En Emaús Montana, una parábola sobre la verdadera sabiduría y una advertencia a Israel.
La plaza de Emaús. Está llena de gente. Abarrotada. Y, en el centro de la plaza, Jesús a duras penas se mueve, pues está muy rodeado, muy oprimido por los que lo asedian. Jesús está entre el hijo del arquisinagogo y el otro discípulo; alrededor, con la hipotética intención de protegerlo, los apóstoles y los discípulos; entre éstos y aquéllos, propensos a introducirse por todas partes, como lagartijas entre la maraña de un tupido matorral, muchos niños. ¡Es maravilloso el atractivo que ejercía Jesús sobre los pequeñuelos! Jamás hay un lugar donde, conocido o desconocido, no se vea inmediatamente rodeado por los niños, felices de pegarse a sus vestiduras; más felices aún, si Él los roza con la mano haciéndoles una caricia llena de amor, aunque al mismo tiempo hable severamente a los adultos; felicísimos, si se sienta en un asiento, en un murete, en una piedra, en un tronco derribado o incluso en la hierba: entonces, teniéndolo a su altura, pueden abrazarlo, apoyar la cabecita en su hombro o en sus rodillas, introducirse por debajo del manto para hallarse dentro del círculo de sus brazos como pollitos que hubieran encontrado la más amorosa y protectora de las defensas. Y siempre Jesús los defiende de los desafueros de los adultos, del imperfecto respeto de éstos hacia Él: un respeto que, ausente por muchos y más serios motivos, quiere mostrarse celoso alejando a los pequeñuelos del Maestro… También ahora lo que habitualmente dice Jesús resuena para defensa de sus pequeños amigos: -¡Dejadlos! ¡No molestan! ¡No son, ciertamente, los niños los que causan molestias y dolor! Jesús se agacha hacia ellos, con una sonrisa resplandeciente que lo rejuvenece, siendo así que le da casi el aspecto de un hermano mayor suyo, benigno cómplice de algunos de sus inocentes pasatiempos, y susurra: -Estad en calma, estad muy callados: así no os echan y estamos juntos todavía otro rato. -¿Y nos cuentas una parábola bonita? – dice el más… audaz. -Sí. Toda para vosotros. Luego hablo a vuestros padres. Escuchad todos, porque lo que sirve para los pequeños sirve también para los hombres. Un hombre un día fue convocado por un gran rey, que le dijo: «He sabido que eres merecedor de un premio, porque eres sabio y honras tu ciudad con el trabajo y la ciencia. Ahora bien, no te voy a dar una cosa, sino que te voy a conducir a la sala de mis tesoros, de forma que elegirás lo que quieras y yo te lo daré. Así, juzgaré también si eres como la fama te describe». Y, contemporáneamente, el rey, acercándose a la terraza que rodeaba su atrio, echó una mirada a la plaza que estaba delante del palacio real. Vio pasar a un niñito vestido pobremente, un niño que ciertamente pertenecía a una familia pobrísima, y quizás era huérfano o mendigo. Se volvió hacia sus criados y dijo: «Id donde ese niño y traédmelo». Y los criados fueron, y volvieron con el niño, que temblaba por estar en presencia del rey. A pesar de que los dignatarios de la corte le decían: «Inclínate, saluda, di: “Honor y gloria a ti, mi rey. Doblo mi rodilla ante ti, poderoso al que la Tierra exalta como al ser mayor que ningún otro», el niño no quería inclinarse y decir esas palabras, y los dignatarios, escandalizados, le daban fuertes meneos y decían: «¡Oh, rey, este niño paleto y sucio es un oprobio en tu morada! Permite que lo echemos de aquí y le pongamos en medio de la calle. Si anhelas tener a tu lado a un niño, iremos a buscártelo entre los ricos de la ciudad, si es que estás cansado de los nuestros, y te lo traeremos. ¡Pero no este paleto, que no sabe siquiera saludar!