Encuentro de barcas en el lago y parábola sugerida por Simón Pedro.
-¿A dónde, Maestro? – pregunta Pedro, que ha ultimado las maniobras y los preparativos de la navegación y está, con su barca, a la cabeza de la pequeña flotilla que, cargada de gente, está dispuesta a seguir al Maestro.
-A Magdala. Se lo prometí a María de Lázaro.
-Bien – responde Pedro, y mueve el timón en el modo adecuado para tomar la dirección requerida, dando bordadas.
Juana -que está en la barca con el Maestro, María Stma., María Cleofás, Margziam, Mateo, Santiago de Alfeo y uno que no conozco – señalando a las muchas barcas que hay en el lago en el sosegado atardecer estival que aplaca los fuegos del ocaso transformándolos en cascadas de velos violáceos, casi como si del cielo llovieran cascadas de amatistas o de racimos de glicina en flor, dice:
-Quizás entre aquéllas están también las barcas de las romanas. Fingir una pesca en estos atardeceres serenos es uno de sus entretenimientos preferidos.
-Pero estarán más hacia el sur – observa el hombre que no conozco.
-¡No, hombre, Benjamín! Tienen barcas rápidas y expertos barqueros. Suben hasta aquí.
-Para lo que tienen que hacer… – refunfuña Pedro, y prosigue, hablando entre dientes, con la intransigencia del pescador que ve la navegación y la pesca como una profesión, no como un entretenimiento, casi como una religión, enteramente reglada por leyes severas y útiles, y que este hecho de usarla torpemente le parece una profanación – Con sus inciensos, flores, perfumes y otras cosas demoníacas — continúa mascullando Simón de Jonás – corrompen las aguas; con sus sonidos, gritos y lenguajes molestan a los peces; con sus lámparas humeantes los espantan; con sus malditas redes, que echan sin miramientos, dañan los fondos y a las crías… Debería estar prohibido. El Mar de Galilea es de los galileos, y que además sean pescadores, no de las prostitutas y de sus compinches… ¡Si fuera yo el amo! Veríais vosotras, fétidas barcas paganas, sentinas flotantes de vicio, alcobas navegantes para traer también a estas aguas de Dios, de nuestro Dios para sus hijos, a los vuestros… ¡Oh! ¡Pero mirad! ¡Si se dirigen hacia aquí, precisamente hacia nosotros! ¡Pero habráse visto!… ¿Pero se puede consentir?… ¡Pero…!»
Jesús interrumpe este discurso acusatorio, en que Pedro da rienda suelta a todo su espíritu de israelita y de pescador, poniéndose rojo, sofocado por la indignación, jadeante como si luchara contra fuerzas infernales, y dice, con una tranquila sonrisa: -Pero es mejor que no seas tú el amo. ¡Por fortuna no lo eres! Por ellos y por ti. Porque a ellos les impedirías seguir un buen impulso, y, por tanto, un impulso imprimido en su espíritu -pagano, estoy de acuerdo, pero por naturaleza bueno- imprimido en su espíritu por la Misericordia eterna que mira a estas criaturas -que no tienen culpa de haber nacido en la nación romana en vez de en la hebrea- con mirada piadosa, precisamente porque las ve tender a lo bueno. Y te perjudicarías a ti mismo, porque cometerías un acto contra la caridad y otro contra la humildad…
-¿Humildad? No veo… Siendo el amo del lago, me sería lícito disponer de él según mi gusto.
