En Nob. Consuelo materno de Elisa y regreso inquietante de Judas Iscariote.
-¡Sí, Maestro! Judas de Keriot está aquí desde hace muchos días. Vino al atardecer de un sábado. Parecía cansado, jadeante. Decía que te había perdido por las calles de Jerusalén, que te había buscado presuroso en todas las casas adonde normalmente vas. Aquí venía todos los atardeceres. Dentro de poco vendrá. Por la mañana se marcha, y dice que va a los aledaños a predicarte. -De acuerdo, Elisa… ¿Y tú lo has creído? -Maestro, Tú sabes que no me gusta ese hombre. Si hubieran sido así mis hijos, habría rogado al Altísimo que me los hubiera llevado. No he creído en sus palabras, no. Pero por amor a ti he guardado en mí mi juicio… Y he sido materna con él. Al menos así he conseguido que volviera aquí todas las noches. -Has hecho bien. Jesús la mira muy fijamente y, al improviso, pregunta: -¿Dónde está Anastática? Elisa se cubre de un rubor violáceo, propio de una persona anciana, pero responde con franqueza: -En Betsur. -Has hecho bien también en esto. Y, te lo ruego, compadécete de ese hombre. -Es por esta compasión por lo que he querido apagar el incendio antes de que se extendiera con escándalo, o, cuanto menos, asustando a la hija. -Que Dios te bendiga, mujer justa… -¿Sufres mucho, Maestro? -Sufro. Es verdad. A una madre se lo puedo decir. -A una madre se lo puedes decir… Si no fueras Jesús, el Señor, querría recibir tu cabeza cansada en mi hombro y apretar tu corazón afligido contra mi corazón. Pero Tú eres tan santo que no puede una mujer, que no sea tu Madre, tocarte… -Elisa, buena amiga de mi Madre y madre buena, tu Señor pronto será tocado por manos mucho menos santas que las tuyas, y besado… ¡oh!… Y después, otras manos… Elisa, si te fuera permitido tocar el Santo de los Santos, ¿con qué espíritu lo harías? ¿Te abstendrías, acaso, si la voz de Dios, entre la nube de los inciensos, te pidiera amor para recibir por fin una caricia de amor después de tantos que se acercan a Él sin amor? -¡Mi Señor! Si Dios me lo pidiera, de rodillas iría a cubrir de besos el lugar santo. ¡Y ojalá quisiera Dios sentirse satisfecho, consolado con mi amor! -Entonces, Elisa, buena amiga de mi Madre y fiel y buena discípula de tu Salvador afligido, déjame apoyar la cabeza en tu corazón, porque mi corazón está afligido hasta el punto de experimentar penas de muerte. Y Jesús, estando sentado donde está, ante Elisa, que está de pie cerca de Él, apoya realmente la frente contra el pecho de la anciana discípula, y lágrimas silenciosas se deslizan por la túnica oscura de la mujer, que no puede contenerse de apoyar la mano en la cabeza que está reclinada en su corazón, y luego, al sentir que caen lágrimas en sus pies, calzados con sandalias pero desnudos, se inclina para rozar con un beso los cabellos de Jesús, y, a su vez, llora silenciosamente, y alza los ojos al cielo con muda oración. Parece una muy anciana Madre Dolorosa. No pretende otros gestos o palabras; pero con este acto suyo es tan «madre», que más no podría serlo. Jesús levanta la cara y la mira. Sonríe levemente y dice: -Que Dios te bendiga por tu piedad. ¡Bien necesaria es una madre cuando el dolor desborda las fuerzas del hombre! Se pone en pie. Mira otra vez a la discípula y dice: -Este momento queda entre tú y Yo, en todos sus elementos. Para esto me he adelantado solo. -Sí, Maestro. Pero no puedes seguir solo. Dispón que venga tu Madre. -Dentro de dos lunas estará conmigo… – y está para decir alguna otra cosa, cuando abajo, en la cocina, resuena