En Nob, enfermos y peregrinos venidos de todas partes. Valeria y el divorcio. Curación del pequeño Leví.
Jesús se encuentra entre enfermos y peregrinos venidos a Él de muchas partes de Palestina. Hay incluso un navegante de Tiro al que una desgracia en el mar lo dejó paralítico y que, ahora, cuenta esta vicisitud suya: la caída de un embalaje por el balanceo del barco (las mercancías pesadas lo alcanzaron y le golpearon en la columna). No murió. Pero es más que un muerto, porque, todo acabado como está, obliga a sus familiares a no trabajar, para cuidarlo. Dice que ha ido con ellos a Cafarnaúm y luego a Nazaret, y que ha sabido por María que estaba en Judea, concretamente en Jerusalén. -Me dio los nombres de los amigos que podían alojarte. Y un galileo de Seforí me dijo que estabas aquí. Y he venido. Sé que no desprecias a nadie, ni siquiera a los samaritanos Espero que escuches mi súplica. Tengo mucha fe. Su mujer no habla. Pero, acurrucada al lado del jergoncillo en que han puesto al enfermo, mira a Jesús con ojos que suplican más que toda palabra. -¿Dónde recibiste el golpe? -Debajo del cuello. Justo ahí sufrí el choque más fuerte y sentí un ruido en la cabeza -como cuando se golpea el bronce-, que luego se transformó en un continuo mugido de mar tempestuoso; y luces, luces de todos los colores empezaron a danzar delante de mí.. Luego ya no sentí nada durante muchos días. Navegábamos en la aguas de Cintium y me vi en casa sin saber cómo. Y de nuevo oía el ruido en la cabeza y veía las luces en los ojos, esto durante muchos días. Luego se pasó… pero los brazos se han quedado muertos, y lo mismo las piernas. Un hombre acabado a los cuarenta años. Y tengo siete hijos, Señor. -Mujer, incorpora a tu marido y destapa el sitio que recibió el golpe. La mujer, sin decir nada, obedece. Con movimientos diestros; maternales, ayudada por el que ha venido con ella (no sé si es un hermano o un cuñado), introduce un brazo por debajo de los hombros de su consorte, mientras con la otra mano sujeta la cabeza, y, con la delicadeza con que daría la vuelta a un recién nacido, separa de la yacija el pesado cuerpo. Una cicatriz, todavía colorada, señala el punto de la herida mayor. Jesús se inclina. Todos alargan el cuello para mirar. Jesús apoya la punta de los dedos en la cicatriz y dice: – ¡Quiero! El hombre reacciona como si le hubiera tocado una corriente eléctrica, y lanza un grito: -¡Qué fuego! Jesús separa los dedos de las vértebras lesionadas y dice: -¡Alzate! El hombre no se lo deja decir dos veces. Apoyar en la yacija los brazos desde hace meses inertes, moverse para liberarse de quienes lo tienen sujeto, bajar de la baja camilla las piernas y ponerse en pie queda hecho en mucho menos tiempo del que yo he empleado para describir las fases del milagro. La mujer grita, el familiar grita, el hombre curado levanta los brazos al cielo, enmudecido de alegría. Un instante de alegría asombrada, luego gira en torno a sí mismo, seguro como el hombre más ágil, y se encuentra, cara contra cara, con Jesús. Entonces recobra la voz y grita: -¡Bendito seas Tú y quien te ha enviado! Yo creo en el Dios de Israel y en ti, su Mesías – y se arroja al suelo a besar los pies de Jesús entre los gritos de la gente. Después los otros milagros; la mayor parte a niñitos, a mujeres, a ancianos. Luego Jesús habla. -Habéis visto el milagro de huesos fracturados que se saldan de nuevo y de miembros muertos que vuelven a vivir. Ver esto os lo ha concedido el Señor para confirmar la fe en los que creen y suscitarla en los que no la tienen. Y los milagros han sido concedidos a personas de todos los lugares que han venido aquí en busca de salud, impulsadas por la fe en mi virtud curativa. Hay aquí judíos y galileos, libaneses y sirofenicios, habitantes de la lejana Batanea y de las costas marinas. Y todos han venido sin preocuparse de la estación del año ni de la largura del recorrido, y los familiares los han acompañado sin murmurar, sin dolerse por los trabajos dejados suspendidos o por los negocios abandonados. Porque todo sacrificio era nada en relación a lo que salían a obtener. Y, de la misma manera que han caído los egoísmos y las incertidumbres del hombre, igualmente han caído las ideas políticas o religiosas que antes constituían como una pared para considerar a todos hermanos, a todos iguales en la vida y en el sufrimiento, en el deseo y la esperanza de la salud y del consuelo. Y Yo, porque es justo que sea así, he concedido salud y consuelo a todos aquellos que han sabido unificarse en una esperanza que es ya fe. Yo soy el Pastor universal y debo acoger a todas las ovejas que quieren entrar en mi rebaño. No hago distinción entre ovejas sanas y enfermas, entre ovejas débiles y fuertes, entre ovejas que me conocen porque ya pertenecían al rebaño de Dios y ovejas que hasta ahora no me conocían y no conocían ni siquiera al verdadero Dios. Porque Yo soy el Pastor de la Humanidad, y tomo a mis ovejas allá donde se hallen y vengan en dirección a mí. ¿Son ovejas flacas, sucias, descorazonadas, ignorantes; ovejas que han sufrido los golpes de pastores que no las han amado, y que las han rechazado considerándolas inmundas? No hay inmundicia que no pueda ser lavada. Y no hay oveja impura que, queriéndose limpiar y pidiendo ayuda para ello, pueda ser rechazada alegando que es impura. Dios es quien suscita los buenos deseos. Si los suscita, señal es de que desea que pasen a ser realidad. Es el mismo Espíritu de Dios el que pide con súplicas inefables esta absorción de todos los hombres por parte del Amor, porque el Espíritu de Dios desea extenderse y enriquecerse. Extenderse amando a un número ilimitado de seres apenas suficientes para reconfortar su infinidad de Amor; y enriquecerse con el amor de un número ilimitado de seres atraídos hacia Él por la dulzura de su fragancia. No le es, pues, lícito a ninguno despreciar y rechazar a quien quiere entrar en el rebaño santo. Esto es para aquellos de entre vosotros que puedan cultivar en su corazón las ideas