En Jericó. En casa de Zaqueo con los pecadores convertidos.
Están todos recogidos en una habitación grande y desnuda, en otros tiempos, sin duda, hermosa. Ahora es sólo un local grande. Han tomado sillas y lechos de las otras habitaciones de comer o de dormir y las han traído. Se han sentado alrededor del Maestro, al que le han ofrecido para que se siente una especie de sillón todo de madera labrada cubierto con un paramento de lizo alto: es el mueble más lujoso de la casa. Zaqueo está hablando de una propiedad adquirida con el dinero de una colecta hecha entre ellos: -¡Algo teníamos que hacer, ¿no?! El ocio no es buena medicina para no pecar. Es un lugar poco fértil todavía porque estaba desatendido, como nosotros, y como nosotros, lleno de tríbulos, piedras, sequío y hierbas nocivas. Nique nos ha prestado a los campesinos que están a su servicio para que nos enseñen cómo hay que hacer para abrir los pozos abandonados, para limpiar las tierras, podar los pocos árboles que había y plantar otros nuevos. Nosotros sabíamos hacer muchas cosas… aunque no eran las santas obras del hombre. Pero en este trabajo tan nuevo para nosotros encontramos una vida verdaderamente nueva. Nada de lo que nos rodea recuerda el pasado. Sólo la conciencia lo recuerda, pero eso está bien… Somos pecadores… ¿Vas a ir a ver esa propiedad? -Saldremos juntos de aquí para dirigirnos hacia el Jordán, y me detendré en ese lugar. Me dices que está al lado del camino que va al río… -Sí, Maestro. Pero es un lugar feo. La casa está que se cae. No tiene muebles, está vacía. No teníamos dinero para todo… después de haber compensado -siempre que ha sido posible hacerlo- a nuestro prójimo por nuestros delitos. Éstos, para dormir, se arreglan encima de heno; menos Demetes, Valente y Leví, que son demasiado ancianos para ciertas privaciones y que duermen aquí, Señor. -Muchas veces Yo no tengo ni eso. Dormiré en el heno Yo también, Zaqueo, que es donde dormí mis primeros sueños, sueños dulces porque los velaba el amor. Puedo dormir también éste; y no será un sueño atormentado, porque lo conciliaré entre hombres en los que ha resucitado la buena voluntad. Y mira, con una mirada que es una caricia, a estas primicias de redimidos de todo territorio. Y ellos lo miran… No son hombres que lloren fácilmente. A1 contrario, ¡quién sabe cuánto llanto habrán hecho derramar! Cada cara de estos hombres es un libro en que está escrito su calamitoso pasado, y, si ahora la nueva vida vela la brutalidad de las palabras, éstas son todavía descifrables lo suficiente como para permitir intuir desde qué simas se alzan de nuevo hacia la Luz. Bueno, pues, a pesar de todo, su rostro se hace claro, se ilumina; su mirada toma nuevo vigor, resplandeciendo en ella una luz de esperanza sobrenatural, de satisfacción moral, al oír que el Maestro los considera resucitados a la buena voluntad. Zaqueo dice: -¿Entonces apruebas todo esto que he hecho? Fíjate, Maestro, yo aquel día había dicho «te seguiré», y quería seguirte… bueno, materialmente. Pero esa misma noche vino a mi casa Demetes, para una de esas… para uno de esos infames manejos… y necesitaba dinero. Venía de Jerusalén… porque se la llama santa, pero en ella hay toda clase de vergüenzas, y los primeros que las promueven son los que luego arremeten furiosamente contra nosotros como si fuéramos leprosos… Pero debo hablar de nuestros pecados, no de los de ellos. Yo ya no tenía dinero. Te lo había dado. Todo. Incluso el dinero que estaba todavía en casa ya era como si hubiera sido dado, porque había hecho ya las partes que debía devolver a aquellos a quienes se lo había arrebatado con usura. Le dije: «No tengo dinero. Pero tengo algo que vale más que todos los tesoros». Y le narré mi conversión, tus palabras, la paz que había en mí… Hablé tanto, que, mientras todavía hablaba, la luz del nuevo día entró a blanquecer