En Nob. Parábola del rey no comprendido por sus súbditos. Jesús calma el viento.
Es un pueblo recogido, bastante cuidado. Los habitantes están en las casas porque hace mucho viento. Pero, cuando los discípulos van a advertir que está Jesús, todas las mujeres y niños y viejos (a quienes la edad ha obligado a quedarse en el pueblo) se arremolinan en torno a Jesús, que se ha detenido en la placita principal. El pueblo, al estar en un alto, tiene aire y luz incluso en este día lóbrego; y la vista se extiende: al sur hacia Jerusalén; al norte hacia Rama (digo Rama porque está escrito en un poste, con la indicación de la distancia). La gente está muy emocionada. ¡Haber pasado a ser los que dan hospedaje al Señor es para ellos una cosa tan nueva y conmovedora!… Un viejo, un verdadero patriarca, lo dice por todos, y las mujeres, con la cabeza, asienten, asienten. Acostumbrados a ser aplastados por la soberbia sacerdotal y farisaica, se muestran temerosos… Pero Jesús los pone enseguida a sus anchas tomando en brazos a una niñita que da sus primeros pasitos, acariciando al anciano, diciendo: -¿No me habíais visto todavía? -Desde lejos… Pasar por el camino… Algún hombre, en el Templo. Pero para nosotros, que estamos tan cerca de la ciudad, es aún más difícil obtener lo que otros consiguen viniendo de lejos – dice el anciano. -Es siempre así, padre. Lo que parece facilitar las cosas las hace difíciles, porque todos se apoyan en la idea de que es fácil. Pero ahora nos conoceremos. Retírate, padre. El otoño desata sus vientos, que no son propicios a los patriarcas. -¡Si me he quedado sólo! Los días ya no tienen valor para mí… -Su hija se ha casado lejos, y la mujer se le murió en las Encenias – explica una mujer. -Juan, no debes hablar así, hoy que tienes al Rabí contigo. ¡Lo deseabas mucho! – le dice una viejecita. -Es verdad. Pero… Tú eres el Mesías, ¿no es verdad? -Sí, padre. -Y entonces, ¿qué más puedo desear, ahora que lo he visto y veo cumplida la promesa hecha a Abraham? Un anciano – entonces el anciano era él- profirió un canto un día en el Templo -yo estaba porque ese día mi Lía se purificaba de su único parto, y yo estaba al lado de ella, y antes de nosotros había cumplido el rito Una poco más que niña…-, un anciano profirió este canto, besando al Hijo de la Muchacha: «Ahora deja, oh Señor, que tu siervo se marche en paz, porque mis ojos han visto al Salvador». Aquel Recién Nacido eras Tú, entonces. ¡Oh, dichoso yo! En aquel momento oré al Señor diciendo: «Haz que yo también pueda morir después de haberlo conocido». Ahora te conozco. Estás aquí. La mano del Señor está apoyada en mi cabeza. Su voz me ha hablado. El Eterno me ha escuchado. ¿Y qué diré, sino las palabras del anciano Simeón, docto y justo? Las digo: «¡Deja, oh Señor, que tu siervo se marche en paz, porque los ojos míos han conocido a tu Cristo!» -¿No quieres esperar a ver su Reino? – dice una mujer. -No, María. Las fiestas no son para los viejos. Y yo no creo lo que la mayoría dice. Recuerdo las palabras de Simeón… Prometió una espada en el corazón de aquella Muchacha, porque no todo el mundo amará al Salvador… Dijo que ruina o resurrección vendrían a muchos por Él… Y tenemos a Isaías… y a David… No. Prefiero morir y esperar su gracia desde allá… y desde allá, a su Reino…-Padre, tú ves mejor que los jóvenes. Mi Reino es el de los Cielos. Pero para ti mi venida no significa ruina, porque sabes creer en mí. Vamos a tu casa. Yo permanezco contigo – y, guiado por el viejo, va a una casita blanca situada en un caminito entre huertos, que se desnudan de hojas por la violencia del viento, y entra con Pedro, los dos hijos de Alfeo y Juan. Los demás se distribuyen por las otras casas… para, pasado un rato, regresar y abarrotar la casita, el huerto, la terraza del tejado, hasta el punto de que se suben a una albarrada baja que separa de la calle un lado del huerto, y a un robusto nogal y a un manzano robusto cuanto el