…». El hombre rico y sabio, que antes se había humillado con cien reverencias serviles, profundas, como hallándose ante el altar, dijo: «Tus dignatarios tienen razón. Por la majestad de tu corona, debes impedir que no se tribute a tu sagrada persona el homenaje que le corresponde», y, diciendo estas palabras, se postraba otra vez, hasta besar el pie del rey. Pero el rey dijo: «No. Quiero tener a este niño conmigo. Y no sólo eso, sino que quiero conducirlo a él también a la habitación de mis tesoros, para que elija lo que quiera; yo se lo daré. ¿Acaso no me es concedido, por el hecho de ser rey, hacer feliz a un pobre niño? ¿No es, acaso, súbdito mío como todos vosotros? ¿Acaso tiene la culpa de ser infeliz? No, ¡viva Dios que, al menos una vez, quiero hacerlo feliz! Ven, niño, y no tengas miedo de mí» y le tendió la mano y el niño la tomó con sencillez y le dio en ella un beso espontáneo. El rey sonrió. Así que, entre dos filas de dignatarios inclinados en actitud de reverencia, por alfombras purpúreas con motivos de flores de oro, se dirigió hacia la estancia de los tesoros, llevando a la derecha al hombre rico y sabio y a la izquierda al niño ignorante y pobre. Y el manto regio contrastaba mucho con el vestidito deshilachado y los piececitos descalzos del pobre niño. Entraron en el aposento de los tesoros, cuya puerta había sido abierta por dos grandes de la corte. Era una estancia alta, redonda, sin ventanas. Pero la luz llovía a través del techo, que era todo él una enorme lastra de mica. Una luz que a pesar de ser suave hacía lucir los bullones de oro de las arcas y las cintas purpuradas de muchos rollos colocados encima de altos y ornados ambones; rollos pomposos, con baqueta preciosa, cierre y marbete ornados de piedras brillantes. Obras raras, que sólo un rey podía poseer. Y, descuidado encima de un ambón de austero aspecto, oscuro, bajo, un rollo pequeño, retorcido alrededor de un palito blanco, atado con un basto cordón, lleno de polvo, como es propio de una cosa descuidada. El rey, señalando a las paredes, dijo: «Ved, aquí están todos los tesoros de la Tierra, y otros aún más grandes que los tesoros terrestres. Porque aquí están todas las obras del ingenio humano, y hay también obras que proceden de fuentes sobrehumanas. Id, tomad lo que queráis». Y se puso en el centro de la estancia, con los brazos cruzados, observando. El hombre rico se dirigió primero a las arcas; alzó las tapas, con ansia cada vez más febril. Oro en barras y oro en joyas, plata, perlas, zafiros, rubíes, esmeraldas, ópalos… centelleo en todas las arcas… gritos de admiración a cada apertura… Luego se dirigió a los ambones y, al leer el título de los rollos, nuevos gritos de admiración brotaban de sus labios. En fin, el hombre, encendido por el entusiasmo, se volvió hacia el rey y dijo: «¡Tienes un sin par tesoro, y las piedras igualan en valor a los rollos y éstos a aquéllas! ¿Realmente puedo elegir libremente?». «Lo he dicho. Como si todo te perteneciera». El hombre se arrojó al suelo, rostro en tierra, y decía: «¡Yo te adoro, gran rey!». Se levantó y corrió primero a las arcas y luego a los ambones y tomó de éstos y de aquéllas las mejores cosas que veía. El rey, que había sonreído tras la barba una vez al principio, al ver la fiebre con que el hombre corría de una arca a otra, y luego otra vez al verlo arrojarse al suelo adorando, y que sonreía por tercera vez al ver con qué codicia y con qué regla y preferencias elegía gemas y rollos, se volvió hacia el niño, que se había quedado a su lado, y le dijo: «¿Y tú no vas ahí a elegir