En Tariquea. Cusa, a pesar del discurso sobre la naturaleza del reino mesiánico, invita a Jesús a su casa.
Conversión de una pecadora.
La pequeña península de Tariquea se adentra en el lago formando una profunda ensenada al suroeste, de modo que no se yerra diciendo que, más que una península, es un istmo rodeado por las aguas a lo largo de casi todo su perímetro, y que queda unido a la tierra sólo por una pequeña parte. Al menos así era en tiempos de Jesús, que es cuando yo la veo. No sé si luego, durante veinte siglos, las arenas y los guijarros, arrastrados por un torrentillo que desemboca justamente en la ensenada del suroeste, habrá modificado el aspecto del lugar, enarenando la pequeña bahía y, por tanto, ensanchando la lengua de tierra del istmo. La bahía aparece serena, azulina con estrías de jade donde refleja el verde de los árboles que desde la costa se asoman al lago: Muchas barcas ondean levemente en las aguas apenas móviles.
Lo que llama mi atención es un dique arcado -de arcos que se apoyan en los guijarrales de la orilla- que forma como un paseo, un embarcadero, qué sé yo, orientado hacia el oeste. No comprendo si lo han construido para embellecimiento o con alguna finalidad útil que no capto. Este paseo, dique o embarcadero, está recubierto de un espeso estrato de tierra, en que han sido plantados árboles tan juntos -aunque no grandes-, que forman una galería de follaje por encima del camino. Mucha gente ocia paseando bajo esa galería susurradora que de la brisa, las aguas y las frondas saca un grato coeficiente de frescor.
Se ve netamente la entrada del Jordán y el desagüe de las aguas del lago en el lecho del río, formando algún remolino, o alguna acumulación de agua en los pilones de un puente -yo diría que romano por su arquitectura de robustos pilones, puestos como tajamares. (no sé si me expreso bien; quiero decir que están construidos como un hexágono) -. Contra las aristas de los pilones se rompe la corriente de las aguas, formando todo un juego nacarado de luces bajo el sol que las hiere así, rotas y rebosantes, rebosantes para desaguar en la garganta del río, que, después de tanta anchura en el lago, se encajona ahora. Casi al final del puente, en la otra orilla, una pequeña, blanca ciudad, extendida sobre el verde de la campiña óptima. Y, más arriba,
hacia el norte, pero en la costa oriental del lago, el arrabal que precede a Ippo; y los bosques, altos sobre la vista del arrecife, tras los que está Gamala, bien visible en la cima de su monte.
Jesús, seguido por una cola de gente que viene con Él desde Emaús y que ha aumentado con los que ya lo esperaban en Tariquea – entre éstos está Juana, que ha venido en su barca-, se dirige precisamente hacia el dique arbolado, y se para en el centro de éste, de forma que tiene el agua a la derecha y la playa a la izquierda. Los que pueden se ponen en el camino arbolado; los que no pueden encontrar sitio en el camino se ponen abajo, en la playa, aún humedecida de la alta marea nocturna -o por alguna otra razón- y parcialmente en sombra debido a las frondas de los árboles del dique; otros abordan con las barcas y toman asiento a la sombra de las velas. Jesús hace ademán de querer hablar. Se hace silencio general.
-Está escrito (Habacuc 3, 13 y 18): «Te moviste a salvar a tu pueblo, para salvarlo con tu Cristo». Está escrito: «Y yo me alegraré en el Señor y exultaré en Dios mi Jesús». (Las palabras “tu Cristo” (del versículo 13) y “mi Jesús” del versículo 18), presentes en la Vulgata, pasaron a ser tu consagrado (o tu mesías) y mi salvador en la Neovulgata)
El pueblo de Israel ha tomado para sí estas palabras y les ha dado un significado nacional, personal, egoísta, que no corresponde a la verdad sobre la persona del Mesías. Ha dado un significado limitado, que reduce la grandeza de la idea mesiánica a una mediocre manifestación de fuerza humana y de victoriosa superación de los dominadores encontrados por el Cristo en Israel.