las caras y a hacer inútiles las lámparas. No sé con exactitud lo que dije. Sé que él dio un fuerte puñetazo en la mesa junto a la cual estábamos sentados y exclamó: «¡Mercurio ha perdido un seguidor y los sátiros un compañero! Toma incluso estas monedas, insuficientes para el delito pero útiles para un pan para el mendigo, y tómame contigo. Quiero conocer un perfume después de tantos hedores». Y se ha quedado. Fuimos juntos a Jerusalén: yo, para vender objetos; él, para deshacerse de todos los… compromisos. Y, regresando, me dije -había orado en el Templo, después de tanto tiempo, con el corazón puro y pacificado de un niño-, me dije a mí mismo: «¿No es esto también seguir al Maestro, y quizás seguirle mejor, quedándome en Jericó, donde mis desdichados amigos -publicanos como yo, gariteros, lenones, usureros, después de haber sido vigilantes de galeotes y forzados, de esclavos, torturadores de todo desdichado, soldados sin ley ni piedad, juerguistas para ahogar los remordimientos en las borracheras- vienen a verme para emplear su dinero maldito, o proponerme negocios, o invitarme a convites y a otras bajezas infames? La ciudad me desprecia. Los hebreos me tendrán siempre por pecador. Pero ellos no. Ellos son como yo. Son basura, pero pueden tener algo, dentro de sí, algo que los impulsa hacia el bien, y no encuentran a nadie que les eche una mano. Yo los he ayudado en el mal. Quizás pecaron también por mis consejos, por las cosas que alguna vez les he pedido. Tengo el deber de ayudarlos para ir al bien. De la misma forma que he hecho acto de devolución a aquellos a quienes había perjudicado, de la misma forma que he indemnizado a mis convecinos, también tengo que tratar de hacer reparación con ellos». Y me he quedado aquí. Una vez uno, otra vez otro, han venido, de una u otra ciudad, y he hablado. No todos fueron como Demetes. Algunos, tras burlarse de mí, huyeron. Otros han dado largas. Otros se han detenido, pero, pasado un tiempo, han vuelto a su infierno. Éstos han permanecido. Y… bueno pues ahora siento que debo seguirte así, que debemos seguirte así, luchando con nosotros mismos, soportando los desprecios del mundo que no nos sabe perdonar. No faltan las lágrimas del corazón cuando vemos que el mundo no perdona, cuando los recuerdos vuelven… y son muchos y penosos… En algunos son… -La Némesis horrenda que nos echa en cara nuestros delitos y que nos promete la venganza en el ultramundo – dice uno. -Son los quejidos de los que estaban agotados y yo les pegaba para hacerles trabajar. -Son las maldiciones de los que hice esclavos tras haber tomado con usura todo lo que poseían. -Son las súplicas de viudas y huérfanos que no podían pagar y yo les confiscaba en nombre de la ley sus últimos bienes. -Son las atrocidades llevadas a cabo en los países conquistados, con personas inermes aterrorizadas por la derrota. -Son las lágrimas de mi madre, de mi mujer, de mi hija, muertas de penalidades mientras yo derrochaba todo en los festines. -Son… ¡Oh, mi delito no tiene nombre! Señor, yo no tengo sangre en mis manos, no he robado dinero, no he impuesto tributos insoportables ni intereses asfixiantes, no he maltratado a los vencidos, pero he sacada partido de todos los desdichados, y he sacado dinero de niñas inocentes, niñas de vencidos, de huérfanas, de niñas vendidas como mercancía por un pan. He dado la vuelta al mundo aprovechando estas ocasiones, detrás de los ejércitos, yendo a los lugares donde había una carestía, o a donde un río desbordado había dejado completamente sin alimentos, o a donde una epidemia había dejado jóvenes vidas sin protección, y de ahí he hecho mercancía, una mercancía inocente pero infame: infame para mí, que obtenía dinero de ella, inocente ella porque aún no conocía el horror. Señor, en mis manos están las virginidades de jovencitas deshonradas y el honor de jóvenes esposas