En Jerusalén, encuentro con el ciego curado y palabras que revelan a Jesús como buen Pastor.
Jesús, que ha entrado en la ciudad por la puerta de Herodes; está cruzándola en dirección hacia el Tiropeon y el barrio de Ofel. -¿Vamos al Templo? – pregunta Judas Iscariote. -Si. -¡Cuidado con lo que haces! – advierten muchos. -Estaré allí sólo el tiempo de la oración. -Te van a salir al paso. -No. Vamos a entrar por las puertas de septentrión y saldré por las de mediodía, y no tendrán tiempo de organizarse para hacerme algún daño. A menos que esté siempre detrás de mí uno que vigile e informe. Ninguno replica, y Jesús prosigue hacia el Templo, que aparece, en lo alto de su colina, casi espectral bajo la luz verde amarillenta de una plomiza mañana de invierno, en la que el sol nacido es sólo recuerdo que se obstina en mantenerse presente tratando de abrir una brecha en la densa masa de nubes. ¡Esfuerzo vano! E1 alegre lucir de la aurora ha quedado reducido al reflejo mate de un amarillo irreal, no extendido, sino agrupado en manchas que contienen también tonalidades de plomo veteado de verde. Y, debajo de esta luz, los mármoles y el oro del Templo aparecen sin brillo, tristes, yo diría lúgubres, como ruinas que aún despuntan en una zona de muerte. Jesús lo mira intensamente mientras sube hacia la muralla. Y mira las caras de los viandantes matutinos. Son, por lo general, gente humilde: hortelanos, pastores con los animalitos que han de ser matados, criados o amas de casa dirigidos a los mercados. Y todos se alejan silenciosos, arrebujados en los mantos, un poco encorvados para defenderse del viento más bien frío de la mañana. También los rostros parecen más pálidos de como son normalmente los de esta raza. Es la luz extraña la que los pone así, verdosos o casi perlinos, con el fondo de los mantos de colores, que, verdes o de vivo color violado o amarillos intensos, no son, ciertamente, adecuados para proyectar reflejos róseos en las caras. Alguno saluda al Maestro, pero no se detiene. No es la hora propicia. Todavía no hay mendigos lanzando sus quejumbrosos gritos en los cruces y debajo de las amplias bóvedas que, cada poco, cubren las calles. La hora y el período del año contribuyen a la libertad -para Jesús- de caminar sin obstáculos. Ya están en las murallas. Entran. Van al atrio de los Israelitas. Oran mientras un sonido de trompetas -diría que son de plata por timbre- anuncia algo que es, sin duda, importante, y se esparce por la colina; y, mientras un perfume de incienso se esparce suavemente, sobrepujando todos los otros olores menos agradables que puedan percibirse en la cima del Moria, o sea: el perpetuo -diría: natural- olor a carne de animales degollados y consumidos por el fuego; el olor a harina quemada; el olor a aceite ardiendo: olores éstos que se detienen siempre ahí arriba, más o menos fuertes, pero que siempre están presentes, por los continuos holocaustos. Se marchan siguiendo otra dirección, y empiezan a ser notados por los primeros que vienen al Templo, por gente que pertenece al templo, por los cambistas y vendedores, que están montando sus mesas o recintos. Pero son demasiado pocos; y la sorpresa es tal, que no saben reaccionar. Entre sí intercambian palabras de estupor: -¡Ha vuelto! -¡No ha ido a Galilea, como decían! -¿Pero dónde estaba escondido, si no se le ha encontrado en ninguna parte? -Quiere realmente desafiarlos- -¡Qué necio!