-No. Simón de Jonás. No. Te equivocas. Hasta las cosas que nos pertenecen nos pertenecen porque Dios nos las concede. Por tanto, aunque durante un tiempo limitado se posean, hay que pensar siempre que Uno sólo es el que posee todo y sin limitación alguna en el tiempo ni en la medida. Uno sólo es el Amo. Los hombres… ¡Oh, los hombres son sólo los administradores de pequeñas parcelas de la gran Creación. Pero el Amo es Él, el Padre mío y tuyo y de todos los vivientes. Además, Él es Dios, y por tanto, son perfectísimos todos sus pensamientos y acciones. Ahora bien, si Dios mira benigno el impulso de estos corazones paganos hacia la Verdad, y no sólo mira sino que favorece este impulso imprimiéndole un movimiento cada vez más fuerte hacia el Bien, ¿no te parece que tú, oh hombre, pretendiendo impedírselo, en el fondo pretendes impedirle a Dios una acción? Y ¿cuándo se impide una cosa? Cuando se la juzga no buena. Tú, por tanto, pensarías esto de tu Dios: que realiza una acción no buena. Ahora bien, si juzgar a los hermanos no es cosa buena (porque todos los hombres tienen sus defectos y una facultad de conocer y juzgar tan limitada, que siete veces de diez yerra su juicio), absolutamente malvado será el juzgar las acciones de Dios. ¡Simón! ¡Simón! Lucifer quiso juzgar un pensamiento de Dios, y lo definió como errado, y quiso ocupar el lugar de Dios, creyéndose más justo que Él. Y ya sabes, Simón, lo que consiguió Lucifer; y ya sabes que todo el dolor que padecemos ha venido por aquella soberbia…
-¡Tienes razón, Maestro! ¡Soy un gran desdichado! ¡Perdóname, Maestro!
Y Pedro, siempre impulsivo, deja la barra del timón para arrojarse a los pies de Jesús. Y en esto la barca, improvisamente abandonada a sí misma, y precisamente en el curso de una corriente, se desvía y ladea tremendamente, en medio de los chillidos de María Cleofás y Juana y los gritos de los de la ligera barca gemela, que ven que se les echa encima la pesada barca de Pedro. Afortunadamente, Mateo puede tomar prontamente el timón, y la barca se estabiliza, después de unos tremendos cabeceos (incluso por el hecho de que, para mantenerla a distancia, los otros han usado los remos, imprimiendo bruscos zarandeos y agitando las aguas).
-¡Hombre, Simón! Una vez lanzaste invectivas contra los romanos, como navegantes de tres al cuarto porque se nos echaban encima. Pero ahora eres tú el que te pones en evidencia… Y además delante de ellos. Mira: están todos de pie en las barcas, observando… – dice Judas Iscariote, provocador, señalando a las barcas romanas, que ya están -en la porción de lago de frente a Magdala- tan cercanas, que se puede ver (a pesar de que los velos violáceos del atardecer se hayan ido entenebreciendo cada vez más, reduciendo la luz).
-Has perdido también una nasa y un cubo, Simón. ¿Quieres que tratemos de pescarlos con los garfios? – dice Santiago de Zebedeo desde otra barca ya cercana, porque, después del incidente, todos se han agrupado en torno a la barca de Pedro. -¿Pero qué has hecho? ¡No te sucede nunca! – dice y exclama Andrés desde otra barca distinta.
Pedro responde a todos, a uno después de otro, mientras que los otros han hablado casi juntos.
-¿Me han visto? ¡No importa! Aunque hubieran visto también mi corazón y… Bien, esto no lo digas, Pedro… Pero has de saber que no me dañas. Lo que me puede mortificar no es una mala maniobra, y además sucedida por una buena causa… ¡No te preocupes, Santiago! Cosas viejas que se han ido al fondo… ¡Ojalá pudiera arrojar también tras ellas al hombre viejo que resiste en mí! Quisiera perder todo, incluso la barca, pero ser exactamente como el Maestro quiere… ¿Que qué he hecho? Hombre, pues me he mostrado a mí mismo, a mi soberbia -que quiere enseñar incluso a Dios en las cosas del espíritu- que soy un animal incluso para las cosas de la barca… Me viene bien. Me he hecho una parábola yo a mí mismo… Maestro, ¿no es verdad?
Jesús sonríe asintiendo… Sentado en la popa, sereno, en su sitio habitual, blanco en contraste con el ambiente, que se viste de noche, sus cabellos ondeando levemente con el viento vespertino, destaca en el crepúsculo como un ángel de paz luminosa. Las barcas romanas los han alcanzado.
-Tienen naves excelentes y velas perfectas… ¡bueno y unos marineros…! ¡Van veloces como gaviotas! Aprovechan hasta el más mínimo hilo de viento, la más mínima vena de corriente…
-Los remadores son casi todos esclavos cretenses o nilotas» explica Juana.
-Los marineros del delta son expertísimos, y lo mismo los de Creta. Pero son muy buenos también los de Italia… Superan a Escila y Caribdis… y es suficiente para decir que son excelentes – confirma el desconocido llamado Benjamín.