de buena parte de Israel, ideas de juicios y distinciones que Dios no estima, al ser contrarios a su plan de hacer de todos los pueblos un único Pueblo que lleve el Nombre del Mesías por Él enviado. Pero ahora hablo también a los que han venido de fuera, a las ovejas que hasta ahora eran agrestes y que sienten el deseo de entrar en el rebaño único del único Pastor. Y digo: nada les haga perder la confianza, nada las descorazone. No hay paganismo, no hay idolatría, no hay vida no conforme a la que Yo enseño que no puedan ser abominadas y rechazadas, permitiendo al espíritu regenerarse, libre de toda mala planta, de forma que resulte apto para recibir las nuevas simientes y revestirse con los nuevos distintivos. Y esto debería impulsar a los pueblos hacia mí, más que la salud para los cuerpos. De la misma manera -y que esto sirva tanto para hebreos de Palestina, como para hebreos y prosélitos de la Diáspora, como para gentiles-, de la misma manera que sabéis venir a mí para que vuestras carnes enfermas queden libres del yugo de las enfermedades, sabed venir para que vuestro espíritu quede libre del yugo del pecado y del paganismo. La primera cosa que deberíais pedirme todos, y desearlo con todas vuestras fuerzas, es el ser liberados de aquello que hace a vuestro espíritu esclavo de fuerzas malas que le dominan. La primera cosa que deberíais querer es esta liberación, querer, como primer milagro, el Reino de Dios en vosotros. Porque, teniendo este Reino en vosotros, todas las otras cosas serán dadas (y dadas de forma que el don no pese como un castigo en la otra vida). No os habéis parado a pensar en las inclemencias del tiempo, ni en fatigas ni en pérdidas de dinero, con tal de obtener la salud de los cuerpos, los cuales, aunque hoy estén curados, un próximo mañana perecerán por muerte física. Con el mismo corazón deberíais saber afrontar todas las cosas, con tal de obtener salud para el espíritu, y Vida eterna y posesión del Reino de Dios. Burlas y amenazas de parientes o de convecinos o autoridades, ¿qué son respecto a aquello que tendréis todos, de cualquier lugar que vengáis, si sabéis acercaros a la Verdad y la Vida? ¿Quién, por detenerse un día en una fiesta que terminase con el ocaso, dejaría de ir a un lugar donde supiera que le espera una vida feliz? Bueno, pues, a pesar de todo, muchos actúan así. Y, por saciarse durante una fracción de tiempo con los insípidos e inútiles gozos del mundo, dejan de acudir al lugar donde hallarían para siempre -y sin miedo a ver que el odio enemigo se lo arrebate- verdadero alimento, verdadera salud, verdadero gozo. En el Reino de Dios no hay odio ni guerra ni abusos; quien sabe entrar en Él no conoce ya dolor ni angustia ni atropellos, sino que posee la paz gozosa que emana del Padre mío. Me despido de vosotros. Podéis marcharos. Volved a vuestros lugares. En estos momentos, ya mis discípulos son numerosos y están esparcidos por todas las regiones de Palestina. Escuchadlos, si queréis conocer mi Doctrina y estar preparados para el día de la decisión de que dependerá la vida eterna de muchos. Os doy mi paz para que os acompañe. Y Jesús, bendiciendo primero a la gente, entra de nuevo en casa… Los apóstoles se quedan fuera todavía un tiempo, luego entran para comer, porque el sol, alto en el cielo, dice que es mediodía. Sentados a la rústica mesa, después de la bendición de los alimentos compuestos por pequeños quesos y achicoria hervida y condimentada con aceite), hablan de los acontecimientos de la mañana, y se felicitan porque el número de los discípulos evangelizadores ya permite aliviar al Maestro de la fatiga de hablar continuamente en las condiciones de cansancio en que se encuentra. Efectivamente, Jesús ha adelgazado aún más en estos últimos tiempos, y su color -por naturaleza, de un tono blanco marfil denso, con un leve matiz de color sonrosado debajo de la tez levemente morenita de los pómulos-ahora aparece blanco del todo, semejante a un pétalo de magnolia ya no fresco. A mí, que, habiendo vivido mucho tiempo en Milán, conozco el delicado color del mármol de Candoglia con que ha sido construido el magnífico Duomo, el rostro del Señor, en estos últimos, dolorosos meses de vida terrena, me parece justo del color de ese mármol, que no es blanco, no es rosa, no es amarillo, pero recuerda, y con los más delicados matices, a estos tres colores. Los ojos están más hundidos y, por tanto, parecen más oscuros, quizás también porque una sombra de cansancio vela los párpados y las cuencas: ojos de quien poco duerme y mucho llora y sufre. Y la mano parece más larga porque ha enflaquecido y palidecido. Dulce mano de mi Señor que ya muestra el relieve de los tendones y las venas; que tiene concavidades de delgadez y que deja entrever, por tanto, la estructura ósea de debajo: santa, mártir mano ya preparada para el clavo que la traspasará. Les será fácil a los verdugos encontrar el punto en que meter el clavo, porque no hay velo de adiposidad en la ascética mano de mi Señor. Ahora está desmayada, como cansada, sobre la madera oscura de la mesa, mientras Él menea la cabeza sonriendo cansadamente a sus apóstoles, que se dan cuenta del infinito cansancio de sus miembros, de su voz, y, sobre todo, de su corazón, demasiado afligido, demasiado fatigado por el esfuerzo de deber tener unidos tantos corazones distintos, de tener que soportar y mantener celado el deshonor del discípulo incorregible… Pedro sentencia: -Tú, indiscutiblemente, hasta la fiesta de la Dedicación tienes que descansar. Nosotros nos ocuparemos de estos que vienen. Tú vas… ¡Ya está!… A casa de Tomás. Estarás cerca y en paz. Tomás apoya la propuesta de Pedro. Pero Jesús menea la cabeza. No. No quiere ir. -Bueno, pues, no hablas en estos días. Podemos hacerlo nosotros. No serán palabras excelsas, pero nos atendremos a lo que sabemos. Y Tú solamente curas a los enfermos.