Enseñanzas a los apóstoles mientras realizan trabajos manuales en casa de Juan de Nob.
Son fríos y serenos días de invierno. En la cima del montecito donde está construida Nob el viento no falta casi nunca, aunque templado por el sol, que desde la aurora al ocaso acaricia con sus rayos las casas y los huertos, que verdecen con verduras invernales Pequeños huertos al amparo de las casas, con pequeños bancales: verdes por las hortalizas, y con otros del color de la tierra cuando está bien nutrida, desnudos bancales ya preparados para la siembra de las legumbres. Los ojos, mirando alrededor, donde no ven tono gris de olivos, o serpentino y esquelético fluir de vides desnudas, ven pequeños campos arados, ciertamente sembrados ya con cereales, que pronto germinarán con el primer calor de la precoz primavera palestina, llena de templanzas de sol. Yo casi diría que en los días serenos, como es el que contemplo, hay ya templanza de primavera, germinadora, tanto que en los almendros rayanos a las casas las yemas se hinchan en las ramas que sólo pocos días antes aparecían completamente infecundas; yemas que apenas destacan en las ramas oscuras, oscuras también ellas, pero que ya testifican que la vida llega, que próximo a despertar está el robusto tronco. En el pequeño huerto de Juan, en la parte de atrás de la casa, hay una franjita de terreno cultivado, mientras que el terreno que orilla la casa está custodiado por el nogal. En esa franjita se alza un grueso almendro -quizás más viejo que el amo-, tan pegado a la casa, que por un buen trecho de tronco ha tenido que echar ramas sólo por tres partes, porque en la cuarta la pared de la casita lo impedía. Pero, más arriba, el árbol se suelta formando una maraña de ramas que, cuando florezcan, deberán parecer una nube ligera por encima de la pobre terraza, un precioso dosel, más hermoso que un baldaquino regio. Y para no estar ociosos, Jesús y los apóstoles trabajan bajo el solecito que alegra y calienta. Ceñida la túnica a la cintura, los que saben de carpintería y de cierres arreglan o hacen nuevos utensilios y jambajes. Otros excavan el terreno con la azada, o recalzan en las verduras trasplantadas, refuerzan un seto de cañas secas y de espino albar verde que cierra por dos partes el huertecillo, o podan el almendro y el nogal, y atan sarmientos que el viento del invierno ha desatado. He notado que donde está Jesús nunca se ocia. Él es el primero en enseñar la belleza de la laboriosidad manual, cuando otras operaciones evangélicas están suspendidas. También hoy Jesús, junto con sus primos, está arreglando una puerta que en la parte baja estaba podrida y que tenía el cerrojo medio arrancado. Por su parte, Felipe y Bartolomé trabajan con tijeras de podar y hocino en viejos árboles frutales, mientras los pescadores están atareados con unas sogas y unas mantas viejas: quién componiéndolas con unos puntos… muy masculinos, quién poniendo arandelas y carrillos (quizás con la intención de crear en la terraza un toldo útil en el verano). -Vas a estar muy bien aquí, Elisa – dice Pedro asomándose por el antepecho de la terraza para hablar con la anciana discípula, que está hilando lana, sentada contra la soleada pared. -Sí. Cuando la vid esté templada y el almendro arreglado, este lugar, en verano, será verdaderamente bueno – dice Felipe entre dientes, porque tiene en la boca unos juncos con los que está atando los sarmientos a los soportes. Jesús levanta la cabeza para mirar, mientras Elisa la alza para mirar al Maestro y dice: -¿Quién sabe si estaremos aquí en el verano?… -¿Por qué no íbamos a estar, mujer? – pregunta Andrés. -Pues… no sé… Yo no hago ya cálculos sobre el futuro desde que… desde que he visto que todos mis pronósticos terminaban con un sepulcro.-¡Oye, pero tendría que morir el Maestro para no estar ya nosotros aquí! Ya el Maestro ha elegido este lugar como morada suya. ¿No es verdad, Maestro? – pregunta Tomás. -Es verdad. Pero también es verdad lo que dice Elisa… – responde Jesús mientras trabaja con el cepillo en el lado de la puerta que está arreglando. -Pero eres joven. ¡Y, sobre todo, estás sano! -No se muere sólo de enfermedad – dice Jesús. -¿Quién habla de muerte? ¿Tú, Maestro? ¿Para ti?