En Yuttá, con los niños. La mano de Jesús obradora de curaciones.
Veo un lugar de montaña. No sé dónde está.
(No sé dónde está. La presente visión, en efecto, es anterior a las de los capítulos 76 y 212, relativas a las precedentes visitas de Jesús a Yuttá)
Hay una angostura formada por montes que entran y salen con sus ramales en un valle por cuyo lecho corre un riachuelo torrentoso lleno de saltos y espumas. Es estrecho, pero, como todos los cursos de agua montanos es rápido, todo un sonar de cascaditas. Va en dirección sur respecto a mí. Hay otros montes más lejanos, tras otra ladera de pendiente muy pronunciada, tras otro valle.
Comprendo que estoy en un grupo de montes, no excesivamente altos, pero ya montes, no colinas. Como son nuestros Apeninos en muchos lugares, como, por ejemplo, en el valle de la Magra o hacia Porretta. La vegetación es más adecuada para el pastoreo que para cultivos. Veo prados verdes que descienden o suben, arriba y abajo, por las escarpas, que, en esta hora que me parece aviarse ya al ocaso, parecen teñirse, en las partes más bajas, de un violeta añil. La estación del año debe ser un comienzo de verano, porque la hierba está hermosa (ya alta, pero todavía no agostada).
Veo, desde el lugar en que me encuentro, un camino de herradura que sube hacia un pueblo y entra por entre sus casas. Un típico camino de montaña, pedregoso y con continuos desniveles. Sube de sur a norte (siempre respecto a mí), de forma que lo veo entrar en esa dirección en el pueblo y correr al encuentro del arroyo, que va en la dirección contraria, pero no por el pueblo sino abajo, por el valle.
Hay también otro caminito, que desde el valle trepa hacia lo alto de este espolón donde se anida el pueblo. Un caminito que es más un sendero que un camino, y que sigue exactamente la cresta del monte; por debajo de este sendero, la montaña desciende en pronunciado declive con pastos verdes que llegan hasta el torrentillo espumeante, allende el cual hay más pastos que acometen otros montes agrupados al este.
Por el sendero sube Jesús junto con los discípulos. No todos. Veo a Pedro y a Andrés, a Juan y a Judas Iscariote. No veo a los otros. -Jesús está vestido de blanco, y envuelto en un manto azul oscuro, más azul marino que azul. Va con la cabeza descubierta y sube ágilmente, solo. Detrás, en grupo, los cuatro apóstoles, hablando entre sí. Jesús los precede unos metros y no habla. Piensa. Mira en torno a sí, pero no habla nunca.
En un cierto lugar, el caminito bordea un murete de piedra seca que delimita – al menos me lo parece – una propiedad, como para impedir que la tierra de ésta se deslice hacia el valle. Jesús entra en esta propiedad, de pastos muy bien cuidados, en los cuales hay, diseminados, manzanos, nogales e higueras, árboles todos ellos cuidados con esmero y ya llenos de frutos.
Jesús se detiene un instante justo en el punto donde el espolón del monte forma como un triángulo puntiagudo, semejante al tajamar de un barco. Se apoya en el murete y mira hacia abajo, hacia arriba, alrededor. Espera a los apóstoles, que suben, especialmente Pedro, más bien lentos. Luego, una vez juntos, les dice unas palabras que no capto. Lo veo inclinarse ligeramente para hablar, porque es mucho más alto que ellos. No comprendo las palabras, pero intuyo su significado, porque veo a Judas Iscariote dirigirse a buen paso hacia una casa que se alza al final del murete.
Es una casa muy distinta de la de Caná. Ésta no tiene terraza en el tejado, sino que está coronada por una especie de cúpula de doble curvatura, quizás para impedir que las nieves invernales se depositen en el tejado, porque, dada la zona, el invierno debe ser, sin duda, nevoso, o por lo menos muy lluvioso. En vez de la terraza que falta, tiene un ala que sobresale por un lado, ala en la que termina la escalera, externa pero protegida como por un techo saliente. Esta ala tiene: en el bajo, un pórtico; encima, una galería cubierta. La casa es toda blanca y destaca contra el verde que la rodea. Tiene en la parte de delante una explanada herbosa, con un pozo en el centro, rodeado de árboles frutales plantados ya con la intención de hacer un jardín, porque hay florecillas sembradas alrededor de ellos formando parterres circulares. Me da la impresión de que es casa de personas acomodadas y más finas que las de la casa de Caná.
