En el Templo. Oración universal y parábola del hijo verdadero y los hijos bastardos.
Dice Jesús: -Levántate, María. Vamos a santificar el día con una página del Evangelio. Porque mi Palabra es santificación. Ve, María. Porque ver los días terrenos de Cristo es santificación. Escribe, María. Porque escribir acerca de Cristo es santificación, repetir lo que dice Jesús es santificación, predicar a Jesús es santificación, instruir a los hermanos es santificación. Grande será tu recompensa por esta obra de caridad. Jesús ha dejado Rama y ya está a la vista de Jerusalén. Mientras anda – como el año pasado – va cantando los salmos prescritos. Muchos, en la vía llena de gente, se vuelven para mirar al grupo apostólico que pasa. Quién saluda con reverencia; quién se limita a echar una ojeada curiosa (éstas son por lo general las mujeres), sonriendo respetuosamente; quién se limita a observar; quién dibuja en sus labios una sonrisita irónica y desdeñosa; quién, en fin, pasa altivo y con evidente malevolencia. Jesús va tranquilo, vestido con una túnica limpia y buena. También Él, como todos, se ha cambiado, para entrar con orden y, diría, con elegancia, en la ciudad santa. Y también Margziam este año está a la altura de las circunstancias con su ropa nueva. Camina al lado de Jesús, cantando a pleno pulmón, con esa voz suya que la verdad es que es un poquillo áspera porque no es todavía viril. Pero su tono imperfecto se pierde en el coro, lleno, de las voces de sus compañeros, emergiendo sólo, límpido como tintín de plata, en los agudos que emite todavía con voz blanca y segura. Está feliz Margziam… En un intervalo de los cantos – ya a la vista de la Puerta de Damasco, porque entran por allí para ir inmediatamente al Templo -, mientras esperan a que pase una pomposa caravana que ocupa toda la vía y crea obstrucciones (de forma que los prudentes se detienen en los márgenes), Margziam pregunta: -Señor mío, ¿no vas a decir otra parábola bonita para tu hijo lejano? Querría unirla a los otros escritos que tengo; porque está claro que en Betania vamos a encontrar a sus enviados y sus noticias. Y me consume el deseo de darle una alegría, según le prometí y su corazón y el mío queremos… -Sí, hijo mío. Te daré la parábola. -Pero una que lo consuele, que le diga que sigue siendo tu amado…-Así lo diré. Y será para mí alegría porque será decir una verdad. -¿Cuándo la vas a decir, Señor? -Inmediatamente. Vamos a ir enseguida al Templo, como es deber, y allí hablaré antes de que se me impida hacerlo. -¿Y vas a hablar para él? -Sí, hijo mío. -¡Gracias, Señor! Debe ser muy doloroso el estar separado así… – dice Margziam, que tiene casi un brillo de llanto en sus ojos negros. Jesús le pone la mano encima del pelo y se vuelve para indicar a los doce que se acerquen y así reemprender la marcha. Y es que los doce se habían detenido a oír lo que decían algunos, no sé si creyentes en el Maestro o deseosos de conocerlo, que a su vez se habían parado por la misma causa que había detenido a Jesús y a los suyos. -Ya vamos, Maestro. Estábamos escuchando a éstos. Algunos de ellos son prosélitos que vienen de lejos y preguntaban que dónde podrían acercarse a conocerte – dice Pedro yendo. -¿Por qué motivo lo desean? Y Pedro, ya al lado de Jesús – que está reanudando la marcha – dice: -Porque quieren oír tu palabra, y para ser curados de algunas enfermedades. ¿Ves ese carro cubierto, después de ellos? Dentro hay prosélitos de la Diáspora que han venido por mar o con un largo viaje, movidos a realizarlo además de por el respeto a la Ley por la fe en ti. Los hay de Éfeso, Perge e Iconio, y hay uno, pobre, de Filadelfia, al que han acogido en el carro por piedad los otros, que son mercantes ricos por lo general, pensando propiciarse al Señor. -Margziam, ve a decirles que