En Guilgal. El mendigo Ogla y los escribas tentadores. Los apóstoles comparados con las doce piedras del prodigio de Josué.
No sé cómo será ahora Guilgal. En este momento en que entra Jesús, es como una de las tantas ciudades palestinas. Bastante poblada, construida sobre un collado poco alto y cubierto, por lo general, de viñas y olivos. Pero el sol domina tanto aquí, que también los cereales pueden encontrar un lugar, sembrados al azar, bajo los árboles o entre las hileras de vides; y maduran, a pesar de las frondas, porque los tuesta bien este sol que ya evoca el cercano desierto. Polvo, rumor de voces, suciedad, confusión de día de mercado. Y, como el destino, inexorables, los consabidos escrupulosos fariseos y escribas, que con vistosos gestos polemizan y conversan con aire de sabios en el mejor ángulo de la plaza, y que fingen no ver a Jesús, o no conocerlo. Jesús continúa recto. Va a comer a una placita secundaria, casi de la periferia, toda umbrosa debido al entrelazado de ramas que forman los árboles (árboles de todo tipo). Mi impresión es que se trata de una parte de monte incluida hace poco en el poblado y que conserva todavía ese recuerdo de su estado natural. E1 primero que se acerca a Jesús, que está comiendo pan y aceitunas, es un hombre andrajoso. Pide un poco de pan. Jesús le da el suyo y todas las aceitunas que tiene en la mano. -¿Y Tú? Ya sabes que no tenemos cuartos, ¿no?… – observa Pedro. -Hemos dejado todo a Ananías… -No importa. No tengo hambre. Sed, sí… El mendigo dice: -Aquí detrás hay un pozo. Pero, ¿por qué me has dado todo? Podías haberme dado la mitad de tu pan… Si no te da asco tomarlo de nuevo… -Come, come. Puedo pasar sin él. Pero, para quitarte esa sospecha de que tengo asco de ti, dame con tus manos un solo bocado; me lo comeré para ser tu amigo… El hombre, de rostro triste y deslucido, se reviste de la belleza de una sonrisa de admiración, y dice: -¡Es la primera vez, desde que soy el pobre Ogla, que uno me dice que quiere ser amigo mío! – y da el pedazo de pan a Jesús. Y pregunta: « ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?». -Soy Jesús de Nazaret, el Rabí de Galilea. -¡Ah!… He oído por otros hablar de ti… Pero… ¿no eres el Mesías?.. -Lo soy. -Y Tú, el Mesías, ¿eres tan bueno con los mendigos? El Tetrarca manda a sus siervos que nos peguen si nos encuentra en su camino… -Yo soy el Salvador. No pego. Amo. El hombre lo mira muy fijamente. Luego empieza a llorar lentamente. -¿Por qué lloras? -Porque… querría ser salvado… ¿Ya no tienes sed, Señor? Te llevaría hasta el pozo y hablaría contigo… Jesús intuye que el hombre quiere confesar algo. Se levanta y dice: -Vamos. -¡Voy yo también! – reacciona Pedro. -No. Además… vuelvo enseguida… Y debemos sentir estima por los que se arrepienten. Va con el hombre detrás de una casa a partir de la cual ya empiezan los campos. -Allí está el pozo… Bebe y luego escúchame. -No, hombre. Vierte antes en mí tu preocupación… Luego beberé- Quizás hallo una fuente aún más dulce que el agua del suelo para mi sed. -¿Cuál, Maestro? -Tu arrepentimiento. Vamos debajo de aquellos árboles. Aquí las mujeres nos observan. Ven – y le pone la mano en el hombro y lo mueve hacia una espesura de olivos. -¿Cómo sabes que tengo culpas y que estoy arrepentido? -¡Habla, hombre! Y no tengas miedo de mí. -Señor… Éramos siete hermanos de un solo padre, pero yo había nacido de la mujer con que mi padre se había casado cuando se quedó viudo. Y los otros seis me odiaban. Mi padre, al morir, dividió entre todos por igual. Pero, una vez fallecido, sobornando a los jueces, los