En Tecua, Jesús se despide de los habitantes del lugar y del anciano Elí – Ana.
La parte posterior de la casa de Simón de Tecua no es otra cosa sino una plaza, a la cual hacen de alas los lados de la casa, que es de forma de U. Digo plaza porque en los días de mercado, como el que veo yo, se abre por tres sitios el fuerte enrejado que la separa de una plaza pública más grande, y muchos vendedores invaden con sus puestos los pórticos que hay en los tres lados de la casa (comprendo ahora la utilidad… financiera de estos pórticos, porque Simón, como buen hebreo, pasa exigiendo de cada mercader el alquiler del lugar ocupado). Y Simón se lleva consigo al viejecito, vestido ahora decentemente, y a todos se lo presenta diciendo: -De ahora en adelante le pagaréis a él la suma establecida. Luego, recorridos ya todos los pórticos, dice a Elí-Ana: -Éste es tu trabajo aquí; dentro, con la posada y los establos. No es difícil ni fatigoso, pero te demuestra cuánta estima te tengo. He echado, a uno después del otro, a tres que me ayudaban, porque no eran honestos. Pero tú me satisfaces. Y además te ha traído Él. Y el Maestro sabe conocer los corazones. Vamos donde Él ahora a decirle que, si quiere, la hora es buena para hablar. Y se marcha, seguido por el viejecito… La gente va llenando cada vez más la plaza, y el rumor también va aumentando. Mujeres para las compras; mercaderes de ganado; compradores de bueyes para los arados o de otros animales; campesinos encorvados bajo el peso de cestos de fruta alabando sus mercancías; cuchilleros con todo lo que corta, bien expuesto encima de esteras, y que, con una bulla infernal, descargan las segures sobre leños para mostrar la consistencia de la hoja, o con un martillo golpean en hoces que tienen colgadas en caballetes para que se vea el perfecto temple de la hoja, o que levantan rejas de arado y con las dos manos las golpean contra la tierra, que se abre herida, para dar una prueba de la dureza de la reja, a la que ningún terreno se resiste; y los que trabajan el cobre -con ánforas y cubos, sartenes y lámparas-, que golpean en el metal sonoro, hasta aturdir, para que se vea que es macizo, o se desgañitan ofreciendo muchas lamparillas, de una o más llamas, para las próximas fiestas de Kisléu; y, dominando a todos, monótono y penetrante como lamento de lechuza nocturna, el grito de los mendigos esparcidos en los puntos estratégicos el mercado. Jesús viene desde la casa, junto con Pedro y Santiago de Zebedeo. No veo a los otros. Pero pienso que estarán yendo por la ciudad anunciando al Maestro, porque veo que la gente lo reconoce en seguida, y muchos acuden, mientras el vocerío se hace menos intenso, y el ruido también. Jesús ordena dar limosna a algunos mendigos y se para a saludar a dos hombres, los cuales, seguidos de sus criados, habiendo acabado las compras, estaban para dejar el mercado. Pero ahora se quedan también ellos para escuchar al Maestro. Y Jesús empieza a hablar, tomando el tema de lo que ve: -Cada cosa a su tiempo, cada cosa en su lugar. No se realiza el mercado en sábado, ni se comercia en las sinagogas, y tampoco se trabaja por la noche, sino que más bien mientras es de día. Sólo el pecador trafica en el día del Señor, o profana con negocios humanos los lugares destinados a la oración, o se da a la rapiña durante la noche cometiendo hurtos y delitos. Igualmente: el que comercia honestamente se esfuerza en probar a sus compradores la calidad de sus productos y la consistencia de sus instrumentos, y el que compra se marcha contento de la buena compra que ha hecho. Pero si, por ejemplo, con mucha astucia, el vendedor lograra engañar al comprador, y el utensilio o el producto alimenticio le resultase a éste no bueno, inferior al precio pagado, ¿no recurriría el comprador a medidas de defensa, que irían desde un mínimo de no volver a comprar nunca donde ese vendedor, a un máximo de recurrir al juez para recuperar su dinero? Eso sucedería, y sería