me sigan al Templo. Tendrán lo uno y lo otro: salud del alma, con la palabra, y salud para los cuerpos si saben tener fe. El jovencito va ligero. Pero de los doce se eleva un coro de desaprobación por «la imprudencia» de Jesús, que quiere mostrarse públicamente en el Templo… -Vamos a propósito, para que vean que no tengo miedo. Para que vean que ninguna amenaza me puede hacer desobedecer al precepto. ¿Pero es que no habéis entendido todavía su juego? Todas estas amenazas, todos estos consejos, amigables sólo en apariencia, tienen la pretensión de hacerme pecar, para poder disponer de un elemento verdadero de acusación. No seáis cobardes. Tened fe. No es mi hora. -¿Pero por qué no vas antes a tranquilizar a tu Madre? Te espera… – dice Judas Iscariote. -No. Primero voy al Templo, que, hasta el momento señalado por el Eterno para la nueva época, es la Casa de Dios. Mi Madre, esperándome, sufrirá menos de lo que sufriría sabiendo que estoy predicando en el Templo. De esta forma, honraré al Padre y a la Madre, dándole al Primero la primicia de mis horas pascuales, y a la segunda la tranquilidad. Vamos. No temáis. Por lo demás, quien tenga miedo que vaya al Getsemaní, a incubar su miedo entre las mujeres. Los apóstoles, con la pulla de esta última observación, no hablan más. Se ponen de nuevo en fila, de tres en tres. Sólo en la fila donde está Jesús, la primera, son cuatro, hasta que llega Margziam y la hace de cinco (tanto que Judas Tadeo y el Zelote se ponen detrás de Jesús, dejándolo así en el centro entre Pedro y Margziam). En la Puerta de Damasco ven a Manahén. -Señor, he pensado que era mejor que me vieran, para disolver toda posible duda sobre la situación. Te aseguro que, aparte de la malevolencia de los fariseos y escribas, no hay nada que sea peligroso para ti. Puedes ir seguro. -Lo sabía, Manahén. De todas formas, te lo agradezco. Ven conmigo al Templo, si no te es molestia… -¿Molestia? ¡Por ti desafiaría al mundo entero! ¡Afrontaría cualquier fatiga! Judas Iscariote barbota algunas palabras. Manahén se vuelve ofendido. Dice con voz segura: -No, hombre. No son «palabras». Le ruego al Maestro que compruebe mi sinceridad. -No hace falta, Manahén. Vamos. Siguen adelante entre el atasco de gente. Llegados a una casa amiga, se liberan de los talegos; Santiago, Juan y Andrés los depositan por todos en un atrio largo y oscuro, y luego dan alcance a sus compañeros. Entran en el recinto del Templo pasando cerca de la Antonia. Los soldados romanos miran, pero no se mueven. Se susurran algunas cosas. Jesús los observa, para ver si hay alguno que conozca. Pero no ve ni a Quintiliano ni al mílite Alejandro. Ya están en el Templo, en medio del hormigueo de gente, poco sagrado, de los primeros patios, donde hay mercaderes y cambistas. Jesús mira y vibra. Se pone pálido. Su andadura severa es tan solemne, que parece aumentar más todavía de estatura. Judas Iscariote lo tienta: -¿Por qué no repites aquel gesto santo? Ya ves… lo han olvidado… De nuevo la profanación ha entrado en la Casa de Dios. ¿No te duele? ¿No te lanzas a defender? Este rostro moreno y bello, pero irónico y falso (a pesar de todas las artes de Judas para que no aparezca así), toma un aspecto incluso zorruno mientras, un poco agachado, como por reverencial respeto, dice estas palabras a Jesús, escrutándolo de abajo arriba. -No es la hora. Pero todo eso será purificado. ¡Y para siempre!.. – dice secamente Jesús. Judas sonríe ligeramente y comenta: -¡El «para siempre» de los hombres! ¡Ya ves, Maestro, que es muy precario!