primero, sin preocuparse del viento, que sigue aumentando y levanta mucho polvo. Quieren oír a Jesús. Y Jesús hace un poco de tiempo. Hasta que empieza a hablar, permaneciendo en el umbral de la cocina (de forma que la voz se esparza dentro y fuera de la casa). -Un rey poderoso, cuyo reino era muy vasto, quiso ir un día a visitar a sus súbditos. Vivía en un excelso palacio desde el que, por medio de sus servidores y mensajeros, enviaba sus órdenes y mercedes a los súbditos, los cuales, por eso, sabían que existía y conocían el amor que tenía por ellos y conocían sus propósitos; pero, de ninguna manera, conocían su persona, su voz ni su lenguaje. En una palabra, sabían que existía y que era su Señor, pero nada más. Y, como a menudo sucede, por este hecho, muchas de sus leyes y mercedes sufrían variación, o por mala voluntad o por incapacidad de comprenderlas; tanto que esto perjudicaba los intereses de los súbditos y los deseos del rey, que quería que fueran felices. Él se veía obligado a castigarlos alguna vez, y, al hacerlo, sufría más que ellos. Mas los castigos no producían mejora. Dijo entonces: «Iré yo. Les hablaré directamente. Me daré a conocer. Me amarán y me seguirán mejor y serán felices». Y dejó su excelsa morada para ir con su pueblo. Mucho estupor causó su llegada. El pueblo sufrió una fuerte impresión, se agitó: quién con júbilo, quién con terror, quién con ira, quién con desconfianza, quién con odio. El rey, paciente, sin cansarse nunca, se puso a tratar tanto con los que lo querían como con los que le temían y con los que lo odiaban. Se puso a explicar su ley, escuchó a sus súbditos, los favoreció, los soportó. Y muchos acabaron queriéndolo, no evitándolo por su excesiva grandeza; algunos, pocos, dejaron también de desconfiar y de odiar. Eran los mejores. Pero muchos siguieron siendo lo que eran, pues no tenían en sí buena voluntad. Mas el rey, que era muy sabio, soportó también esto, refugiándose en el amor de los mejores como premio a sus fatigas. Pero, ¿qué es lo que sucedió? Pues sucedió que incluso entre los mejores no todos lo comprendieron. ¡Venía de tan lejos! ¡Su lenguaje era tan nuevo! ¡Lo que quería era tan distinto de lo que querían los súbditos! Y no fue comprendido por todos… Es más, algunos le causaron dolor, y con el dolor perjuicio, o al menos corrieron el riesgo de procurárselo, por comprenderlo mal. Y, cuando se dieron cuenta de que le habían causado dolor y perjuicio, huyeron de su presencia desolados, y, temiendo su palabra, no volvieron a acercarse a él. Pero el rey había leído en sus corazones, y todos los días los llamaba con su amor, oraba al Eterno que le concediera encontrarlos de nuevo para decirles: «¿Por qué me teméis? Es verdad. Vuestra incomprensión me ha causado dolor; pero la he visto sin malicia, fruto solamente de una incapacidad para comprender mi lenguaje, tan distinto del vuestro. Lo que me causa dolor es vuestro temor hacia mí. Ello me dice que no sólo no me habéis comprendido como rey. Sino que tampoco como amigo. ¿Por qué no venís? Volved, pues. Lo que la alegría de amarme no os había hecho comprender, os lo ha esclarecido el dolor de haberme causado dolor. ¡Oh, venid, venid amigos míos! No aumentéis vuestro desconocimiento estando lejos de mí, vuestras brumas escondiéndoos, vuestras amarguras impidiéndoos a vosotros mismos mi amor. ¿Veis? Sufrimos tanto yo como vosotros estando separados. Yo más que vosotros todavía. Venid, pues, y alegrad mi corazón». Así quería hablar el rey. Y así habla. Y Dios también habla así a aquellos que pecan. Y así habla el Salvador a aquellos que hayan podido cometer errores. Y así habla el Rey de Israel a sus súbditos. El verdadero Rey de Israel, el que quiere llevar a sus súbditos desde el pequeño reino de la Tierra al grande de los Cielos. En éste no pueden entrar aquellos que no siguen al Rey, aquellos que no aprenden a comprender sus palabras y su pensamiento. Pero, ¿cómo aprender