo. Van comiendo así, y llegan a una cisterna donde vierten sus aguas algunos regatos, para ser dirigidas luego no sé a dónde. El agua que rebosa sale del depósito por la bóveda de la roca en que está excavada la cisterna. Estando protegida del sol y de las impurezas, es fresca y cristalina. Cayendo luego, forma como un laguito minúsculo en la roca silícea y negruzca. Con visible placer, los apóstoles se quitan sus ropas y, por turnos, se zambullen en la piscina inesperada. Pero antes han querido que disfrutara del agua Jesús, «para luego ser santificados en el cuerpo» dice Mateo. Reanudan la marcha, refrescados pero con más hambre que antes; y los más hambrientos, además de comerse la miel, mordisquean unos tallos de hinojo silvestre y otros vástagos comestibles cuyos nombres desconozco. La vista es bella desde los rellanos elevados de estos originales montes, a los que parece se les hubiera decapitado la cima de un espadazo. Retazos de otros montes verdes y de llanuras fértiles se ven al sur, y también algún fragmento de horizonte del Mar Muerto, bien visible al este, con los montes lejanos de la otra orilla vaporosos por una niebla de livianas nubes que surgen del sudeste; al norte, cuando se muestra entre crestas de montes, se ve el verde lejano de la llanura jordánica; al oeste, los altos montes de Judea. E1 sol empieza a quemar y Pedro sentencia que «aquellas nubes en los montes de Moab son señal de calor fuerte». -Ahora vamos a bajar al valle del Cedrón. Es umbroso… – dice Simón. -¿El Cedrón? ¿Cómo es que hemos llegado tan pronto al Cedrón? -Sí, Simón de Jonás. Ha sido un camino áspero, pero ¡cuánto ha abreviado el trayecto! Yendo por su valle, pronto se llega a Jerusalén – explica el Zelote. -Y a Betania… «Debería enviar a algunos de vosotros a Betania, para decir a las hermanas que lleven a Egla a casa de Nique. Me lo ha pedido con mucha insistencia. Y es una petición justa. La viuda sin hijos tendrá un santo amor. La niña sin padres tendrá una madre verdaderamente israelita, que la educará en nuestra antigua fe y en la mía. Quisiera ir Yo también… Descanso de paz para el espíritu afligido… En la casa de Lázaro el corazón de Cristo encuentra amor, sólo amor… ¡Pero es largo el viaje que quiero hacer antes de Pentecostés! -Mándame a mí, Señor. Y, conmigo, a alguno que tenga buenas piernas. Iremos a Betania; luego subo a Keriot y allí nos encontramos – dice, entusiasta, Judas Iscariote. Los otros, sin embargo, ante la expectativa de ser elegidos para ese viaje que los separaría del Maestro, no se muestran de ninguna manera entusiastas. Jesús piensa. Y mientras piensa mira a Judas. Duda si consentir. Judas insta: -¡Sí, Maestro! ¡Di que si! ¡Dame esta satisfacción!… -Judas, eres el menos indicado de todos para ir a Jerusalén. -¿Por qué, Señor? ¡La conozco mejor que ningún otro! -¡Es precisamente por eso!… No sólo la conoces. Penetra en ti más que en ningún otro. -Maestro, te doy mi palabra de que no me detendré en Jerusalén, y de que no veré a ninguno de Israel, por propia voluntad… Pero, déjame ir. Te precederé en Keriot y… -¿Y no vas a hacer presiones para darme honores humanos? -No, Maestro. Lo prometo. Jesús piensa aún. -¿Por qué, Maestro, titubeas tanto? ¿Tanto desconfías de mí? -Eres un débil, Judas. En cuanto te alejas de la Fuerza, caes. ¡Estás siendo tan bueno desde hace una temporada…! ¿Por qué quieres turbarte a ti y causarme dolor a mí? -¡Que no, Maestro, que no quiero eso! ¡Día llegará en que tendré que estar sin ti, ¿no?! ¡Y entonces? ¿Cómo voy a afrontarlo, si no me he preparado? -Judas tiene razón – dicen varios. -¡Bien, de acuerdo!… Ve. Ve con Santiago, mi hermano. Los otros respiran de alivio. Santiago suspira de pena, pero dócilmente dice: -¡Sí, mi Señor! Bendícenos y nos pondremos en marcha. Simón Zelote tiene compasión de su pena y dice: -Maestro, los padres sustituyen gustosamente a sus hijos para darles una alegría. Yo a éste lo he tomado, junto con Judas, como a hijo. El tiempo ha pasado, pero mi pensamiento sigue siendo el mismo. Acoge mi petición… Mándame a mí con Judas de Simón. Soy viejo, pero resistente como un joven, y Judas no tendrá motivo de queja conmigo. -¡No, no es justo que te sacrifiques tú separándote del Maestro en mi lugar! Ciertamente para ti es un dolor no ir con Él… – dice Santiago de Alfeo. -El dolor se mitiga con la alegría de dejarte a ti con el Maestro. Después me contarás lo que hicisteis… Por otra parte… voy de buen grado a Betania… – termina el Zelote como queriendo disminuir el valor de su ofrecimiento. -Bien. Iréis vosotros dos. Entretanto, vamos a seguir hasta aquel pueblecito. ¿Quién sube a buscar pan en nombre de Dios? -¡Yo! ¡Yo! Quieren ir todos. Pero Jesús retiene a Judas