… Jesús no le responde, pues trata de saludar desde lejos a José de Arimatea, que pasa seguido por otras personas, envuelto en sus vistosos indumentos. Recitan las oraciones rituales y luego regresan al Patio de los Gentiles, bajo cuyos pórticos se agolpa la gente. Los prosélitos a los que habían encontrado viniendo al Templo han seguido todo este tiempo a Jesús. Han traído con ellos a sus enfermos y ahora los están colocando a la sombra, debajo de los pórticos, cerca del Maestro. Sus mujeres, que los han esperado aquí, se acercan muy despacio. Todas veladas. Pero una está ya sentada, quizás por estar enferma, y las compañeras la llevan al lado de los otros enfermos. Más gente se agolpa alrededor de Jesús. Veo estupor y desorientación en los grupos rabínicos y sacerdotales por la abierta venida y la abierta predicación de Jesús. -¡La paz sea con todos vosotros que escucháis! La Pascua Santa trae de nuevo a los hijos fieles a la Casa del Padre. Parece, esta Pascua bendita nuestra, una madre que piensa solícita en el bien de sus hijos, que los llama con fuerte voz para que vengan de todas partes, aplazando todas las ocupaciones por una más importante, la única que es verdaderamente grande y útil: honrar al Señor y Padre. En esto se comprende que somos hermanos; de esto, con testimonio delicado, surge el orden y el compromiso de amar al prójimo como a uno mismo. ¿No nos hemos visto nunca? ¿No sabíamos los unos de los otros? Así es. Pero, si estamos aquí, porque somos hijos de un único Padre que quiere congregarnos en su Casa para el banquete pascual, entonces, aunque no sea con los sentidos materiales, sí ciertamente con la parte superior, sentimos que somos iguales, hermanos, provenientes de Uno solo, y nos amamos, por tanto, como si hubiéramos crecido juntos. Y esta unión de amor nuestra es anticipación de la otra, más perfecta, de que gozaremos en el Reino de los Cielos, bajo la mirada de Dios, abrazados todos por su Amor: Yo, Hijo de Dios y del hombre, con vosotros, hombres hijos de Dios; Yo, Primogénito, con vosotros, hermanos amados sobre toda humana medida, hasta hacerme Cordero por los pecados de los hombres. Recordemos también, nosotros que gozamos en el momento presente de nuestra fraterna unión en la Casa del Padre, a los que están lejos y también son hermanos nuestros en el Señor y en el origen. Tengámoslos en nuestro corazón. Llevemos en nuestro corazón ante el altar santo a los ausentes. Oremos por ellos, recogiendo con el espíritu sus lejanas voces, sus añoranzas de estar aquí, sus anhelos. Y, de la misma forma que recogemos estos conscientes anhelos de los israelitas lejanos, recojamos también los de las almas que pertenecen a hombres que no saben siquiera que tienen un alma y que son hijos de Uno solo. Todas las almas del mundo gritan en las prisiones de los cuerpos hacia el Altísimo. Alzan, en oscura cárcel, su gemido hacia la Luz. Nosotros, que estamos en la luz de la fe verdadera, tengamos misericordia de ellos. Oremos así: Padre nuestro que estás en los Cielos, sea santificado por toda la humanidad tu Nombre. Conocer tu Nombre es encaminarse hacia la santidad. Haz, Padre santo, que los gentiles y paganos conozcan tu existencia, y que vengan a Dios, a ti, Padre, guiados por la Estrella de Jacob, por la Estrella de la Mañana, por el Rey y Redentor de la estirpe de David, por tu Ungido, ya ofrecido y consagrado para ser Víctima por los pecados del mundo; que vengan como los tres sabios de entonces, de un tiempo ya lejano pero no inoperante, porque nada de lo que tiene algo que ver con la venida de la Redención al mundo es inoperante. Venga tu Reino a todos los lugares de la tierra: donde se te conoce y ama, y donde aún no se te conoce; y, sobre todo, a los que son triplemente pecadores, los cuales, aun conociéndote, no te aman en tus obras y manifestaciones de luz, y tratan de rechazar y apagar la Luz que ha venido al mundo, porque son almas de tinieblas, que prefieren las obras de tinieblas, y no saben que querer apagar la Luz del mundo es ofenderte a ti