la voz fuerte, siempre un poco achulada e irónica, de Judas de Keriot: -¡Todavía con tu trabajo de talla, viejo? ¡Hace frío! Y aquí no hay fuego. Tengo hambre. Y no hay nada preparado. ¿Es que está dormida Elisa? Ha querido ella sola. Pero los viejos son lentos y su memoria es débil. ¡Eh! ¿No hablas? ¿Esta tarde estás completamente sordo? -No. Pero te dejo hablar, porque tú eres apóstol y no me está indicado reprenderte – responde el anciano. -¿Reprender? ¿Por qué? -Busca en ti mismo y lo hallarás. -Mi conciencia no tiene voz… -Señal de que es deforme, o que la has malogrado. -¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Debe ser que Judas sale de la cocina, porque se oye primero un portazo y luego pisadas en la escalera. -Bajo a preparar las cosas, Maestro. -Ve, Elisa. Elisa sale de la habitación de arriba y pronto encuentra a Judas, que está para poner pie en la terraza. -Tengo frío y hambre. -¿Y nada más? Entonces, hombre, tienes muy poco todavía. -¿Y qué más debería tener? -¡Pues… muchas cosas!… La voz de Elisa se aleja. -Todos unos viejos necios. ¡Uf!… Empuja la puerta y se encuentra de frente a Jesús. Del estupor, retrocede un paso. Se recupera para decir: -¡¡Maestro!! ¡La paz a ti! -La paz a ti, Judas. Jesús recibe el beso del apóstol, pero no lo devuelve. -Maestro. ¿Tienes…? ¿No me besas? Jesús lo mira y calla. -Es verdad. He errado. Y no besarme es lo mínimo que me puedes hacer. Pero no me juzgues demasiado severamente. Aquel día me vi rodeado por algunos que… no te amaban y disputé con ellos hasta quedarme ronco. Después… dije: «¡¿Quién sabe a dónde habrá ido?!», y volví aquí para esperarte. ¿No es ya, de hecho, tu casa ésta? -Sí, mientras me lo conceden. -No querrás guardarme rencor por esto… -No. Solamente quiero que consideres el mal ejemplo que has dado a los otros. -¡Ya! Ya oigo sus palabras. Pero tengo justificaciones ante ellos. Ante ti ni siquiera me justifico porque sé que ya me has perdonado. -Te he perdonado ya, es verdad. Sería lógico esperar de Judas un acto de humildad, de amor, por tanta bondad; sin embargo, manifiesta uno totalmente opuesto, un acto de enojo mientras exclama: -¡¿Entonces no hay forma de verte airado?! ¿Qué hombre eres? Jesús calla. Judas lo mira -él, en pie; Jesús, sentado y cabizbajo- y menea la cabeza con una sonrisa maligna en sus labios. Y el episodio queda superado para él. Se pone a hablar de esto o aquello, como si fuera el que, de todos, estuviera más en orden. Se hace de noche. Cesan los ruidos de la calle. -Vamos a bajar – ordena Jesús. Entran en la cocina, donde resplandece el fuego en el hogar y arde una lámpara de tres boquillas. Jesús, cansado, se sienta cerca del hogar y parece adormilarse con el calorcito… Llaman a la puerta. El anciano abre. Son los apóstoles. Pedro, que es el primero en entrar, ve a Judas y arremete contra él: -¿Se puede saber dónde has estado? -Aquí. Simplemente, aquí. Era estúpido correr de acá para allá siguiendo a seres desaparecidos. Vine aquí, adonde estaba seguro que volveríais. -¡Bonito modo de actuar! -El Maestro no me ha reprendido por ello. Y, por lo demás, has de saber que no he perdido mi tiempo. He evangelizado todos los días, y he hecho milagros también; y eso es bueno. -¿Y quién te había autorizado a ello? – dice Bartolomé en tono severo. -Nadie. Tú, no. Nadie. Pero ya basta de ser unos… personas… En definitiva, que la gente se asombra y murmura y se ríe de nosotros, apóstoles que no hacemos nada. Y yo, que sé esto, he obrado por todos. Y he hecho más todavía. He