las piedras bonitas y los rollos de valor?». El niño meneó la cabeza para decir que no. «¿Y por qué?” «Porque no sé leer los rollos, y respecto a las piedras… no conozco su valor. Para mí son piedrecitas normales y nada más». «Pero te harían rico…” «No tengo padre ni madre ni hermanos. ¿De qué me serviría ir a mi refugio con un tesoro en mi pecho?». «Pero podrías comprarte con ello una casa…” «Seguiría viviendo en ella solo». «Vestidos». «Seguiría teniendo frío, porque falta el amor de mis padres.” «Alimentos». «No podría saciarme con los besos de mi madre, ni comprarlos a ningún precio.” «Maestros, y aprender a leer…” «Eso me gustaría más. Pero, ¿y qué leer?». «Las obras de los poetas, de los filósofos, de los sabios… y las palabras antiguas y las historias de los pueblos». «Son cosas inútiles, vanas o pasadas… No merece la pena». «¡Qué niño más estúpido!» exclamó el hombre, que ya tenía los brazos cargados de rollos, y el cinturón y la túnica en la delantera hinchados de gemas. El rey sonrió una vez más tras la barba. Y, tomando al niño en brazos, lo llevó a las arcas y, hundiendo la mano en las perlas, en los rubíes, en los topacios, en las amatistas, haciendo caer todo esto como lluvia llena de brillos, lo incitó a que cogiera. «No, rey, no quiero. Quisiera otra cosa…». El rey lo llevó a los ambones y leyó estrofas de poetas, episodios de héroes, descripciones de países. «¡Leer es más bonito! Pero no es eso lo que yo querría…». «¿Y entonces qué? Habla y yo te lo daré, niño». «No creo, rey, que puedas hacerlo, a pesar de tu poder. No es nada de aquí abajo…». «¡Ah, quieres obras no terrestres! Mira, entonces: aquí están las obras dictadas por Dios a sus siervos. Escucha» y leyó páginas inspiradas.»Esto es mucho más bonito. Pero para entenderlo hay que saber primero bien el lenguaje de Dios. ¿No hay un libro que lo enseñe, que nos haga comprender qué es Dios?». El rey hizo un gesto de estupor y se cortó su sonrisa, pero apretó contra su corazón al niño. El hombre, por el contrario, se rió burlonamente y dijo: «Ni los mayores sabios saben lo que es Dios, ¿y tú, niño ignorante, quieres saberlo? ¡Si quieres hacerte rico con eso!…». El rey lo miró severo, mientras el niño respondió: «Yo no busco riquezas; busco amor, y un día me dijeron que Dios es Amor». El rey lo llevó al ambón de austero aspecto donde estaba el pequeño rollo, atado con una cuerdecita y empolvado. Lo tomó, lo desenrolló y leyó las primeras líneas: «El que sea pequeño venga a mí, y Yo, Dios, le enseñaré la ciencia del amor. En este libro está contenida, y Yo…». «¡Esto es lo que quiero! Y conoceré a Dios. Y, teniéndolo a Él, tendré todo. Dame este rollo, rey, y seré feliz». «¡Pero si no tiene valor en dinero! ¡Ese niño es realmente estúpido! No sabe leer y coge un libro. No sabe y no se quiere instruir. Es pobre y no coge tesoros». “Yo me esforzaré en poseer el amor y este libro me lo enseñará. ¡Bendito seas, oh rey, porque me das algo con lo que ya puedo no sentirme ni huérfano ni pobre!». “¡Al menos adóralo, como he hecho yo, si crees que ahora por él eres feliz». «Yo no adoro al hombre, sino a Dios que lo ha hecho tan bueno.” «Este niño es el verdadero sabio de mi reino, oh hombre que usurpas la fama de sabio. El orgullo y la codicia te han embriagado hasta el punto de que has sustituido la adoración a Dios por la adoración a criatura. Y eso por el hecho de que la criatura te daba piedras y obras humanas. Y no has pensado que tienes las gemas, y yo las he tenido, porque Dios las ha creado, y tienes los rollos raros, donde está el pensamiento del hombre, porque Dios ha dado al hombre