-¡Qué santo! – etcétera, según la disposición de cada uno. Jesús está ya fuera del Templo y baja hacia la calle que lleva a Ofel. En esto, se encuentra al ciego de nacimiento, curado hace poco, el cual, cargado de cestas llenas de manzanas olorosas, camina alegre, bromeando con otros jóvenes igualmente cargados, que van en sentido opuesto al suyo. Quizás al joven le pasaría inadvertido el encuentro, dado que desconoce el rostro de Jesús y el de los apóstoles. Pero Jesús no desconoce la cara del que fue curado milagrosamente. Y lo llama. Sidonio, llamado Bartolmái, se vuelve y mira interrogativamente al hombre alto y majestuoso -a pesar de ir vestido humildemente- que lo llama por el nombre dirigiéndose hacia una callejuela. -Ven aquí – ordena Jesús. El joven se acerca sin dejar su carga. Mira a Jesús. Cree que desea comprar manzanas. Dice: -Mi jefe las ha vendido ya. Pero tiene más todavía, si quieres. Son bonitas y buenas. Traídas ayer de los pomares de Sarón. Y, si compras muchas, tienes un importante descuento, porque… Jesús sonríe mientras alza la derecha para poner freno a la locuacidad del joven. Y dice: -No te he llamado para comprar las manzanas, sino para alegrarme contigo y bendecir contigo al Altísimo, que te ha concedido su favor. -¡Oh, sí! Yo lo hago continuamente, por la luz que veo y por el trabajo que puedo realizar, ayudando a mi padre y a mi madre, por fin. He encontrado un buen jefe. No es hebreo, pero es bueno. Los hebreos no me querían por… porque saben que he sido expulsado de la sinagoga – dice el joven, y pone las cestas en el suelo. -¿Te han expulsado? ¿Por qué? ¿Qué has hecho? -Yo nada. Te lo aseguro. El Señor es el que lo ha hecho. En sábado, el Señor hizo que me encontrara con ese hombre que se dice que es el Mesías, y Él me curó, como ves. Por eso me han expulsado. -Entonces el que te curó no te ha hecho en todo un buen servicio-prueba Jesús. -¡No digas eso, hombre! ¡Esto que dices es una blasfemia! Ante todo, me ha mostrado que Dios me ama, luego me ha dado la vista… Tú no sabes lo que es «ver», porque has visto siempre. ¡Pero uno que no había visto nunca! ¡Oh!… Es… Con la vista se tienen juntamente todas las cosas. Yo te digo que cuando vi, allá en Siloé, reí y lloré, pero de alegría ¿eh? Lloré como no había llorado en el tiempo de la desventura. Porque entendí entonces cuán grande era ella y cuán bueno era el Altísimo. Y, además, puedo ganarme la vida, y con trabajo decoroso. Y, además… -esto es lo que, más que todo, espero que me conceda el milagro recibido-, además, espero poder encontrar al hombre al que llaman Mesías y a su discípulo que me… -¿Y qué harías entonces? -Quisiera bendecirlo. A Él y a su discípulo. Y quisiera decirle al Maestro, que tiene que venir realmente de Dios, que me tome a su servicio. -¿Cómo? Por causa suya estás anatematizado, con fatiga encuentras trabajo, puedes ser incluso más castigado, ¿y quieres servirle? ¿No sabes que están perseguidos todos aquellos que siguen al que te curó? -¡Ya lo sé! Pero Él es el Hijo de Dios. Eso se dice entre nosotros. A pesar de que aquellos de arriba (y señala al Templo) no quieran que diga. Y ¿no merece la pena dejarlo todo para servirle a Él? -¿Crees, entonces, en el Hijo de Dios y en su presencia en Palestina? -Lo creo. Pero quisiera conocerlo, para creer en Él no sólo en la mente, sino con todo mi ser. Si sabes quién es y dónde se encuentra, -dímelo, para ir donde Él, verlo, creer completamente en él y servirle. -Ya lo has visto, y no tienes necesidad de ir donde Él. El que ves y te habla en este momento es el Hijo de Dios. Y -no podría afirmarlo con plena seguridad- me ha parecido que al decir estas palabras Jesús ha tenido casi una brevísima transfiguración, adquiriendo un aspecto bellísimo