En el Templo, una gracia obtenida con la oración incesante y la parábola del juez y la viuda.
Jesús está de nuevo en Jerusalén. Una ventosa y grísea Jerusalén invernal. Margziam está todavía con Jesús, y lo mismo Isaac. Hablando, se dirigen al Templo. Con los doce -hablando con el Zelote más que con los otros, y con Tomás- están José y Nicodemo, que luego se separan, pasan adelante y saludan a Jesús sin detenerse. -No quieren hacer resaltar su amistad con el Maestro. ¡Es peligroso! – susurra Judas Iscariote a Andrés. -Yo creo que lo hacen por un pensamiento justo, no por vileza – los defiende Andrés. -Además, no son discípulos y pueden hacerlo. Nunca lo han sido – dice el Zelote. -¿No?! – Me parecía… -Ni siquiera Lázaro es discípulo, y tampoco… -Pero si excluyes y excluyes, ¿quién queda? -¿Quién? Los que tienen la misión de discípulos. -¿Y los otros, entonces, qué son? -Amigos. Sólo amigos. ¿Dejan, acaso, sus casas, sus intereses, por seguir a Jesús? -No. Pero lo escuchan con gusto y le ofrecen ayudas y… -¡Si es por eso, también los gentiles lo hacen entonces! Ya viste que en casa de Nique encontramos a personas que se ocuparon de Él. Y esas mujeres seguro que no son discípulas. -¡No te acalores! Lo decía por decirlo. ¿Te interesa tanto que tus amigos no resulten discípulos? Deberías querer lo contrario, me parece. -No me acaloro. Ni quiero nada. Tampoco que tú los perjudiques diciendo que son discípulos suyos. -¿Pero a quién se lo voy a decir? Estoy siempre con vosotros… Simón Zelote lo mira tan severamente que la risita se hiela en los labios de Judas, el cual considera oportuno cambiar de tema preguntando: -¿Qué querían hoy, que hablaban así con vosotros dos? -Han encontrado la casa para Nique. Hacia los huertos. Cerca de la Puerta. José conocía al propietario y sabía que con una buena ganancia habría vendido. Se lo comunicaremos a Nique. -¡Qué ganas de tirar dinero! -Es suyo. Puede hacer de él lo que quiera. Quiere estar cerca del Maestro. Obedece con ello a la voluntad de su esposo y a su corazón. -Sólo mi madre está lejos… – suspira Santiago de Alfeo. -Y la mía – dice el otro Santiago. -Pero por poco. ¿Has oído lo que ha dicho Jesús a Isaac y a Juan Y a Matías?: «Cuando volváis en la neomenia de la luna de Sabat, venid con las discípulas, además de con mi Madre». -No sé por qué no quiere que Margziam vuelva con ellas. Le ha dicho: «Vendrás cuando te llame». -Quizás porque Porfiria no se quede sin ayuda… Si nadie pesca, arriba no se come. Como nosotros no vamos, debe ir Margziam. Está claro que no son suficientes la higuera, la colmena, los pocos olivos y las dos ovejas para mantener a una mujer, vestirla, procurarle de comer… – observa Andrés. Jesús, parado, apoyado en la muralla del Templo, los observa mientras se acercan. Con Él están Pedro, Margziam y Judas de Alfeo. Unos pobrecillos se levantan de sus yacijas de piedra, colocadas en el camino que viene hacia el Templo -el que viene de Sión hacia el Moira, no el que de Ofel viene al Templo- y se acercan, quejumbrosos, a Jesús, a pedir una limosna. Ninguno pide curación. Jesús ordena a Judas que les dé unas monedas. Luego entra en el Templo. No hay mucha gente. Pasada la gran afluencia de las fiestas, cesa la llegada de peregrinos. Sólo quien por serios intereses está obligado a venir a Jerusalén o quien vive en la misma ciudad sube al Templo. Por tanto, los patios y los pórticos, aun no estando desiertos, tienen mucha menos gente, y parecen más grandes, y más sagrados, al tener menos ruido. También – arrimados a las murallas por la parte del sol, de un pálido sol que