Pero la verdad es otra. Es grande, ilimitada. Viene del Dios verdadero, del Creador y Señor del Cielo y de la Tierra, del Creador de la Humanidad, de Aquel que -de la misma manera que multiplicó los astros en el Firmamento y cubrió de plantas de todas las especies la Tierra y la pobló de animales y puso peces en las aguas y aves en el aire- ha multiplicado los hijos del Hombre que creó para que fuera rey de la Creación y criatura predilecta suya. Ahora bien, ¿cómo podría el Señor, Padre de todo el género humano, ser injusto con los hijos, de los hijos, de los hijos de los que nacieron del Hombre y de la Mujer, formados por Él con la materia, la tierra, y con el alma, su aliento divino? ¿Cómo tratar a éstos diversamente que a aquéllos, como si no provinieran de una única raíz, como si otro ser sobrenatural y antagonista, y no Él, hubiera creado otras ramas, de manera que fueran extranjeros, bastardos, despreciables?
El verdadero Dios no es un pobre dios de éste o aquel pueblo, un ídolo, una figura irreal. Es la sublime Realidad, es la Realidad universal, es el Ser único, Supremo, Creador de todas las cosas y de todos los hombres. Es, por tanto, el Dios de todos los hombres. Y los conoce aunque ellos no lo conozcan. Los ama aunque ellos, no conociéndolo, no lo amen; o aunque lo conozcan mal y, por tanto, lo amen mal; o aunque, aun conociéndolo, no sepan amarlo. La paternidad no cesa cuando un hijo es ignorante, torpe o malo. El padre se industria para instruir al hijo, porque instruirlo es amor; se afana en hacer menos torpe al hijo retrasado; con lágrimas, con indulgencias, con castigos saludables, con perdones misericordiosos trata de corregir al hijo malo y hacerlo bueno. Éste es el padre-hombre. ¿Será, acaso, menos el Padre-Dios que un padre-hombre? Veis, pues, que el Padre-Dios ama a todos los hombres y quiere su salvación. Él, Rey de un Reino infinito, Rey eterno, mira a su pueblo, compuesto por todos los pueblos que pueblan la Tierra, y dice: «Éste es el pueblo de mis criaturas, el pueblo que debe ser salvado con mi Cristo; éste es el pueblo para el que ha sido creado el Reino de los Cielos. Y ésta es la hora de salvarlo con el Salvador».
¿Quién es el Cristo? ¿Quién, el Salvador? ¿Quién, el Mesías? Muchos son los griegos aquí presentes, y muchos, aunque no sean griegos, saben lo que quiere decir la palabra Cristo. Cristo es, pues, el consagrado, el ungido con óleo regio para cumplir su misión. ¿Consagrado para qué? ¿Será para la pequeña gloria de un trono? ¿Será para la gloria, más grande, de un sacerdocio? No. Consagrado para reunir bajo un único cetro, en un único pueblo, bajo una única doctrina, a todos los hombres, para que entre sí sean hermanos, e hijos de un único Padre, hijos que conocen al Padre y que siguen su Ley para tomar parte en su Reino.
Rey, en nombre del Padre que lo ha enviado, el Cristo reina como conviene a su Naturaleza, o sea, divinamente, al ser de Dios. Dios ha puesto todo como escabel de los pies del Cristo suyo, pero, ciertamente, no para que oprima, sino para que salve. Efectivamente, su nombre es Jesús, que en lengua hebrea quiere decir Salvador. Cuando el Salvador salve de la insidia y herida más violentas, a sus pies habrá un monte cubierto por una multitud de toda raza, para simbolizar que Él reina sobre toda la Tierra y se yergue por encima de todos los pueblos. Pero el Rey estará desnudo, sin más riqueza que su Sacrificio, para simbolizar que no tiende sino a las cosas del espíritu, y que las cosas del espíritu se conquistan con los valores del espíritu y se redimen con la heroicidad del sacrificio; no con la violencia y el oro. Estará desnudo para responder -tanto a los que le temen como a aquellos que, por un falso amor, contemporáneamente, lo exaltan y lo rebajan queriendo que sea rey según el mundo, como a aquellos que lo odian sin más razón que el temor a ser despojados de lo que ellos aprecian-, para responder que es Rey espiritual, sólo esto, enviado para enseñar a los espíritus a conquistar el Reino, el único Reino que Yo he venido a fundar.