y, diría, esplendoroso. Yo diría que, para premiar y confirmar en su fe a este humilde creyente que cree en Él, ha descubierto, durante el tiempo que dura un destello, su belleza futura (quiero decir la que asumirá después la Resurrección y conservará en el Cielo, su belleza de criatura humana glorificada, de cuerpo glorificado y hecho uno con la inefable belleza de su Perfección). Un instante, digo. Un destello. Pero el rincón semioscuro donde se han refugiado para hablar, bajo el arco de calleja, se ilumina extrañamente con una luminosidad que emana de Jesús, el cual, lo repito, adquiere una grandísima hermosura. Luego todo vuelve a ser como antes, excepto el joven, que ahora está en el suelo, rostro en tierra, y que adora y dice: -¡Yo creo, Señor, mi Dios! -Levántate. He venido al mundo para traer la luz y el conocimiento de Dios y para probar a los hombres y juzgarlos. Este tiempo mío es tiempo de opción, de elección y de selección. He venido para que los puros de corazón e intención, los humildes, los mansos, los amantes de la justicia, de la misericordia, de la paz, los que lloran y los que saben dar a las distintas riquezas su valor real y preferir las espirituales a las materiales encuentren aquello que su espíritu anhela; y para que los que eran ciegos – porque los hombres habían alzado gruesos muros para impedir el paso de la luz, o sea, impedir el conocimiento de Dios- vean, y los que se creen con vista se queden ciegos… -Entonces Tú odias a una parte grande de los hombres y no eres bueno como dices ser. Si lo fueras, buscarías que todos vieran, y que quien ya viera no se quedara ciego – interrumpen algunos fariseos, que han llegado al improviso por la calle principal y, cautamente, se han acercado con otros a espaldas del grupo apostólico. Jesús se vuelve y los mira. ¡Ciertamente ya no está transfigurado en dulce belleza! Es un Jesús bien severo el que fija en sus perseguidores sus miradas de zafiro. Su voz ya no tiene la nota de oro de la alegría, sino que es broncínea, y, cual sonido de bronce, es incisiva y severa en la respuesta: -No soy Yo el que quiere que no vean la verdad los que actualmente combaten contra ella. Son ellos mismos los que levantan delante de sus pupilas un muro de adoquines para no ver. Y se hacen ciegos por su libre voluntad. Y el Padre me ha enviado para que esta división tenga lugar, y sean verdaderamente conocidos los hijos de la Luz y los de las Tinieblas, los que quieren ver y la que quieren hacerse ciegos. -¿Acaso estamos nosotros también entre estos ciegos? -Si lo fuerais y trataseis de ver, no seríais culpables. Pero es porque decís: «Vemos», y luego no queréis ver, por lo que pecáis. Vuestro pecado permanece porque no tratáis de ver aun siendo ciegos. -¿Y qué tenemos que ver? -El Camino, la Verdad, la Vida. Un ciego de nacimiento, como era éste, con su bastoncito puede en todo caso encontrar la puerta de su casa e ir por ella, porque conoce su casa. Pero si lo llevaran a otros lugares, no podría entrar por la puerta de la nueva casa, porque no sabría dónde estaría y se chocaría contra las paredes. El tiempo de la nueva Ley ha llegado. Todo se renueva y un mundo nuevo, un nuevo pueblo, un nuevo reino surgen. Ahora los del tiempo pasado no conocen todo esto. Conocen su tiempo. Son como ciegos llevados a una ciudad nueva, donde está la casa regia del Padre, pero cuya ubicación no conocen. Yo he venido para guiarlos e introducirlos en ella y para que vean. Pero soy Yo mismo la Puerta por la cual se pasa a la casa paterna, al Reino de Dios, a la Luz, al Camino, a la Verdad, a la