se abre paso entre las nubes cenicientas- son menos numerosos los cambistas y los vendedores de palomas y otros animales. Después de orar en el Patio de los Israelitas, Jesús vuelve atrás y se arrima a una columna. Observa… y es observado. Ve que vuelven, ciertamente del Patio de los Hebreos, un hombre y una mujer que, aunque no lloren abiertamente, muestran un rostro más apenado que si lloraran. El hombre intenta consolar a la mujer, pero se ve que también él está muy acongojado. Jesús se separa de la columna y va a su encuentro. -¿Qué os hace sufrir? – les pregunta con sentimiento de piedad. El hombre lo mira, asombrado por el interés. Quizás le parece incluso indelicado, pero la mirada de Jesús es tan dulce que lo desarma. De todas formas, antes de expresar lo que constituye su dolor, pregunta: -¿Cómo es que un rabí se interesa de las penas de un simple fiel? -Porque este rabí es tu hermano, hombre; tu hermano en el Señor, y te ama como el mandamiento dice.-¡Tu hermano! Soy un pobre labriego de la llanura de Sarón, hacia Dora. Tú eres un rabí. -El dolor es para los rabíes como para todos. Sé lo que es el dolor y quisiera consolarte. La mujer retira un momento su velo para mirar a Jesús y susurra a su marido: -Díselo. Quizás puede ayudarnos… – Rabí, nosotros teníamos una hija. La tenemos. Por ahora la tenemos todavía… Y la hemos casado decorosamente con un joven que un común amigo nos garantizó como buen marido. Son esposos desde hace seis años, y de su desposorio han tenido dos hijos. Dos… porque después cesó el amor… Tanto que ahora el marido quiere el divorcio. Nuestra hija llora y se consume. Por eso hemos dicho que todavía la tenemos, porque dentro de poco morirá de dolor. Hemos intentado todo para convencer al hombre. Y hemos orado mucho al Altísimo… Pero ninguno de los dos nos ha escuchado… Hemos venido aquí en peregrinación por esto, y hemos estado aquí durante todo el curso de una luna. Todos los días al Templo; yo en mi lugar, la mujer en el suyo… Esta mañana un criado de mi hija nos ha traído la noticia de que el marido ha ido a Cesárea para mandarle a ella desde allí el libelo de divorcio. Y ésta es la respuesta que han tenido nuestras oraciones… -No hables así, Santiago – suplica la mujer en voz baja. Y termina: -El Rabí nos maldecirá como blasfemos… Y Dios nos castigará. Es nuestro dolor. Viene de Dios… Y, si ha descargado su mano sobre nosotros, es señal de que lo hemos merecido – termina con un sollozo. -No, mujer. Yo no os maldigo. Y Dios no os va a castigar. Yo os lo digo. Como también os digo que no es Dios el que os da este dolor, sino el hombre. Dios lo permite para prueba vuestra y para prueba del marido de vuestra hija. No perdáis la fe y el Señor os escuchará. -Es tarde. Nuestra hija ya ha sido repudiada y mancillada, y morirá… – dice el hombre. -Nunca es tarde para el Altísimo. En un instante y por una oración que persiste puede cambiar el curso de los acontecimientos. Desde la copa a los labios la muerte tiene todavía tiempo de introducir su puñal e impedir que quien acercaba a sus labios el cáliz beba. Y ello por intervención de Dios. Yo os lo digo. Volved a vuestros lugares de oración y perseverad todavía hoy, mañana y pasado mañana, y, si sabéis tener fe, veréis el milagro. -Rabí, Tú quieres consolarnos… pero en este momento,.. No se puede, y Tú lo sabes, anular el libelo una vez entregado a la repudiada – insiste el hombre. -Ten fe, te digo. Es verdad que no se puede anular. ¿Pero sabes si tu hija lo ha recibido? -De Dora a Cesárea no es largo el camino. Mientras el siervo venía hasta aquí, seguro