No os doy leyes nuevas. A los israelitas les confirmo la Ley del Sinaí; a los gentiles les digo: la ley para poseer el Reino no es otra sino la ley de virtud que toda criatura de moral elevada por sí misma se impone, y que, por la fe en el Dios verdadero, se transforma, de ley de moral o de virtud humana, en ley de moral sobrehumana.
¡Oh, gentiles! Acostumbráis a proclamar dioses a los hombres grandes de vuestras naciones, y los metéis en las filas de los numerosos e irreales dioses de que pobláis el Olimpo que os habéis creado para tener algo en que creer, porque la religión, una religión, es necesaria para el hombre, así como, siendo la fe el estado permanente del hombre y la incredulidad la anormalidad accidental, es necesaria una fe. Y no siempre estos hombres elevados a deidades valen siquiera como hombres, pues unas veces son grandes por la fuerza bruta, otras por una gran astucia, otras por un poder de una u otra forma adquirido. De manera que llevan consigo, como dotes de superhombres, una serie de miserias que el hombre sabio ve como lo que son: podredumbre de pasiones desencadenadas.
Y que estoy afirmando la verdad lo demuestra el hecho de que en vuestro Olimpo quimérico no habéis sabido introducir siquiera uno de esos grandes espíritus que han sabido intuir el Ente supremo y han sido agentes intermedios entre el hombre animal y la Divinidad, instintivamente sentida por ellos con su espíritu meditador y virtuoso. Del espíritu que razona del filósofo, del verdadero gran filósofo, al espíritu del verdadero creyente que adora al verdadero Dios, el paso es breve; mientras que del espíritu del creyente al yo del astuto, del hombre avasallador, o del que es héroe materialmente, hay un abismo. Y, aún
siendo así, no habéis puesto en vuestro Olimpo a aquellos que, por la virtud de la vida, mucho se elevaron por encima de la masa humana, hasta acercarse a los reinos del espíritu; no, a éstos los habéis temido como a crueles amos, o los habéis adulado por un servilismo de esclavos, o los habéis admirado como ejemplares vivos de esas libertades de animales instintos que ante vuestros apetitos anormales se presentan como finalidad y meta en la vida. Habéis envidiado a los que han sido adscritos al grupo de los dioses, y habéis dejado de lado a los que más se acercaron a la divinidad con la práctica y la doctrina enseñada y vivida de una vida virtuosa.
Ahora, en verdad, Yo os doy la manera de que seáis dioses. El que haga lo que digo y crea en lo que enseño, ése, subirá al verdadero Olimpo, y será dios, dios hijo de Dios en un Cielo donde no hay ningún tipo de corrupción y donde el Amor es la única ley. (Será dios se refiere al hombre en cuanto dios hijo de Dios. Todo el contexto (especialmente donde se dice «en el Reino de Aquel que os ha creado») y el uso de la minúscula en la palabra «dios» expresan que no se le atribuye al hombre la misma naturaleza de Dios) En un Cielo donde unos a otros se aman espiritualmente, sin ofuscación ni asechanzas de los sentidos que enemisten a unos contra otros a sus habitantes, como sucede en vuestras religiones. No vengo a pedir actos bulliciosamente heroicos. Vengo a deciros: vivid como la criatura dotada de alma y razón, y no como el bruto. Vivid de forma que merezcáis vivir, realmente vivir, con la parte inmortal vuestra en el Reino de Aquel que os ha creado.