Vida. Y soy también Aquel que ha venido a reunir el rebaño que había quedado sin guía, y a conducirlo a un único redil: el del Padre. Yo soy la puerta del Redil, porque soy al mismo tiempo Puerta y Pastor. Y entro y salgo como y cuando quiero Y entro libremente, y por la puerta, porque soy el verdadero Pastor. Cuando uno viene a dar a las ovejas de Dios otras indicaciones, o trata de descaminarlas llevándolas a otras moradas y a otros caminos, no es el buen Pastor; es un pastor ídolo. Y el que no entra por la puerta del redil, sino que trata de entrar por otra parte saltando el recinto, no es el pastor, sino un ladrón y un asesino que entra con intención de robar y matar, para que los corderos de que se han apoderado no emitan voces de lamento y no atraigan la atención de los guardianes y del pastor. También entre las ovejas del rebaño de Israel tratan de introducirse falsos pastores para desviarlas de los pastos y alejarlas del Pastor verdadero. Y entran dispuestos incluso a arrancarlas del rebaño con violencia, y, si llega el caso, están dispuestos a matarlas y a dañarlas de muchas maneras, para que no hablen y no le manifiesten al Pastor las astucias de los falsos pastores, ni griten invocando la protección de Dios contra sus adversarios y los adversarios del Pastor. Yo soy el Buen Pastor y mis ovejas me conocen, y me conocen los eternos porteros del verdadero Redil. Ellos me han conocido y han conocido mi Nombre, que han manifestado para que Israel lo conociera; me han descrito y han preparado mis caminos, y, cuando mi voz se ha oído, el último de ellos me ha abierto la puerta y ha dicho al rebaño que esperaba al verdadero Pastor, al rebaño que estaba agrupado en torno a su cayado: «Aquí tenéis a Aquel de quien he dicho que viene después de mí. Uno que me precede porque existía antes de mí y yo no lo conocía. Pero para esto, para que estéis preparados a recibirlo, he venido a bautizar con agua, para que fuera manifestado en Israel». Y las ovejas buenas han oído mi voz y, cuando las he llamado por el nombre, han venido solícitas y las he llevado conmigo, como hace un verdadero pastor al que conocen las ovejas, que lo reconocen por la voz y lo siguen a dondequiera que vaya. Y, cuando ha sacado a todas, camina delante de ellas, y ellas lo siguen porque aman la voz del pastor. Por el contrario, no siguen a un extranjero; antes bien, huyen lejos de él porque no lo conocen y le temen. Yo también camino delante de mis ovejas para señalarles el camino y hacer frente, Yo el primero, a los peligros y señalárselos al rebaño, al cual quiero guiar a mi Reino y ponerlo a salvo. -¿Acaso Israel ya no es el reino de Dios? -Israel es el lugar desde donde el pueblo de Dios debe elevarse hasta la verdadera Jerusalén y hasta el Reino de Dios. -¿Y el Mesías prometido, entonces? Ese Mesías que afirmas que eres, ¿no debe, pues, hacer a Israel triunfante, glorioso, dueño del mundo, sometiendo a su cetro todos los pueblos, y vengándose, sí, vengándose ferozmente de todos los que lo han sometido desde que es pueblo? ¿Entonces nada de esto es verdad? ¿Niegas a los profetas? ¿Llamas necios a nuestros rabíes? Tú… -El Reino del Mesías no es de este mundo. Es el Reino de Dios, fundado sobre el amor. No es otra cosa. Y el Mesías no es rey de pueblos y ejércitos, sino rey de espíritus. Del pueblo elegido vendrá el Mesías, de la estirpe real, y, sobre todo, de Dios, que lo ha generado y enviado. Por el pueblo de Israel ha comenzado la fundación del Reino de Dios, la promulgación de la Ley de amor, el anuncio de la buena Nueva de que habla el profeta (Isaías 