Encuentro con el levita José, llamado Bernabé, y lección sobre Dios-Amor.
Dulce es el alto en la pequeña meseta. Pero es prudente bajar hacia el valle mientras es de día, porque la noche vendría precoz y ría oscura bajo esta espesura de árboles que recubre el monte. Jesús es el primero en ponerse en pie. Va a refrescarse la cara, las manos y los pies en el minúsculo regato creado por el pequeño manantial. Luego llama a sus apóstoles, que duermen entre la hierba, y los invita a prepararse para irse. Y, mientras ellos hacen lo mismo que Él había hecho, uno tras otro, lavándose en el fresco regatillo y llenando las cantimploras en el hilo de agua que mana de la roca, Él va a esperarlos al extremo del pradito, junto a los dos árboles seculares que lo limitan al este, y observa el lejano horizonte. El primero en llegar donde Él es Felipe, el cual, mirando hacia el mismo lugar al que su Maestro mira, dice: -Es bonita esta vista! Estás admirándola… -Sí. Pero no miraba solamente su belleza. -¿Qué mirabas entonces? ¿Pensabas, quizás, en cuando Israel se agrande con esos lugares de allende el Líbano y el Orontes, que durante los pasados siglos han sido aflicción para nosotros, y que aún ahora lo son, porque allí está asentado el corazón del poder que nos subyuga con el Legado? Efectivamente, es tremenda la profecía de varios profetas sobre ellos: «Aplastaré al asirio en mi tierra, lo hollaré en mis montañas… Ésta es la mano que se extiende sobre las naciones… ¿Quién podrá detenerla?… Y Damasco dejará de existir, quedará como montón de piedras de un derrumbamiento… Ésta será la suerte de nuestros saqueadores». ¡Habla Isaías! (Isaías 14, 25-27; 17) Y también Jeremías (49, 27): «Prenderé fuego a las murallas de Damasco y devorará los muros de Ben Hadad». Y ello sucederá cuando el Rey de Israel, el Prometido, tome su cetro, y Dios haya perdonado a su pueblo dándole al Rey Mesías… ¡Lo dice Ezequiel! (36, 8 y 12 y 15): «Vosotros, montes de Israel, echad vuestras ramas, producid vuestros frutos para mi pueblo de Israel, porque volverá pronto… Conduciré de nuevo a mi pueblo a vosotros y ellos te recibirán como heredad… No dejaré que vuelvas a oír los ultrajes de las naciones…». Y los salmos cantan con Etán Esraíta: «He encontrado a mi siervo David y lo he ungido con mi óleo santo. Mi mano le asistirá… Nada podrá contra él el enemigo… En mi nombre crecerá su poder… Extenderá sobre el mar su mano, sobre los ríos su diestra… Y Yo lo haré primogénito, soberano entre los reyes de la Tierra». Y Salomón canta: «Durará tanto como el Sol y la Luna… Dominará de mar a mar, desde el río hasta los confines de la Tierra… Lo adorarán todos los reyes de la Tierra, todos los pueblos estarán a él sujetos…». Tú, Mesías, porque en ti están todos los signos del espíritu y de la carne, todos los signos dados por los profetas. ¡Aleluya a ti, Hijo de David, Rey Mesías, Rey santo!». -¡Aleluya! – gritan en coro los otros, que han llegado donde Jesús v Felipe y han oído las palabras de éste. Y el aleluya se refleja, por eco, de garganta en garganta, de colina en colina… Jesús los mira, tristísimo… Y, como respuesta, dice: -Pero no recordáis lo que del Cristo dice David, y lo que de El dice Isaías) (Salmo 89, 21-28; Salmo 72, 5-11 (por boca de Felipe); Salmo 69, 22; Isaías 63, 1-3 (por boca de Jesús)… Tomáis la dulce miel, el embriagador vino de los profetas… pero no pensáis que para ser Rey de reyes el Hijo del hombre habrá de beber la hiel y el vinagre y vestirse