arrebatadas en ciudades de conquista. Mis bazares… y mis prostíbulos eran célebres, Señor… ¡No me maldigas, ahora que lo sabes! … Los apóstoles, involuntariamente, se han apartado del último que ha hablado. Jesús se levanta y se acerca a él. Le pone la mano en el hombro y dice: -¡Es verdad! Tu delito es grande. Tienes que reparar mucho. Pero Yo, la Misericordia, te digo que aunque fueras el mismo demonio y sobre ti pesaran todos los delitos de la Tierra, si quieres, puedes expiar todo y ser perdonado por Dios, perdonado por el verdadero, grande, paterno Dios. Si tú quieres. Une tu voluntad a la mía. También Yo quiero que seas perdonado. Únete a mí. Dame tu pobre espíritu cubierto de infamia, quebrantado, tu espíritu que, después de que has dejado el pecado, está lleno de cicatrices y humillación. Yo lo pondré en mi corazón, en el lugar donde pongo a los mayores pecadores, y lo llevaré conmigo al sacrificio redentor. La Sangre más santa, la de mi corazón, la última Sangre del Inmolado por los hombres, se esparcirá sobre los espíritus más quebrantados y los regenerará. Por ahora, ten esperanza. Una esperanza mayor que tu inmenso delito en la misericordia de Dios, porque es una misericordia sin límites, hombre, para quien sabe confiar en ella. El hombre casi querría coger y besar esa mano que está puesta en su hombro, esa mano tan pálida y delgada sobre su túnica oscura y su hombro fuerte. Pero no se atreve. Jesús comprende esto y le ofrece la mano mientras dice: -Hombre, besa su palma. Encontraré ese beso como medicamento para una tortura. Mano besada, mano herida: besada por amor, herida por el amor. ¡Oh, si todos supieran besar a la gran Víctima, y Ella muriera vestida de llagas sabiendo en cada una los besos y amores de todos los hombres redimidos! – y tiene su palma apretada contra los labios rasos de este hombre que, por todo el conjunto, yo diría que es romano. Y la tiene ahí hasta que el hombre, como saciado, se separa de ella, después de haber apagado la quemazón de sus remordimientos bebiendo la misericordia del Señor en el cuenco de la mano divina. Jesús vuelve a su sitio, y, al pasar, pone la mano en la cabeza crespa de uno muy joven. Yo diría que no tiene más de veinte años, si es que los tiene. Uno que no ha hablado en todo este tiempo, uno que es, sin duda, de raza hebrea. Jesús le hace esta pregunta: -¿Y tú, hijo mío, no dices nada a tu Salvador? El joven alza la cabeza y lo mira… En esa mirada hay toda una narración: una historia de dolor, odio, arrepentimiento, amor. Jesús, un poco agachado hacia él, fijos los ojos en los ojos, lee alguna de estas historias mudas y dice: -Por este motivo te llamo «hijo». Ya no estás solo. Perdona a todos, a los de tu misma sangre y a los extraños, de la misma forma que Dios te perdona. Y ama al Amor que te ha salvado. Ven un momento conmigo. Quiero decirte unas palabras aparte. El joven se alza y lo sigue. Cuando están solos, Jesús dice: -Quiero decirte esto, hijo. El Señor te ha amado mucho, aunque no lo parezca a la luz de un juicio superficial. La vida te ha probado mucho; los hombres te han causado mucho daño: aquélla y éstos hubieran podido hacer de ti una ruina irreparable. Detrás de ellos estaba Satanás, envidioso de tu alma. Pero sobre ti estaba la mirada de Dios. Y esa mirada bendita ha detenido a tus enemigos. Su amor ha enviado a Zaqueo por tu sendero. Y, con Zaqueo, al que te habla, a mí. Ahora, Yo, que te hablo, te digo que debes hallar en este amor todo aquello que no has tenido; que debes olvidar todo aquello que te ha agriado, y perdonar, perdonar a tu madre, perdonar al amo infame, perdonarte a ti mismo. No te odies de mala manera, hijo. Odia tu tiempo de pecado, pero no odies tu espíritu, que ha sabido dejar este pecado. Que tu mente sea buena amiga de tu espíritu, y que juntos alcancen la perfección. -¿Perfecto yo? -¿Has oído lo que le he dicho a aquel hombre? ¡Y él ha estado en el fondo del abismo!