-Podemos hacer nosotros también eso – dice Judas Iscariote. -¡Mmm! Yo, por lo que a mí respecta, me retiro – dice Pedro. -Y, sin embargo, ya lo hiciste. -¡Claro!, cuando el Maestro no estaba con nosotros y, debíamos representarlo y despertar el amor por Él. Pero ahora está Él y el milagro lo hace Él. Sólo Él es digno de ello. ¡Milagro nosotros! Pero si necesitamos nosotros recibir el de nuestra renovación, porque por nosotros solos, me doy cuenta bien, no haremos nunca nada bueno. Somos unos míseros, pecadores e ignorantes. -Te ruego que hables por ti. ¡Yo, de ninguna manera, me siento un mísero! – replica Judas de Keriot. -El Maestro está cansado. Su cansancio es más moral que corporal. Si es verdad que lo queremos, vamos a evitar disputas. Son las cosas que más lo agotan – dice severo el Zelote. Jesús levanta los ojos para mirar al anciano apóstol, siempre tan sabio, y le extiende una mano por encima de la mesa para acariciarlo. El Zelote toma entre sus manos oscuras esa mano blanca y la besa. -Tienes razón. Pero yo también la tengo cuando digo que inevitablemente tiene que descansar. ¡Parece enfermo!… – insiste Pedro. Todos asienten, incluido el anciano Juan y Elisa, que dice: -Hace mucho que lo vengo diciendo. Por eso, yo querría… Un golpe en la puerta. Andrés, que es el que más cerca está, va a abrir; y sale y cierra tras sí. Vuelve. Dice: -Maestro, hay una mujer. Insiste en verte. Trae una niñita consigo. Debe ser de elevada condición, a pesar de vestir modestamente. No está enferma, yo diría que ni ella ni la niña. Pero no sé por qué trae un velo tupido. La niña trae en sus brazos unas flores espléndidas. -Dile que se vaya. ¡Estamos diciendo que tiene que descansar y tú no lo dejas ni siquiera terminar de comer! – refunfuña Pedro. -Se lo he dicho. Pero ha contestado que no va a cansar al Maestro, y que a Él seguro que le dará alegría verla. -Dile que vuelva mañana, a la hora de todos. Ahora el Maestro va a descansar. -Andrés, acompáñala a la habitación de arriba. Voy enseguida – dice Jesús. -¡Vaya, lo sabía! ¡Así se cuida! ¡Justo como estábamos diciendo! Pedro está inquieto. Jesús se levanta y antes de salir, pasa por detrás de Pedro, le pone las manos en los hombros, se agacha un poco a besarlo en el pelo v dice: -¡Tranquilo, Simón! E1 que me ama alivia mi cansancio, más que el descanso en una cama. -¿Y qué sabes si ésta es una que te quiere? -¡Simón! ¡La intranquilidad te hace decir palabras de las que ya estás arrepentido, porque las sientes necias! ¡Tranquilo! ¡Tranquilo! Una mujer que viene con una criatura inocente, que me trae a su criatura inocente con los bracitos cargados de flores, no puede sino ser una que me quiere y que intuye mi necesidad de encontrar un poco de amor y pureza entre tanto odio e inmundicia. Y sale, y sube la escalera de la terraza, mientras Andrés, cumplida su misión, regresa a la cocina. La mujer está en la puerta de la habitación de arriba. Alta, esbelta, cubierta con un tupido manto pardo, velada la cara con una tela de lino cendalí marfileño que le baja desde la ceñida capucha hasta la cara. La niña, infante todavía, porque tendrá como mucho tres años, lleva un vestidito blanco y un manto acampanado con capuchita blanca también. Pero la pequeña capucha se ha deslizado mucho hacia atrás sobre los ricitos de delicado color rubio castaño. Y es que la pequeñuela, alzando la carita que sobresale de entre las flores que tiene apretadas entre sus bracitos, está mirando a la mujer. La flores son espléndidas, como sólo en estos países pueden encontrarse en el frío diciembre: rosas rosas mezcladas con delicadas flores blancas que no sé qué son; no soy muy fuerte en floricultura. Jesús, en cuanto pone pie en la terraza, recibe el saludo de la vocecita de la pequeñuela que, impulsada por la mujer, corre hacia Él, diciendo: -¡Ave, Domine Jesu! Jesús agacha su alto cuerpo hacia su minúscula devota y, poniéndole una mano en su pelito, le dice: «La paz sea contigo», y luego se endereza otra vez y sigue a la hijita, que con un gorjeo de risa vuelve a donde la mujer, la cual ha hecho una profunda reverencia y se ha apartado al lado de la puerta para dejar pasar al Maestro. Jesús la saluda con un movimiento de la cabeza y entra en la habitación para ir a sentarse en el primer asiento que encuentra. Guarda silencio, como en actitud de espera. Muy rey. Su austera dignidad es tanta, que, sentado en su pobre asiento de madera sin respaldo, parece sentado en un trono. Sin manto, sólo con la túnica de lana azul oscurísima, sin adornos ni franjas, un poco descolorida en los hombros, donde el agua de lluvia, el sol, el polvo y el sudor han mordido el color -una túnica limpia pero pobre-, parece vestido de púrpura, pues mucha es la majestad de su porte. Muy rígido y, con el grave ademán de la cabeza sobre el cuello y de las manos apoyadas sobre las rodillas con la palma abierta, casi hierático. Los pies desnudos, apoyados en el desnudo suelo hecho de baldosas viejas. Como fondo, la pared desnuda y apenas blanqueada con cal. Suspendido detrás de su cabeza, no un paño precioso o un baldaquino, sino una criba para la harina y una soga de la que penden manojos de ajos y cebollas. Pero aparece más majestuoso que si tuviera un suelo precioso bajo sus pies, una pared áurea a sus espaldas y un velo de púrpura adornado con gemas encima de su cabeza. Espera. Su majestuosidad paraliza a la mujer en un momento de estupor lleno de veneración. También la niña se queda callada, inmóvil al lado de la mujer, un poco atemorizada, quizás. Pero Jesús sonríe y dice: -Estoy aquí por vosotras. No tengáis miedo. Entonces todo temor cesa.La mujer susurra algo a la niña. La niña se mueve, seguida de la mujer, va contra las rodillas de Jesús, le pone en el regazo todas las flores y dice: -Las rosas de Faustina a su Salvador. Lo dice lentamente, como uno que sabe poco de una lengua que no es la propia. Entretanto, la mujer se ha arrodillado detrás de la niña y ha echado hacia atrás el velo. Es Valeria, la madre de la pequeñuela, y saluda a Jesús con su romano: «¡Salve, Maestro!». -Que Dios venga a ti, mujer. ¿Por qué estás aquí, y tan sola? – dice Jesús mientras acaricia