El camino de herradura pasa por el frente de la casa, de forma que se puede acceder a ésta tanto por el atajo como por este camino. El seto de espinos no es una barrera infranqueable, y mucho más si se considera que las dos toscas cancillas que en él se abren están sólo un poco entornadas.
Judas entra libremente en la casa, como si conociera muy bien a sus habitantes. Y sale enseguida una lozana mamá rodeada por tres niños y con el más pequeño en brazos. Se dirige sonriendo hacia Jesús, que entretanto se ha acercado hasta el pozo.
Observo que esta mujer es muy morena y de formas hermosas y agraciadas. Tiene unos treinta años. Lleva el pelo, negrísimo y más bien rizado, recogido en dos trenzas que rodean su cabeza. También los ojos son negros y grandes. La nariz, aguileña; su boca, con labios más bien gruesos y muy rojos. Es alta, y bien modelada. Observo también que va vestida de forma distinta de como visten María y las otras mujeres vistas en Caná. Lleva también ésta una larga túnica de un azul casi blanco; pero está toda envuelta en una especie de chal azul oscuro, ceñido, que resalta sus formas y que pasa por debajo de las axilas, por las dos partes, y un extremo, el superior, va luego por detrás del hombro izquierdo, sube hasta velar la cabeza, para caer luego su punta franjeada sobre la frente. El conjunto de todo me hace pensar que no es galilea, porque los caracteres somáticos y el vestido son distintos de los observados en las mujeres galileas.
E1 pequeñuelo que está en brazos de la mujer, morenito como ella, tendrá dos años como mucho. Es un niño lindo, vestido con una especie de camisita de lana blanca. Los otros niños son: una niñita de aproximadamente seis años, de pelo muy rizado rubio castaño, vestida de color rosa pálido; y dos chiquillos, más pequeños, que llevan también dos tuniquitas de lana color azul claro, como su mamá. Deben conocer muy bien a Jesús, porque se arremolinan risueños alrededor de Él.
La joven mamá lo saluda:
-Entra, Maestro, que mi casa es tuya — y sonríe.
Jesús le responde:
-El Señor te recompense – y luego alarga el brazo derecho – el izquierdo lo tiene doblado, en el pecho, y tiene recogido con la mano un extremo del manto – para acariciar al pequeñín. Veo la bonita mano de mi Jesús acariciando la frente del pequeñuelo, que se pone mimoso y esconde su cabecita, riendo, contra el cuello de su mamá, y desde ese nido mira a Jesús y ríe, ríe para invitarle a repetir la caricia.
Cerca del pozo, bajo un manzano, cargado de fruta que ya empieza a madurar, hay un banco de piedra, un lugar para sentarse. Jesús se sienta allí, mientras la mujer entra en casa y vuelve con un ánfora. Jesús le dice que le deje el niñito, y lo sienta en sus piernas mientras la mujer saca el agua y luego vuelve con una copa colmada de agua y otra de leche, y se las da a Jesús, y elige para Él manzanas maduras (entre otras agrias), y se las ofrece también, disponiendo todo en una bandeja colocada encima del banco, al lado de Jesús. Se comprende que ya otras veces lo ha hecho así. Sabe lo que le gusta a Jesús.
Los apóstoles han seguido a Judas y también beben bajo el pórtico.
Jesús bebe primero el agua; sigue teniendo al pequeñuelo en sus piernas, y ríe, porque el niño le coge el pelo y la barba. Los otros tres están alrededor de Jesús. Jesús coge las manzanas y da, una a una, a los tres más grandes y, por último, toma Él también una y se la come. A1 pequeño, sin embargo, le da de beber de la leche que hay en la copa y luego bebe Él también. Jesús está contento. Ríe como nunca lo he visto reír.
La niña se echa contra sus rodillas y, confidentemente, le pone la cabecita encima de las piernas. Jesús le acaricia los rizos. Los dos chiquitos, que se habían alejado corriendo, vuelven: uno con una palomita contra su pecho; el otro arrastrando, cogido de una oreja, a un corderito de pocos días, que bala desesperadamente. Muestran a Jesús sus tesoros.
