En la casa de Juan de Nob, otra alabanza a la Corredentora. Embustes de Judas Iscariote.
Jesús está en Nob. Y debe ser desde hace poco, porque está organizándose y dividiendo en tres grupos de cuatro personas a sus doce para distribuirlos en las casas. Él se queda con Pedro, Juan, Judas Iscariote y Simón Zelote, mientras que Santiago de Zebedeo tiene a cargo el grupo compuesto por Mateo, Judas de Alfeo y Felipe, y Bartolomé está a la cabeza del tercero, y los que a él están sujetos son Santiago de Alfeo, Andrés y Tomás. -Iréis a donde han ofrecido recibiros, después de cenar. Volveréis aquí por la mañana y os diré lo que tenéis que hacer. En las horas de las comidas estaremos juntos. Recordad lo que os he dicho muchas veces: que también con el modo de vivir y convivir entre vosotros y con quien os recibe debéis predicar mi Doctrina. Sed, pues, sobrios, pacientes, honestos en vuestras palabras, en vuestras acciones, en vuestras miradas, de manera que la justicia emane de vosotros como un perfume. Ya veis cómo los ojos del mundo están siempre sobre nosotros, para calumniarnos o para estudiarnos, y también por veneración. Pero éstos son los menos entre los muchos ojos que nos observan. Y, no obstante, de estos pocos debemos tener sumo cuidado, porque sobre su fe carga el trabajo del mundo, para desmoronarla, y todo sirve al mundo como arma para destruir el amor de los buenos hacia mí, y, como consecuencia, hacia vosotros. No ayudéis, pues, al mundo con un modo de vida no santo, y no hagáis, siendo para ellos objeto de escándalo, más pesada la fatiga de los que deben defender su fe de las insidias de mis adversarios. El escándalo deja desorientadas a las almas, las aleja, las debilita. ¡Ay de aquel apóstol que sea escándalo para las almas! Peca contra su Maestro y contra su prójimo, contra Dios y contra el rebaño de Dios. Me fío de vosotros. No hagáis que a mi dolor, que es mucho, se una otro dolor que me venga de vosotros. -No temas, Maestro. De nosotros no recibirás dolor, a menos que Satanás nos extravíe a todos – dice Bartolomé. Entra Anastática, que está en la cocina con Elisa, y dice: -La cena está preparada, Maestro. Baja mientras está caliente. Te repondrás. -Vamos. Y Jesús se levanta y sigue a la mujer hacia abajo por la pequeña escalera que desde la habitación de arriba -donde están preparadas ya unas camas modestas- baja hasta el huertecito. Y de este entra en la cocina, alegrada por un fuego vivo. Está el anciano Juan junto al fuego, y Elisa ajetreada con las cosas de comer. Ella se vuelve con una sonrisa materna a mirar a Jesús cuando entra, y se apresura a volcar en una bandeja grande el trigo o cebada cocidos en la leche (esto ya lo he visto hacer a María de Alfeo en Nazaret antes de la partida de Juan y Síntica). -Mira. He tenido siempre presente que María Cleofás me dijo que te gustaba. Y había reservado la mejor miel para hacerlo también para Margziam… Siento que el niño no haya venido… -Nique ha querido que se quedara, junto con Isaac, dado que mañana a la aurora salen, y ella aprovecha el carro hasta Jericó para llevar a cabo la misión que ya sabes… -¿Qué misión, Maestro? – pregunta interesado Judas Iscariote. -Una misión muy femenina. Criar a un niño. Lo único que el niño no necesita leche, sino fe, porque es un niño en el espíritu. Pero la mujer es siempre madre, y sabe hacer estas cosas. ¡Y una vez que ha comprendido!