61, 1). Pero el Mesías será Rey del mundo, Rey de los reyes, y su Reino no tendrá límite en el tiempo ni confín en el espacio. Abrid los ojos y aceptad la verdad. -No hemos entendido nada de tu desvarío. Dices palabras sin nexo. Habla y responde sin parábolas: ¿Eres o no eres el Mesías? -¿Y no habéis entendido todavía? Os he dicho que soy Puerta y Pastor por esto. Hasta ahora ninguno ha podido entrar en el Reino de Dios, porque estaba murado y no tenía salidas. Pero ahora he venido Yo y está hecha la puerta para entrar en él. -¡Oh! Otros han dicho que eran el Mesías, y luego han sido descubiertos como bandidos y rebeldes, y la justicia humana ha castigado su bellaquería. ¿Quién nos asegura que no eres como ellos? ¡Estamos cansados de sufrir y hacer sufrir al pueblo el rigor de Roma, por mérito de embusteros que se dicen reyes y hacen que el pueblo se levante en rebelión! -No. No es exacta vuestra frase. Vosotros no queréis sufrir, eso es verdad. Pero que el pueblo sufra no os duele. Tanto es así, que al rigor de quien domina unís vuestro rigor, oprimiendo con décimos insoportables y otras muchas cosas al pueblo modesto. ¿Que quién os asegura que no soy un malandrín? Mis acciones. No soy Yo el que hace pesada la mano de Roma; al contrario, la aligero, aconsejando a los dominadores humanidad, a los dominados paciencia. Al menos estas cosas. Mucha gente -ya mucha gente se ha congregado, y crece cada vez más, tanto que obstaculizan el paso por la calle grande y, por tanto, todos van a confluir en la callejuela, bajo cuyas bóvedas las voces retumban- aprueba diciendo: -¡Bien dicho lo de los décimos! ¡Es verdad! A nosotros nos aconseja sumisión y a los romanos piedad». Los fariseos, como siempre, se envenenan por las aprobaciones de la muchedumbre, y se muestran aún más mordaces en el tono con que se dirigen a Cristo. -Responde sin tantas palabras y demuestra que eres el Mesías.-En verdad, en verdad os digo que lo soy. Yo, sólo Yo, soy la Puerta del redil de los Cielos. Quien no pasa por mí no puede entrar. Es verdad. Ha habido otros falsos Mesías, y más que habrá. Pero el único y verdadero Mesías soy Yo. Todos los que hasta ahora han venido presentándose como tales, no lo eran; eran sólo ladrones y salteadores. Y no sólo aquellos que se hacían llamar, de parte de unos pocos de su misma forma de ser, Mesías, sino también otros que, sin darse ese nombre, exigen una adoración que ni siquiera al verdadero Mesías se le da. Quien tenga oídos para oír que oiga. De todas formas, observad: ni a los falsos Mesías ni a los falsos pastores y maestros las ovejas los han escuchado, porque su espíritu sentía la falsedad de su voz, que quería aparecer dulce y, sin embargo, era cruel. Sólo los cabros los han seguido para ser sus compañeros en sus fechorías. Cabros salvajes, indómitos, que no quieren entrar en el Redil de Dios, bajo el cetro del verdadero Rey y Pastor. Porque esto, ahora, se da en Israel: que Aquel que es el Rey de los reyes viene a ser el Pastor del rebaño, mientras que, en el pasado, aquel que era pastor de rebaños vino a ser rey, y el Uno y el otro vienen de la misma raíz, de la raíz Iesaí, como está escrito en las promesas y profecías. Los falsos pastores no han pronunciado palabras sinceras ni sus acciones han sido consoladoras. Han dispersado y torturado al rebaño, o lo han abandonado a los lobos, o lo han matado para sacar provecho vendiéndolo y así asegurarse la vida, o le han quitado los pastos para hacer de ellos moradas de placer y bosquecillos para los ídolos. ¿Sabéis cuáles son los lobos? Son las malas pasiones, los