seis me despojaron de todo y nos expulsaron a mí y a mi madre con acusaciones infames. Ella murió cuando yo tenía dieciséis años… Murió a causa de la penuria… Desde entonces no he tenido a nadie que me amara… – llora con ahogo. Toma nuevas fuerzas y continúa: -Los seis, ricos y felices, prosperaban sirviéndose también de lo mío, y yo me moría de hambre, porque me había puesto enfermo asistiendo a mi agotada madre… Pero Dios los castigó, uno a uno. Los maldije tanto, los odié tanto, que se abatió sobre ellos el maleficio. ¿Hice mal? Sí, sin duda. Lo sé. Y lo sabía. Pero, ¿cómo podía no odiarlos y maldecirlos? El último, que en realidad era el tercero, resistía contra todas las maldiciones; es más, prosperaba con los bienes de los otros cinco, que había tomado: legítimamente respecto a los tres más pequeños, que habían muerto sin dejar mujer, casándose con la mujer del primogénito, que había muerto sin dejar hijos; fraudulentamente respecto al segundo, habiendo adquirido, con engaños y préstamos, de la viuda y de los huérfanos, buena parte de los bienes del padre. Y, cuando me encontraba de casualidad en los mercados a donde yo iba, como siervo de un rico, a vender alimentos, me insultaba y me pegaba… Una noche me encontré con él… Yo estaba solo; él también, y un poco embriagado de vino… yo, embriagado de recuerdos y odio… Habían pasado diez años desde el día en que había muerto mi madre… Me insultó, e insultó a la muerta… La llamó «perra inmunda» y a mí me llamó «hijo de hiena…». Señor… si no hubiera tocado a mi madre… habría soportado. Pero la insultó… Lo agarré por el cuello. Luchamos… Quería solamente pegarle… Pero resbaló y cayó al suelo… y la tierra estaba cubierta de hierba resbaladiza, en pendiente… y abajo había un barranco y un torrente… Rodó – estaba borracho -, y cayó… Después de tantos años, todavía lo buscan… Pero está debajo de las rocas y de la arena de uno de los torrentes del Líbano. Yo no volví donde mi patrón. Y él no volvió a Cesárea Paneas. Yo me alejé, sin paz… ¡La maldición de Caín! Miedo a la vida… miedo a la muerte… Enfermé… Y luego… oí hablar de ti… Pero tenía miedo… Decían que veías el interior de los corazones. ¡Y son tan malos los rabíes de Israel!… No conocen la piedad… Tú, Rabí de los rabíes, eras mi terror… Y huía de ti. Y, no obstante, querría ser perdonado… Llora echado en el suelo… Jesús lo mira y susurra: -¡Carguemos sobre mí también estos pecados!… ¡Hijo! Escucha. Yo soy la Piedad, no el terror. También he venido para ti. No te acobardes ante mí… Soy el Redentor. ¿Quieres ser perdonado? ¿De qué? -De mi delito. ¿Me lo preguntas? He matado a mi hermano. -Has dicho: «Quería sólo pegarle», porque en ese momento te sentías herido y airado. Lo hacías como el respirar: espontáneamente. El odio y la maldición, la alegría cuando veías su castigo era tu pan espiritual, ¿no es verdad? -Sí, Señor. Mi pan durante diez años. -Pues bien, en realidad tu mayor delito lo empezaste desde el momento en que odiaste y maldijiste. Eres seis veces homicida de tus hermanos. -Pero Señor, me habían arruinado y odiado… Y mi madre había muerto de hambre… -¿Quieres decir que tenías razón en vengarte? -Sí. Quiero decir esto. -No tienes razón. Para castigar estaba Dios, tú debías amar. Y Dios te habría bendecido en la Tierra y en el Cielo. -¿Entonces ya no me va a bendecir nunca? -El arrepentimiento atrae de nuevo la bendición. ¡Pero, cuánto dolor, cuanta angustia te has causado con tu odio! Mucho más de cuanto te causaban tus hermanos… -¡Es verdad! ¡Es verdad! Un horror que dura ya desde hace veintiséis años. ¡Perdóname