que Jacob ha vuelto a casa y ha echado a María. -No es largo el trayecto. ¿Pero estás seguro de que lo ha recorrido? ¿Un acto de voluntad superior al hombre no puede haber detenido a un hombre, si Josué con la ayuda de Dios detuvo el Sol? ¡Vuestra oración insistente y confiada, hecha con buen fin, no es, acaso, un acto santo de voluntad opuesto a la mala aspiración del hombre? ¿Y Dios -puesto que le pedís una cosa buena a Él, vuestro Padre- no os ayudará deteniendo el camino del demente? ¿No os habrá ayudado ya quizás? Y, aunque el hombre se obstinara todavía en ir, ¡podría hacerlo si vosotros os obstináis en pedir al Padre una cosa justa? Os digo: id y orad hoy, mañana y pasado mañana, y veréis el milagro. -¡Vamos, Santiago! El Rabí sabe. Si dice que vayamos a orar es señal de que sabe que es una cosa justa. Ten fe, esposo mío. Siento que surge en mí, donde tenía tanto dolor, una gran paz, una esperanza fuerte. Dios te lo pague, Rabí que eres bueno, y te escuche. Ruega también tú por nosotros. Ven, Santiago, ven – y logra convencer a su marido, el cual la sigue después de saludar a Jesús con el habitual saludo hebreo de «la paz sea contigo», al que responde Jesús con la misma fórmula. -¿Por qué no les has dicho quién eres? Habrían orado con más paz – dicen los apóstoles, y añade Felipe: -Voy a decírselo. -Pero Jesús lo retiene diciendo: -No quiero. Efectivamente, habrían orado con paz, pero con menos valor y con menos mérito. Así su fe es perfecta y será premiada. -¿De verdad? -¿Pensáis, acaso, que miento engañando a dos infelices? Mira a la gente que se ha congregado, unas cien personas, y dice: -Escuchad esta parábola, que os expresa el valor de la oración constante. Conocéis lo que dice el Deuteronomio (16, 18-20) sobre los jueces y magistrados. Deberían ser justos y misericordiosos, escuchando con ecuanimidad a quien a ellos recurriera, pensando siempre en juzgar como si el caso que deben juzgar fuera suyo personal, sin tener en cuenta donativos o amenazas, sin deferencia hacia los amigos culpables y sin dureza hacia aquellos que estuvieran enemistados con los amigos del juez. Pero, si son justas las palabras de la Ley, no son igualmente justos los hombres, ni saben obedecer a la Ley. Así, se ve que la justicia humana es frecuentemente imperfecta, porque raros son los jueces que saben conservarse puros de corrupción, misericordiosos, pacientes tanto con los ricos como con los pobres; tanto con las viudas y los huérfanos como con aquellos que no lo son. En una ciudad había un juez muy indigno de su oficio, obtenido por medio de poderosos parentescos. Era sobremanera desigual al juzgar, propendiendo siempre a dar la razón al rico y al poderoso, o a quien tenía recomendación de ricos y poderosos; o hacia el que lo comprase con grandes donativos. No temía a Dios y se burlaba de las quejas del pobre y del que era débil por estar sólo y carecer de fuertes defensas. Cuando no quería escuchar a quien tenía tan claras razones de victoria contra un rico, que no se le podía contradecir en manera alguna, él hacía que lo alejaran de su presencia y lo amenazaba con arrojarlo a la cárcel. La mayoría sufrían sus violencias y se retiraban vencidos, resignados a la derrota aun antes de tramitar la causa. Pero en aquella ciudad había también una viuda cargada de hijos. Debía recibir una fuerte suma de un hombre poderoso por unos trabajos que su difunto esposo había llevado a cabo para él. Ella, movida por la necesidad y el amor materno, había tratado de que el rico le diera esa suma que le habría permitido saciar el hambre de sus hijos