vicios que los mismos falsos pastores han enseñado al rebaño, practicándolos ellos los primeros. ¿Y sabéis cuáles son los bosquecillos de los ídolos? Son los propios egoísmos, ante los cuales demasiados queman inciensos. Las otras dos cosas no necesitan ser explicadas, porque son hasta demasiado claras estas palabras mías. Pero que los falsos pastores actúen así es lógico. No son sino ladrones que vienen para robar, matar y destruir, para llevar fuera del redil a pastos traicioneros, o conducir a falsos apriscos, que en realidad son mataderos. Pero los que pasan por mí están en seguro y podrán salir para ir a mis pastos, o volver para venir a mis descansos, y hacerse robustos y pingües de sustancias santas y sanas. Porque he venido para esto. Para que mi pueblo, mis ovejas, hasta ahora flacas y afligidas, tengan la vida, y vida abundante, y de paz y alegría. Y tanto quiero esto, que he venido a dar mi vida porque mis ovejas tengan la Vida plena y abundante de los hijos de Dios. Yo soy el Pastor bueno. Y un pastor, cuando es bueno, da la vida por defender a su rebaño de los lobos y de los salteadores; por el contrario, el mercenario, que no ama a las ovejas sino al dinero que gana por llevarlas a pastar, se preocupa sólo de salvarse a sí mismo y – salvar la pequeña suma que lleva en el pecho, y, cuando ve venir al lobo o al salteador, huye, aunque luego vuelva para tomar alguna oveja que el lobo haya dejado medio muerta, o que haya sido desperdigada por el salteador, y matar a la primera para comérsela, o vender la segunda como suya, aumentando así su suma, para decir luego al amo, con falsas lágrimas, que ni siquiera una de las ovejas se ha salvado. ¿Qué le importa al mercenario si el lobo adentella y desperdiga a las ovejas, y el salteador hace saqueo de ovejas para llevarlas al carnicero? ¿Acaso veló por ellas mientras crecían, acaso trabajó esforzadamente para ponerlas robustas? Pero el que es amo y sabe cuánto cuesta una oveja, cuántas horas de trabajo, cuántos desvelos, cuántos sacrificios, las quiere y les presta cuidado, a ellas que son su bien. Pero Yo soy más que un amo. Yo soy el Salvador de mi rebaño y sé cuánto me cuesta la salvación de una sola alma; por tanto, estoy dispuesto a todo con tal de salvar a un alma. Esa alma me ha sido confiada por el Padre mío. Todas las almas me han sido confiadas, con el mandato de que salve un grandísimo número de ellas. Cuantas más logre arrancar a la muerte del espíritu, más gloria recibirá mi Padre. Por tanto, lucho para liberarlas de todos sus enemigos, o sea, de su yo, del mundo, de la carne, del demonio, y de mis adversarios, que me las disputan para producirme dolor. Yo hago esto porque conozco el pensamiento del Padre mío. Y el, Padre mío me ha enviado a hacer esto porque conoce mi amor por Él y por las almas. También las ovejas de mi rebaño me conocen a mí y conocen mi amor, y sienten que estoy dispuesto a dar mi vida para darles la alegría. Tengo otras ovejas. Pero no son de este Redil. Por tanto, no me conocen en lo que Yo soy, y muchas ignoran mi existencia e ignoran quién soy Yo. Ovejas que a muchos de nosotros parecen peor que cabras salvajes y son consideradas indignas de conocer la Verdad y de poseer la Vida y el Reino. Y, sin embargo, no es así. El Padre desea también éstas; por tanto, tengo que acercarme también a éstas, darme a conocer, hacer conocer la buena Nueva, guiarlas a mis pastos, reunirlas. Y éstas también escucharán mi voz porque acabarán amándola. De manera que habrá un solo Redil y un solo Pastor, y el Reino de Dios quedará reunido en la