de Keriot. Una vez que todos se han alejado, Jesús lo toma las manos y le habla cara a cara, verdaderamente cara a cara. Parece como si quisiera transfundirle su pensamiento, sugestionarle hasta el punto de que Judas no pudiera tener otros pensamientos sino los que Jesús quiere. -Judas… ¡No te dañes a ti mismo! ¡No te dañes, Judas mío! ¿No te sientes más tranquilo y feliz desde hace una temporada, libre de los potentes tentáculos de tu peor yo, de ese yo humano que es juguete tan fácil de Satanás y del mundo? ¡Sí, sí que te sientes así! Pues protege tu paz, tu bienestar. No te perjudiques, Judas. Yo leo en ti. ¡Estás en un momento tan bueno…! ¡Ah, si pudiera, si pudiera, a costa de toda mi sangre, mantenerte así, destruir el último baluarte en que anida un gran enemigo para ti, y hacerte todo espíritu, inteligencia espiritual, amor espiritual, espíritu, espíritu! Judas, frente a frente, cara a cara con Jesús, las manos en sus manos, está casi aturdido. Susurra: -¿Perjudicarme? ¿Ultimo baluarte? ¿Pero cuál?… -¿Cuál?! Tú lo sabes. ¡Sabes con qué te perjudicas! Cultivando pensamientos de grandeza humana, y amistades que supones útiles para proporcionarte esta grandeza. Créeme: Israel no te ama. Te odia, como me odia a mí y como odia a quienquiera que pueda tener aspecto de posible triunfador. Y tú, precisamente porque no ocultas tu pensamiento de querer serlo, eres odiado. No creas en sus engañosas palabras, ni en sus preguntas falaces, hechas con la disculpa de interesarse en lo que piensas para ayudarte. Merodean a tu alrededor para hacer daño, para saber y hacer daño. Y no te ruego por mí, sino por ti, por nadie más. Yo, aunque sea blanco de la iniquidad, seré siempre el Señor. Podrán torturar la carne, matarla; más no. ¡Pero tú! ¡Pero tú! A ti te matarían el alma… ¡Evita la tentación, amigo mío! ¡Dime que vas a evitarla! ¡Da a tu pobre Maestro perseguido, afligido, esta palabra de paz! Lo tiene ahora tomado entre sus brazos y le está hablando junto al oído, su cara arrimada a la de Judas, y sus cabellos de oro oscuro se mezclan con los espesos rizos morenos de Judas. -Yo sé que tengo que padecer y morir. Sé que mi única corona será la del mártir. Sé que mi única púrpura será la de mi Sangre. Para esto he venido. Porque por este martirio redimiré a la Humanidad, y el amor me impulsa desde un tiempo sin límites a esta acción. Pero quisiera que ninguno de los míos se perdiera. ¡Oh, amo a todos los hombres, porque llevan en sí la imagen y semejanza de mi Padre, el alma inmortal que Él ha creado! Pero vosotros, vosotros amados con predilección, vosotros sangre de mi Sangre, niña de mis ojos, ¿perderos?, ¡no, no! ¡Que no habrá tortura semejante a ésta – ni Satanás que clavara en mí sus armas ardientes de azufres infernales, y me mordiera, me estrujara, él, el Pecado, el Horror, la Repugnancia -, no habrá tortura semejante a ésta para mí: la de un elegido mío que se pierda…! ¡Judas, Judas, Judas mío! ¿Quieres que pida al Padre sufrir tres veces mi horrenda Pasión, y que de estas tres dos sean para salvarte solamente a ti? Dímelo, amigo, y lo haré. Diré que se multipliquen hasta el infinito mis sufrimientos por esto. Te amo, Judas. Mucho te amo. Y querría, querría darte a mí mismo, hacerte ser Yo mismo, para que te salvaras por ti mismo… -No llores, no digas eso, Maestro. Yo también te amo. Yo también me ofrecería a mí mismo para verte fuerte, respetado, temido, triunfante. No te amaré con perfección… No pensaré con perfección… Pero todo lo que soy lo uso, quizás abusando, por el ansia de verte amado. Pero te juro, te juro por Yeohveh, que no trataré con escribas, ni fariseos, ni saduceos, ni judíos, ni sacerdotes. Dirán que estoy loco. Pero no me importa. Me basta con que Tú no estés afligido por mí. ¿Estás contento? Un beso, Maestro, un beso como tu bendición, como tu protección. Se dan un beso y se separan, mientras los otros regresan raudos colina abajo agitando hogazas grandes y quesos frescos. Se sientan en la hierba verde de las laderas y se reparten la comida contando que han sido bien recibidos, porque en las pocas casas que hay hay gente que conoce a los pastores-discípulos y se muestra propicia al Mesías. -No hemos dicho que estabas, porque si no… – termina Tomás. -Trataremos de pasar por aquí alguna vez. No se debe desatender a ninguno – responde Jesús. La comida termina. Jesús se pone en pie y bendice a los dos que van a Betania, y que no esperan a que caiga la tarde para reanudar el camino, dado que el valle es umbroso y tiene agua fresca. Jesús y los diez que quedan se echan en la hierba y descansan en espera de la puesta del sol para volver hacia el camino de Engadí y Masada, como oigo que dicen los que se han quedado.