… Vale cuanto el hombre. Y con la superioridad de la fuerza de su dulzura materna. -¡Qué bueno eres con nosotras, Maestro! – dice Elisa acariciándolo con la mirada. -Soy veraz, Elisa. Nosotros de Israel, y no sólo nosotros, estamos acostumbrados a ver a la mujer como si fuera un ser inferior, a pensar en ella así. No. Si está sujeta al hombre, como es justicia, si en ella recae más el castigo por el pecado de Eva, si su misión está destinada a desarrollarse entre velos y penumbras, sin gestos ni gritos llamativos, si todo en ella sucede como celado bajo un entrecielo, no por ello es menos fuerte o menos capaz que los hombres. Incluso sin traer a la memoria a las grandes mujeres de Israel, Yo os digo que hay mucha fuerza en el corazón de la mujer. En el corazón. Como para nosotros, varones, en la mente. Y os digo que está para cambiar la posición de la mujer respecto a las tradiciones, como respecto a muchas otras cosas. Y ello será justo, porque de la misma manera que Yo para los hombres todos, así, una Mujer obtendrá en modo especial para las mujeres gracia y redención. -¿Una mujer? ¿Y, según Tú, cómo va a redimir una mujer? – y Judas de Keriot se ríe. -En verdad te digo que Ella ya está redimiendo. ¿Tú sabes lo que es redimir? -¡Claro que lo sé! Es liberar del pecado. -Sí. Pero liberar del pecado no serviría de mucho, porque el Adversario es eterno y volvería a insidiar. Pero del Jardín terrenal una voz surgió, la Voz de Dios, diciendo: «Pondré enemistad entre ti y la Mujer… Ella te aplastará la cabeza y tú acecharás su calcañar». Nada más que una asechanza, porque la Mujer tendrá, tiene en sí, aquello que vence al Adversario. Y redime, por tanto, desde que existe. Redención ya presente, aunque celada. Pero pronto se manifestará al mundo, y las mujeres se fortalecerán en Ella. -Que Tú redimas… de acuerdo. Pero una mujer que pueda… No lo acepto, Maestro. -¿No recuerdas a Tobías? ¿Su cántico? (Tobías 13). -Sí. Pero habla de Jerusalén. -¿Tiene, acaso, ya Jerusalén un Tabernáculo en que esté Dios? ¿Puede Dios asistir desde su gloria a los pecados que se consuman dentro de las murallas del Templo? Otro Tabernáculo era necesario, y que fuera santo, y que fuera estrella que recondujera los errantes al Altísimo. Y esto se da en la Corredentora, que por los siglos de los siglos exultará de ser la Madre de los redimidos. «Tú brillarás con luz espléndida. Todos los pueblos de la Tierra se postrarán ante ti. Las naciones llegarán a ti desde lejos, llevando dones, y adorarán en ti al Señor… Invocarán tu gran nombre… Los que no te escuchen estarán entre los malditos, y benditos aquellos que se adhieran a ti… Serás feliz en tus hijos, porque ellos serán los benditos reunidos con el Señor». El verdadero cántico de la Corredentora. Y ya en el Cielo lo cantan los ángeles, que ven… La Jerusalén nueva y celeste comienza en Ella. ¡Oh, sí, esto es verdad! Y el mundo la ignora. Y la ignoran los ofuscados rabíes de Israel… Jesús se sumerge en sus pensamientos… -¿Pero de quién habla? – pregunta Judas Iscariote a Felipe, que está a su lado. Antes de que Felipe responda, Elisa, que está poniendo en la mesa queso y aceitunas negras, dice, más bien con dureza: -De su Madre habla. ¿No lo comprendes? -Nunca he sabido que sea nombrada por los profetas como mártir… Se habla únicamente del Redentor, y… -¿Y piensas que existe sólo la tortura de la carne? ¿Y no sabes que esa cosa no es nada, para una madre, respecto a la de ver morir a un hijo? ¡Tu mente -no hablo de tu corazón, no sé qué latido tiene, tu mente de que te jactas no te dice que un sinfín de veces una madre se sometería a la tortura y a la muerte con tal de no oír un gemido del hijo? Hombre, tú eres hombre y conoces el saber. Yo sé ser mujer y madre; no sé otra cosa. Pero te digo que eres más ignorante que yo, porque ni siquiera conoces el corazón de tu madre… -¡Me ofendes! -No. Soy anciana y te aconsejo. Haz sagaz tu corazón y evitarás llanto y castigo. Haz eso, si puedes. Los apóstoles, especialmente Judas de Alfeo, Santiago de Zebedeo, Bartolomé y el Zelote, se miran de reojo disimuladamente y agachan la cabeza para ocultar la sonrisita que aflora en sus labios por las francas palabras de Elisa al apóstol que se cree perfecto. Jesús sigue absorto y no oye nada. Elisa se vuelve a Anastática y dice: -Ven. Mientras terminan de comer vamos a preparar otras dos camas, porque tres son pocas – y hace ademán de querer salir. -¡Elisa, no dejaréis la vuestra, ¿no?! – exclama Pedro – No está bien. Yo y Juan podemos dormir en las tablas. Estamos