Tierra, ya preparado para ser transportado y acogido en los Cielos, bajo mi cetro, mi signo y mi verdadero Nombre. ¡Mi verdadero Nombre! ¡Sólo Yo lo conozco! Mas cuando el número de los elegidos esté completo y, entre himnos de alborozo, se sienten a la gran cena de bodas del Esposo con la Esposa, entonces mi Nombre será conocido por mis elegidos que por fidelidad a él se hayan santificado, aunque haya sido sin conocer toda la extensión ni profundidad de lo que era estar signado por mi Nombre y ser premiados por su amor a él, ni cuál era el premio… Esto es lo que quiero dar a mis ovejas fieles. Lo que constituye mi propia alegría… Jesús recorre, con una mirada brillante de llanto extático, lo rostros dirigidos hacia él, y una sonrisa le tiembla en los labios, un sonrisa tan espiritualizada en su rostro espiritualizado, que se siente estremecer la muchedumbre, que intuye el rapto de Cristo a una visión beatífica, y su deseo de amor de verla cumplida. Vuelve a su estado normal. Cierra un instante los ojos, celando así el misterio que ve su mente y que los ojos podrían dejar transparentar demasiado y prosigue: -Por esto me ama el Padre, ¡oh pueblo mío, o rebaño mío! Porque por ti, por tu bien eterno, doy la vida. Luego la tomaré de nuevo. Pero primero la daré para que tengas la vida y a tu Salvador como vida de ti mismo. Y la daré de forma que tú te nutras de ella, transformándome de Pastor en pasto y fuente que darán alimento y bebida, no durante cuarenta años como para los hebreos del desierto, sino durante todo el tiempo de exilio por los desiertos de la Tierra. Nadie, en realidad, me quita la vida. Ni los que amándome con todo su ser merecen que la inmole por ellos, ni los que me la quitan por un odio desorbitado y un miedo estúpido. Nadie podría quitármela si por mí mismo no consintiera en darla y si el Padre no lo permitiera, invadidos los dos por un delirio de amor hacia la Humanidad culpable. Por mí mismo la doy. Y tengo el poder de tomarla de nuevo cuando quiera, pues no es conveniente que la Muerte prevalezca contra la Vida. Por esto el Padre me ha dado este poder; es más, el Padre me ha mandado hacer esto. Y por mi vida, ofrecida e inmolada, los pueblos serán un único Pueblo: el mío, el Pueblo celeste de los hijos de Dios, separándose en los pueblos las ovejas de los cabros y siguiendo las ovejas a su Pastor al Reino de la Vida eterna. Y Jesús, que hasta ahora ha hablado fuerte, se vuelve, en voz baja, a Sidonio, llamado Bartolmái, que ha estado durante todo este tiempo delante de Él con su canasta de manzanas olorosas a los pies, y le dice: -Has olvidado todo por mí. Ahora, ciertamente, te castigarán y perderás el trabajo. ¿Lo ves? Yo te traigo siempre dolor. Por mí has perdido la sinagoga y ahora vas a perder al patrón… -¿Y qué me importa todo eso si te tengo a ti? Sólo Tú tienes valor para mí. Dejo todo por seguirte. Basta que me lo concedas. Deja sólo que lleve esta fruta a quien la ha comprado y luego estoy contigo. -Vamos juntos. Después iremos a casa de tu padre. Porque tienes un padre y debes honrarlo pidiéndole su bendición. -Sí, Señor. Todo lo que quieras. Pero enséñame mucho porque no sé nada, nada de nada, ni siquiera leer y escribir, porque era ciego. -No te preocupes de eso. La buena voluntad te enseñará. Y se encamina para volver a la calle principal, mientras la masa de gente hace comentarios, confronta pareceres, discute incluso, insegura entre las distintas opiniones, que son siempre las mismas: ¿es Jesús de Nazaret un poseído o un santo? La gente, en desacuerdo, discute mientras Jesús se aleja.