mismo, porque Tú eres Luz santísima y Padre de todas las luces, comenzando por la que se ha hecho Carne y Palabra para traer tu luz a todos los corazones de buena voluntad. Padre santísimo, que todos los corazones de este mundo hagan tu voluntad, es decir, que se salven todos los corazones y no quede para ninguno sin fruto el sacrificio de la Gran Víctima; porque ésta es tu voluntad: que el hombre se salve y goce de ti, Padre santo, después del perdón que está para ser otorgado. Danos tu ayuda, Señor: todas tus ayudas. Ayuda a todos los que esperan, a los que no saben esperar, a los pecadores con el arrepentimiento que salva, a los paganos con la herida de tu llamada que estremece; ayuda a los infelices, a los reclusos, a los desterrados, a los enfermos en el cuerpo o en el espíritu, a todos, Tú que eres el Todo; porque el tiempo de la Misericordia ha llegado. Perdona, Padre bueno, los pecados de tus hijos. Los de tu pueblo, que son los más graves, los de los culpables de querer estar en el error, mientras que tu amor de predilección ha dado la Luz precisamente a este pueblo. Perdona a los que están afeados por un paganismo corrompido que enseña el vicio, y se hunden en la idolatría de este paganismo pesado y mefítico, mientras que entre ellos hay almas preciadas y que Tú amas porque las has creado. Nosotros perdonamos, Yo el primero, para que Tú puedas perdonar. E invocamos tu protección sobre la debilidad de las criaturas para que libres del Principio del Mal, del cual vienen todos los delitos, idolatrías, culpas, tentaciones y errores, a tus criaturas. Líbralas, Señor, del Príncipe horrendo, para que puedan acercarse a la Luz eterna. La gente ha seguido atenta esta solemne oración. Se han acercado rabíes famosos, entre los cuales, sujetándose pensativo el barbado mentón, está Gamaliel… Y se ha acercado también un grupo de mujeres, enteramente envueltas en mantos, con una especie de capucha que oculta sus rostros. Y los rabíes se han acercado con desprecio… Y también han venido, reclamados por la noticia de que había llegado el Maestro, muchos discípulos fieles, entre los cuales están Hermas, Esteban y el sacerdote Juan. Y también Nicodemo y José, inseparables, y otros amigos suyos que creo haber visto ya. Durante la pausa que sigue a la oración del Señor, recogido ahora dentro de sí, solemnemente austero, se oye a José de Arimatea decir: -¿Y entonces, Gamaliel? ¿No te parece todavía palabra del Señor? -José, se me dijo: «Estas piedras se estremecerán con el sonido de mis palabras» – responde Gamaliel. Esteban, impetuosamente, grita: -¡Cumple el prodigio, Señor! ¡Da la orden, y se desarticularán! ¡Gran don sería que se derrumbase el edificio, pero se elevaran en los corazones las murallas de tu Fe! ¡Házselo a mi maestro! -¡Blasfemo! – grita un grupo rabioso de rabíes con sus alumnos. -No – grita a su vez Gamaliel – Mi discípulo habla con palabra inspirada. Pero nosotros no somos capaces de aceptarla porque el Ángel de Dios todavía no nos ha purificado del pasado con el tizón tomado del Altar de Dios… Y, quizás, ni aunque el grito de su voz – y señala a Jesús – desencajara los quicios de estas puertas, sabríamos creer… Se recoge un extremo del amplio manto blanquísimo y con él se cubre la cabeza, ocultándose casi el rostro; luego se marcha. Jesús lo mira mientras se va… Luego continúa hablando. Ahora responde a algunos que murmuran entre sí, que se muestran escandalizados y que hacen más visible su escándalo descargándolo sobre Judas de Keriot, con una rociada de protestas que el apóstol encaja sin reaccionar, encogiéndose de hombros y poniendo una cara que de satisfecha no tiene nada. Jesús dice: -En verdad, en verdad os digo que los que parecen ilegítimos son hijos verdaderos, y que los que son hijos verdaderos se hacen