ido a ver a Elquías y le he demostrado que no se obra mal cuando uno es santo. Había muchos. Los he convencido. Ya veréis como aquí no nos van a molestar. Y ahora estoy contento. Los apóstoles se miran. Miran a Jesús: su rostro es impenetrable; parece velado por un gran cansancio físico, que es lo único que se ve. -De todas formas, hubieras podido hacer esto con licencia del Maestro – observa Santiago de Alfeo. -Hemos estado siempre preocupados por causa tuya. -¡Bueno, bien! Pues ahora se os calman todas las angustias. Él no me habría dado permiso. Nos… tutela demasiado. Hasta el punto de que la gente murmura que está celoso de nosotros, que teme que hagamos más que Él, y también que Él nos castiga. La gente tiene lengua mordaz. La verdad, por el contrario, es que Él nos quiere más que a la niña de sus ojos… ¿No es verdad, Maestro?… Y teme que incurramos en peligros o que… quedemos mal. Y también nosotros, por dentro, pensábamos que estábamos como castigados, y que Él tenía celos… -¡Eso sí que no! ¡Yo nunca he pensado eso! – interrumpe Tomás. Y los otros hacen coro. Menos Judas Tadeo, que planta sus ojos francos y bellísimos en los ojos también bellísimos, pero huidizos, de Judas, y dice: -¿Y cómo has podido hacer milagros tú? ¿En nombre de quién? -¿Que cómo? ¿Que en nombre de quién? ¿Pero no recuerdas que nos dio este poder? ¿Acaso nos lo ha quitado? No, que yo sepa. Así que… -Así que yo no me permitiría nunca hacer nada sin su consentimiento y mandato. -Bueno, pues yo lo he querido hacer. Temía no saber hacerlo ya. Lo he hecho. ¡Estoy contento! – y corta la discusión saliendo al huerto oscuro.Los apóstoles se miran otra vez. Están asombrados de tanta audacia. Pero ninguno se siente con fuerzas de decir algo que pudiera entristecer más todavía a su Maestro, cuyo rostro refleja incluso sufrimiento. Se desembarazan de los fardeles (Juan, Andrés y Tomás los llevan arriba). Y Bartolomé, agachándose para recoger una rama seca que se ha caído de un haz, le susurra a Pedro: -¡No quiera Dios que le haya ayudado el demonio! Pedro hace un gesto con las manos, como diciendo: « ¡Misericordia!», pero no responde ni una sola palabra. Va donde Jesús, le pone una mano en el hombro y le pregunta: -¿Estás muy cansado? -Mucho, Simón. – Está ya preparado, Maestro. Ven a la mesa. O… no, quédate ahí, cerca de la lumbre. Te llevo la leche y el pan – dice Elisa. Y, efectivamente, habiendo puesto en una bandeja un tazón grande de leche humeante, y pan cubierto de miel, se lo lleva a Jesús y espera a que Él ore en pie ofreciendo el alimento. Luego se acurruca en el suelo, buena, anciana, materna, llena de deseos de consolarlo, y le sonríe mientras le anima a que coma, y -puesto que Jesús le ha regañado dulcemente por la miel extendida en el pan- le responde: -¡Te daría mi sangre para darte fuerzas, Maestro mío! Esto no es más que la pobre miel de mi huerto de Betsur, y sólo puede darte alivio al cuerpo. Pero mi corazón… Los otros comen alrededor de la mesa, con el fuerte apetito de quien ha andado mucho. Y Judas, tranquilo, casi con chulería, come con ellos, y es el único que habla… Sigue hablando, cuando Jesús ordena: -Que cada uno de vosotros vaya a las casas que os dan hospedaje. Id. La paz sea con vosotros. Se quedan con Él Judas, Bartolomé, Pedro y Andrés. Y Jesús ordena inmediatamente el descanso. Está mortalmente cansado. Tanto que no puede ya sostener la fatiga de hablar y de oír hablar, y –esto lo pienso yo- la de soportar el esfuerzo de dominarse respecto a Judas de Keriot…