en nombre de Dios! Tú eres testigo de mi dolor por el pecado. No pido nada para mi vida. Soy un mendigo y un enfermo. Quiero seguir así y sufrir y expiar. ¡Pero dame la paz de Dios! He hecho sacrificios en el Templo, padeciendo hambre para acumular la suma para el holocausto. Pero no podía manifestar mi delito, y no sé si habrá sido grato mi sacrificio. -Nulo. Aunque todos los días hubieras ofrecido uno, ¿de qué te servía, cuando lo inmolabas con falsedad? El rito que no va precedido de una sincera confesión del pecado es supersticioso e inútil. Una culpa añadida a otra culpa, y; por tanto, aún más que inútil. Ofrenda sacrílega. ¿Qué le decías al sacerdote? -Decía: «Quiero expiar, porque he pecado por ignorancia haciendo cosas que el Señor ha prohibido». Yo pensaba: «Sé en qué he pecado, y Dios también lo sabe. Pero al hombre no le puedo hablar con claridad. Dios, que ve todo, sabe que pienso en mi pecado». -Restricciones mentales, escapatorias indignas. El Altísimo odia estas cosas. Cuando se peca, se expía. No lo vuelvas a hacer. (Nota: la restricción mental a veces es necesaria y la Iglesia la admite, como aquel sacerdote perseguido que preguntado si era sacerdote, para fusilarlo, respondió: ¡No, soy presbítero!… y se escapó. En el caso que Jesús reprueba, el mendigo, en confesión, ante el sacerdote, no debía haber usado la restricción mental, sólo lícita cuando el que nos pregunta no tiene derecho a saber la verdad: el médico que es preguntado, imprudente y maliciosamente sobre la enfermedad de su enfermo, el abogado sobre la causa que defiende, el profesor sobre el examen que pondrá, el sacerdote sobre la confesión de un penitente, etc.) -No, Señor. ¿Y seré perdonado? ¿O debo ir a confesar todo? ¿Pagar con la vida la vida que tomé? Me basta morir con el perdón de Dios. -Vive para expiar. No podrías devolver el marido a la viuda, ni el padre a los hijos… ¡Antes de matar, antes de dejar que el odio se haga nuestro amo, habría que pensar! Pero levántate, y camina por la nueva vía. Encontrarás en tu camino a algunos discípulos míos. Ellos recorren los montes de Judea, si vas de Tecua a Belén, y más allá, hacia Hebrón. Diles que te manda Jesús y que dice que antes de Pentecostés subirá hacia Jerusalén, pasando por Betsur y Béter. Pregunta por Elías, José, Leví, Matías, Juan, Benjamín, Daniel, Isaac. ¿Te acordarás de estos nombres? Dirígete especialmente a ellos. Ahora vamos… -¿Y no bebes?-He bebido tu llanto. ¡Un alma que vuelve a Dios! No hay para mí refrigerio mejor. -¿Entonces estoy perdonado? Dices: «Vuelve a Dios»… -Sí. Estás perdonado. Y no vuelvas a odiar nunca. El hombre se agacha de nuevo, porque se había puesto de pie, y besa los pies de Jesús. Vuelven donde los apóstoles y los encuentran disputando con algunos escribas. -Ahí está el Maestro. Él os puede responder y decir que sois pecadores. -¿Qué sucede? – pregunta Jesús, con un saludo deferente que no halla respuesta. -Maestro, nos están humillando con preguntas y burlas… -Soportar las molestias es obra de misericordia. -Pero te están ofendiendo a ti. Te hacen objeto de burla… y la gente titubea. ¿Ves? Habíamos logrado reunir a unas personas… ¿Ahora quién queda? Dos o tres mujeres… -¡No, no, tenéis también a un hombre, a un hombre repugnante!