ilegítimos. Escuchad todos una parábola. Hubo una vez un hombre que, debido a algunas ocupaciones, tuvo que ausentarse durante largo tiempo de casa, dejando en ella a algunos hijos que todavía eran poco más que unos niños. Desde el lugar en que se hallaba, escribía cartas a sus hijos mayores para mantener siempre en ellos el respeto hacia el padre lejano y para recordarles sus enseñanzas. El último, nacido después de su partida, se estaba criando todavía con una mujer que vivía lejos de allí, de la región de la esposa, que no era de su raza. Y la esposa murió, siendo pequeño y viviendo lejos de casa todavía este hijo. Los hermanos dijeron: «Dejémoslo allí, donde está, con los parientes de nuestra madre. Quizás nuestro padre se olvida de él. Saldremos ganando porque tendremos que repartir con uno menos, cuando nuestro padre muera». Y así lo hicieron. De esta forma, el niño lejano creció con los parientes maternos, ignorando las enseñanzas de su padre, ignorando que tenía un padre y unos hermanos, o, peor, conociendo la amargura de esta reflexión: «Todos ellos me han desechado como si fuera ilegítimo», y tanto se sentía repudiado por su padre, que llegó incluso a creer que ello fuera verdad. Siendo ya un hombre y habiéndose puesto a trabajar – porque, agriado como estaba por los pensamientos mencionados, aborrecía también a la familia de su madre, a quien consideraba culpable de adulterio -, quiso el azar que este joven fuera a la ciudad donde estaba su padre. Y entró en contacto con él, aunque no sabía quién era, y tuvo la ocasión de oírlo hablar. El hombre era un sabio. No teniendo la satisfacción de los hijos, que estaban lejos – a esas alturas ya vivían por su cuenta y mantenían con su padre lejano sólo unas relaciones convencionales… bueno, para recordarle que eran «sus» hijos y que, como consecuencia, se acordara de ellos en el testamento -, se ocupaba mucho en dar rectos consejos a los jóvenes a quienes tenía ocasión de conocer en esa tierra en que estaba. El joven se sintió atraído por esa rectitud, que era paterna hacia muchos jóvenes; no sólo se acercó a él, sino que atesoró todas sus palabras, y vino a hacer bueno su agriado ánimo. El hombre enfermó. Tuvo que decidir regresar a su patria. El joven le dijo: «Señor, eres la única persona que me ha hablado con justicia y me ha elevado el corazón. Deja que te siga como siervo. No quiero volver a caer en el mal de antes». «Ven conmigo. Ocuparás el puesto de un hijo del que no he podido volver a tener noticias». Y regresaron juntos a la casa paterna. Ni el padre ni los hermanos ni el propio joven intuyeron que el Señor hubiera congregado de nuevo a los de una única sangre bajo un único techo. Mas el padre hubo de llorar mucho por sus hijos conocidos, porque los encontró olvidados de sus enseñanzas, codiciosos, duros de corazón, con muchas idolatrías en sus corazones en vez de creyentes en Dios: la soberbia, la avaricia y la lujuria eran sus dioses, y no querían oír hablar de nada que no fuera ganancia humana. El extranjero, sin embargo, cada vez se acercaba más a Dios; se hacía cada vez más justo, bueno, amoroso, obediente. Los hermanos lo odiaban porque el padre quería a ese extranjero. Él perdonaba y amaba porque había comprendido que en el amor estaba la paz. El padre, un día, disgustado con la conducta de sus hijos, dijo: «Vosotros os habéis desinteresado de los parientes de vuestra madre, y hasta de vuestro hermano. Me recordáis la conducta de los hijos de Jacob hacia su hermano José. Quiero ir a esas tierras para tener noticias de él. Quizás lo encuentro para consuelo mío». Y se despidió, tanto de los hijos conocidos como del joven desconocido, dando a este último una reserva de dinero para que pudiera volver al lugar de donde había venido y montar allí un pequeño comercio. Llegado