Jesús se interesa, pero, apiadado de la condición de los dos pobres animales, dice que le den la palomita y, después de admirarla, la deja volar a su nido, y sube al corderito al banco y lo acaricia y lo tiene custodiado hasta que la mamá de los niños vuelve y lo lleva de nuevo a su sitio.
La niña, no teniendo otra cosa, se agacha, hace un ramito de flores y se lo da a Jesús.
El Maestro es maestro también con estos pequeñuelos, y habla de las flores a los más grandes, mientras sigue teniendo en brazos al más pequeño, de las flores «hechas tan bonitas por el Padre celestial, desde las más grandes a las más pequeñas; las flores, que son a los ojos de Dios bonitas como los niños cuando son buenos. Y para ser buenos hay que ser como las flores que no hacen el mal a nadie, sino que, al contrario, dan perfume y alegría a todos y hacen siempre la voluntad del Señor naciendo donde Él quiere, floreciendo cuando Él quiere, dejándose arrancar si le place a Él.
Habla de las palomas «tan fieles a su nido y tan limpias, que no se posan nunca encima de las cosas feas, y que recuerdan siempre su casa, y amadas por Dios porque son fieles y puras. También los hijos de Dios deben ser así: como tortolitas que aman la casa del Señor y en ella hacen su nido de amor y que, para ser dignos de ella, saben conservarse puros».
Habla de los corderitos «tan mansos, tan pacientes, tan resignados, que dan lana y leche y carne y se dejan inmolar para bien nuestro, dándonos un gran ejemplo de amor y mansedumbre; los corderitos, tan amados de Dios, que Dios llamará «Cordero» a su Hijo. El buen Dios ama, como a hijos predilectos, a aquellos que saben conservar su alma de cordero hasta la muerte».
Mientras Jesús habla, otros niños entran en el recinto y se arremolinan a su alrededor. Y no sólo niños. También hay adultos escuchando. Hay otras mamás, que ofrecen a los más pequeños y a algunos que están enfermos a Jesús para que los acaricie, los suba un momento a sus piernas. Los más grandecitos se las arreglan solos.
Jesús está rodeado de una nidada de niños. Tiene niños delante, a los lados, detrás, entre las piernas. No puede moverse. Pero ríe en medio de esta barrera agitada y también un poco reñidora. Todos querrían el primer puesto y los amitos de casa no tienen intención de cederlo, cosa que da la manera a Jesús de ser maestro una vez más:
-No hay que ser egoístas ni siquiera en el bien. Sé que me queréis, y me alegro por ello. Yo también os quiero, pero os querré más si ahora dejáis a los otros venir a mí. Un poco para cada uno. Como buenos hermanos. Sois todos hermanos e iguales ante los ojos de Dios y ante los ojos míos. Todos iguales. Es más, los que son obedientes y amorosos para con sus compañeros son los más amados por mí y por Dios.
El enjambre, para mostrar que… es obediente y amoroso, se aleja de golpe. Son todos buenos (¡). Jesús ríe.
Pero luego vuelve otra vez el enjambre inocente; vuelve a despecho de las mamás, que no querrían tanta extralimitación impertinente, y a despecho, sobre todo, de los discípulos. Judas Iscariote es el más intransigente, Juan el menos (se ha sentado en la hierba y ríe él también, rodeado de niños). Pero Judas pone ojos amenazadores y gruñe. También Pedro se queja.
Pero los niños, apiñados en torno a Jesús, no hacen caso. Miran desafiantes a los rezongadores y sólo el respeto a Jesús los contiene de hacer alguna mueca contra los dos. Se sienten protegidos por Jesús, que ha abierto los brazos y ha arrimado hacia sí a la mayor cantidad de niños que ha podido: un ramo de flores vivas.
Hay algunos niños que enseñan a Jesús unos juguetes… rotos. Y Jesús, con un trocito de rama, pone de nuevo el eje a las ruedas de un carrito, y arregla (con una cuerdecita y el refuerzo de un palo) la pierna a un caballito de madera que le enseña un niño morenito. Hay unos pastorcitos que, dejado un momento el rebaño en el camino – ya cae la tarde -, se acercan a Jesús, que los acaricia y bendice. Uno le trae una corderita herida, y Jesús, que no quiere que el patrón regañe a su pequeño amigo, detiene la sangre de la corderita y la devuelve.