y vestirlos durante el invierno que se acercaba. Pero, habiéndose hecho vanas todas las presiones y súplicas dirigidas al rico, fue al juez. El juez era amigo del rico, el cual le había dicho: «Si me das la razón, un tercio de la suma es tuyo». Por tanto, se mostró sordo a las palabras de la viuda, que le rogaba: «Ríndeme justicia respecto a mi adversario. Tú ves que lo necesito. Todos pueden decir si tengo derecho a esa suma». Permaneció sordo y mandó a sus ayudantes que la alejaran de su presencia. Pero la mujer volvió: una, dos, diez veces; por la mañana, a la hora sexta, a la hora nona, al atardecer… incansable. Y lo seguía por la calle gritando: «¡Hazme justicia!¡Mis hijos tienen hambre y frío y no tengo dinero para comprar harina y vestidos!». Allí estaba, en la puerta de la casa del juez cuando éste regresaba para sentarse a la mesa con sus hijos. Y el grito de la viuda – «hazme justicia con mi adversario, que tengo hambre y frío, yo y mis criaturas»- penetraba hasta dentro de la casa, hasta el comedor, hasta el dormitorio por la noche, insistente como el grito de una abubilla: «¡Hazme justicia, si no quieres que Dios te castigue! Hazme justicia. Recuerda que la viuda y los huérfanos son sagrados para Dios, y ¡ay de quien los pisotee! Hazme justicia si no quieres un día sufrir lo que nosotros sufrimos. ¡Nuestra hambre! Nuestro frío te lo encontrarás en la otra vida, si no haces justicia. ¡Pobre de ti!». El juez no temía a Dios ni tampoco al prójimo. Pero estaba cansado de ser molestado siempre; de ver que era objeto de risas por parte de toda la ciudad por la persecución de la viuda, y también objeto de crítica. Por eso, un día se dijo a sí mismo: «Aunque no tema a Dios ni tema las amenazas de la mujer ni lo que piense la gente de la ciudad, a pesar de ello y para poner fin a tanta molestia, voy a escuchar a la viuda y le haré justicia obligando al rico a pagar. Me basta con que me deje de perseguir y se me quite de en medio». Y, convocado el amigo rico, dijo: «Amigo mío, no puedo seguir complaciéndote. Cumple con tu deber y paga, porque ya no soporto ser molestado por causa tuya. He dicho». Y el rico tuvo que desembolsar la suma según justicia. Esta es la parábola. Ahora os toca a vosotros aplicarla. Habéis oído las palabras de un hombre inicuo: «Para poner fin a tanta molestia voy a escuchar a la mujer». Y era un inicuo. ¿Y Dios, el Padre lleno de bondad, va a ser inferior al juez malo? ¿No hará justicia a aquellos hijos suyos que saben invocarle día y noche? ¿Les hará esperar tanto el don, que su alma abatida deje de orar? Os digo que prontamente les hará justicia, para que su alma no pierda la fe. Pero antes hay que saber orar, sin cansarse después de las primeras oraciones, y saber pedir cosas buenas. Y también fiarse de Dios diciendo: «Pero hágase lo que tu Sabiduría ve más útil para nosotros». Tened fe. Sabed orar con fe en la oración y con fe en Dios vuestro Padre. Y Él os hará justicia contra lo que os oprime, sean hombres o demonios, sean enfermedades u otras desventuras. La oración perseverante abre el Cielo, y la fe salva al alma, cualquiera que sea el modo en que la oración sea escuchada y atendida favorablemente. Vamos. Y se encamina hacia la salida. Ya está casi fuera de la muralla cuando, alzando la cabeza para observar a los pocos que le siguen y a los muchos indiferentes u hostiles que lo miran de lejos, exclama con tristeza: -¿Pero cuando vuelva el Hijo del Hombre encontrará en la Tierra todavía fe? – y, suspirando, se ciñe más estrechamente su manto y camina a grandes pasos hacia el arrabal de Ofel.