¡Y es demasiado incluso para vosotros! Sólo una cosa, Maestro: ¿No te parece que te contaminas demasiado, Tú que dices siempre que te estremecen las cosas inmundas? – dice con mofa un escriba joven, señalando al mendigo que está al lado de Jesús. -Éste no es inmundicia. Esta miseria no me estremece. Éste es «el pobre». El pobre no repugna. Su miseria debe solamente abrir el alma a sentimientos de piedad fraterna. Lo que me estremece son las miserias morales de los corazones hediondos, de las almas harapientas, de los espíritus llagados. -¿Y Tú sabes si él no es de éstos? -Sé que cree y espera en Dios y en su misericordia, ahora que la ha conocido. -¿Conocido? ¿Y dónde vive? Dilo, para ir también nosotros a ver su rostro. ¡Ja, ja! ¡El Dios terrible, al que Moisés no se atrevía a mirar, debe tener un rostro no poco terrible incluso en la misericordia, aún cuando se hubiera suavizado su rigor después de tantos siglos! – rebate el joven escriba, y se ríe con una risa más opugnadora que una blasfemia. -¡Yo, que te estoy hablando, soy la Misericordia de Dios! – grita Jesús, erguido e irradiando poder a través de sus ojos y su gesto. No me explico cómo el otro no tiene miedo… De todas formas, aunque no huya, no se atreve a seguir haciendo sarcasmos y se calla, mientras otro lo reemplaza: -¡Oh, cuántas palabras inútiles! Nosotros quisiéramos sólo poder creer. No pediríamos nada mejor. Pero para creer hay que tener pruebas. Maestro, ¿sabes lo que es Guilgal para nosotros? -¿Me crees un ignorante? – dice Jesús. Y, tomando tono de salmo, lento, un poco espacioso, empieza: «»Y Josué, habiéndose alzado antes del alba, levantó el campamento. Partieron de Setim él y todos los hijos de Israel, y llegaron al Jordán, donde se detuvieron tres días, al final de los cuales los heraldos recorrieron el campamento gritando: “Cuando veáis el Arca de la Alianza del Señor Dios vuestro y a los sacerdotes de la estirpe de Leví llevándola, partid también vosotros y seguidlos. Pero entre vosotros y el Arca ha de haber un trecho de dos mil codos, para que podáis ver desde lejos y distinguir el camino por donde debéis andar, pues no habéis pasado nunca y…»‘». -¡Basta, basta! Sabes la lección. Ahora bien, nosotros querríamos de ti, para creer, un milagro igual. En el Templo, en la Pascua, nos quedamos maravillados por la noticia que traía un barquero de que habías calmado la corriente del río crecido. Pues bien, si por un hombre cualquiera hiciste tanto, por nosotros – mucho más que un hombre – baja al Jordán con los tuyos y atraviésalo a pie enjuto, como Moisés el Mar Rojo, y Josué en Guilgal. ¡Animo! Los sortilegios sirven sólo para los ignorantes. A nosotros no nos seducirá tu nigromancia, aunque conozcas – y esto es sabido – los secretos de Egipto y las fórmulas mágicas. -No tengo necesidad de ello. -Bajemos al río y creeremos en ti. -¡Está escrito: «No tientes al Señor tu Dios»! -¡Tú no eres Dios! Eres un pobre loco. Eres un agitador de las masas ignorantes. Con ellas es fácil, porque Belcebú está contigo. Pero con nosotros, adornados con los distintivos del exorcismo, eres menos que nada – zahiere un escriba. -¡No lo ofendas! Ruégale que nos complazca. De esa forma que usas se deprime y pierde el poder. ¡Ánimo, Rabí de Nazaret! Danos una prueba y te adoraremos – dice, serpentino, un viejo escriba, y con sus lisonjas sinuosas es más enemigo que los otros con su abierta saña. Jesús lo mira. Luego se vuelve hacia el suroeste y abre los brazos extendiéndolos hacia delante. Dice: -Allí está el desierto de Judá, y allí me propuso el Espíritu del Mal que tentara al Señor mi Dios. Y le respondí: «¡Aléjate, Satanás! Está escrito que sólo a Dios hay que adorar, y no tentarlo, y ha de seguírsele por encima de la carne y la sangre». Lo mismo os digo a vosotros. -¿Nos estás llamando Satanás a nosotros? ¿A nosotros? ¡Ah! ¡Maldito! – y, pareciendo más unos gamberros que