a la pequeñuela, que ya no tiene miedo y que, no contenta con haber puesto las flores en el regazo de Jesús, busca con las manitas en el manojo perfumado para elegir las que, según ella, son más hermosas. Luego dice: -¡Toma! ¡Toma! ¡Que son tuyas! – y alza ora una rosa, ora una de las anchas umbelas blancas con estrellitas olorosas, hasta cerca de la cara de Jesús, que acepta y va depositando de nuevo las flores en el montón perfumado. Entretanto, Valeria habla. -Estaba en Tiberíades porque mi hija se encontraba ligeramente enferma y nuestro médico lo había aconsejado… Una pausa larga de Valeria, que cambia de color y luego dice apresuradamente: -Y yo tenía mi corazón muy afligido y deseaba verte; porque para mi sufrimiento sólo un médico podía encontrar curación: Tú, Maestro, que tienes palabras de justicia en todas las cosas… Por eso habría venido igualmente. Por el egoísmo de ser consolada, y también para saber lo que debo hacer para… sí, para tener por mi parte gestos de gratitud hacia ti y tu Dios, que me habéis concedido seguir teniendo a esta criatura mía… Pero… nosotros sabemos muchas cosas, Maestro. Los informes de los hechos de la Colonia, hasta de los más mínimos, se depositan todos los días en la mesa de trabajo de Poncio Pilatos, que toma visión de los hechos. Pero, para tomar las decisiones que se requieran, oye mucho el parecer de Claudia… Muchos informes hablaban de ti y de los hebreos que mantienen en agitación al país, haciendo de ti al mismo tiempo un estandarte de desquite nacional y una causa de odio civil. Claudia juzga bien al decirle a su marido que de uno sólo en toda Palestina no debe temer que sea causa de una desgracia: de ti. Y Pilatos, un día y otro, le presta atención… Hasta ahora, la más fuerte ha sido Claudia. Pero si mañana otra fuerza dominara a Pilatos… He tenido, pues, conocimiento, y he sentido que mi inocente te consolaría… -Has tenido un corazón compasivo e iluminado, mujer. Que Dios te ilumine del todo y vele por esta criatura tuya, ahora y siempre. -Gracias, Señor. Tengo necesidad de Dios… Algunas lágrimas caen de los ojos de Valeria. -Sí, lo necesitas. En Dios encontrarás todo consuelo y sabrás hallar la guía para ser justa al juzgar, y para perdonar y seguir amando y, sobre todo, para educar a ésta, para que tenga la vida feliz de los que son hijos del Dios verdadero. Ya ves que este Dios que tú no conocías, este Dios al que quizás habías despreciado -a Él y a su Ley-, tan distinto de vuestros dioses y de vuestras leyes y religiones, este Dios al que ciertamente habías ofendido con un modo de vivir en que la virtud no era respetada en muchas cosas, leves todavía, si quieres, pero camino para más graves heridas contra la virtud y más graves ofensas a la Divinidad, que te ha creado a ti también… Ya ves que este Dios te ha amado tanto, que, a través de un dolor que sentías con tu humanidad de madre, de madre que no tiene conocimiento de una vida futura ni, por tanto, de una temporal separación de esa carne de su carne, te ha traído a mí. Te ha amado tanto, que me condujo a Cesárea cuando casi agonizabas sobre el pequeño cuerpo de tu criatura, que ya se enfriaba en medio de su agonía. Te ha amado tanto, que te la ha devuelto para que tuvieras siempre presente la bondad y el poder del Dios verdadero y tuvieras un freno ante toda licencia pagana, y un consuelo en todos los dolores de mujer casada. Te ha amado tanto. que, a través de otro dolor, ha reforzado en ti la voluntad de acercarte al Camino, a la Verdad, a la Vida, y de asentarte ahí con tu criatura para que al menos ella, ya desde su primera infancia, posea aquello que es consuelo y paz, salud y luz en los tristes días de la Tierra – y posea estas cosas como preservación de todo lo que a ti te hace sufrir, en tu parte mejor y en la afectiva: la primera, instintivamente buena y que no soporta el fango oscuro en que está obligada a vivir la segunda, desordenada en su bondad. Porque en tus afectos, mujer, eres pagana. No es culpa tuya. Es culpa del mundo en que vives, y del gentilismo en que has crecido. Sólo quien está en la verdadera Religión sabe dar a los afectos el valor, la medida y las manifestaciones justas. Tú, madre que no sabías de vida eterna, amabas sin orden a tu hija, y, viéndola morir, enajenada a causa de la muerte inminente que la amenazaba, desesperadamente te rebelabas contra esa pérdida. Como quien viera aferrado por un loco al ser más querido, y lo viera tenerlo suspendido en un abismo de cuyo fondo no podría resurgir, y que si cayera ya no podría ni siquiera ser sacado como frío cadáver para el beso de su amor, así veías a tu Fausta ya suspendida en el abismo de la nada… ¡Pobre mamá, que no habría recuperado jamás a su hija! Jamás, ni con la carne ni con el espíritu. La nada. Esa cosa finita, inexorablemente Finita, que es la muerte para aquellos que no creen en la Vida espiritual. Tú, esposa pagana, amante, fiel, has amado en tu esposo a tu dios terreno de amor carnal, tu hermoso dios que se proponía a tu adoración rebajando tu dignidad de igual a un servilismo de esclava. ¿Que la mujer viva sumisa a su marido, humilde, fiel, casta? Sí. Él, el hombre, es la cabeza de la familia. Pero cabeza no quiere decir déspota. Cabeza no quiere decir caprichoso patrón al que le es lícito todo capricho no sólo respecto a la carne, sino también a la parte mejor de su esposa. «Donde tú, Cayo, allí yo, Caya», decís. Pobres mujeres de un lugar donde el libertinaje está hasta en las fábulas de vuestros dioses. Las de vosotras que no sois ni impúdicas ni licenciosas, ¿cómo podéis estar donde están vuestros maridos? Es inevitable que la que no es una licenciosa ni una degenerada se canse con desazón y experimente un dolor verdaderamente atroz, como de fibras que se desgarran, una gran turbación, un venirse abajo todo el culto hacia el marido contemplado siempre como un dios, cuando descubre que aquel al que adoraba como a un dios es un mísero ser dominado por la animalidad brutal, licencioso, adúltero, atolondrado, indiferente, burlador de los sentimientos y de la dignidad de su esposa. No llores. Yo también sé todo, y sin necesidad de los informes de los centuriones. No llores, mujer; aprende, más bien, a amar, en el orden, a tu marido.