el intelecto. Este pequeño, que tiene hambre y frío, que está solo, que ha sufrido el azote de todos los dolores, que estaría disculpado y sería disculpable si se embriagase con la vista de las riquezas, pues mira: sabe dar a Dios un justo gracias por haber hecho bueno mi corazón, y sólo busca la única cosa necesaria: amar a Dios, conocer el amor para tener las verdaderas riquezas aquí y después. Hombre, yo he prometido que te daría lo que eligieras. La palabra del rey es sagrada. Vete, pues, con tus piedras y tus rollos: piedrecitas multicolores y… paja de humano pensamiento. Y vive temblando por los ladrones y las polillas: los primeros, enemigos de las gemas; las segundas, de los pergaminos. Y deslúmbrate con los vanos resplandores de esas lascas; desazónate con el sabor dulzón de la ciencia humana, que es sólo sabor y no alimento. Márchate, pues. Este niño se quedará a mi lado, y juntos nos esforzaremos en leer este libro que es amor, o sea, Dios. Y no veremos brillos vanos de frías gemas, ni el sabor de paja, dulzón, de las obras de humano saber. No. Los fuegos del Espíritu Eterno nos darán, ya desde aquí, el éxtasis del Paraíso y poseeremos la Sabiduría, más fortalecedora que el vino, más alimenticia que la miel. Ven, niño. A ti la Sabiduría te ha mostrado su rostro, para que la anhelases como esposa veraz». Y, expulsado el hombre, tomó consigo al niño y lo instruyó en la divina Sabiduría, para que fuera, en la Tierra, un justo y un rey digno de la sagrada unción, y un ciudadano del Reino de Dios después de la vida. Ésta es la parábola, prometida a los niños y propuesta a los adultos. -¿Os acordáis de lo que dice Baruc? (3,10-13, 20-21, 26-28): «¿Por qué, oh Israel, estás en tierra enemiga, envejeces en un país extranjero, estás contaminado con los muertos, y eres del número de los que bajan al abismo?». Y responde: «Porque has abandonado la fuente de la Sabiduría. Si hubieras caminado por el camino de Dios, habrías vivido en paz y para siempre». Escuchad, vosotros que demasiado frecuentemente os quejáis – porque sobremanera la patria ya no es nuestra, sino del dominador- de estar exiliados a pesar de vivir en la patria; os quejáis de esto y no sabéis que, respecto a lo que os espera en el futuro, esto es como una gota de posca respecto al cáliz inebriativo que se da a los condenados y que, vosotros lo sabéis, es amargo como ninguna otra bebida. El pueblo de Dios sufre porque ha abandonado la Sabiduría. ¿Cómo podéis poseer prudencia, fuerza, inteligencia; cómo podéis siquiera saber dónde se hallan, para poder saber consiguientemente las cosas menores, si ya no bebéis en las fuentes de la Sabiduría? Su Reino no es de esta Tierra, sino que es la misericordia de Dios la que concede su fuente. Ella está en Dios. Es Dios mismo. Y Dios abre su seno para que descienda a vosotros. Y bien, ¿acaso ahora Israel, que tiene, o ha tenido -y cree tener todavía, con la necia soberbia de los despilfarradores que han derrochado y que se creen todavía ricos y, creyéndose tales, exigen atenciones, y en realidad recogen solamente compasión o burla- Israel, que tiene o ha tenido riquezas, conquistas, honores, posee ya el único verdadero tesoro? No. Y pierde también los otros, porque el que pierde la Sabiduría pierde la capacidad de ser grande. De error en error va el que no conoce la Sabiduría. E Israel conoce muchas cosas, incluso demasiadas, pero ya no conoce la Sabiduría. Bien dice Baruc: «Los jóvenes de este pueblo vieron la luz, habitaron en la tierra, pero no saben el camino de la Sabiduría ni conocen sus senderos, y sus hijos no la han recibido y ella se