si al primer error se elude al Maestro? Que ninguno se deprima si ha pecado y está arrepentido, si ha errado y reconoce su error. Venga a la Fuente que borra los errores y da luz y sabiduría; y en ella apague su sed; en ella, que ardientemente desea donarse y ha venido del Cielo para donarse a los hombres. Jesús termina de hablar. Solamente el viento hace oír su voz, cada vez más fuerte (en el copete del montecito en que está Nob se ensaña tanto, que los árboles crujen temiblemente). La gente se ve obligada a retirarse a las casas. Pero, cuando ya se han dispersado y Jesús entra de nuevo en la casa y cierra la puerta Matías, seguido por Manahén y Timoneo, aparece de detrás de la albarrada, entra en el huertecillo y llama a la puerta cerrada. Jesús mismo sale a abrir. -¡Maestro, aquí los tienes!… – dice Matías señalando a los dos que, acobardados, se han quedado en el umbral del huerto y no se atreven a alzar la cara para mirar a Jesús. -¡Manahén! ¡Timoneo! ¡Amigos míos! – dice Jesús mientras cierra la puerta – para dar a entender a los de dentro que no salgan a curiosear- y sale al huerto. Y va hacia los dos, con los brazos abiertos, ya abiertos para el abrazo. Los dos alzan la cara, tocados por el amor, trémulo en la voz del Maestro; le ven la cara y los ojos, henchidos de amor, y su miedo cae; se echan a correr hacia Él con un grito ronco de llanto: -¡Maestro! – caen a sus pies, le abrazan los tobillos y besan sus pies desnudos, bañándolos de lágrimas. -¡Amigos míos! No ahí. Aquí, en mi corazón. ¡Os he esperado mucho! ¡Y os he comprendido mucho! ¡Venga!… – y trata de ponerlos de pie. -¡Perdón! ¡Perdón!… No nos lo niegues, Maestro. ¡Hemos sufrido mucho! -Lo sé. Pero, si hubierais venido antes, antes os hubiera dicho: «Os quiero». -¿Nos quieres? ¿Maestro? ¿Como antes? – es Timoneo el primero que habla, alzando un rostro interrogativo. -Más que antes, porque ahora estáis curados de todo lo humano en vuestro amor por mí. -¡Es verdad! ¡Oh, Maestro mío! – y Manahén, como movido por un resorte, se pone en pie. Ya no resiste, se arroja al pecho de Jesús. Timoneo hace lo mismo… -¿Veis lo bien que se está aquí? ¿No es mejor aquí que en un pobre palacio? ¿Dónde se me podrá tener más, y más poderoso, dulce, rico de tesoros sin fin, sino allí donde se me tiene como Salvador, Redentor, Rey espiritual, Amigo amoroso? -¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Oh! ¡Nos habían seducido! ¡Y nos parecía que te honrábamos, y que era justa su idea! -No penséis ya más en ello. Ha pasado. Pertenece al pasado. Dejad que el tiempo, fluyendo veloz como el torbellino que nos choca, lo lleve lejos, lo disuelva para siempre… Pero, vamos a entrar en casa. No es posible seguir aquí… Es verdaderamente un torbellino lo que arremete contra el pueblo desde el norte. Ramas que se tronchan, tejas que vuelan, algún antepecho inseguro de las terrazas de los techos que cae con fragor. El nogal y el manzano se tuercen como si quisieran descuajarse del suelo. Entran en casa y los cuatro apóstoles miran sorprendidos el rostro aún húmedo de lágrimas de los dos discípulos, que contrasta con la sonrisa que también muestran. Pero no dicen nada. -Alguna catástrofe se está preparando – dice el anciano Juan. -Sí. No sé qué van a hacer los que están todavía en las cabañas… – dice Pedro. El viento es tan fuerte, que las llamitas de una lámpara de tres boquillas, encendida para iluminar la habitación cerrada, vacilan, a pesar de que las puertas estén bien cerradas. Con el estrépito del viento, que continuamente aumenta y golpea la casa con tierra y detritos -tanto que parece que cayera un granizo menudo-, se mezclan gritos de mujeres, cada vez más cercanos; son esposas asustadas, madres angustiadas: -¡Nuestros maridos! ¡Nuestros hijos! Están en camino. Tenemos miedo. Se ha derrumbado una pared de la casa abandonada… ¡Señor! ¡Jesús! ¡Piedad!». Jesús se pone en pie, apenas puede abrir la puerta que el viento