-¿A dónde vamos, Señor? ¿A Magdala propiamente, o…? ¡Mira! Los de Magdala vienen hacia nosotros…
En efecto, todas las barcas de este lugar se apresuran a dejar el guijarral y el pequeño puerto, cargadas, terriblemente sobrecargadas, de gente; tanto, que casi tienen el borde al ras del agua. Y se dirigen fatigosamente hacia las barcas de Cafarnaúm.
-No. Vamos a detenernos aquí, aguas adentro en el lago, frente a la ciudad. Hablaré desde la barca…
-Es que… Esos imprudentes se quieren ahogar. ¡Pero mira, Maestro! Verdad es que el lago está calmo como una lámina de plata… Pero el agua es siempre agua… y el peso es peso… y allí… parece como si creyeran que están en tierra, no en agua… Da la orden de que vayan para atrás… Se van a ahogar…
-¡Hombre de poca fe! ¿Y no recuerdas que, mientras creíste en mi invitación, caminaste sobre el agua como en terreno sólido? Ellos tienen fe. Por tanto, contra las leyes de equilibrio entre peso y densidad, las aguas sujetarán a esas barcas súper repletas.
-Si sucede eso… es verdaderamente una noche de gran milagro… – susurra Pedro encogiéndose de hombros mientras echa la pequeña ancla para detener la barca, la cual, así, se queda en el centro de un nimbo radiado de barcas, parte de Cafarnaúm, parte de Magdala y parte de Tiberíades (y éstas son las de las romanas, que, prudentemente, se ponen detrás de las de Cafarnaúm, hacia el centro del lago).
Jesús vuelve las espaldas a éstas: mira hacia los de Magdala, hacia el vasto y umbrío jardín de María de Lázaro, hacia las casitas que albean en la noche dispuestas a lo largo en la orilla.
Ya las proas y los remos no rompen el lago; de forma que éste se recompone en paz: una vasta lámina de cristal veteada de plata por la primera claridad de la Luna y sembrada de topacios o rubíes en los lugares en que los fuegos de los faroles o las llamas de las antorchas, colocados en todas las proas, se espejan en el lago.
Las caras parecen extrañas en el contraste de luces rojo-amarillas o de rayos de luna: en parte aparecen nitidísimas, en parte apenas se ve cuáles son; otras parecen partidas en dos, o a lo largo o a lo ancho, sólo con la frente o el mentón iluminados, o con un solo carrillo (una media cara que resalta con anguloso perfil, como si en la otra parte no hubiera cara); los ojos de algunos rostros brillan, otros parecen cuencas vacías, y lo mismo las bocas (en alguna de las cuales se aprecia una abierta sonrisa en los dientes fuertes, mientras que otras parecen anuladas en las caras en sombra).
Pero, para ver todos a Jesús, la gente pasa muchos faroles de las barcas de Cafarnaúm y Magdala, faroles que se ponen a los pies de Él, en los bancos, colgados de los remos inactivos, o colocados en la madera de la popa y la proa, e incluso dispuestos en racimos en el mástil del que se ha arriado la vela. Así, la barca donde está Jesús resplandece en medio de un círculo de barcas que se han quedado sin lámparas, y Jesús ahora aparece bien visible, iluminado desde todas las partes. Sólo las barcas romanas rojean aún por sus antorchas rojas, que apenas pliegan su llama bajo la brisa ligerísima.
-¡La paz sea con vosotros! – empieza Jesús, poniéndose en pie, seguro a pesar del leve cabeceo de la barca, y abriendo los brazos para bendecir. Luego prosigue, hablando lentamente, para que lo oigan bien todos; y la voz se esparce por el lago silencioso, potente y armoniosa.
-Hace un rato, un apóstol mío me ha propuesto una parábola. Ahora os la propongo Yo a vosotros, porque puede ser útil para todos, dado que todos podéis entenderla. Oídla.
Un hombre, navegando por el lago en una noche serena como ésta y sintiéndose seguro de sí mismo, se figuró que no tenía defectos. Era un hombre expertísimo en las maniobras y, por tanto, se sentía superior a los otros con que se cruzaba en las aguas, de los cuales muchos venían al lago por placer, y por tanto sin esa experiencia que da el trabajo asiduo y realizado para ganarse la vida. Además, era un buen israelita, y, por tanto, se creía posesor de todas las virtudes. Y, en fin, era realmente un buen hombre.