-Ya no puedo amarlo. Ya no lo merece. Lo desprecio. No me rebajaré a mí misma imitándolo, pero ya no lo puedo amar. Todo ha acabado entre nosotros. Lo he dejado marcharse sin tratar de retenerlo… En el fondo he sentido agradecimiento a él por última vez, por el hecho de marcharse… No lo buscaré. Por lo demás, ¿acaso fue alguna vez compañero mío? Caída la venda de mi adoración, ahora recuerdo y juzgo sus acciones. ¿Estaba acaso al lado de mi corazón, cuando yo lloraba al deber seguirlo aquí, dejando a mi madre enferma y a la patria, recién casada y próxima a dar a luz? Él, frívolo, se reía con sus amigos, se reía de mis lágrimas y náuseas, avisándome sólo de que no le manchara la túnica. ¿Estaba, acaso, a mi lado en mis nostalgias por estar en patria ajena? No. Fuera, con los amigos, en los festines a los que mi estado no me consentía ir… ¿Estaba, acaso, inclinado conmigo hacia la cuna de la recién nacida? Se echó a reír cuando le mostraron a la recién nacida y dijo: «Yo casi diría que la pusieran en el suelo. No para tener niñas he tomado el yugo matrimonial». No estuvo presente en la purificación diciendo que era una «inútil pantomima». Y, dado que la pequeñuela lloraba, dijo al salir: «Ponedle por nombre Libitina y que esté consagrada a la diosa». ¿Y, cuando Fausta agonizaba, acaso compartió conmigo la angustia? ¿Dónde estaba la noche que precedió a tu venida? En casa de Valeriano en un banquete. Pero lo amaba; era -es como has dicho- mi dios. Todo en él me parecía bueno, acertado. Me concedía amarlo… y yo era, de sus deseos, la esclava más esclava. ¿Sabes por qué me ha alejado de sí? -Lo sé. Porque en tu carne se había despertado el alma y ya no eras hembra sino mujer. -Eso. He querido hacer de mi casa una casa virtuosa… y él ha encontrado la manera de ser trasladado a Antioquía, al lado del Cónsul, imponiéndome no seguirle, y consigo se ha llevado a las esclavas favoritas. ¡Oh, no lo seguiré! Tengo a mi hija. Tengo todo. -No. No tienes todo. Tienes una parte, una pequeña parte del Todo, lo necesario para ser virtuosa. El Todo es Dios. Tu hija no debe ser para ti razón de injusticia respecto al Todo; antes bien, de justicia. Por ella y con ella, tienes el deber de ser virtuosa. -He venido para consolarte y para que me consueles. Pero también he venido para preguntarte cómo educar a esta niña para hacerla digna de su Salvador. Había pensado hacerme prosélita vuestra y hacerla prosélita también a ella… -¿Y tu marido? -¡Oh, con él todo ha terminado! -No. Todo empieza. Sigues siendo su mujer. El deber de la mujer buena es hacer bueno a su consorte. -Él dice que quiere divorciarse. Y, ciertamente, lo hará. Así que… -Y lo hará. Pero todavía no lo ha hecho. Y, mientras no lo haga eres, incluso según vuestra ley, su esposa. Y, como tal, tienes el deber de permanecer en tu lugar como esposa. Tu lugar es el de ser segunda respecto a tu marido en la casa, al lado de tu hija, ante los ojos de los criados y del mundo. Tú piensas que el ha dado el mal ejemplo. Es verdad. Pero esto no te exime a ti de dar tu ejemplo de virtud. El se ha marchado. Es verdad. Tú, junto a tu hija y a los criados, toma su lugar. No todo es censurable en vuestras costumbres. Cuando Roma estaba menos degenerada, sus mujeres eran castas, trabajadoras, y servían a la divinidad con una vida de virtud y fe. Aunque su mísera condición de paganas les hiciera servir a falsos dioses, la idea era buena. Ofrendaban su virtud a la Idea de la religión, a la necesidad de un respeto a una religión, a una Divinidad cuyo verdadero nombre desconocían, pero cuya existencia sentían, como sentían que era mayor que el licencioso Olimpo y que las degradantes deidades que, según las leyendas mitológicas, lo poblaban. Inexistente vuestro Olimpo, inexistentes vuestros dioses. Pero vuestras antiguas virtudes eran fruto de la convicción sincera de tener que ser virtuosos para ser mirados por los dioses con amor; eran fruto de ese deber que sentíais que debíais tener hacia las divinidades a las que adorabais. Ante los ojos del mundo, especialmente de nuestro mundo judío, parecíais necios por este acto vuestro de honrar a algo que no existía. Pero a los ojos de la Justicia eterna y verdadera, a los ojos del Dios Altísimo, único y omnipotente Creador de todas las criaturas y casas, esas virtudes, ese respeto, ese deber, no eran vanos. El bien es siempre bien, la fe siempre tiene valor de fe, la religión tiene siempre valor de religión, si el que los sigue y practica y posee está convencido de estar en la verdad. Te exhorto a imitar a vuestras antiguas mujeres, castas, trabajadoras y fieles, permaneciendo en tu lugar, columna y luz de tu casa. No creas que vaya a desaparecer el respeto de los criados hacia ti por haberte quedado sola. Hasta ahora te han servido por miedo, y alguna vez con un celado sentido de odio y rebelión. De ahora en adelante, te servirán con amor. Los infelices aman a los infelices. Tus esclavos conocen el dolor. Tu alegría era para ellos un amargo aguijón. Tus penas, despojándote de la fría luz de ama -en el sentido más odioso de esta palabra- te revestirán de una cálida luz de conmiseración. Serás amada, Valeria. Amada por Dios, amada por tu hija, amada por tus criados. Y, aun en el caso de que ya no fueras la esposa, sino la divorciada, recuerda -Jesús se pone en pie- que la separación legal no destruye el deber de la mujer de ser fiel a su juramento de esposa. Tú quisieras entrar en nuestra religión. Uno de sus divinos preceptos es que la mujer es carne de la carne de su marido y que ninguna cosa o persona puede separar lo que Dios ha hecho una sola carne. También nosotros tenemos el divorcio. Ha venido como mal fruto de la lujuria humana, del pecado original, de la corrupción de los hombres. Pero no ha venido espontáneamente