ha alejado». ¡Se ha alejado de ellos! ¡Los hijos no la han recibido! ¡Proféticas palabras! Yo soy la Sabiduría que os habla. Las tres cuartas partes de Israel no me acoge. Y la Sabiduría se aleja, y se alejará más, y lo dejará sólo… ¿Qué harán entonces los que se creen gigantes y, por tanto, capaces de forzar al Señor a ayudarlos, a servirlos? ¿Gigantes útiles a Dios para fundar su Reino? No. Yo con Baruc digo esto: «Para fundar el Reino verdadero de Dios, Dios no elegirá a estos soberbios, y los dejará perecer en su necedad» fuera de sus senderos. Porque, para subir al Cielo con el espíritu y comprender las lecciones de la Sabiduría, se necesita un espíritu humilde, obediente y, sobre todo, un espíritu que sea todo amor, ya que la Sabiduría habla su lenguaje, o sea, habla el lenguaje del amor, pues es Amor. Para conocer sus senderos se requiere una mirada clara y humilde, libre de la ternaria concupiscencia. Para poseer la Sabiduría hay que comprarla con las monedas vivas: las virtudes.Esto no lo tenía Israel, y Yo he venido a explicar la Sabiduría, a guiaros a su camino, a sembrar en vuestro corazón las virtudes. Porque Yo todo lo conozco y lo sé, y he venido a enseñárselo a Jacob mi siervo y a Israel, mi dilecto. He venido a la Tierra a conversar con los hombres, Yo, Palabra del Padre, a tomar de la mano a los hijos del hombre, Yo, Hijo de Dios y del hombre, Yo, Camino de la Vida. He venido para introduciros en la estancia de los tesoros eternos, Yo, a quien todo le ha sido dado por el Padre mío. He venido, Yo, Amador eterno, a tomar a mi Esposa, la Humanidad a la que quiero elevar a mi trono y a mi tálamo para que esté conmigo en el Cielo; y a introducirla en la estancia de los vinos para que se embriague con la verdadera Vid de la cual los sarmientos extraen la Vida. Pero Israel es esposa holgazana y no se levanta de la cama para abrir a Aquel que ha venido. Y el Esposo se marcha. Pasará. Está para pasar. Después, Israel lo buscará en vano, y encontrará no la misericordiosa caridad de su Salvador, sino los carros de guerra de los dominadores, y será aplastado y soltará soberbia y vida, después de haber querido aplastar incluso a la misericordiosa voluntad de Dios. ¡Oh, Israel, Israel, que pierdes la verdadera Vida por conservar una falaz ilusión de poder! ¡Oh, Israel, que crees salvarte y quieres salvarte por caminos que no son de Sabiduría, y que te pierdes vendiéndote a la Mentira y al Delito, náufrago Israel que no te aferras al fuerte cable lanzado para tu salvación, sino a los despojos de tu quebrantado pretérito; y la tempestad te lleva a otro lugar, a alta mar, en un mar aterrador y sin luz! ¡Oh Israel, ¿de qué te vale salvar tu vida, o presumir de salvarla, durante una hora, un año, un decenio, dos, tres decenios, a costa de un delito, y luego perecer eternamente? La vida, la gloria, el poder, ¿qué son? Burbuja de agua sucia en la superficie de un aguazal usado por los lavanderos; iridiscente no porque esté hecha de gemas, sino por la grasienta suciedad que con el nitro se hincha para formar bolas vacías destinadas a estallar sin que nada quede, aparte de un círculo en el agua limosa cargada de los sudores humanos. Una sola cosa es necesaria, oh Israel, poseer la Sabiduría. A costa incluso de la vida. Porque la vida no es la cosa más preciosa. Y más vale perder cien vidas que perder la propia alma. Jesús ha terminado en medio de un silencio de admiración. Trata de abrirse paso y marcharse… Pero reclaman su beso los niños; y su bendición los adultos. Y sólo después de éstas, despidiéndose de Cleofás y Hermas de Emaús, puede marcharse.