Así pues, en un atardecer en que navegaba seguro, se permitió expresar juicios sobre su prójimo. Según él, un prójimo tan lejano, que ni tenía condición de prójimo: ningún vínculo de nacionalidad ni de oficio ni de fe lo unía a aquel prójimo, y, por tanto, él, sin ningún freno de solidaridad nacional, religiosa o profesional, tranquilamente lo despreciaba; es más: con dureza. Y se quejaba de no ser el amo del lugar, porque, de haberlo sido, habría arrojado de aquel lugar a ese prójimo suyo; y, en su fe intransigente, casi reprochaba al Altísimo el hecho de conceder a éstos, distintos de él, que hicieran lo que hacían y que vivieran donde él vivía.
En su barca iba un amigo suyo, un buen amigo suyo, que lo quería con justicia, y por eso quería que fuera sabio, un amigo que, cuando era necesario hacerlo, le corregía las ideas no rectas. Aquel atardecer, pues, este amigo dijo al barquero: «¿Por qué estos pensamientos? ¿No es uno el Padre de los hombres? ¿No es Él el Señor del Universo? ¿Su sol no desciende, acaso, a todos los hombres para darles calor, y sus nubes no riegan, acaso, los campos de los gentiles igual que los de los hebreos? Y, si hace esto por las necesidades materiales del hombre, ¿no tendrá los mismos cuidados para sus necesidades espirituales? ¿Pretendes sugerir a Dios lo que debe hacer? ¿Quién como Dios?».
El hombre era bueno. En su intransigencia había mucha ignorancia, muchas ideas erradas; pero no había mala voluntad, no había intención de ofender a Dios; antes al contrario, había intención de defender los intereses de Dios. Al oír esas palabras, se arrojó a los pies del sabio y le pidió perdón por haberse expresado como un necio. Tan impetuosamente lo pidió, que por poco no causó una catástrofe haciendo hundirse la barca y perecer a quien en ella iba: porque con el afán de pedir perdón, descuidó el timón, la vela y las corrientes. Por tanto, después del primer error de juicio, cometió un segundo error de mala maniobra, demostrándose a sí mismo que no sólo era un defectuoso juez, sino también un ineficiente marinero.
Ésta es la parábola. Ahora escuchad. Según vosotros, ¿habrá perdonado Dios a ese hombre o no? Recordad que había pecado contra Dios y contra el prójimo, juzgando las acciones de ambos; y por poco no había sido homicida de sus compañeros. Meditad y responded…
Y Jesús cruza los brazos y pasa su mirada por todas las barcas, hasta las más lejanas, hasta las romanas (en que se ve, sobresaliendo de los bordes de las barcas, una fila de rostros atentos de patricias y remadores)…
La gente habla en tono bajo, se consultan unos a otros… un susurro apenas sensible de voces, que se funde con el chapoteo, apenas perceptible, del agua contra el cuerpo de las barcas. El juicio es difícil. De todas formas, la mayor parte opina que el hombre no habrá sido perdonado porque había pecado. No, no habrá sido perdonado, al menos por lo que se refiere al primer pecado…
Jesús oye cómo va aumentando el murmullo de los que opinan esto, y sonríe con la mirada de sus bellísimos ojos, luminosos incluso en la noche como dos zafiros heridos por el rayo de la Luna, cada vez más hermosa y resplandeciente, tanto que muchos deciden apagar antorchas y faroles para quedarse, por toda luz, con la fosforescente luz lunar.
-Apaga también éstas, Simón. Son míseras como chispas, respecto a las estrellas, bajo este cielo lleno de astros y planetas – dice Jesús a Pedro, que está pendiente de oír el juicio de la gente. Y, mientras Pedro alarga los brazos para descolgar los faroles, Jesús, acariciando a su apóstol, le pregunta en voz baja:
-¿Por qué esos ojos turbados?
-Porque esta vez me expones al juicio del pueblo…
-¿Y por qué lo temes!
-Porque… es como yo… injusto…
-¡ El que juzga es Dios, Simón!