con la púrpura de su Sangre… Pero no es culpa vuestra si no entendéis… Y vuestro error de comprensión es amor. Quisiera en vosotros otro amor. Pero por ahora no podéis… Siglos de pecado están contra los hombres, para impedir en ellos la Luz. Pero la Luz echará abajo las paredes y entrará en vosotros… Vamos. Regresan al camino de herradura -lo habían dejado para subir a la lejana meseta-, y bajan ligeros hacia el valle. Los apóstoles hablan entre sí en tono bajo… Luego Felipe se echa a correr, alcanza al Maestro y pregunta: -¿Te he contrariado, Señor? No quería… ¿Estás disgustado conmigo? -No, Felipe. Pero quisiera que al menos vosotros comprendierais. -Mirabas allá con mucho anhelo… -Porque pensaba en todos los lugares que no me han tenido todavía. Y que no me tendrán… porque mi tiempo huye… ¡Qué breve es el tiempo del hombre! ¡Y qué lento es el hombre en la acción! …; ¡Cómo siente el espíritu estas limitaciones de la Tierra!… Pero… ¡Padre, hágase tu voluntad! -Pero has recorrido todas las regiones de las antiguas tribus, Maestro mío. A1 menos una vez las has santificado, de forma que puede decirse que has recogido en tu puño a las doce tribus… -Esto es verdad. Vosotros haréis después lo que el tiempo no me dejó hacer. -¿Tú, que detienes el curso de los ríos y calmas los mares, no podrías moderar el paso del tiempo? -Podría. Pero el Padre en el Cielo, el Hijo en la Tierra, el Amor en el Cielo y en la Tierra desean ardientemente llevar a cabo el Perdón… – y Jesús se sumerge en una meditación profunda, que Felipe respeta dejándolo sólo y yendo a reunirse con sus compañeros. Y a éstos les refiere su diálogo….Ya está cercano el valle, ya se ve un camino, un verdadero camino de primer orden, que, viniendo del sur, continúa hacia el oeste, haciendo una curva justamente al pie del monte, para orillar su base y proseguir luego recto hacia un bonito pueblo asentado en el verde junto a un riachuelo que al presente es sólo un cantizal que entre canto y canto mantiene erguida alguna caña resistente, especialmente en el centro, donde un hilo, verdaderamente un hilo de agua, se obstina en correr hacia el mar. Se reagrupan todos antes de tomar este camino de primer orden, pero aún no han recorrido algunos metros cuando dos hombres vienen a su encuentro con gestos de saludo. -Dos discípulos de los rabíes, y uno es levita. ¿Qué quieren? – comentan entre sí los apóstoles, que no están mínimamente contentos del encuentro. Yo no sé de qué deducen que son discípulos y que uno es levita. No entiendo todavía bien el lenguaje de los flecos y los galones y otros secretos del vestuario israelita. Jesús, cuando llega a dos metros aproximadamente y no es posible ningún equívoco -el camino está ya libre de transeúntes que a pie o en caballerías se apresuraban hacia el pueblo-, responde al saludo repetido y espera parado. -La paz a ti, Rabí – dice, ahora oralmente, el levita, que antes se había limitado a profundas reverencias. -La paz a ti. Y a ti – dice Jesús dirigiéndose al otro. -¿Eres Tú el Rabí de nombre Jesús? -Lo soy. -Una mujer ha entrado antes de la hora sexta en la ciudad y ha dicho que había hablado por el camino con un rabí más grande que Gamaliel, porque además de sabio era bueno. La cosa ha llegado a nosotros, y los maestros, suspendiendo la partida para Jerusalén, nos han enviado a todos a buscarte, a todos los que estábamos; dos a cada camino que de Yiscala baja a los caminos del llano. En su nombre y por medio de nosotros te dicen: «Ven a la ciudad, que queremos hacerte unas preguntas». -¿Y por qué motivo? -Para que des tu dictamen sobre un hecho sucedido en Yiscala y que todavía tiene repercusiones. -¿Y no tenéis a los grandes doctores para dictaminar? ¿Por qué dirigirse al Rabí desconocido? -Si eres el que dicen los rabíes, no eres desconocido. ¿No eres Jesús de Nazaret? -Lo soy. -Los rabíes conocen tu sabiduría. -Y Yo conozco su odio hacia mí. -No todos, Maestro. El más grande y justo no te odia. -Lo sé. Tampoco me ama. Me estudia. ¿Pero el rabí Gamaliel está en Yiscala? -No. Se ha marchado ya, para estar en Seforí antes del sábado. Se marchó inmediatamente después del juicio. -¿Y entonces por qué me buscáis? Yo también debo respetar el sábado y llegar a aquel lugar, para lo que casi no me queda tiempo. No me entretengáis más. -¿Tienes miedo, Maestro? -No tengo miedo porque sé que ningún poder ha sido dado por ahora a mis enemigos. Dejo a los sabios la satisfacción de juzgar. -¿Qué quieres decir? -Que Yo no juzgo, sino que perdono. -Tú sabes juzgar mejor que ningún otro. Gamaliel lo ha dicho. Dijo: «Sólo Jesús de Nazaret juzgaría con justicia aquí». -Bien. Pero ya habéis juzgado. Y la cosa ya no tiene arreglo. Mi juicio habría sido calmar las pasiones antes de castigar. Si había culpa, el culpable podía arrepentirse y redimirse; si no la había, no se habría producido la ejecución, que, para alguno, ante los ojos de Dios, es igual que un homicidio premeditado. -¡Maestro! ¿Cómo lo sabes? La mujer ha jurado que hablaste con ella sólo de sus cosas… y Tú sabes… ¿Eres entonces realmente profeta? -Yo soy quien soy. Adiós. Paz a ti. El Sol se comba hacia occidente – y le vuelve las espaldas. Se echa a caminar en dirección al pueblo. -¡Has hecho bien, Maestro! ¡Sin duda te estaban tendiendo una trampa! Los apóstoles se muestran solidarios con el Maestro. Pero sus alabanzas y razonamientos se ven truncados por los dos de antes, que los alcanzan y suplican a Jesús que suba a Yiscala. -No. El ocaso me pillaría por el camino. Decid a quien os envía que observo la Ley, siempre, cuando observarla no va en detrimento del mandamiento que es mayor que el sabático: el del amor. -Maestro, Maestro. Te lo suplicamos. Este caso es verdaderamente de amor y justicia. Ven con nosotros, Maestro. -No puedo. Y ni siquiera vosotros podéis subir a tiempo. -Tenemos licencia para hacerlo para este caso. -¿Y qué? He curado a un enfermo y lo he absuelto en día de sábado y se ha alzado la voz, ¿y a vosotros se os concede violar el sábado por una ociosa disputa? ¿Es que hay dos medidas en Israel? ¡Marchaos! ¡Marchaos! Y dejadme a mí también marcharme. -Maestro, Tú eres profeta. Por tanto, conoces las cosas. Yo esto lo creo, y éste también. ¿Por qué nos rechazas? -Porque… Jesús se detiene y los mira muy fijamente. Sus ojos severos, que traspasan y penetran más allá de los velos de la carne para leer los corazones, miran, dominadores, a los dos que tiene delante. Y luego sus ojos, tan insostenibles en el rigor, tan dulces en el amor, cambian de mirada para adquirir una expresión tan amorosa tan misericordiosa que, si antes el corazón temblaba de miedo por la mirada poderosa, ahora tiembla de emoción ante el brillo del amor de Cristo. -Porque -repite- no Yo, sino que son los hombres los que rechazan al Hijo del hombre, que debe desconfiar de sus hermanos. Pero a quienes no tienen malicia en el corazón les digo: «Venid, y digo también: «Amadme» a los que me odian… -Y entonces, Maestro… -Y