Yo soy la Vida. Vengo a enseñaros el Camino para ir a la Vida. Vengo a daros la Vida a todos vosotros, y a dárosla para daros la resurrección de vuestra muerte, de vuestro sepulcro de pecado e idolatría. Yo soy la Misericordia. Vengo a llamaros, a reuniros a todos. Yo soy el Cristo Salvador. Mi Reino no es de este mundo; y, no obstante a quien cree en mí y en mi palabra le nace un reino en el corazón ya desde los días de este mundo, y es el Reino de Dios, el Reino de Dios en vosotros.
De mí está escrito que soy Aquel que llevará la justicia a las naciones. (Isaías 42, 1-9) Es verdad. Porque si los miembros de todas las naciones llevaran a cabo lo que Yo enseño, terminarían los odios, las guerras, los abusos. Está escrito de mí que no levantaré la voz para maldecir a los pecadores, ni la mano para destruir a aquellos que, por su indecorosa manera de vivir, son como cañas rajadas y pabilos humeantes. Es verdad. Yo soy el Salvador y vengo a fortalecer a los lesionados, a dar líquido a aquellos cuya luz es fumosa por falta de la necesaria sustancia. Está escrito de mí que soy Aquel que abre los ojos a los ciegos y saca de la cárcel a los prisioneros y lleva a la luz a los que estaban en las tinieblas de la mazmorra. Es verdad. Los ciegos más ciegos son los que ni siquiera con la vista del alma ven la Luz, o sea, al verdadero Dios. Yo vengo, Luz del mundo, para que vean. Los prisioneros más prisioneros son los que tienen por cadenas sus pasiones malas. Cualquier otra cadena queda anulada con la muerte del prisionero, pero las cadenas de los vicios duran y encadenan incluso más allá de la muerte de la carne. Yo vengo a romperlas. Vengo a sacar de las tinieblas de la mazmorra subterránea de la ignorancia de Dios a todos aquellos a quienes el paganismo sofoca con el cúmulo de sus idolatrías.
Venid a la Luz y a la Salvación. Venid a mí, porque mi Reino er el verdadero y mi Ley es buena: os pide solamente que améis al único Dios y a vuestro prójimo, y, por tanto, que rechacéis a los ídolos y a las pasiones, cosas estas que os hacen duros de corazón, áridos, sensuales, ladrones, homicidas. El mundo dice (Sabiduría 2, 10-12): “Avasallemos al pobre, al débil, al solo. Sea la fuerza nuestro derecho, la dureza nuestro modo, nuestras armas la intransigencia, el odio, la crueldad. El justo, puesto que no reacciona, sea pisoteado; y avasallados la viuda y el huérfano, que tienen débil voz». Yo digo: sed dulces y mansos: perdonad a los enemigos; socorred a los débiles; sed justos en las ventas y en las compras; aun teniendo el derecho de vuestra parte, sed magnánimos, no aprovechándoos de poder pisotear a los caídos. No os venguéis. Dejad a Dios el cuidado de tutelaros. Sed moderados en todas las tendencias, porque la templanza es prueba de fuerza moral, mientras que la concupiscencia lo es de debilidad. Sed hombres y no brutos, y no temáis haber caído demasiado y no poder izaros de nuevo.
En verdad os digo que de la misma manera que el lodo puede volver a ser agua pura -evaporándose al sol, purificándose dejándose consumir y elevándose al cielo para después volver a caer en forma de lluvia o de rocío no inficionado y beneficioso-, con tal de que sepa soportar el sol, así los espíritus que se acerquen a la gran Luz que es Dios y le eleven a Él su grito: «¡He pecado, soy lodo, pero aspiro a ti, Luz!», se transformarán en espíritus que ascenderán purificados a su Creador. Quitad a la muerte su horror, haciendo de vuestra vida una moneda para adquirir la Vida. Despojaos del pasado, cual de un vestido sucio, y revestíos de virtud. Yo soy la Palabra de Dios y, en su Nombre, os digo que quien tenga fe en Él y buena voluntad, quien se arrepienta del pasado y tenga propósito recto para el porvenir, sea hebreo o gentil, vendrá a ser hijo de Dios y posesor del Reino de los Cielos.