comprime con toda su violencia. Algunas mujeres, curvadas para resistir el viento -una verdadera tromba de aire bajo un cielo terrorífico- gimen echando hacia delante los brazos. -Entrad. ¡No temáis! – dice Jesús. Y mira al cielo y a los árboles ya próximos a quebrarse. -Entra, Jesús! ¿Ves cómo se rompen las ramas y caen tejas? No es prudente estar afuera – grita Judas de Alfeo. -¡Pobres olivos! Esto es granizo. Donde caiga se pueden despedir de recoger – sentencia Pedro. Jesús no entra. Es más, sale del todo, en medio del torbellino, que le retuerce la túnica y le alza los cabellos. Abre los brazos, ora, y luego ordena: -¡Basta! ¡Lo quiero! – y vuelve a la casa. El viento, después de un último mugido, cesa de golpe. Es impresionante el silencio que reina, después de tanto fragor. Es tal, que a las puertas o ventanas de las casas se asoman caras asombradas. Quedan las señales del huracán: hojas, ramas quebradas, telas hechas jirones. Pero todo está calmo. El firmamento responde a la tierra, que ya no está agitada, aligerándose de nubes que de negras pasan a ser claras y se esparcen sin causar daño. Antes al contrario, dejan éstas caer una salpicadura de agua que termina de purificar el aire enturbiado por tanta tierra. -¿Pero que ha sucedido? -¿Así ha terminado? -¿Parecía el fin, y ahora viene la calma? Voces que preguntan, de una casa a otra. Las mujeres que habían corrido hacia Jesús ahora corren hacia afuera. -¡El Señor! ¡El Señor está con nosotros! ¡Ha hecho el milagro! ¡Ha detenido el viento! ¡Ha roto las nubes! ¡Hosanna! ¡Hosanna’. ¡Alabanza al Hijo de David! ¡Paz! ¡Bendición! ¡Cristo está con nosotros! ¡Con nosotros está el Bendito! ¡El Santo! ¡El Santo! ¡El Santo’. ¡El Mesías está con nosotros! ¡Aleluya! Todos los habitantes del pueblo se echan a la calle, los reales y los ocasionales (o sea, apóstoles y discípulos, que acuden todos, a la casita donde está Jesús). Todos quieren besarlo, tocarlo, ensalzarlo. -¡Alabad al Señor Altísimo. Él es el Amo de los vientos y las aguas. Si ha escuchado a su Hijo, ha sido para premiar vuestra fe y amor para con Él. Y querría despedirlos. Pero ¿quién calma a un pueblo que está de fiesta, agitado por un milagro manifiesto? Especialmente, si es un pueblo lleno de mujeres. Los esfuerzos de Jesús son vanos. Él sonríe, paciente, mientras el anciano que le da hospedaje le lava con sus lágrimas la mano izquierda y se la llena de besos. Llegan los primeros hombres de regreso de Jerusalén, jadeantes, asustados. Temen quién sabe qué catástrofe. Ven al pueblo de fiesta. -¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? ¿Pero no habéis tenido una borrasca? Desde el monte se veía desaparecer a la ciudad tras nubes de polvo. Creíamos que se hubiera venido abajo. ¡Y aquí todo está en pie! -¡El Señor! ¡El Señor! Ha venido a tiempo de salvarnos de la destrucción. Sólo la casa maldita se ha derrumbado, y alguna teja y alguna rama. ¿Y vosotros? ¿Qué ha sucedido en Jerusalén? Las preguntas y las respuestas se cruzan. Pero los hombres se abren paso para ir a venerar al Salvador. No antes de venerarlo, explican que había miedo en la ciudad por la borrasca inminente, y que todos huían de las cabañas hacia las casas, y los dueños de los olivos lloraban ya su recolección… cuando, de repente, el viento se ha calmado, el cielo se ha aclarado con poca lluvia… de modo que toda la ciudad se ha quedado asombrada. Y, dado que la fantasía trabaja inmediatamente en ciertos casos, los hombres refieren que, mientras la gente huía, muchos que habían estado en el Templo los días antes, viendo que el Moria era el más embestido por las ráfagas, tanto que el viento había volcado los bancos de los cambistas y había habido daños en la casa del Pontífice, decían que era el castigo de Dios por los insultos contra su Mesías. Y más y más y más… Llegan otros hombres y la narración toma más colorido. Casi que se hace más apocalíptica que la narración del Viernes Santo…