de Dios. Dios no cambia su palabra. Y Dios había dicho, inspirando a Adán, todavía inocente (y, por tanto, que hablaba con una inteligencia no empañada por la culpa), las palabras: que los esposos, una vez unidos, debían ser una carne sola. La carne no se separa de la carne sino por adverso episodio de muerte o de enfermedad. El divorcio mosaico, concedido para evitar pecados atroces, concede a la mujer solamente una libertad muy mísera. La divorciada es siempre una disminuida en el concepto de los hombres, bien permanezca divorciada, bien pase a segundas nupcias. Pero ante el juicio de Dios es una infeliz, si pasa a estar divorciada por malevolencia del marido y se queda como divorciada; mas, si está divorciada por torpes culpas propias y se casa de nuevo, es sólo una pecadora, una adúltera. Pero tú quieres entrar en nuestra religión por seguirme a mí. Y entonces Yo, Verbo de Dios, habiendo llegado el tiempo de la perfecta religión, te digo lo que digo a muchos: no le es lícito al hombre separar lo que Dios ha unido, y es siempre adúltero aquel, o aquella, que, teniendo en vida a su cónyuge, pasa a nuevas nupcias.El divorcio es prostitución legal, y pone al hombre y a la mujer en condiciones de cometer pecados de lujuria. La mujer divorciada difícilmente vive como viuda -y viuda fiel- de un vivo. El hombre divorciado nunca permanece fiel al primer vínculo. Tanto el uno como la otra, pasando a otras uniones, descienden del nivel de los hombres al de los animales, a los cuales les está permitido cambiar de hembra a cada moción de su apetito. La fornicación legal, peligrosa para la familia y para la patria, es delictiva respecto a los inocentes. Los hijos de los divorciados deben juzgar a sus padres. ¡Severo juicio el de los hijos! A1 menos uno de los padres es condenado por los hijos. Y los hijos quedan -por el egoísmo de sus padres- condenados a una vida afectiva mutilada. Y si, además, a las consecuencias familiares del divorcio, que priva del padre o de la madre a los hijos inocentes, se une el hecho del nuevo matrimonio del cónyuge al que han sido confiados los hijos, a la condena de una vida afectiva mutilada por la carencia de un miembro se une la otra mutilación: la de la pérdida, más o menos total, del afecto del otro miembro, dividido o totalmente absorbido, por el nuevo amor y por los hijos de la nueva unión. Hablar de nupcias, de matrimonio, en el caso de una nueva unión, de un divorciado o de una divorciada, es profanar el significado y 1a cosa que es el matrimonio. Sólo la muerte de uno de los cónyuges y la subsiguiente viudez del otro puede justificar las segundas nupcias. Lo que no quita que Yo juzgue que sería mejor inclinar la cabeza ante el veredicto, siempre justo, de quien regula los destinos de los hombres, y cerrarse en castidad cuando la muerte haya puesto fin al estado matrimonial, dedicándose toda a los hijos y amando al cónyuge pasado a la otra vida en sus hijos: un amor despojado de toda materialidad, santo y veraz. ¡Pobres hijos! ¡Experimentar, después de la muerte o del hundimiento del hogar, la dureza de un segundo padre o de una segunda madre, y la angustia de ver compartidas las caricias con otros hijos que no son hermanos! (Aquí, en nuevas nupcias en el caso de viudedad, Jesús expone un consejo evangélico no un mandato, como asimismo se observa en lo que dice San Pablo en (I Corintios 39 – 40) y el mismo Jesús ha mencionado antes “Sólo la muerte de uno de los cónyuges y la subsiguiente viudez del otro puede justificar las segundas nupcias”) No, en mi religión no existirá el divorcio. Y aquel que estipule divorcio civil para contraer nueva unión será adúltero y pecador. La ley humana no modificará mi decreto. El matrimonio en mi religión ya no será un contrato civil, una promesa moral hecha y sancionada en presencia de testigos designados para tal fin. Será, antes bien, un indisoluble vínculo corroborado, soldado y santificado por el poder santificador que Yo le daré, convertido en Sacramento. Para que comprendas: rito sagrado. Poder que ayudará a practicar santamente todos los deberes matrimoniales, pero que será también sentencia de indisolubilidad del vínculo. Hasta ahora, el matrimonio es un mutuo contrato natural y moral entre dos de distinto sexo. Desde el amanecer de mi ley, el matrimonio se extenderá al alma de los cónyuges. Vendrá a ser, pues, también contrato espiritual, sancionado por Dios a través de sus ministros. Ahora bien, tú sabes que nada es superior a Dios. Por tanto, lo que Él haya unido, nunca autoridad alguna, ley o capricho humanos, podrán desunir. El «donde tú, Cayo, yo, Caya”, de vuestro rito se perpetúa en el más allá en el nuestro, en mi rito, porque la muerte no es final, sino separación temporal del esposo de su esposa, y el deber de amar persiste después de la muerte. Por esto digo que quisiera castidad en los viudos. Pero el hombre no sabe ser casto. Y también por eso digo que los cónyuges tienen el deber recíproco de mejorarse el uno al otro. No menees la cabeza. Así es este deber, y hay que cumplir con el deber, si hay verdadera voluntad de seguirme. -¡Te muestras duro hoy, Maestro. -No. Es que soy Maestro, y tengo frente a mí a una criatura que puede crecer en la vida de la Gracia. Si no fueras cual eres, te impondría menos. Pero tú tienes buen temple, y el sufrimiento depura y templa cada vez más tu metal. Un día me recordarás y me bendecirás por haber sido como soy. -Mi marido no volverá sobre sus pasos… -Tú irás, adelante. Llevando de la mano a la inocente, caminarás por el camino de la Justicia. Sin odio, sin venganza; pero también sin esperas inútiles ni añoranzas por lo que se ha perdido. -¡Entonces sabes que lo he perdido! -Lo sé. Pero no tú: es él el que te ha perdido a ti. No te merecía. . Ahora escucha… Es duro. Sí. Me has traído rosas y sonrisas inocentes para consolarme… Yo… no puedo hacer otra cosa sino prepararte a llevar la corona de espinas de las esposas abandonadas… Pero reflexiona. Si pudiera retroceder el tiempo y llevarte nuevamente a aquella mañana en que Fausta agonizaba, y tu corazón fuera puesto en la condición de elegir entre tu hija y tu marido, debiendo perder con seguridad a uno de los dos, ¿qué elegirías?