Os he dicho al principio: «¿Quién es el Mesías?». Ahora os digo: Soy Yo, el que os habla, y mi Reino está en vuestros corazones, si lo acogéis, y luego estará en el Cielo que os abriré, si sabéis perseverar en mi Doctrina. Esto es el Mesías y nada más: Rey de un reino espiritual, cuyas puertas abrirá con su sacrificio a todos los hombres de buena voluntad.
Jesús ha terminado de hablar y ahora hace ademán de encaminarse hacia una pequeña escalera que desde el dique lleva a la orilla. Quizás quiere ir a la barca de Pedro, que arfa junto a un rudimentario embarcadero. Pero se vuelve de golpe y escruta a la multitud y grita:
-¿Quién me ha invocado para el espíritu y para la carne?
Nadie responde. Él repite la pregunta y va repasando con sus espléndidos ojos a la multitud, que se agolpa detrás de Él, no sólo en el camino sino también abajo, en la arena. Todavía silencio.
Mateo hace esta observación:
-Maestro, quién sabe cuántos, en este momento, habrán elevado su corazón a ti con la emoción de tus palabras…
-No. Un alma ha gritado: «Piedad» y la he oído. Y para deciros que es verdad respondo: «Hágase en ti según lo que pides, porque el movimiento de tu corazón es justo».
Y, enhiesto, espléndido, extiende imperiosamente la mano hacia la playa.
Trata de encaminarse de nuevo hacia la pequeña escalera, pero se pone enfrente de Él Cusa, que ha bajado -está claro- de alguna barca, y lo saluda con reverencia.
-Te estoy buscando desde hace muchos días. He dado la vuelta al lago tras de ti, Maestro. Es urgente que te hable. Acepta mi invitación a mi casa. Tengo a muchos amigos conmigo.
-Ayer estaba en Tiberíades.
-Me lo han dicho. Pero no estoy solo. ¿Ves aquellas barcas que se dirigen a la otra orilla? Allí hay muchos que quieren verte. Entro ellos también discípulos tuyos. Ven a mi casa, allende el Jordán; te ruego.
-Es inútil, Cusa. Sé lo que quieres decirme.
-Ven, Señor.
-Enfermos y pecadores me esperan; déjame…
-También nosotros te esperamos, enfermos de inquietud por tu bien. Y hay también enfermos de la carne, también… -¿Has oído mis palabras? ¿Y entonces para qué insistes?
-Señor, no nos rechaces, nosotros…
Una mujer se ha abierto paso entre la multitud. Conozco ya lo suficiente los vestidos hebreos como para comprender que no es hebrea y los vestidos… honestos como para comprender que ésta es una deshonesta. Pero para celar sus rasgos y sus gracias, quizás demasiado procaces, se ha envuelto toda en un velo, cerúleo como su amplio vestido, que es de todos modos provocativo por la forma, que le deja destapados los bellísimos brazos. Se arroja al suelo y se arrastra por él hasta que llega a tocar la túnica de Jesús, y la toma entre sus dedos y besa su extremo, y llora, convulsa toda por los sollozos.
Jesús, que iba a responder a Cusa diciendo: «Erráis y…» baja la mirada y dice: -¿Eras tú la que me invocaba?
-Sí… y no soy digna de la gracia que me has concedido. No habría debido siquiera llamarte con el espíritu. Pero tu palabra… Señor… yo soy pecadora. Si me destapara la cara, muchos te dirían mí nombre. Soy… una prostituta… y una infanticida… y el vicio me había enfermado… Estaba en Emaús, te di una joya… me la devolviste… y una mirada tuya… me entró en el corazón… Te he seguido… Has hablado. He dicho dentro de mí tus palabras: «Soy lodo, pero aspiro a ti, Luz». He dicho: «Cúrame el alma, y luego, si quieres, la carne». Señor, mi carne está curada… ¿y mi alma?…
-Tu alma ha quedado curada por el arrepentimiento. Ve y no vuelvas a pecar nunca. Te son perdonados tus pecados. La mujer besa de nuevo el extremo de la túnica y se alza. Al hacerlo, se le desliza el velo.