entonces voy al pueblo para el sábado. -Espéranos, al menos. -Con el ocaso del sábado me marcho. No puedo esperar. Los dos se miran, se consultan mientras se quedan rezagados; luego uno, el del rostro más abierto y que ha hablado casi siempre, vuelve corriendo. -Maestro, yo me quedo contigo hasta después del sábado. Pedro le tira a Jesús de la túnica -está a su lado-, de forma que le obliga a volverse hacia él, y le susurra: -No. Un espía. Judas Tadeo, a espaldas de su primo, musita: -Desconfía. Natanael, que se ha adelantado con Simón y Felipe, se vuelve con una mirada avisadora que dice «no». Hasta los dos más confiados, Andrés y Juan, indican que no con la cabeza por detrás de la espalda del importuno. Pero Jesús no toma en consideración sus miedos sospechosos y responde brevemente: -Quédate – y ellos se deben resignar. El hombre está contento y se siente menos ajeno al grupo. Siente la necesidad de decir su nombre, decir quién es, por qué está en Palestina -él, que nació en la Diáspora pero que fue consagrado a Dios desde su nacimiento, porque fue «consolación de sus padres», los cuales, agradecidos al Señor por haberlo tenido, lo confiaron a los parientes de Jerusalén para que fuera del Templo-; y cómo en Jerusalén, sirviendo a la Casa de Dios, conoció al rabí Gamaliel y vino a ser discípulo suyo, discípulo atento y amado: -Me llamaron José porque, como el antiguo, quité a mi madre la pena de ser estéril. Pero mi madre, mientras me nutría, siempre me llamaba «mi consolación», y vine a ser Bernabé para todos. También me llama así el gran rabí, porque él se consuela en los mejores discípulos. -Haz que te llame así también Dios; es más, que sea Dios, sobre todo, el que te llame así – dice Jesús. Entran en el pueblo. -¿Lo conoces? – pregunta Jesús. -No. No he estado nunca aquí. Es la primera vez que vengo a Neftalí. Me tomó consigo, y con otros, el rabí, porque me he quedado sólo… -¿Tienes a Dios como amigo? -Eso espero. Trato de servirle como mejor puedo. -Entonces no estás solo. El pecador es el que está solo. -Puedo pecar yo también… -Tú, discípulo de un gran rabí, ciertamente sabes las condiciones por las que una acción se hace pecad. -Todo, Señor, es pecado. El hombre peca continuamente. Porque son más los preceptos que los momentos del día. Y no siempre el pensamiento, ni las circunstancias, nos ayudan a no pecar. -Sobre todo las circunstancias, en verdad sobre todo ellas a menudo nos inducen a pecar. ¿Pero tienes claro el concepto del principal atributo de Dios? -Justicia. -No. -Potencia. -Tampoco. -… Rigor. -Mucho menos. -Y, a pesar de todo… eso es lo que fue en el Sinaí, y después otras veces… -En aquel entonces fue visto el Altísimo entre rayos, que ceñían con terribles aureolas el rostro del Padre y Creador. En verdad, no conocéis el verdadero rostro de Dios. Si lo conocierais, y si conocierais su Espíritu, sabríais que el principal atributo de Dios es el Amor, y además Amor misericordioso. -Sé que el Altísimo nos ha amado. Somos el pueblo elegido. ¡Pero servirle es terrible! -Si sabes que Dios es Amor, ¡cómo puedes llamarle terrible? -Porque pecando perdemos su amor. -Te he preguntado antes si conoces las condiciones por las que una acción se hace pecado. -Cuando no es una acción de los seiscientos trece preceptos, de las tradiciones, decisiones, costumbres, bendiciones y oraciones, además de las diez imposiciones de la Ley, o bien no es como los escribas enseñan estas cosas, entonces es pecado. -¿Aunque