acostumbrados. -No, Simón. Hay cañizos y esteras. Están guardados. Ahora los montamos en los caballetes. Sale con la otra. A los apóstoles, cansados y con el calorcito de la cocina, casi se les cae la cabeza. Jesús, apoyados el codo en la mesa y la cabeza en la mano, piensa. Un golpe en la puerta. Tomás, que es el más cercano, se levanta vara abrir. Exclama: -¿Tú, José? ¿Y con Nicodemo? ¡Entrad! ¡Entrad! -Paz a ti, Maestro, y a los que están en esta casa. Vamos a Ramá, Maestro; Nicodemo me ha invitado a ir allí. Pasando, hemos dicho: Detengámonos a saludar al Maestro». Queríamos saber si… te habían importunado más, visto que han ido a casa de José a buscarte. Te han buscado ya por todas partes, después de que has curado a aquel ciego. Es verdad que no han paseado fuera de las murallas. No han movido una silla, para no profanar el sábado. Y por eso se creen puros. Pero, para buscarte, para seguir a Bartolmái, han recorrido mucho más del máximo. -¿Y cómo lo han sabido, si el Maestro no ha hecho nada en la calle? – pregunta Mateo. -¡Eso! Ni siquiera nosotros hemos sabido si estaba curado. Hemos ido a la sinagoga y luego a saludar a Nique y a Isaac y a Margziam, que se quedan donde ella. Y luego, después del ocaso, rápidamente hemos venido aquí – dice Pedro. -Vosotros no lo habéis sabido. Pero los enviados de los fariseos sí. Vosotros no lo habéis visto, pero yo sí. Dos de ellos estaban presentes cuando el Maestro tocó los ojos al ciego. Desde horas antes estaban esperando. -¿Y eso? ¿Por qué? – pregunta Judas de Keriot con aire de inocente. -¿A mí me lo preguntas? -Es una cosa extraña. Por eso lo pregunto. -Cosa más extraña es que de un tiempo a esta parte donde está el Maestro hay siempre espías. -Los buitres van donde está el despojo; los lobos, donde el rebaño. -Y los ladrones, donde un cómplice les señala una caravana. Es como has dicho. -¿Qué quieres insinuar? -Nada. Completo tu proverbio aplicándolo a los hombres. Porque Jesús es hombre; y hombres son sus trasechadores. -Cuenta, José, cuenta… – dicen muchos de los presentes. -Si el Maestro quiere… he venido para contar. -Habla – dice Jesús. Y José narra minuciosamente todo lo que ha observado. Pero omite el detalle de que fue Judas el que habló al ciego del domicilio de Jesús. Los comentarios son muchos, furiosos, doloridos, según los corazones. Y Judas de Keriot es el más -en aparienciaafligido e inquieto. Contra todos, y especialmente contra el ciego imprudente que ha venido a ponerse en el sendero de Jesús en día de sábado, confiando en la conocida bondad del Maestro… -¡Pero si has sido tú el que se lo has señalado! Estaba cerca de ti y he oído – dice Felipe asombrado. -Señalar no quiere decir ordenar hacer. -¡Ah, te creo, que no te habrías permitido dar órdenes al Maestro!… – dice Judas Tadeo. -¿Yo? ¡Nada que ver! Se lo he señalado sólo para pedir explicación. -Sí. Pero señalar, a veces, es también tentar a hacer. Y esto lo has hecho – rebate Judas Tadeo. -Eso lo dices tú, pero no es verdad – afirma Judas con desfachatez.-¿Que no es verdad? ¿Estás completamente seguro? ¿Seguro como de vivir, de no haber hablado nunca de Jesús al ciego, de no haberlo sugestionado para que se dirigiera a Jesús, y, estás seguro, naturalmente, de no haberlo inducido a hacerlo inmediatamente, antes que Jesús dejara la ciudad? – pregunta José de Arimatea. -¡Por supuesto! ¡Y quién ha hablado a ese hombre? Yo seguro que no. Estoy siempre con el Maestro, día y noche, y si no con Él con los compañeros… -Creía que lo habías hecho ayer, cuando saliste con las mujeres – dice Bartolomé. -¿Ayer? Tardé menos en ir y volver que una golondrina volando. ¿Cómo hubiera podido buscar al ciego, encontrarlo y hablar con él en tan poco tiempo? -Quizás te encontraste con él… -¡Jamás lo había visto! -Entonces ese hombre es un mentiroso, porque ha afirmado que tú le habías dicho que viniera, y dónde, y cómo hacer las cosas; y le habías garantizado que Jesús le prestaría oídos y… – dice José