… La mujer reflexiona, pálida pero sufriendo con fortaleza, después de las pocas lágrimas derramadas al principio del diálogo… Luego se inclina sobre la pequeñuela, que se ha sentado en el suelo y se divierte poniendo florecillas blancas todo alrededor de los pies de Jesús, la recoge, la abraza y grita: -¡La elegiría a ella, porque a ella puedo darle mi propio corazón, y criarla como he aprendido que se debe vivir! ¡Mi hija! Y estar unidas incluso en el más allá. ¡Siempre su madre yo, siempre mi hija ella! – y la cubre de besos, mientras la pequeñuela se abraza a su cuello, toda amor y sonrisas. -Dime, oh dime, Maestro que enseñas a vivir como héroes, ¿qué… cómo criarla para estar las dos en tu Reino? ¿Qué palabras, que hechos enseñarle?… -No se necesitan palabras ni hechos especiales. Sé perfecta para que ella refleje tu perfección. Ama a Dios y al prójimo para que ella aprenda a amar. Vive en la Tierra con tus afectos en Dios. Ella te imitará. Por ahora, así. Más tarde, el Padre mío, que os ha amado de manera especial, pondrá los medios para satisfacer vuestras necesidades espirituales, y os haréis sabias en la fe que llevará mi Nombre. Esto es todo lo que hay que hacer. En el amor a Dios encontrarás todo freno contra el Mal. En el amor al prójimo tendrás ayuda contra el abatimiento de la soledad. Y enseña a perdonar. A ti misma… y a tu hija. ¿Comprendes lo que quiero decir? -Comprendo… Es cabal… Maestro, te dejo. Bendice a una pobre mujer… que es más pobre que una mendiga cuyo compañero le sea fiel…-¿Dónde estás ahora? ¿En Jerusalén? -No. En Béter. Juana, que es muy buena, me ha mandado a su castillo… Arriba sufría demasiado… Estaré allí hasta que vaya Juana a Jerusalén, o sea, hasta dentro de poco. Va a bajar a Judea con tu Madre y las otras discípulas, con las primeras benignidades de 1a primavera. Después estaré con ella una temporada. Luego vendrán las otras y yo iré con ellas. Pero el tiempo habrá medicado ya la herida. -El tiempo y, sobre todo, Dios y la sonrisa de tu niña. Adiós, Valeria. Que el Dios verdadero, que tú buscas con espíritu bueno, te conforte y proteja. Jesús pone la mano encima de la cabeza de la pequeñuela, bendiciendo. Luego se acerca a la puerta cerrada y pregunta: -¿Has venido sola? -No. Con una liberta. El carro me espera en el bosque de antes del pueblo. ¿Todavía nos vamos a ver, Maestro? -Para la Dedicación estaré en Jerusalén, en el Templo. -Allí estaré, Maestro. Tengo necesidad de tus palabras para la nueva vida… -Ve tranquila. Dios no deja sin ayuda a quien lo busca. -Creo… ¡Oh, verdaderamente es triste nuestro mundo pagano! -La tristeza se halla dondequiera que no haya verdadera vida en Dios. También en Israel se llora… Es porque ya no se vive en la Ley de Dios. Adiós. La paz sea contigo. La mujer hace una profunda reverencia e insinúa algo a la niña. Y la pequeñuela levanta la cara, alarga sus bracitos y repite: -¡Ave. Domine Jesu! Jesús se agacha y coge a flor de labios el beso inocente que ya se forma en la boquita, y la bendice una vez más… Luego entra otra vez en la habitación y, pensativo, se sienta junto a las flores que están desparramadas en el suelo. Pasa un rato así. Luego alguien llama a la puerta. -Ven. La puerta se entreabre y se introduce por la abertura la cara honesta de Pedro. -¿Eres tú? Ven… -No. Deberías venir Tú donde nosotros. Aquí hace frío. ¡Qué flores más bonitas! ¡Muy valiosas! – Pedro, mientras habla, observa a su Maestro. -Sí, muy valiosas. Pero el gesto y el modo en que ha sido llevado a cabo valen más que las flores. Me las ha traído la hija de Valeria, la romana amiga de Claudia. -¡Ya, ya sé! ¿Y por qué? -Para consolarme. Saben lo que sufro, y Valeria ha tenido esta idea. Ha pensado que las flores de una niña inocente podrían consolarme… -¡Una romana!… Y los de Israel te damos sólo dolor… La intuición de Judas era exacta. Decía que había visto un carro parado y que, sin duda, la mujer era una romana… y… y se ha intranquilizado, Maestro… Pedro es, todo él, una pura pregunta. Pero Jesús dice solamente: -¿Dónde está Judas? -Afuera. Quiero decir: en el camino, al principio del bosque. Quiere ver quién es el que ha venido a verte… -Vamos a bajar. Judas está ya en la cocina. Se vuelve y ve entrar a Jesús, y dice: -¡Aunque quisieras, no podrías negar que esa mujer ha venido para… quejarse de algo! ¿Tienen, todavía, más cosas que decir? No tienen en qué ocuparse, si no es en espiar e informar y… -No tengo obligación de responderte. Pero lo hago por todos. Y Simón Pedro ya sabe quién es, y a todos os digo la causa de su venida. También las criaturas que aparentemente son las más felices pueden tener necesidad de consuelo y consejo… Andrés, sube a recoger las flores que ha traído la niña y llévaselas al pequeño Leví. -¿Por qué? -Porque está muriéndose. -¿Está muriéndose? ¡Pero si a la hora tercera lo he visto yo y estaba sano! – dice asombrado Bartolomé. -Estaba sano. Antes del anochecer habrá muerto. -Si está tan mal, no podrá gozar de las flores… -No. Pero en esa casa abrumada las flores que envía el Salvador dirán una palabra luminosa. Jesús se sienta mientras todos hablan de la labilidad de la vida. Entre tanto, Elisa se ha puesto el manto y ahora dice: -Voy yo también con Andrés… ¡Esa pobre madre!