… ¡Y gracias, hijo! -¿Por qué cosa, mi Señor? Soy yo el que debe decirte gracias… -Por no haber querido ir donde quien compra a hombres para traicionarme. -¡Oh, Señor! ¿Hubiera podido hacerlo sabiendo que no nos desprecias ni siquiera a nosotros siendo bandidos? Yo estaba entre aquellos que te llevaron el cordero al Carit, y uno de nosotros, que ahora ha sido apresado por los romanos -al menos eso se dice, y lo cierto es que desde antes de los Tabernáculos no se le ha vuelto a ver por los refugios de los bandidosme refirió las palabras que dijiste en un valle de cerca de Modín… Porque yo no estaba todavía con los bandidos. Fui con ellos al final del último Adar y los he dejado al principio de Etanim. Pero no he hecho nada que merezca tu «gracias». Tú eres bueno. Quise ser bueno y advertir a un amigo tuyo… ¿Puedo llamarlo así a Zaqueo? -Sí, puedes llamarlo así. Todos los que me aman son mis amigos. Tú también lo eres. -¡Bueno!… quise advertir para que estuvieras en guardia. Pero advertir no merece las gracias… -Te repito que te doy las gracias por no haberte vendido contra mí. Esto tiene valor. -¿Y el aviso no? -Hijo mío, nada podrá impedirle al Odio arremeter contra mí. ¿Has visto alguna vez desbordarse un torrente? -Sí. Estaba en Yabés Galaad y vi la destrucción causada por el río, salido de su cauce antes del Jordán. -¿Y pudo alguna cosa detener las aguas? -No. Todo lo cubrieron y lo destruyeron. Incluso se llevaron casas. -Así es el Odio. Pero no me arrastrará. Quedaré sumergido, pero no destruido. Y, en la hora amarguísima, el amor de quien no quiso odiar al Inocente será mi confortación, mi luz en las tinieblas de esa hora de Tinieblas, mi dulzura en el cáliz del vino con hiel y mirra. -¿Tú?… Hablas de ti como si… Ese cáliz es para los ladrones, para quien va a la muerte de cruz. ¡Pero Tú no eres un ladrón! ¡Tú no eres culpable! Tú eres… -El Redentor. Dame un beso, hijo. Le toma la cabeza entre las manos y le besa en la frente y luego se inclina para recibir el beso del joven, un beso tímido, que apenas roza la mejilla enjuta… Y luego el joven se deja caer, llorando, en el pecho de Jesús.-¡No llores, hijo mío! Yo soy sacrificado por el amor. Y es siempre un dulce sacrificio, aunque sea atormentador para la naturaleza humana. Lo tiene entre sus brazos hasta que el llanto cesa, y luego -llevándolo cogido de la mano, junto a sí- regresa al lugar donde antes estaba Pedro. Habla de nuevo: -Mientras tomábamos el alimento, uno de vosotros, no de Israel, ha dicho que quería que le explicara algo. Que lo pregunte ahora, porque pronto tendremos que volver donde la gente y después dejarnos. -Soy yo el que ha dicho eso. Pero muchos desean saberlo. Zaqueo no lo sabe explicar bien, y tampoco otros de los nuestros que son de tu religión. Hemos preguntado a tus discípulos cuando han pasado por aquí, pero no nos han hablado con claridad. -¿Y qué es lo que quieres saber? -Nosotros, respecto al alma, ni siquiera sabíamos que la teníamos. O sea… al menos nosotros habríamos debido saberlo, porque nuestros antiguos… Pero no leíamos a los antiguos. Éramos animales… Y ya no sabíamos qué es esta alma. Ni siquiera ahora lo sabemos. ¿Qué es el alma? ¿Acaso nuestra razón? No creemos que lo sea, porque en tal caso nosotros no la habríamos tenido, y hemos oído decir que sin alma no hay vida. ¿Qué es, entonces, el alma -que nos dicen que es incorpórea, inmortal-, si no es la razón? El pensamiento es incorpóreo, pero no es inmortal porque cesa con nuestra vida. Ni el más sabio piensa después de la muerte. -El alma, hombre, no es el pensamiento. El alma es el espíritu, es el principio inmaterial de la vida, el principio impalpable, pero verdadero, que anima todo el hombre y perdura después del hombre. Por eso se le llama inmortal. Es algo tan sublime, que