… La verdad es que desde hace un tiempo parece calmado el odio. Mira, ya no nos molesta nadie. Saben que estamos aquí. Incluso ayer se encontraron con nosotros mientras volvíamos de la ciudad con las compras y no nos molestaron – dice Bartolomé. -Sí. Lo mismo nosotros, mientras íbamos a los pueblos cercanos a avisar que estabas aquí. Nunca ninguna molestia. Y fíjate que se han visto Elquías y Simón, y luego Sadoq y Samuel, y también Nahum con… Doras. Es más, nos han saludado. ¿Verdad, Santiago? – dice Juan dirigiéndose a su hermano. -Si. Debemos convenir en que el trabajo de Judas de Keriot ha sido verdaderamente bueno, mientras que nosotros en nuestro corazón lo criticábamos. ¡Hemos vuelto aquí, y ninguna molestia! Los hechos han confirmado sus palabras. Parece como si hubiéramos vuelto a los bonitos tiempos de Agua Especiosa. A los primeros de esos tiempos… ¡Oh, ojalá fuera verdad! – dice Santiago de Zebedeo. -¡Ojalá fuera verdaderamente así! – suspira Pedro. -No siempre el tiempo está sereno cuando no brama el rayo – sentencia Elisa haciendo girar su huso. -¿Qué quieres decir con eso? – pregunta Pedro. -Digo que a veces una gran paz en lugar donde hay tormentas es preparación a una tempestad más peligrosa que nunca. Tú, que eres pescador, deberías saberlo. -¡Claro que lo sé, mujer! El lago, a veces, es una enorme tina llena de aceite azul; pero, casi siempre, cuando pende la vela y el agua está detenida de esa forma, pronto hay una tempestad, y de las peores. Viento de bonanza, viento de sepulcro para los navegantes. -¡Mmm! ¡Ya! Por eso, si estuviera en vuestro lugar, desconfiaría de tanta paz. ¡Demasiada paz! -¡Pero entonces! Si cuando hay guerra se sufre porque hay guerra y cuando hay paz se sufre porque puede venir la guerra aún más cruel, ¿cuándo puede uno sentirse feliz? – pregunta Tomás. -En la otra vida. Aquí el dolor está siempre pronto. -¡Uf, qué lúgubre estás, mujer! ¡Entonces está muy lejano el tiempo de felicidad! ¡Soy uno de los más jóvenes! Alégrate, Bartolomé, que eres el que más cerca está de gozarlo. Tú y el Zelote – dice de broma Santiago de Zebedeo. -¡Lúgubre y sagaz, mujer! ¡Claro, las mujeres ancianas! Pero alguna vez aciertan. También mi madre, cuando dice a uno de nosotros: «¡Ten cuidado, que vas por el camino de cometer una estupidez por esto o por aquello otro!», adivina siempre – dice Tomás, que está agachado escarbando en la tierra. -Las mujeres son malignas o más astutas que los zorros. Nosotros no valemos nada respecto a ellas, para entender ciertas cosas que se querría que no entendieran – sentencia Pedro. -Tú cállate, que a ti te ha tocado una mujer que creería incluso le dijeras que el Líbano se ha hecho de mantequilla. Lo que tú dice es ley para ella. Escucha, cree y calla – dice su hermano Andrés. -Sí… pero su madre vale por ella y por otras cien mujeres. ¡Qué serpiente! Todos se ríen, incluidos Elisa y el anciano que ayuda a los jóvenes a cavar. Regresan el Zelote, Mateo y Judas de Keriot. -Todo hecho, Maestro. ¡Venimos cansados! ¡Qué vuelta más grande! Pero mañana voy a descansar. Mañana os toca a vosotros – dice Judas Iscariote hablando a los que cavan la tierra. Y va donde ellos y coge una azada para trabajar. -¿Pero si estás cansado por qué trabajas? – le pregunta Tomás. -Porque tengo que plantar arbolitos. Este lugar está pelado como el cráneo de un viejo, y es una pena – sentencia, e hinca la azada en e1 suelo con enérgicos golpes con el pie. -¡En los buenos tiempos no estaba así! Pero luego… Demasiadas cosas murieron, y a mí no me valía la pena trabajar en rehacer esto. Soy viejo y más que viejo, estaba desolado – responde el anciano. -¿Pero qué agujeros estás haciendo? Para árboles, no para pequeños tallos, como dices – observa Felipe, que baja después de haber atado las vides. -Cuando un árbol es joven es siempre un pequeño tallo. Los míos son eso. El tiempo es bueno. Me lo ha asegurado el que me los ha dado. ¿Sabes quién, Maestro? Pues ese pariente de Elquías que es cultivador. Y cultiva bien. ¡Un huerto! ¡Y unos olivos! Estaba renovando una parte del olivar. Le dije: «Dame de estos árboles». «¿Para quién?» preguntó. «Para un viejecito de Nob que nos alberga en su casa. Servirán para que me perdone todos