justo. Y, a pesar de esto, ¿no vemos en Israel a1 pueblo engañado por los que venden, como buenos, productos en malas condiciones, y que ese pueblo desacredita a quien da buenos productos, siendo éste el Justo del Señor? Sí, todos lo vemos. Ayer noche muchos de vosotros vinieron a referir las artes de los malos vendedores, y Yo dije: «Dejadlos. Tened firmes vuestros corazones y Dios proveerá». ¿Estos que venden cosas no buenas, a quien ofenden? ¿A vosotros? ¿A mí? No. A Dios mismo. La culpabilidad no es tanto del engañado cuanto del que engaña. El pecado no ha sido cometido tanto contra el hombre cuanto contra Dios, al tratar de vender cosas no buenas para que el que tiene deseos de comprar vaya a las cosas buenas. Yo no os digo: reaccionad, vengaos. No son palabras que puedan salir de mi boca. Sólo digo: escuchad el sonido verdadero de las palabras, observad bien, bajo la gran luz, las acciones de los que os hablen, saboread el primer sorbo o el primer bocado que os ofrezcan y, si oís un sonido áspero, si sus acciones tienen tenebroso aspecto, si el sabor que os queda en el corazón os turba, rechazad, como cosa no buena, aquello que os ofrecen. La sabiduría, la justicia, la caridad no son nunca ásperas ni turbadoras ni amantes de actuar en la sombra. Sé que he sido precedido por discípulos míos, y ahora os dejo a dos apóstoles míos; además, ayer noche, con las acciones más que con las palabras, he testificado de dónde vengo y con qué misión. No hacen falta, pues, largos discursos para atraeros hacia mi camino. Pensad, y quered estar en él. Imitad a los que fundaron esta ciudad en los límites del árido desierto. Pensad siempre que fuera de mi doctrina hay aridez de desierto, mientras que en mi doctrina están las fuentes de la Vida. Y, a pesar de todos los hechos que puedan acaecer, no os turbéis, no os escandalicéis. Recordad las palabras del Señor en Isaías (50, 2; 59, 1). Nunca será acortada mi mano ni se hará pequeña pa-favorecer a los que siguen mis caminos; de la misma forma que nunca será anulada la mano del Altísimo para castigar a aquellos que a mí -que vine y bien pocos encontré para acogerme, llamé y pocos respondieron- me ofenden y causan dolor. Porque, de la misma manera que quien me honra honra al Padre que me ha enviado, el que me desprecia desprecia a Aquel que me ha enviado. Y, por la ley antigua del talión, el que me repudia será repudiado. Pero vosotros, que habéis acogido mi palabra, no temáis los oprobios de los hombres, ni os acongojéis por sus ultrajes, primero contra y luego contra vosotros porque me amáis. Yo, aunque parezca perseguido y vaya a parecer quebrantado, os consolaré y protegeré. No temáis, no temáis al hombre mortal, que hoy es y mañana no es sino un recuerdo y polvo. Temed al Señor, temed con un santo amor, no con miedo, temed no saberlo amar con medida proporcionada a su amor infinito. Yo no os digo: haced esto o aquello. Sabéis lo que debe hacerse. Os digo: amad. Amad a Dios y a su Cristo. Amad a vuestro prójimo como Yo os he enseñado. Y, si sabéis amar, todo lo haréis. Yo os bendigo, habitantes de Tecua, ciudad situada en los lindes del desierto, pero oasis de paz para el perseguido Hijo del hombre, y que mi bendición permanezca en vuestros corazones y en vuestras casas, ahora y siempre. -¡Quédate, Maestro! Quédate con nosotros. ¡El desierto fue siempre bueno para los santos de Israel! -No puedo. Tengo a otros que me esperan. Vosotros estáis en mí, Yo en vosotros, porque nos queremos. Jesús, con dificultad, pasa a través de la gente, que le sigue, olvidada de comprar o vender y de todas las demás cosas. Enfermos curados que todavía lo bendicen, corazones consolados que le dan las gracias, mendigos que lo saludan: «Maná vivo de Dios»… E1 viejecito está pegado a Él; así hasta el extremo de la ciudad. Y sólo cuando Jesús bendice a Mateo y a Felipe, que se quedan en Tecua, se decide a dejar a su Salvador, y lo hace con besos en los pies desnudos del Maestro, y