a la región de su difunta esposa, los familiares de ella le contaron que el hijo abandonado había pasado a llamarse Manasés, de Moisés que se llamaba, porque realmente con su nacimiento había hecho olvidar al padre que era justo, pues lo había abandonado. «¡No me ofendáis! Me habían referido que se había perdido el rastro del niño. Y no esperaba siquiera encontrar aquí a ninguno de vosotros. Pero habladme de él. ¿Cómo es? ¿Ha crecido robusto? ¿Se parece a mi amada esposa que se consumió dándomelo? ¿Es bueno? ¿Me ama?». «Robusto, es robusto, y guapo como su madre, aparte de tener los ojos de un color negro intenso. De su madre tiene hasta la mancha de forma de algarroba en la cadera, y de ti ese estorbo ligero de la pronunciación. Cuando se hizo hombre, se marchó, agriado por su sino, con dudas sobre la honestidad de su madre, y sintiendo rencor hacia ti. Habría sido bueno, si no hubiera tenido este rencor en el alma. Se marchó más allá de los montes y de los ríos. Llegó a Trapecius para…» «¿Decís Trapecius? ¿En Sinopio? Seguid, seguid, que yo estaba allí, y vi a un joven con este ligero estorbo en la pronunciación, solo y triste, y muy bueno por debajo de su costra de dureza. ¿Es él? ¡Hablad!». «Quizás es. Búscalo. En la cadera derecha tiene la algarroba saliente y oscura como la tenía tu mujer». El hombre se marchó a toda velocidad, con la esperanza de encontrar todavía al extranjero en su casa. Había partido ya para regresar a la colonia de Sinopio. El hombre fue detrás… Lo encontró. Le hizo acercarse para descubrirle la cadera. Lo reconoció. Cayó de rodillas alabando a Dios por haberle devuelto el hijo, y más bueno que los otros, que cada vez se hacían más animales, mientras que éste, en estos meses que habían pasado, se había hecho cada vez más santo. Y dijo al hijo bueno: «Recibirás la parte de tus hermanos, porque, sin ser amado por nadie, te has hecho más justo que todos los demás». ¿No era, acaso, justicia? Lo era. En verdad os digo que son verdaderos hijos del Bien aquellos que, rechazados por el mundo y despreciados, odiados, vilipendiados, abandonados como ilegítimos, considerados oprobio y muerte, saben superar a los hijos crecidos en la casa pero rebeldes a las leyes de ésta. No es el hecho de ser de Israel lo que da derecho al Cielo; ni asegura el destino el ser fariseos, escribas o doctores. La cosa es tener buena voluntad y acercarse generosamente a la Doctrina de amor, hacerse nuevos en ella, hacerse por ella hijos de Dios en espíritu y verdad.Sabed todos los que me escucháis que muchos, que se creen seguros en Israel, serán sustituidos por los que para ellos son publicanos, meretrices, gentiles, paganos y galeotes. El Reino de los Cielos es de quien sabe renovarse acogiendo la Verdad y el Amor. Jesús se vuelve hacia el grupo de los enfermos prosélitos. -¿Sabéis creer en cuanto he dicho? – pregunta con voz fuerte. -¡Sí! ¡Señor! – responden en coro. -¿Queréis acoger la Verdad y el Amor? -¡Sí! ¡Señor! -¿Os quedaríais satisfechos aunque no os diera más que Verdad y Amor? -Señor, Tú sabes qué es lo que necesitamos más. Danos, sobre todo, tu paz y la vida eterna. -¡Levantaos e id a alabar al Seor! Estáis curados en el Nombre santo de Dios. Y, rápido, se dirige hacia la primera puerta que encuentra, y se mezcla con la muchedumbre que satura Jerusalén, antes de que la emoción y el estupor que hay en el Patio de los Paganos puedan transformarse en aclamadora búsqueda de Él… Los apóstoles, desorientados, lo pierden de vista. Sólo Margziam, que no ha dejado nunca de tenerle cogido un extremo del manto, corre a su lado, feliz, y dice: -¡Gracias, gracias, gracias, Maestro! ¡Por Juan, gracias! He escrito todo mientras hablabas. Sólo me queda añadir el milagro. ¡Qué bonito! ¡Justo para él! ¡Se pondrá muy contento!…