los escándalos que le he dado». -No, hijo. Eso puede suceder con una buena conducta, no con los árboles. Y con Dios. Yo… yo miro, oro y perdono. Pero mi perdón… De todas formas, te quedo agradecido por los arbolitos… Aunque… ¿Tú crees que podré comer sus frutos? -¿Por qué no? Siempre hay que tener esperanza. Es más, siempre hay que querer triunfar… Y entonces se triunfa. -¡No hay triunfo sobre la vejez! Y tampoco lo deseo. -Sobre otras muchas cosas no hay triunfo. ¡Si bastara querer para tener! Yo tendría a mis hijos – suspira Elisa. -Maestro, lo que dice Elisa me hace recordar una pregunta que nos han hecho hoy algunos por el camino. Decían – porque había sucedido un hecho en un pueblo- que si es verdad que el milagro es siempre prueba de santidad. Yo decía que sí. Pero ellos decían que no, porque en ese pueblo, que está en la frontera con Samaria, el que había realizado cosas extraordinarias, sin duda, no era un justo. Yo les he hecho callarse diciendo que el hombre juzga siempre mal y que aquel al que llamaban no justo quizás lo era más que ellos. ¿Tú que dices? – pregunta Mateo.-Digo que teníais razón todos. Cada uno por su parte. Tú, diciendo que el milagro es siempre prueba de santidad. En términos generales es así. Y también diciendo que no se debe juzgar para no errar Pero también tenían razón ellos al sospechar otras fuentes de lo extraordinario del hombre. -¿Qué fuentes? – pregunta Judas Iscariote. -Las tenebrosas. Hay criaturas -adoradoras ya de Satanás, porque tienen el culto de la soberbia- que con tal de imponerse a los demás se venden al Tenebroso para tenerlo como amigo – le responde Jesús. -¿Pero eso es posible? ¿No es una leyenda de países paganos el que el hombre pueda hacer contratos con el demonio y con los espíritus infernales? – pregunta, estupefacto, Juan. -Es posible. No como se narra en las leyendas paganas, no con monedas y contratos materiales, sino con la elección, con la donación de sí al Mal con tal de gozar de una hora cualquiera de triunfo. En verdad os digo que los que, con tal de tener éxito en un propio fin, se venden al Maldito son más numerosos de lo que se cree. -¿Y tienen ese éxito? ¿Obtienen exactamente aquello que piden? – pregunta Andrés. -No siempre y no todo. Pero algo sí. -¿Y cómo es posible? ¿Tan poderoso es el demonio como para poder remedar a Dios? -Tanto… y nada, si el hombre fuera santo. Pero es que muchas veces el hombre es de por sí un demonio. Nosotros combatimos las posesiones evidentes, ruidosas, vistosas. De ésas todos se dan cuenta… Son… poco cómodas para los familiares y convecinos, y, sobre todo, se manifiestan con formas materiales. El hombre percibe siempre lo material, lo que choca con sus sentidos. Lo inmaterial, lo que es perceptible solamente con lo inmaterial -razón y espíritu- no lo percibe, y, aunque lo perciba, no se ocupará de ello, especialmente si no le perjudica. ¡Estas posesiones ocultas, pues, escapan a nuestro poder de exorcistas! Y son las más dañinas, porque trabajan en la parte más selecta, con la parte más selecta y hacia otras partes selectas: de razón a razón, de espíritu a espíritu. Son como miasmas corruptores, impalpables, inadvertibles hasta que la fiebre de la enfermedad advierte a quien la ha adquirido que la ha adquirido. -¿Y Satanás ayuda? ¿Verdaderamente? ¿Por qué? ¿Y por qué Dios lo deja actuar? ¿Y lo va a dejar actuar siempre? ¿Incluso cuando Tú ya reines? Todos preguntan. -Satanás ayuda para acabar de subyugar. Dios lo deja actuar porque de esta lucha entre lo Alto y lo Bajo, el Bien y el Mal, surge el valor de la criatura. El valor y la voluntad. Siempre lo dejará actuar. Aun después de que Yo haya sido elevado al Cielo. Pero entonces Satanás tendrá contra él a un enemigo bien grande y el hombre tendrá a una amiga bien poderosa. -¿Quién? ¿Quién? -La Gracia. -¡Ah, bien! Entonces para los de nuestro tiempo, sin gracia, será más fácil ser subyugados, pero será también menos grave la caída – dice Judas Iscariote, que no para de cavar. -No, Judas. El juicio será igual. -Injusto entonces, porque si somos ayudados menos, como consecuencia, deberíamos ser condenados menos. -No te falta algo de razón – dice Tomás. -No, Tomás, estás equivocado. Porque los