Entra una mamá y se abre paso. Lleva en brazos a un niño céreo, enfermo. Está muy enfermo. Totalmente sin fuerzas sobre el pecho de su madre. Jesús, que ya ha tocado a otros niños enfermizos que le habían presentado las madres, abre los brazos y toma en sus piernas al casi muertecito. La madre implora llorando.
Jesús la escucha y la mira. Luego mira a la pobre criaturita flaca y pálida. La acaricia y la besa, y la acuna un poco porque llora. El niño, o niña – no distingo lo que es, porque tiene el pelito largo hasta las orejas – abre los ojos y mira a Jesús con una triste sonrisa. Jesús le habla en voz baja. No entiendo lo que dice, porque lo dice susurrando. El enfermito sonríe otra vez.
Jesús se lo devuelve a su mamá, que está llorando, y la mira fijamente con sus ojos dominadores:
-Mujer, ten fe. Mañana por la mañana, tu niño jugará junto con éstos. Ve en paz.
Y traza una señal de bendición en la carita de cera.
Y aquí tengo la impresión de acercarme a mi Jesús y decirle:
-Maestro, ¿qué hay en tu mano, que toda se arregla o se cura, o cambia de aspecto, cuando uno la toca? Una pregunta muy tonta, verdaderamente. Pero a ella mi Jesús responde con divina bondad:
-Nada, hija, aparte del fluido de mi inmenso amor. Mira mi mano, obsérvala.
Y me ofrece la derecha.
La tomo con veneración, con la punta de los dedos, por la punta de los dedos. No me atrevo a más, mientras el corazón me late muy fuerte. No he tocado nunca a Jesús. El me ha tocado, pero yo no me había atrevido nunca. Ahora lo toco. Siento el
leve calor de sus dedos. Siento su epidermis lisa, las uñas muy largas (no salientes, sino largas de forma en la última falange). Veo los largos dedos delgados, la palma marcadamente cóncava; noto que el metacarpo es mucho más corto que los dedos; observo, en donde empieza la muñeca, el recamo de las venas.
Jesús me deja su mano benignamente. Ahora se ha puesto de pie y yo estoy de rodillas. Por eso no veo su cara, pero siento que sonríe, porque su voz porta la sonrisa:
-Como puedes ver, alma amada, no hay nada. Mis años de trabajo me han proporcionado la habilidad de arreglar los juguetes de los niños, y uso esta habilidad mía porque sirve también para atraer hacia mí a las criaturas que prefiero: los niños. Mi humanidad, que se acuerda de haber sido obrera, obra en esto. Mi divinidad obra en esto otro de curar a los niños enfermos, de la misma forma que curo los juguetes enfermos y los corderitos. No tengo nada aparte de mi amor y mi poder de Dios. Y no lo derramo sobre nadie con tanta alegría como sobre estos inocentes que os doy como modelo para entrar en el reino de los Cielos. En su compañía, Yo descanso. Son sencillos y francos. Y Yo, que soy el Traicionado, y siento horror de quien traiciona, hallo paz junto a estos que no saben traicionar; y Yo, que seré Aquel de quien tantos desconfiarán, hallo alegría junto a estos que no saben desconfiar. Y Yo, que seré abandonado por quienes, con reflexión de adulto, piensen en ponerse a salvo en horas de borrasca, hallo consuelo junto a estos que creen en mí sin pensar si su fe puede acarrearles un bien o un mal; creen porque me aman. Sé tú también una niña. Como una de éstas, y tuyo será el reino de los Cielos, que se abre con el empuje impaciente de Jesús, que arde en deseos de tener a su lado a aquellos a quienes más ha amado porque lo han amado más. Puedes ir en paz ahora. Te acaricio como a uno de estos pequeñuelos para hacerte feliz. Ve en paz.
La visión ha venido mientras, con el sinsabor de una respuesta desconsiderada – que no es la primera de hoy – lloraba desconsolada y desolada y llena de nostalgia y sinsabor por las cosas que constato del corazón de otros. La visión me ha tranquilizado desde que empezó, y luego me ha dado alegría. Y, cuando luego he podido experimentar la alegría de sentir los dedos de Jesús, he sentido la dulzura del éxtasis sobrepujando todas las amarguras.
Miro mi mano, que escribe y conserva la sensación de haber tocado la mano de Jesús, y me parece santa como una cosa que ha tocado una reliquia. ¡Bendito sea mi Jesús!