En la casa de campo de María de Keriot.
Llegan a la casa de campo de Judas, en una fresca y espléndida mañana. Los manzanos están aljofarados de rocío, y la hierba a sus pies es una alfombra de flores sobre la cual zumban las abejas. La casa tiene ya abiertas de par en par las ventanas. La que la dirige, la mujer fuerte que mitiga su autoridad con una gran bondad, está impartiendo órdenes a los criados y campesinos, y distribuye con sus propias manos los alimentos antes de mandar a cada uno a su trabajo. Por la amplia puerta, abierta también de par en par, de la vasta cocina, se la ve pasar una y otra vez, vestida de oscuro, hablando con uno u otro, haciendo las fracciones según las necesidades del trabajador. Una banda de palomas espera su parte arrullando delante de la puerta.
Jesús se aproxima sonriendo, y ya está casi en la puerta cuando, con un saquito de grano en la mano, María de Salomé se asoma diciendo:
-Y ahora a vosotras, palomitas. Ésta es la primera comida. Luego id, felices, a alabar al Señor. ¡Tranquilas, tranquilas, que hay para todas sin necesidad de picaros!…
Y esparce las semillas, arrojándolas en todas las direcciones para impedir peleas violentas entre las voraces palomas. No ve a Jesús porque tiene la cabeza baja, y se agacha incluso a acariciar a algunas aves que le picotean suavemente los dedos de los pies como caricia de amor. María toma una de ellas entre sus manos y la acaricia. Luego la deja en el suelo y suspira.
Jesús da un paso hacia delante y dice:
-¡ La paz a ti, María, y a tu casa!
-¡El Maestro! – exclama la mujer, dejando caer el saquito que tenía debajo del brazo, y corre hacia Jesús, y al hacerlo espanta a las palomas, las cuales, no obstante, se posan inmediatamente en el suelo, y trabajan con ahínco en la cuerdecita del saquito para soltarla y en su tela para aflojarla y satisfacer su voracidad.
-¡Oh! ¡Señor! ¡Qué día más santo y dichoso! – y hace ademán de arrodillarse a besar los pies de Jesús. Pero Él se lo impide diciendo:
-Las madres de mis apóstoles y las israelitas santas no deben humillarse como esclavas en mi presencia. Me han dado su espíritu fiel y su hijo, Yo les doy a ellas un amor de predilección.
La madre de Judas, emocionada, le besa entonces las manos susurrando:
-¡Gracias, Señor!
Luego alza la cabeza y mira al pequeño grupo de los apóstoles, que se había detenido a la altura de los últimos árboles, y, extrañada de no ver que su hijo venga a ella, observa mejor al grupo. Su rostro palidece por el temor. Casi se le escapa un grito para preguntar:
-¡Mi hijo dónde está? – y mira con miedo y dolor a Jesús.
-No temas, María. Lo he mandado con Simón Zelote a casa de Lázaro para una misión. Si me hubiera podido detener en Masada el tiempo que había decidido, lo habría encontrado aquí; pero no he podido quedarme allí: la ciudad hostil me ha expulsado. Y he venido sin demora a buscar consuelo en una madre y a darle a ella el consuelo de saber que su hijo sirve al Señor – dice Jesús subrayando las últimas palabras para darles un significado más amplio.
María es como una flor mustia que cobrase nuevo vigor. Recupera e1 color de sus mejillas y la luz de su mirada. Pregunta:
-¡Verdaderamente, Señor, es bueno y te es motivo de satisfacción? ¿Sí? ¡Oh, gozo, gozo del corazón de la madre¡ ¡He orado mucho¡ ¡Mucho¡ ¡He dado muchas limosnas¡ ¡Muchas¡ Y he hecho muchas penitencias… Muchas… ¿Y qué no haría para hacer de mi hijo un santo? ¡Gracias, Señor¡ Gracias por amarlo tanto. Porque tu amor es lo que salva a mi Judas…
-Sí. Lo… sostiene «nuestro» amor…
-¡Nuestro amor¡ ¡Qué bueno eres, Señor¡ ¡Poner mi pobre amor al lado del tuyo, unido al tuyo, divino¡… ¡Oh, qué palabra me has dicho¡ ¡Cuánta seguridad¡ ¡Cuánto consuelo y paz me das con ella¡ Mientras se trataba de mi pobre amor, poco beneficio podía obtener -Judas de él. Pero Tú, con tu perdón… porque conoces sus pecados, Tú, con tu infinito amor, que parece crecer en la medida en que él, después de un pecado, lo necesita, ¡oh¡ Tú… mi Judas se vencerá a si mismo, finalmente, para siempre. ¿No es verdad, Maestro?
La mujer lo mira fijamente, con sus ojos serios y profundos, las manos juntas suplicantes.
Jesús… Jesús, que no puede decirle que sí y que no quiere negarle esta hora de paz, de dispersión de sus temores, encuentra unas palabras que no son una mentira, y que tampoco son una promesa, pero que pueden ser recibidas por la mujer con alivio. Dice:
-Su buena voluntad unida a nuestro amor puede hacer verdaderos milagros, María. Ten paz en tu corazón pensando siempre que Dios te ama. Mucho. Te comprende. Mucho. Y será siempre amigo tuyo.
María le besa de nuevo las manos en señal de agradecimiento. Y luego dice:
-Entra entonces en mi casa hasta que llegue Judas. Aquí hay amor y paz, Maestro bendito.
Jesús llama a los suyos y entra en la casa para descansar y reponer fuerzas.