hasta el más poderoso pensamiento es nada respecto a ella. El pensamiento termina; el alma, por el contrario, tiene, ciertamente, un principio, pero no un fin. Bienaventurada o réproba, continúa siendo. ¡Dichosos aquellos que saben conservarla pura, o hacerla de nuevo pura después de haberla hecho impura, para devolverla a su Creador como Él se la dio al hombre para animar su humanidad! -Pero ¿está en nosotros o por encima de nosotros, como el ojo de Dios? -En nosotros. -¿Entonces, prisionera en nosotros hasta la muerte? ¿Esclava? -No. Reina. En el pensamiento eterno, el alma, el espíritu, es la cosa que reina en el hombre, en el animal creado llamado hombre. Ella, viniendo del Rey y Padre de todos los reyes y padres, siendo parte e imagen de Él, don y derecho de Él, teniendo como misión hacer de la criatura llamada hombre un dios después de la vida, un “habitante» de la Morada del sublimísimo, único Dios, es creada reina, y con autoridad y destino de reina. Siervas suyas, todas las virtudes y las facultades del hombre; ministra suya, la buena voluntad del hombre. Siervo suyo, el pensamiento: siervo y alumno, el pensamiento del hombre. Desde el espíritu el pensamiento adquiere potencia y verdad, justicia y sabiduría, y puede elevarse a perfección regia. Un pensamiento privado de la luz del espíritu tendrá siempre lagunas y tinieblas, no podrá nunca darse razón de verdades que son más incomprensibles que misterios para quien, habiendo perdido la regalidad del alma, está separado de Dios. El pensamiento del hombre estará ciego, sufrirá idiotez, si carece del punto base, de la palanca indispensable para comprender, para -dejando la Tierra y lanzándose hacia arriba- alzarse al encuentro de la Inteligencia, de la Potencia, de… en una palabra, de la Divinidad. «Te hablo así a ti, Demetes, porque no has sido siempre simplemente un cambista, y puedes comprender y dar explicación a los demás. -Eres verdaderamente un vidente, Maestro. No, no he sido solamente un cambista… Es más, éste ha sido el último peldaño de mi descenso… Dime, Maestro, pero, si el alma es reina, ¿por qué no reina entonces y no domeña al mal pensamiento y a la mala carne del hombre? -Domeñar no sería ni libertad ni mérito, sería opresión. -Pero también el pensamiento y la carne dominan al alma -hablo de mí, de nosotros- y la hacen esclava demasiadas veces. Por esto decía que si estaba en nosotros en forma de esclava. ¿Cómo puede permitir Dios que algo tan sublime -la has definido «parte de Dios e imagen de Él»- sea humillada por aquello que es inferior? -Lo que había en el Pensamiento divino era que el alma no conociera la esclavitud. Pero ¿olvidas al enemigo de Dios y del hombre? Los espíritus infernales a vosotros también os son conocidos. -Sí, y todos con deseos crueles. Y puedo decir que, recordando al niño que era yo, sólo a estos espíritus infernales puedo atribuir el hombre que vine a ser y que he sido hasta el umbral de la vejez. Ahora encuentro otra vez a aquel niño pequeño perdido de entonces. Pero ¿podré hacerme tan niño como para volver a la pureza de entonces? ¡Es que se nos concede el camino hacia atrás en el tiempo? -No hace falta andar hacia atrás. No podrías hacerlo. El tiempo pasado no regresa, no se puede hacer que vuelva ni se puede volver a él. Pero no es necesario. Algunos de vosotros son de lugares donde es conocida la teoría de la escuela pitagórica. Teoría de error. Las almas, superada la espera de la Tierra, no vuelven ya jamás a la Tierra en ningún cuerpo. Ni de animal, pues no es conveniente que algo tan sobrenatural viva dentro de un animal; ni de hombre, porque ¿cómo se daría premio al cuerpo reunido con el alma en el último Juicio, si esa alma hubiera tenido como vestido muchos cuerpos? Dicen los que creen en la teoría mencionada que es el último cuerpo el que goza, porque, a través de sucesivas