con llanto y palabras de agradecimiento. -Levántate, Elí-Ana, y ven, que quiero besarte. Un beso de hijo a padre, y que ello te compense todo. Te aplico las palabras del profeta: «Tú que lloras no llorarás más, porque el Misericordioso ha tenido piedad de ti». El Señor te dará pan racionado y poca agua. Más no he podido hacer. Si a ti te ha expulsado de tu casa uno, a mí me expulsan todos los poderosos de un pueblo, y ya es mucho si encuentro comida y alojamiento para mí y mis apóstoles. Pero tus ojos han visto a Aquel que deseabas ver y tus oídos han escuchado mis palabras de la misma forma que tu corazón debe sentir mi amor. Ve y está en paz, porque eres un mártir de la justicia, uno de los precursores de todos aquellos que hayan de ser perseguidos por causa mía. ¡No llores, padre! Y lo besa en la cabeza cana. El viejecito le devuelve, en la mejilla, el beso y le susurra al oído: -Desconfía del otro Judas, mi Señor. Yo no quiero manchar mi lengua… Pero desconfía. No viene con pensamiento bueno a casa de mi hijo…-Sí. Pero no pienses ya en el pasado. Pronto acabará todo y ya nadie me podrá hacer daño alguno. Adiós, Elí-Ana. El Señor está contigo. Se separan… -Maestro, ¿qué te ha dicho el anciano con voz tan leve? – pregunta Pedro, que va al lado de Jesús, con esfuerzo porque Jesús da largos pasos con sus largas piernas, cosa que, siendo tan bajo, no puede hacer Pedro. -¡Pobre anciano! ¿Qué crees que me podía decir que Yo ya no supiera? – responde Jesús eludiendo una respuesta precisa. -Hablaba de su hijo, ¿no? ¿Te ha dicho quién es? -No. Pedro. Te lo aseguro. Ha conservado ese nombre en su corazón. -¿Pero Tú lo conoces, no? -Lo conozco, pero no te lo diré. Silencio durante mucho tiempo. Luego, angustiosa, la pregunta de Pedro y su confesión. -Maestro, pero ¿para qué?, ¿qué va a hacer Judas a casa de un pésimo hombre como es el hijo de Elí-Ana? ¡Yo tengo miedo, Maestro! No tiene buenos amigos éste. No va abiertamente. No hay en él fuerza para resistir al mal. Tengo miedo, Maestro. ¿Para qué? ¿Para qué va Judas donde éstos, y a escondidas? La cara de Pedro es una expresiva máscara de angustiosa interrogación. Jesús lo mira y no responde. Efectivamente, ¿qué debe responder?; ¿qué, para no mentir ni lanzar al fiel Pedro contra el infiel Judas? Prefiere dejar hablar a Pedro. -¿No respondes? Yo, desde ayer, desde cuando el viejo creyó reconocer entre nosotros a Judas, no tengo paz. Es como aquel día que hablaste con la esposa del saduceo. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas mi sospecha? -Lo recuerdo. ¿Y tú recuerdas mis palabras de entonces? -Sí, Maestro. -No hay nada más que decir, Simón. Las acciones del hombre tienen apariencias distintas de la realidad. Pero Yo estoy contento de haber proveído a la necesidad de ese anciano. Es como si Ananías hubiera vuelto. Y realmente si Simón de Tecua no lo hubiera acogido lo habría llevado a la casita de Salomón, para tener allí a un padre que siempre esperara nuestra llegada. Pero, para Elí es mejor así. Simón es bueno, tiene muchos nietos. A Elí le gustan los niños… los niños hacen olvidar muchas cosas dolorosas… Con su habitual ciencia de distraer al interlocutor y conducirlo hacia otros temas, cuando no considera conveniente responder a preguntas peligrosas, Jesús ha distraído a Pedro de su pensamiento. Y sigue hablándole de niños, conocidos acá o allá, hasta llegar a recordar a Margziam, que quizás a esa hora está retirando las redes después de la pesca en el bonito lago de Genesaret. Y Pedro, ya lejos de Elí y Judas con el pensamiento, sonríe y pregunta: -Pero después de Pascua vamos allá, ¿no? Es tan hermoso. Mucho más que esto. Nosotros galileos somos pecadores para los de Judea… ¡Pero si se vive aquí! ¡Oh, Misericordia eterna! Si a nosotros se nos hubiera de castigar, no, aquí ciertamente no va a haber un premio. Jesús llama a los otros que se han quedado atrás y se aleja con ellos por el camino calentado por el sol de Diciembre.