Atardece. La noche desciende lentamente sobre la campiña. Cesan los ruidos, uno a uno, y no queda más que el viento ligero entre las frondas como voz en el silencio. Luego… óyese el primer grillo en los campos de mieses. Otro… otro… y toda la campiña canta monótonamente… hasta que un ruiseñor lanza la primera pregunta canora a las estrellas… calla escuchando y luego repite. Calla de nuevo… ¿Qué espera?… ¿Quizás el primer rayo de luna?… Musita quedamente. Debe haberse metido en el tupido nogal que hay junto a la casa; quizás tiene ahí su nido. Parece cuchichear con su compañera, que quizás está encobando… Un balido insistente poco lejano. Un sonar de cascabeles en el camino que conduce a Keriot. Luego silencio.
Jesús está sentado al lado de María, en unos asientos que han sido colocados delante de la casa. Descansa en ambiente sereno, entre los suyos y los domésticos. Es una hora dulce, sosegada. Y ello es descanso para los cuerpos y los espíritus. Jesús habla poco, sólo de vez en cuando; deja que hablen los apóstoles, de Engadí, del anciano jefe de la sinagoga, del milagro. María y los criados escuchan atentos.
Algo se mueve entre los troncos de los manzanos. Pero, si bien aquí, en la plazoleta de delante de la casa, aún se ve un poco, por las claras estrellas que pueblan el cielo, allí, bajo el tupido follaje, no hay ni pizca de luz, y solamente llega a los oídos el ruido de algo que se mueve.
-¿Algún animal nocturno? ¿Alguna oveja descarriada? – se preguntan varios. Y el haber mencionado una oveja evoca en el pensamiento de muchos una oveja que se queja porque le han quitado a su cordero para matarlo.
-¡No acaba de resignarse¡ – dice el administrador – Temo que se le coagule la leche. Desde esta mañana no come y no hace otra cosa que balar… ¡Oídla¡…
-Se le pasará… Tienen hijos para que nosotros nos comamos el cordero – dice filosóficamente uno de los domésticos. -Pero no todas son iguales. Ésta es más inteligente y sufre más. ¿Oyes? ¿No parece realmente llanto? No me llames tonta, Maestro… Me duele como el llanto de una mujer que hubiera perdido a su hijo.
-¡Tú, por el contrario, madre, encuentras a tu hijo¡ – dice Judas de Keriot apareciendo a sus espaldas junto con Simón y haciéndoles sobresaltarse a todos por la sorpresa.
-¡Maestro¡ Danos tu bendición ahora que regresamos, como nos la diste cuando nos marchamos.
-Sí, Judas – y Jesús abraza a los dos que han vuelto.
-La tuya, mamá…
También María besa y abraza a su hijo.
-¡No creíamos verte ya aquí, Maestro. Hemos andado incansablemente, casi siempre por atajos para evitar que nos entretuvieran. Pero hemos encontrado a algunos discípulos y hemos avisado a Juana y a Elisa de que pronto nos verán – explica Simón.
-Sí. Y Simón caminaba como un joven. Maestro, hemos llevado el mensaje. Lázaro está muy mal. El calor le hace sufrir más todavía. Solicita que vayamos pronto a verlo… Maestro, no he ido a ningún sitio aparte de a la Antonia, por caridad hacia Egla, que antes de partir para Jericó quería dar las gracias a Claudia. ¿Verdad, Simón?
-Es verdad. Y a la Antonia fuimos a la hora sexta, un día de bochorno que aconsejaba a todos quedarse en casa. Mientras Judas hablaba con Claudia, a la que Álbula Domitila había llamado al jardín, me hacían preguntas las otras mujeres. No creo haber hecho mal explicando como podía lo que querían saber.
-Hiciste bien. En ellas hay verdadera voluntad de conocer la Verdad.
-Y en Claudia hay verdadera voluntad de ayudarte. Se despidió de Egla, que fue a saludar a Plautina y a las otras, y me hizo muchas preguntas. Si entendí bien, quiere convencer a Poncio de que no crea las calumnias fariseas, saduceas, etc. Poncio sólo hasta cierto punto se fía de sus centuriones, que son buenos para la batalla pero poco buenos para transmitir mensajes. Y, para saber con seguridad las cosas, se sirve mucho de su mujer, que debe ser inteligente hasta rayar con la astucia. La verdad es que el Procónsul es Claudia. Poncio debe ser una nulidad que si está arriba es porque ella es quien es, como poder y como consejera. Quisieron darnos dinero para tus pobres. Aquí está.
-¿Cuándo habéis llegado? No parecéis cansados ni traéis polvo – pregunta Santiago de Zebedeo.
-Entre la hora tercera y la sexta. Hemos ido a Keriot para ver si estaba mi madre y para avisar de tu llegada. Pero me he comportado como Tú quieres, Maestro. No me he dejado tentar por deseos humanos. ¿No es verdad, Simón?
-Es verdad.
-Has hecho bien. Obedece siempre y te salvarás.
-Sí, Maestro. ¡Oh, ahora que sé que Claudia está con nosotros, ya no tengo mis necias prisas! Todas amor, de todas formas. Tienes que reconocerlo. Amor desordenado… Desordenado porque se sentía sin protección, sin ayuda para conseguir su finalidad, que es que te amen, que te respeten como mereces, como debe ser. Ahora estoy más tranquilo. Ya no tengo miedo. Y me resulta suave incluso esperar…
Judas sueña con los ojos abiertos.
-No te abandones a los sueños, Judas. Estáte en la verdad. Yo soy la Luz del mundo y la luz será siempre odiada por las tinieblas… advierte Jesús.
La Luna se ha levantado. Su blancura inunda la campiña, pone pálidos los rostros, viste de plata las casas y los árboles. El nogal está envuelto todo de luna a oriente. El ruiseñor recoge la invitación lunar y desata su canto, largo, melodioso, que tenía reservado, para saludar a la noche y a la Luna.