-Sí. Pero Tú no me has perdonado todavía y estás esperando su juicio para hacerlo… Tienes razón, Maestro… Soy incorregible… Pero… ¿por qué a tu pobre Simón este juicio de Dios?…
Jesús le pone la mano en el hombro, y lo hace cómodamente porque Pedro está en el suelo de la barca y Él está erguido encima de la madera de la popa, por tanto altísimo respecto a Pedro. Y sonríe… pero no le responde. Lo que hace es dirigirse a la gente:
-¿Entonces? Responded fuerte. Barca por barca.
¡Ay, pobre Pedro! Si Dios lo hubiera juzgado según el parecer de los presentes, lo habría condenado. Menos tres barcas, todas las demás, incluidas las apostólicas, lo condenan. Las romanas no se pronuncian -tampoco les preguntan-, pero es visible que ellas también juzgan digno de condena al hombre, porque desde una a otra barca -son tres- se hacen el gesto del pulgar vuelto hacia abajo.
Pedro levanta sus ojos overos, turbados, hacia el rostro de Jesús, y encuentra una mirada aún más dulce, que fluye de los ojos de zafiro, que fluye como una paz; y ve inclinarse hacia él un rostro resplandeciente de amor, y se siente atraído hacia un lado de Jesús, siendo así que su cabeza entrecana está contra el costado de éste, mientras el brazo del Maestro lo estrecha hacia sí abrazándolo por los hombros.
-Así juzga el hombre. Pero Dios no juzga así, ¡oh, hijos míos! Vosotros decís: «No habrá sido perdonado». Yo digo: «El Señor no vio siquiera en él materia de perdón». Porque perdón presupone culpa. Pero aquí no había culpa.
No, no murmuréis meneando la cabeza. Repito: aquí no había culpa. ¿Cuándo se forma la culpa? Cuando hay voluntad de pecar, conocimiento de que se peca y persistencia en querer pecar aun después de haber entendido que una acción es pecado. Todo depende de la voluntad con que uno cumple un acto, sea virtuoso, sea pecaminoso. Incluso cuando uno cumple un acto aparentemente bueno, pero no sabe que está haciendo un acto bueno, sino que, al contrario, cree que está realizando un acto malo, comete pecado como si llevara a cabo un acto malo, y viceversa.
Pensad en un ejemplo. Uno tiene un enemigo y sabe que está enfermo. Sabe que por orden médica no debe beber agua fría; es más, ningún líquido. Va a verlo, fingiendo afecto. Lo oye quejarse: «¡Tengo sed! ¡Tengo sed!», y, fingiendo piedad, se preocupa solícito de darle agua helada de pozo diciendo: «Bebe, amigo. Te quiero y no puedo verte sufrir de esta manera por el ardor. Mira. He pensado en traerte esta agua tan fresca. Bebe, bebe, que gran recompensa recibe el que asiste a los enfermos y da de beber a los sedientos». Y, dándole de beber, le acarrea la muerte. ¿Creéis que ese acto, bueno en sí por estar constituido de dos obras de misericordia, es bueno ahora, que se verifica con finalidad mala? No lo es.
Otro ejemplo: un hijo que tenga un padre borracho y que, para salvarlo de la muerte por la continua bebida, cierre la bodega, quite el dinero a su padre y se imponga, incluso severamente, para que no salga por el pueblo a beber y a destruirse, ¿os parece que falte al cuarto mandamiento sólo por el hecho de regañar a su padre y hacer él de cabeza de familia para con su propio padre? Aparentemente hace sufrir a su padre, y parece culpable. En realidad es un buen hijo, porque su voluntad es buena, tiene voluntad de salvar a su padre de la muerte. Siempre es la voluntad la que da valor a la acción.
Y otro ejemplo: ¿el soldado que mata en guerra es homicida? No, si su espíritu no acepta la masacre y combate porque se ve obligado a ello, pero combate con ese mínimo de humanidad que la dura ley de la guerra y de la subordinación impone.
Por tanto, ese hombre de la barca, que por una buena voluntad de creyente, patriota y pescador, no soportaba a aquellos que, según él, eran unos profanadores, no cometía pecado contra el amor al prójimo, sino que solamente tenía un errado concepto del amor al prójimo. Y no cometía pecado contra el respeto a Dios, porque su resentimiento hacia Dios venía de su espíritu bueno -aunque no equilibrado y luminoso- de creyente. Y no cometía homicidio, porque era por una buena voluntad de pedir perdón por lo que provocaba el que la barca se ladeara. Sabed discernir siempre.