purificaciones, en sucesivas vidas, el alma sólo en la última reencarnación alcanza la perfección digna de premio. ¡Error y ofensa! Error y ofensa a Dios: pensando que Él no ha podido crear sino un número limitado de almas; error y ofensa al hombre: juzgándolo tan corrompido como que merezca difícilmente premio. El premio no se producirá inmediatamente; el noventa y nueve por ciento de las veces deberá sufrir una purificación después de esta vida. Pero purificación es preparación al gozo. Por tanto, quien se purifica es uno que ya se ha salvado. Y, una vez salvado, gozará, pasado el último Día, con su cuerpo. No podrá tener más que un cuerpo para su alma, ni más de una vida aquí, y, con el cuerpo que le hicieron sus procreadores y el alma que le creó el Creador para vivificar a la carne, gozará el premio. No se hace posible ni la reencarnación ni la retrocesión en el tiempo. Pero sí se hace posible recrearse con movimiento de libre voluntad, y Dios bendice a estas voluntades y las ayuda. Todos vosotros las habéis tenido. Vese entonces, bajo el lavacro del arrepentimiento, al hombre pecador, vicioso, sucio, delincuente, ladrón, corrompido, corruptor, homicida, sacrílego, adúltero, renacer espiritualmente, destruir la carne corrompida del hombre viejo, deshacer el yo mental aún más corrompido – como si la voluntad de redimirse fuera un ácido, un ácido que ataca y destruye la envoltura malsana tras la cual se esconde un tesoro- y, sacado al desnudo el propio espíritu, habiéndolo purificado, habiéndolo curado, revestirlo con un nuevo pensamiento, con un nuevo vestido de pureza, de bondad, de niñez. ¡Oh, un vestido que puede acercarse a Dios, que puede cubrir dignamente al alma recreada, y custodiarla y ayudarle hasta su supercreación, que es la santidad cabal que mañana -un mañana quizás lejano, si se considera con mente y medida humanas de tiempo; cercanísimo, si es contemplado con pensamiento de eternidadserá gloriosa en el Reino de Dios. Y todos pueden, si quieren, recrear en sí al niño puro de los días infantiles, al niño amoroso, humilde, franco, bueno, al que la madre apretaba contra su pecho, al que el padre miraba gloriándose de él, amado por el ángel de Dios y mirado por Dios con amor. ¡Vuestras madres! Quizás eran mujeres de gran virtud… Dios no dejará sin premio su virtud. Procuraos, pues, una igual, para reuniros con ellas cuando habrá para todos los virtuosos una sola cosa: el Reino de Dios para los buenos. Quizás no eran buenas y contribuyeron a vuestro hundimiento. Pero, si ellas no os han amado, si no conocéis el amor, si esta carencia os ha hecho malos, ahora, que un Amor divino os ha recogido, sed santos para poder en una exultancia celeste gozar del Amor que a todo amor supera. ¿Tenéis algo más que preguntar? -No, Señor. Todo lo tenemos que aprender. Pero, por el momento, no encontramos nada más… -Os dejaré a Juan y a Andrés durante unos días. Luego mandaré aquí a discípulos buenos y sabios. Quiero que los potros salvajes conozcan los caminos del Señor y sus pastos, como los de Israel, porque he venido para todos y para todos tengo un mismo modo de amar. Levantaos y vámonos. Y es el primero en salir al mudado jardín, seguido muy de cerca por los suyos, que se quejan dulcemente: -Maestro, has hablado a estos como pocas veces hablas a los tuyos… -¿Y eso os contraría? ¿No sabéis que así se hace también en el mundo cuando se quiere conquistar a una persona amada? Sin embargo, con aquellos que sabemos que nos aman con todo su ser, y ya forman parte de nuestra familia, no hay necesidad de arte de conquista; basta que nos veamos, para estar los unos en los otros con gozo y paz – dice Jesús con una sonrisa divina (tanto comunica la alegría, que hay que decirla efectivamente divina). Y los apóstoles ya no se quejan; es más, gozosos, lo miran, y se quedan arrobados en la exultación del recíproco amor.