doctores de la Ley, echan mano a las piedras que hay diseminadas por el suelo con intención de lanzárselas, y gritan: « ¡Vete! ¡Vete! ¡Maldito para siempre!». Jesús los mira, sin miedo. Les paraliza el sacrílego gesto. Recoge su manto y dice: -¡Vamos! Hombre, tú ve delante de mí – y vuelve hacia el pozo, hacia el olivar de la confesión, y se adentra en la espesura… Y baja la cabeza, abatido, con dos lágrimas incontenibles que desde las pestañas ruedan por su pálido rostro. Llegan a un camino. Jesús se para y dice al mendigo: -No puedo darte dinero. No tengo. Te bendigo. Adiós. Haz lo que te he dicho. Se separan… Los apóstoles están afligidos. No hablan. Se miran de reojo… Jesús rompe el silencio reanudando el tono de salmo interrumpido por el escriba: -«Y el Señor dijo a Josué: `Toma a doce hombres, uno por cada tribu, y diles que saquen del medio del Jordán, donde han pisado los pies de los sacerdotes, doce durísimas piedras; y las erigiréis en el lugar de los campamentos, donde vais a montar las tiendas esta noche”. Y Josué, habiendo convocado a doce hombres elegidos entre los hijos de Israel, uno por cada tribu, les dijo: “Id delante del Arca del Señor Dios vuestro al medio del Jordán y sacad de allí, cargadas sobre vuestros hombros, cada uno una piedra, según el número de los hijos de Israel, para hacer con ellas un monumento en medio de vosotros. Y cuando, en el futuro, vuestros hijos os pregunten: ¿Qué significan estas piedras?, respondedles: Las aguas del Jordán desaparecieron delante del Arca de la Alianza del Señor, que las cruzaba, y estas piedras fueron colocadas como eterno monumento de los hijos de Israel”. Levanta la cabeza (la tenía bajada). Recorre con su mirada a los doce, que a su vez lo miran. Dice con otra voz, su voz de los momentos de mayor tristeza: -Y el Arca penetró en el río. Y no las aguas, sino los cielos se abrieron, por respeto al Verbo, que estaba dentro de ellas santificándolas más que cuando el Arca se detuvo en el lecho del río. Y el Verbo ha elegido para sí doce piedras. Durísimas. Porque tienen que durar hasta el fin del mundo. Y porque tienen que servir de fundamentos al Templo nuevo y a la Jerusalén eterna. Doce. Recordadlo. Éste debe ser el número. Y luego escogió otras doce para un segundo testimonio. Los primeros pastores y Abel el leproso y Samuel el tullido, los primeros curados… y agradecidos… ¡Durísimas también, porque habrán de resistir los golpes de Israel, que odia a Dios!… ¡Que odia a Dios!… ¡Qué voz tan afligida y mortecina, casi blanca, la de Jesús llorando por la dureza de Israel! Prosigue: -“En el río los siglos y el hombre desparramaron las piedras-recuerdo… En la Tierra, el odio desparramará a mis doce. En las orillas del río, los siglos y los hombres han destruido el altar-recuerdo… Las primeras y las segundas piedras, habiendo servido para todos los usos por el odio de los demonios – que no están sólo en el infierno, sino también dentro de los hombres – ya no se reconocen. Algunas sirvieron incluso para matar. ¿Y quién me asegura que entre las piedras alzadas contra mí no había fragmentos de las piedras durísimas elegidas por Josué? ¡Durísimas! ¡Enemigas! ¡Oh, durísimas! También entre los míos habrá quienes, diseminados, harán de acera para los demonios que marcharán contra mí… y se harán piedras para herirme… y ya no serán piedras elegidas… sino diablos… ¡Oh, Santiago, hermano mío! Israel es durísimo con su Señor! – y, una cosa que nunca he visto, Jesús, abatido por no sé qué imponente desconsuelo, se apoya sobre el hombro de Santiago de Alfeo y lo abraza llorando…