… Vese alejar a Andrés y a Elisa con las flores entre las manos… Jesús guarda silencio. También Judas, titubeante. Jesús está silencioso, pero no severo… Judas se mueve alrededor de Él, estimulado por el ansia de saber, por el ansia atormentada de quien no tiene en paz la conciencia. Pero, al final, lo que hace es apartar a Pedro y preguntarle. Se sosiega después de hablar con Pedro, y va a pinchar a Mateo, que está escribiendo tranquilamente en un ángulo de la mesa. Vuelve Andrés corriendo. Habla con congoja: -¡Maestro, el niño está realmente agonizando… A1 improviso… Parecían locos… Pero cuando Elisa ha dicho: «Las manda el Señor» y yo… creía que hubieran comprendido: «para el lecho fúnebre», la madre y el padre… juntos, han dicho: «¡Oh! ¡Es verdad! Corre a llamarlo. Él lo curará». -La palabra de la fe. Vamos -y Jesús sale casi corriendo. Naturalmente, todos lo siguen, incluso el viejo Juan, renqueando, al final de todos.La casa está al final del pueblo. Pero Jesús llega pronto, y se abre paso entre la gente, que obstaculiza la puerta abierta. Va derecho a una habitación que está en el fondo del zaguán, porque es una casa grande, con muchos moradores, quizás hermanos unos de otros. En la habitación, inclinados sobre el improvisado lecho, el padre, la madre y Elisa… No ven a Jesús sino cuando dice: «La paz a esta casa». Entonces dejan el lecho los infelices padres, y se arrojan a los pies de Jesús. Sólo Elisa se queda donde estaba, ocupada en frotar los miembros, que ya van helándose, con sustancias aromáticas. El pequeño está realmente en las últimas. Su cuerpo tiene ya la pesantez y el relajamiento de la muerte. Su carita está cérea; los orificios de la nariz, denegridos; los labios, violáceos. El pequeño respira con fatiga, espasmódico el pequeño pecho, y cada respiro, de tan separado como está del precedente, parece siempre el último. La madre llora, apoyado el rostro en los pies de Jesús. El padre, también postrado hasta el suelo, dice: «¡Ten piedad! ¡Ten piedad!». No sabe decir nada más. Jesús dice: -Leví, ven aquí conmigo – y alarga los brazos. El pequeño, un niñito de unos cinco años, sufre como una sacudida, como si alguien, mientras durmiera, le hubiera llamado fuerte. Se sienta sin fatiga, se restriega con los pequeños puños los ojitos, mira a su alrededor como asombrado, y, al ver a Jesús, abandona sonriente el lecho y, vestido con su blusón, va seguro hacia el Salvador. Los padres, estando, como están, inclinados, no ven nada. Pero las exclamaciones de Elisa, que grita: « ¡Bondad eterna!», y de los apóstoles y curiosos, que desde el zaguán elevan un: « ¡Oh!» de estupor, les advierten de lo que está sucediendo, y levantan la cara del suelo y ven a su hijito allí, sano como si jamás hubiera agonizado… La alegría hace reír, llorar, gritar o callar, según las reacciones del individuo; aquí produce un estupor mudo, casi desconcertado… Es demasiada la diferencia entre la condición precedente y la actual, los dos pobres padres, que ya estaban aturdidos por el dolor, hallan dificultad en acoger la alegría. Pero al fin lo consiguen, mientras Jesús toma en brazos al niño. Entonces, al mutismo sigue un diluvio de palabras mezcladas con exclamaciones de alegría y bendición. Y es difícil seguir este diluvio de palabras que se superponen desordenadamente. Reconstruyo por ellas que hacia la hora sexta el niño, que estaba jugando en el huerto, había entrado en la casa quejándose de dolores abdominales. Su abuela lo había tomado en brazos y lo había tenido cerca del fuego, y parecía mejorar. Pero luego, cercana ya la hora nona, había sufrido un vómito de materias intestinales y enseguida había entrado en la agonía. La clásica peritonitis fulminante. Su padre, ante las primeras manifestaciones del mal, había corrido a Jerusalén y había vuelto con un médico, el cual, visto al niño -a quien, entretanto, le había venido el vómito-, había dicho: «No puede vivir» y se había marchado… En efecto, cada minuto que pasaba, el pequeño empeoraba, y ya se ponía frío, y ellos, en medio de la angustia de la imprevista desgracia, no eran capaces de pensar en la salvación cercana. Solamente cuando Andrés y Elisa entraron con las flores diciendo: «Las manda Jesús a Leví», tuvieron como una luz interior y dijeron: «Jesús lo salvará». -¡Y lo has salvado, bendito por toda la eternidad! ¡Tus flores! ¡La esperanza! ¡La fe! ¡Oh, sí, la fe en tu amor por nosotros! ¡Ordena como a esclavos! ¡Todo te debemos!… Jesús los escucha, mientras sigue teniendo en brazos al niño. Los deja hablar hasta que se cansan, hasta que sus nervios, sometidos a tanta tensión, con el desahogo, se relajan. Luego dice dulcemente: -Amo a los niños y a los corazones fieles. Todos vosotros, los de Nob, sois muy buenos conmigo. Si soy bueno con quien me odia, ¿qué no daré a quien me ama? Yo sabía… y sabía también que el dolor os hacía olvidar a la Fuente de la Vida. He querido señalaros el camino… -¿Pero por qué no has venido Tú mismo, Señor? ¿Temías, acaso, que no te acogiéramos? -No. Sabía que me recibiríais con amor. Pero entre estos que están alrededor de nosotros había alguno que necesitaba convencerse de que Yo no ignoro nada acerca de los hombres y del estado de los corazones. Y he querido también que otros comprendieran que Dios responde a quien lo invoca con fe. Ahora estad en paz. Y creced cada vez más en la fe en la misericordia de Dios. La paz sea con todos vosotros. Adiós, Leví. Ve con tu mamá ahora. Adiós, mujer. Consagra al Señor también el fruto que llevas en tu seno, en recuerdo de la bondad que ha tenido el Señor para contigo. Adiós, hombre. Conserva tu espíritu en la justicia. Se vuelve para marcharse, y pasa con dificultad entre los parientes que se apiñan en el zaguán (abuelos, tíos, primos del que ha recibido el milagro) y que quieren, todos, hablarle a Jesús, bendecirlo, ser bendecidos, besarle las vestiduras, las manos… Y luego, después de la numerosa parentela, está la gente del pueblo, que quiere hacer lo mismo. Pero éstos -dejando a los de la casa bendecida por el milagro a gozar de su alegría- se echan a la calle en pos de Jesús. Y en las calles, ya oscuras, con el habitual ruido de las horas de fiesta, toda Nob conduce de nuevo a Jesús a la casita de Juan. Y se hace necesaria toda la autoridad de los apóstoles para convencer a los del pueblo de que regresen a sus casas y dejen tranquilo al Maestro; y para conseguirlo, a la autoridad deben unir medios más enérgicos como la amenaza de que, si no lo dejan descansar, al día siguiente se marcharán todos de allí. Por fin, el Cansado puede descansar…