-¡La Galacia! ¡La Galacia! – gritan muchos y lanzan contumelias, y también cogen grava y arena y se la arrojan a la mujer, que se agacha, quedándose atemorizada.
Jesús, severo, alza la mano. Impone silencio.
-¿Por qué la insultáis? No lo hacíais cuando era pecadora. ¿Por qué ahora que se redime?
-Lo hace porque está vieja y enferma – gritan muchos, y profieren burlas.
Verdaderamente, la mujer, aunque ya no sea muy joven, todavía está muy lejos de ser vieja y fea como dicen. Pero la masa es así.
-Pasa delante de mí y baja a aquella barca. Te acompañaré a casa por otro camino – ordena Jesús, y dice a los suyos: -Ponedla en medio de vosotros y acompañadla.
La ira de la gente, azuzada por algún intransigente israelita, se vuelca enteramente contra Jesús. Y entre gritos de: « ¡Anatema! Falso Cristo! ¡Protector de prostitutas! ¡Quien las protege las aprueba! ¡Más aún! Las aprueba porque las goza» y frases similares gritadas, mejor: ladradas y rabiosamente ladradas, sobre todo por un grupito de energúmenos hebreos de no sé qué casta… entre esos gritos, unos puñados bien lanzados de arena húmeda alcanzan el rostro de Jesús y lo ensucian.
Él levanta el brazo y se limpia el carrillo sin protestar. No sólo eso, sino que detiene con un gesto a Cusa y a algún otro que querría reaccionar en defensa de Él, y dice:
-Dejadlos. ¡Por la salvación de un alma sufriría mucho más! ¡Yo perdono!
Zenón, el de Antioquía, que no se había apartado del Maestro en todo este tiempo, exclama:
-¡Ahora verdaderamente sé quién eres! ¡Un verdadero dios y no un orador falaz! ¡La griega dijo la verdad! Tus palabras en las termas me habían dejado desilusionado, éstas me han conquistado. El milagro me ha asombrado, tu perdón a los ofensores me ha conquistado. ¡Adiós, Señor! Pensaré en ti y en tus palabras.
-Adiós, hombre. Que la Luz te ilumine el corazón.
Cusa insiste de nuevo mientras van hacia el embarcadero, mientras en el dique se enciende una gresca entre romanos y griegos por una parte e israelitas por la otra.
-¡Ven! Unas horas sólo. Es necesario. Luego te acompañaré yo mismo. ¿Eres benigno con las meretrices y quieres ser intransigente con nosotros?
-Bien. Voy. Efectivamente, es necesario…
Y dice a los apóstoles que ya están en las barcas:
-Id adelante. Os alcanzaré…
-¿Vas solo? – pregunta Pedro poco contento.
-Estoy con Cusa…
-¡Mmm! ¿Y nosotros no podemos ir? ¿Para qué te quiere con sus amigos? ¿Por qué no ha venido a Cafarnaúm? -Hemos ido. No estabais.
-¡Nos hubierais esperado y nada más!
-Pues hemos venido siguiendo vuestra pista.
-Venid ahora a Cafarnaúm, ¿Tiene que ser el Maestro el que vaya donde vosotros?
-Simón tiene razón – dicen los otros apóstoles.
-¿Pero por qué no queréis que venga conmigo? ¿Es, acaso, la primera vez que viene a mi casa? ¿Acaso no me conocéis? -Sí que te conocemos. Pero… no conocemos a los otros.
-¿Y a qué tenéis miedo? ¿A que yo sea amigo de los enemigos del Maestro?
-¡Yo no sé nada! ¡De lo que sí me acuerdo es de cómo acabó Juan el profeta!