el hombre no lo haga con plena advertencia y perfecto consentimiento de la voluntad? -Incluso así. Por tanto, ¿quién puede decir: «No peco»? ¿Quién puede esperar la paz en Abraham al morir? -¿Son perfectos los hombres en el espíritu? -No. Porque Adán pecó y nosotros tenemos aquella culpa en nosotros. Esa culpa nos hace débiles. El hombre ha perdido la Gracia del Señor, única fuerza para sostenernos… -¿Y el Señor lo sabe? -Él sabe todo. -¿Y entonces tú crees que no tiene misericordia considerando lo que debilita al hombre? ¿Crees que exige de los que han sido heridos lo mismo que podía exigir del primer Adán? Aquí está la diferencia que vosotros no consideráis. Dios es Justicia, sí. Es Potencia, sí. Puede ser también Rigor para el impenitente que persiste en pecar. Pero cuando ve que un niño suyo -todos son niños sobre la faz de la Tierra, que es una hora de eternidad para el espíritu, que se hace adulto en su examen espiritual de mayoría de edad eterna en el juicio particular-, cuando Él ve que un niño suyo falta porque es un distraído, o por lentitud en saber discernir, o por estar poco instruido, o porque es muy débil en una o en varias cosas, ¿tú piensas que el Padre Santísimo lo podrá juzgar con intransigente rigor? Tú lo has dicho. El hombre ha perdido la Gracia, fuerza para reaccionar contra la Tentación y los apetitos. Y Dios lo sabe. Y no hay que temblar por temor a Dios y huir de Él como Adán después de la culpa, sino que hay que recordar que Él es Amor. Su rostro resplandece ante los hombres, pero no para reducirlos a cenizas; antes bien, para confortarlos como hace el Sol con sus rayos. El amor, no el rigor, irradia de Dios. Rayos de sol, no un saetear de dardos. Y además… ¿Qué ha impuesto de por sí el Amor? ¿Una carga que no se puede llevar? ¿Un código de innumerables capítulos que pueden olvidarse? No. Sólo diez mandamientos. Para tener al animal hombre embridado como a un potro, que sin la brida va al desastre. Pero cuando sea salvado el hombre, cuando se le dé de nuevo la Gracia, cuando llegue el Reino de Dios, o sea, el Reino del amor, se dará, a los hijos de Dios y súbditos del Rey, un solo mandamiento, en que todo estará comprendido: «Ama a tu Dios con todo tu ser y al prójimo como a ti mismo». Porque has de creer, hombre, que Dios-Amor no puede sino aligerar el yugo y hacerlo suave, y el amor hará suave el servicio a Dios, no temido ya, sino amado. Amado sólo, amado por sí mismo y amado en nuestros hermanos. ¡Cuán simple será la Ley última! Como es Dios: perfecto en su simplicidad. Escucha: ama a Dios con todo tu ser, ama al prójimo como a ti mismo. Medita. ¡Los gravosos seiscientos trece preceptos y todas las oraciones y bendiciones no están ya -despojándose de sutilezas inútiles que no son religiosas, sino esclavitud hacia Dios-enumerados en estas dos frases? Si amas a Dios, ciertamente lo honras a todas horas. Si amas al prójimo, ciertamente no haces algo que le cause dolor: no mientes, no robas, no matas o hieres, no eres adúltero. ¿No es así? -Así es… Maestro justo, yo quisiera estar contigo. Pero Gamaliel ha perdido ya por ti a los mejores discípulos Yo… -No es todavía la hora de que vengas a mí. Cuando llegue, tu propio maestro te lo dirá, porque es un justo. -¿Lo es, verdad? ¿Lo dices Tú? -Lo digo porque es verdad. No soy uno que derribe para alzarse pisando al derribado. Reconozco a cada uno lo suyo… Pero… nos están llamando… Sin duda, han encontrado los alojamientos para nosotros. Vamos…