Dios es Misericordia más que intransigencia. Dios es bueno. Dios es Padre. Dios es Amor. El verdadero Dios es esto. Y el verdadero Dios abre su corazón a todos, a todos, diciendo: «Venid», indicando a todos su Reino. Y es libre de hacerlo, porque es Él el Señor único, universal, creador, eterno.
Os ruego, a vosotros israelitas, que seáis justos. Recordad estas cosas. Que no os suceda que las comprendan los que veis como cosa impura y para vosotros permanezcan incomprensibles. También es pecado el excesivo y desordenado amor a la religión y a la patria, porque se hace egoísmo. Y el egoísmo es siempre razón y motivo de pecado.
Sí. El egoísmo es pecado porque siembra en el corazón una mala voluntad que hace al hombre rebelde a Dios y a sus mandamientos. La mente del egoísta ya no ve a Dios nítidamente, ni tampoco las verdades de Dios. La soberbia exhala sus vapores en el egoísta y empaña las verdades. En la calígine, la mente, que ya no ve la luz clara de la verdad como la veía antes de hacerse soberbia, empieza el proceso de los porqués, y de los porqués pasa a la duda, de la duda a la indiferencia, no sólo respecto al amor y a la confianza en Dios y en su justicia, sino también respecto al temor de Dios y al temor a su castigo. De ahí la predisposición a pecar, y de ésta se pasa a la soledad del alma que se aleja de Dios, la cual, no teniendo ya la voluntad de Dios como guía, cae en la ley de su voluntad de pecador.
¡Muy mala cadena es la voluntad del pecador, uno de cuyos extremos lo tiene en su mano Satanás, mientras que el otro ata a los pies del hombre una bola pesada, para tenerlo sujeto, esclavo en el fango, abatido, en tinieblas! ¿Puede entonces el hombre no incurrir en culpas mortales? ¿Puede no incurrir en ellas, teniendo en sí sólo mala voluntad? Entonces, sólo entonces, Dios no perdona. Pero, cuando el hombre tiene algo de buena voluntad y lleva a cabo incluso actos espontáneos de virtud, ciertamente acaba poseyendo la Verdad, porque la buena voluntad conduce a Dios, y Dios, el Padre Stmo. se inclina amoroso, compasivo, indulgente a ayudar, a bendecir, a perdonar a sus hijos que tienen buena voluntad.
Por eso el amor hacia el hombre de aquella barca fue amplio, porque, no queriendo cometer el pecado, no había
pecado.
Marchaos en paz, ahora, a vuestras casas. Las estrellas han ocupado todo el cielo y la Luna viste de pureza el mundo. Marchaos obedientes como las estrellas y haceos puros como la Luna. Porque Dios ama a los obedientes y a los puros de espíritu, y bendice a los que ponen en todas sus acciones la buena voluntad de amar a Dios y a los hermanos y trabajar para su gloria y para su utilidad. ¡La paz sea con vosotros!
Y Jesús, abriendo de nuevo sus brazos, bendice, mientras el círculo de las barcas se aleja, se disgrega, tomando cada uno la propia dirección.
Pedro se siente tan feliz, que no piensa en moverse.
Lo hace reaccionar Mateo:
-¿No te mueves, Simón? Yo no soy muy ducho…
-Es verdad… ¡Oh, Maestro mío! ¿Entonces no me habías condenado? Y yo tenía mucho miedo…
-No tengas miedo, Simón de Jonás. Te he tomado conmigo para salvarte, no para perderte. Te he tomado conmigo por tu buena voluntad… ¡Ánimo! Toma el timón y mira a la Polar y ve seguro, Simón de Jonás. Siempre seguro… En todas las travesías… Dios, tu -Jesús, estará siempre en pie a tu lado en la proa de tu barca espiritua1. Y te comprenderá siempre, Simón de Jonás. ¿Comprendes? Siempre. Y no tendrá que perdonarte, porque podrás incluso caer, como un débil niño, pero no tendrás jamás la mala voluntad de caer… Alégrate, Simón de Jonás.
Y Pedro asiente, asiente, demasiado emocionado como para hablar, sofocado por el amor; y la mano le tiembla un poco en el timón, pero su rostro resplandece de paz, de seguridad, de amor, mientras mira a su Maestro, que está erguido a su lado, allí, en el extremo de la barca, como un cándido arcángel.