israelitas tenemos ya mucho de fe, esperanza, caridad, y muchas luces de Sabiduría, de forma que no podemos tener la excusa de la ignorancia. Y vosotros… vosotros que tenéis a la Gracia como Maestra vuestra desde casi tres años, seréis ya juzgados como los del tiempo nuevo – dice Jesús marcando mucho las palabras y mirando a Judas, que ha levantado la cabeza y está pensativo mirando fijamente hacia el vacío. Luego Judas de Keriot menea la cabeza, como concluyendo un razonamiento interno suyo, y, hundiendo nuevamente la azada en la tierra, pregunta: -¿Y el que se da así al demonio, qué es luego? -Un demonio. -¿Un demonio! De esa forma, si yo, por ejemplo, con tal de afirmar que el contacto contigo da un poder sobrenatural, hiciera cosas… que Tú censuras, ¿sería un demonio?… -Tú lo has dicho. -¡Espero que no las hagas, ¿no?!… – dice Andrés casi asustado. -¿Yo? ¡Ja! ¡Ja! Yo planto los arbolitos a nuestro viejo – y corre al otro lado del huerto y vuelve con cinco plantas, pesadas, sin duda, por el terrón que envuelve sus raíces. -¿Pero has venido desde Beterón con esa carga al hombro? – pregunta Pedro. -¡Di, más bien, desde más allá de Gabaón! Allí es donde hay una parte de los huertos de Daniel. ¡Qué tierra más magnífica! ¡Mirad!… – y desmenuza entre sus dedos la tierra que envuelve las raíces. Luego desata el nudo que mantiene unidos los cinco tallitos (ya tan gruesos como un brazo). Sólo dos de ellos tienen ya en el extremo unas pocas hojas. Y son hojas de olivo. -Mirad. Éste por Jesús y éste por María, que son la paz del mundo. Son los primeros que planto porque yo soy un hombre de paz. Aquí… y aquí – y los coloca en los dos extremos de la franjita de tierra – Y aquí un manzano, joven y bueno como el del Edén, para recordarte, Juan, que tú también vienes de Adán y no te debes asombrar de que… yo pueda ser pecador Cuidado, tú, con la Serpiente… Y aquí… No, aquí no está bien. Allí delante, junto a la pared, esta higuera joven. ¿Cómo es posible no tener una higuera en el huerto, si aquí nacen como la grama? Y en el agujero del centro vamos a meter este joven almendro. Aprenderá del centenario la virtud de producir. ¡Ya está! Tu huertecito será bonito en un futuro… y, mirándolo, te acordarás de mí. -Te recordaría de todas formas, porque has estado aquí con el Maestro. «Todo me hablará de este tiempo. Y, mirando las cosas, diré: «¡Como un hijo, Él quiso reparar mi casa!». No obstante, si pudiera tener un deseo distinto del que quizás ya está escrito en el Cielo, quisiera no tener la ocasión de recordar este tiempo tan hermoso para mí, más hermoso que cuando estos árboles, ahora viejos, eran jóvenes, y jóvenes éramos yo y mi esposa, y aquí jugaba mi hijita… y… cuidar el manzano y el granado, la higuera y la vid, daba satisfacción, porque las manitas de mi hija eran ávidas y era hermoso ver a mi esposa tejiendo o hilando sentada a la sombra verde de los árboles… Después… una vez que se marchó mi hija -¡y tan desmemoriada!-… enferma y luego muerta mi esposa… ¿para qué cuidar y para quién lo que en el pasado fue hermoso? Y todo ha muerto, menos los dos viejotes que recuerdan mi infancia… Quisiera morir antes de tener la ocasión de recordar, y estando aquí una mujer justa, como era Lía. Te agradezco estos árboles, el trabajo, todo. A todos os doy las gracias. Pero le ruego a mi Señor que desarraigue mi viejo árbol de este terreno antes de que concluya esta hora de paz para el viejo Juan… Jesús se acerca a él y le pone una mano en el hombro, dulce y grave al mismo tiempo: -Muchas cosas has sabido hacer en tu larga vida. Te falta todavía una: la de aceptar de Dios la hora de la muerte sin pedir que sea ni anticipada ni retrasada un minuto. A muchas cosas te has resignado. Por eso, Dios te ama. Pues que sepas resignarte a la cosa más difícil: vivir cuando lo único que se desearía es morir. Y ahora vamos a entrar en la casa. El sol desciende tras los montes y el frío aumenta enseguida. Empieza el sábado. Después del sábado terminaremos los trabajos… – y, recogiendo sierra, cepillo y martillo, entra de nuevo en casa, mientras los otros terminan de unir en haces las ramas podadas, terminan de regar los árboles plantados y de poner en sus goznes la puerta rehecha.