de Arimatea. Judas le interrumpe con violencia: -¡Basta! ¡Basta! ¡Merece volverse ciego otra vez por todas las mentiras que dice! Yo, y puedo jurarlo por el Santo, no lo conozco nada más que de vista, y nunca he hablado con él. -Verdaderamente basta así. Tu alma está en regla, Judas de Keriot, que no temes a Dios porque sabes que tus obras son santas. Dichoso tú… que no temes nada – le dice José, mirándolo con severidad, con unos ojos que perforan. -No temo, no, porque no tengo pecado. -Todos pecamos, Judas. ¡Y poco aún es si sabemos arrepentirnos después de los primeros pecados y no aumentarlos en número y en maldad! – dice Nicodemo, que hasta ahora no ha hablado. Y luego se vuelve hacia el Maestro y dice: -Lo penoso es que José de Seforí ha sido amenazado con ser expulsado de la sinagoga, si vuelve a hospedarte, y Bartolmái ya ha sido expulsado. Iba a ella con su padre y su madre, pero unos fariseos lo esperaban y le negaron la entrada, y lo anatematizaron. -¡Esto ya es demasiado! ¿Hasta cuándo, Señor…? – gritan muchos de los presentes. -¡Calma! ¡Calma! No pasa nada. Bartolmái está en el camino del Reino. ¿Qué ha perdido, pues? Está en la Luz. ¿No es, entonces, más hijo de Dios que antes? ¡Oh, no confundáis los valores! ¡Calma! ¡Calma! No iremos tampoco a casa de José… Lo que siento es que Isaac piensa llevar allí a mi Madre y a María de Alfeo… Pero, en todo caso, serían pocas horas, porque ya hay uno que ha proveído a ello. Se dirige a Juan de Nob: -Padre, ¿tienes miedo del Sanedrín? Ya ves lo que cuesta dar posada al Hijo del hombre… Eres anciano. Eres un fiel israelita. Podrías ser expulsado de la sinagoga en tus últimos sábados. ¿Serías capaz de soportarlo? Habla con sinceridad, y Yo, si temes, me iré. Una cueva quedará en los montes de Israel para el Hijo de Dios… -¿Yo, Señor? ¿A quién crees que puedo temer, sino a Dios? No tengo miedo de la boca del sepulcro -es más, la miro como a cosa amiga-, ¿y crees que puedo tener miedo de la boca de los hombres? Sólo temería el juicio de Dios si, por miedo a los hombres, alejara de mí a Jesús, ¡el Cristo de Dios! -De acuerdo. Eres un hombre justo… Me quedaré aquí… cuando no esté en las ciudades cercanas, como tengo pensado hacer todavía otra vez. -Ve a Ramá y vienes a mi casa, Señor – dice Nicodemo. -¿Y si te perjudica? -¿Acaso no te invitan, por mala fe, los fariseos? ¿No podría hacerlo yo, para profundizar en tu corazón? -Sí, Maestro. Vamos a Ramá. Mi padre se alegrará mucho, si está en casa. Y, si no está, como sucede a menudo, encontrará tu bendición a su regreso – suplica Tomás. -El primer lugar al que iremos será Ramá, mañana… -Maestro, nosotros te dejamos. Tenemos afuera las cabalgaduras y estaremos en Ramá antes del final de la segunda vigilia. La Luna pone blancos los caminos, como de pálido sol. Adiós, Maestro. La paz sea contigo – dice Nicodemo. -La paz a ti, Maestro… y, escucha un consejo bueno de José el Anciano. Sé un poco astuto. Vigila alrededor de ti. Abre los ojos y cierra la boca. Haz, y no digas nunca antes lo que quieres hacer… Y no vengas a Jerusalén durante un tiempo; y, si vienes, no vayas al Templo sino el tiempo necesario para orar. ¿Me comprendes? Adiós, Maestro. La paz a ti. José ha remarcado mucho las palabras que subrayo, y, mientras las decía, miraba intensamente a Jesús; ya simplemente su mirada era un aviso. Salen al huertecito, blanco de luna. Desatan dos robustos asnos que estaban atados al tronco del nogal; suben a la silla y se marchan por el camino desierto y blanco… Jesús vuelve a la cocina con los suyos… -Pero ¿qué habrá querido decir aquí al final? -Y ¿cómo se habrán enterado ésos? -¿Qué le harán a José de Seforí? -Nada. Palabras. Sólo palabras. No penséis ya más en ello. Son cosas pasadas y sin consecuencias. Vamos. Decimos la oración y nos separamos para la noche. «Padre nuestro…»». Los bendice, los mira mientras se marchan. Luego sube, con los cuatro con que se ha quedado, a la habitación donde están las camas.