-¡Simón! Me ofendes. Yo soy un hombre de honor. Te juro que antes de que le tocaran un pelo al Maestro me dejaría ensartar, ¡Créeme! Mi espada está a su servicio…
-¿Y de qué serviría que te ensartaran a ti? Después… Sí, lo creo, te creo… Pero, una vez muerto tú, le tocaría a Él. Prefiero mi remo a tu espada, mi pobre barca y sobre todo, nuestros sencillos corazones puestos a su servicio.
-Pero conmigo está Manahén. ¿Crees en Manahén? Y está también el fariseo Eleazar, ese que conoces tú, y el arquisinagogo Timoneo, y Natanael ben Fada. A éste no lo conoces. Pero es un jefe importante y quiere hablar con el Maestro. Y está Juan, conocido por el Antipas de Antipátrida, favorito de Herodes el Grande, ahora viejo; poderoso, amo de todo el valle del Gahas, y…
-¡Basta, basta! Estás diciendo nombres grandes, pero a mí no me dicen nada, excepto dos… Voy también yo… -No. Quieren hablar con el Maestro…
-¿Quieren! ¿Y quiénes son ellos? ¿Quieren? Y yo no quiero. Sube aquí, Maestro, y vamos. No quiero saber nada de ninguno, me fío sólo de mí. Arriba, Maestro. Y tú ve en paz a decir a ésos que no somos errantes. Saben dónde encontrarnos – y empuja a Jesús sin muchos miramientos, mientras Cusa protesta alzando la voz.
Jesús interviene definitivamente:
-No temas, Simón. No me va a pasar nada malo. Lo sé. Y conviene que vaya. Me conviene, Entiéndeme… – y lo mira fijamente con sus ojos espléndidos, como para decirle: «No insistas. Compréndeme. Hay razones que aconsejan que vaya».
Simón cede; a regañadientes, pero cede, como dominado… De todas formas, masculla disgustado unas palabras entre
dientes.
-Ve tranquilo, Simón. Yo mismo te acompañaré a tu Señor, y mío – promete Cusa.
-¿Cuándo?
-Mañana.
-¿Mañana? ¿Tanto tiempo hace falta para decir dos palabras? Estamos entre la tercera y la sexta… Antes del anochecer, si no está con nosotros, vamos a tu casa. Recuerda esto, y no nosotros solos… – lo dice con un tono que no deja dudas acerca de la intención.
Jesús pone la mano en el hombro de Pedro:
-Te digo, Simón, que no me harán daño. Muestra que crees en mi verdadera naturaleza. Te lo digo Yo. Yo sé las cosas. No me van a hacer nada. Quieren solamente explicarme algo… Ve… Lleva a Tiberíades a la mujer, estáte si quieres donde Juana, podrás ver que no me raptan con barcas y soldados…
-Ya, pero conozco su casa (y señala a Cusa). Sé que detrás hay tierra, no es una isla, detrás están Guilgal y Gamala, Aera, Arbela, Gerasa, Bosrá, y Pel.la y Ramot, ¡y muchas más!…
-¡Te digo que no temas! Obedece. Dame un beso, Simón. ¡Ve! También a vosotros – los besa y los bendice. Cuando ve que la barca se separa del embarcadero, les dice gritando:
-¡No es mi hora, y, mientras no lo sea, ni nada ni nadie podrá levantar su mano contra mí! ¡Adiós, amigos! Se vuelve hacia Juana, que está visiblemente turbada y pensativa, y le dice:
-No temas. Está bien que suceda esto. Ve en paz.
Y a Cusa:
-Vamos. Para que veas que no tengo miedo. Y para curarte…
-No estoy enfermo, Señor…
-Lo estás. Yo te lo digo. Y muchos como tú. Vamos.
Sube a la barca ligera y rica y se sienta. Los remadores empiezan la boga en las aguas quietas, dibujando un arco para evitar la corriente, perceptible hacia donde termina el lago, cabe su desagüe en el río.