En el Templo, oposición al discurso que revela que Jesús es la Luz del mundo.
Jesús está todavía en Jerusalén. No dentro de los patios del Templo. Está en una vasta estancia bien adornada, una de las tantas que hay, diseminadas, dentro del recinto amurallado, que es tan grande como un pueblo. Ha entrado en ella hace poco. Todavía va andando al lado del que lo ha invitado a entrar, quizás para protegerlo del viento frío que sopla en el Moira; detrás de Él van los apóstoles y algunos discípulos. Digo «algunos» porque, además de Isaac y Margziam, está Jonatán y -mezclados entre la gente que también entra detrás del Maestro- aquel levita, Zacarías, que pocos días antes le había dicho que quería ser su discípulo, y también otros dos que ya he visto con los discípulos, y cuyo nombre ignoro. Pero entre éstos, benévolos, no faltan los consabidos, los inevitables e inmutables fariseos. Se paran casi en la puerta, como si se hubieran encontrado allí por azar para discutir de negocios (¡entre tanto están ahí para oír!). Vivamente esperan los presentes la palabra del Señor. Él mira a este grupo de distintas nacionalidades (es cosa visible; y no todas palestinas, aunque sí de religión hebraica). Mira a este grupo de personas, muchas de las cuales, quizás, mañana se esparcirán por las regiones de que provienen y llevarán a ellas su palabra diciendo: «Hemos oído al Hombre del que dicen que es nuestro Mesías». Y no les habla -a ellos que ya están instruidos en la Ley- de la Ley, como hace muchas veces cuando comprende que tiene ante sí ignorancias o fes debilitadas; sino que habla de sí mismo, para que lo conozcan. Dice: -Yo soy la Luz del mundo y quien me sigue no caminará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida. Y calla, tras haber enunciado el tema del discurso que va a desarrollar, como hace habitualmente cuando está para pronunciar un gran discurso. Calla para dar tiempo a la gente de decidir si el argumento les interesa o no; y dar también tiempo de irse, a aquellos a quienes el tema propuesto no les interesa. De los presentes no se marcha nadie; es más, los fariseos que estaban en la puerta, ocupados en una conversación forzada y estudiada, y que han callado y se han vuelto hacia dentro de la sinagoga a la primera palabra de Jesús, entran abriéndose paso con su indefectible prepotencia. Cuando todo rumor ha cesado, Jesús repite la frase dicha antes, con voz aún más fuerte e incisiva, y prosigue: -Yo, siendo el Hijo del Padre que es el Padre de la Luz, soy la Luz del mundo. Un hijo siempre asemeja al padre que lo engendró, y tiene su misma naturaleza. Igualmente Yo asemejo a Aquel que me ha engendrado, y tengo su naturaleza. Dios, el Altísimo, el Espíritu perfecto e infinito, es Luz de Amor, Luz de Sabiduría, Luz de Potencia, Luz de Bondad, Luz de Belleza. Él es el Padre de las Luces y, quien vive de Él y en Él, al estar en la Luz, ve. Y es deseo de Dios que las criaturas vean. Él ha dado al hombre el intelecto y el sentimiento para que pudieran ver la Luz -o sea, verlo a Él- y comprenderla y amarla. Ha dado al hombre los ojos para que pudiera ver lo más bello de entre lo creado, lo que constituye la perfección de los elementos, aquello por lo cual es visible la Creación y que es una de las primeras acciones de Dios Creador y lleva el signo más visible de su Creador: la luz, incorpórea, luminosa, beatífica, consoladora, necesaria, como necesario es el Padre de todos, Dios eterno y altísimo. Por una orden de su Pensamiento, Él creó el firmamento y la tierra, o sea, la masa de la atmósfera y la masa del polvo, lo incorpóreo y lo corpóreo, lo ligerísimo y lo pesado. Pero ambas cosas todavía pobres y vacías. Informes todavía por estar envueltas en las tinieblas. Vacías todavía de astros y de vida. Mas para dar a la tierra y al firmamento su verdadera fisonomía, para hacer de ellos dos cosas hermosas, útiles, adecuadas para la prosecución de la obra creadora, el Espíritu de Dios -que aleteaba por encima de las aguas y era todo uno con el Creador que creaba y con el Inspirador que impulsaba a crear, para poder no sólo amarse a sí mismo en el Padre y en el Hijo sino también amar a un número infinito de criaturas, llamados astros, planetas, aguas, mares, florestas, árboles, flores, animales que volasen, que zigzagueasen, que se arrastrasen, que corrieran, que saltaran, que treparan, y, en fin, amar al hombre, la más perfecta de las criaturas, más perfecto que el Sol por tener el alma además de la materia, la inteligencia además del instinto, la libertad además del orden; al hombre semejante a Dios por el espíritu, semejante al animal por la carne; al semidiós que viene a ser dios por participación y por gracia de Dios y voluntad propia; al ser humano que queriendo puede transformarse en ángel; al amadísimo de la Creación sensible, para el cual, aun sabiéndolo pecador, desde antes de que el tiempo existiera preparó el Salvador, la Víctima, en el Ser amado sin medida, en el Hijo, en el Verbo, por el que todo ha sido hecho-, mas para dar a la tierra y al firmamento su verdadera fisonomía, decía, he aquí que el Espíritu de Dios, aleteando en el cosmos, grita, y es la primera manifestación de la Palabra: «Sea la luz», y la luz es, buena, salutífera, potente durante el día, tenue durante la noche, pero imperecedera mientras dure el tiempo. Del océano de maravillas que es el trono de Dios, el seno de Dios, Dios saca la gema más bella, la luz, que precede a la gema más perfecta, que es la creación del hombre, en el cual no está una joya de Dios, sino que está Dios mismo, con su soplo espirado en el barro para hacer de éste una carne y una vida y un heredero suyo en el Paraíso celeste, donde Él espera a los justos, a los hijos, para gozarse en ellos y ellos en Él. Si al principio de la creación Dios quiso la luz sobre sus obras, si para hacer la luz se sirvió de su Palabra, si Dios a los más amados dona su semejanza más perfecta, la luz -luz material jubilosa e incorpórea, luz espiritual sabia y santificadora-, ¿podrá no haber dado al Hijo de su amor aquello que Él mismo es? En verdad, a Aquel en quien ab aeterno Él se complace, el Altísimo le ha dado todo, y ha querido que de ese todo la Luz fuera primera y potentísima, para que sin esperar a subir al Cielo los hombres conocieran la maravilla de la Triade, aquello que hace cantar a los bienaventurados coros de los Cielos, cantar por la armonía del maravillado júbilo que les viene a los ángeles del hecho de mirar a la Luz, o sea, a Dios, a la Luz que llena el Paraíso y hace bienaventurados a todos los que lo habitan. Yo soy la Luz del mundo. ¡Quien me sigue no caminará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida! De la misma manera que la luz en la tierra informe consintió la vida a las plantas y a los animales, mi Luz consiente a los espíritus la Vida eterna. Yo (la Luz que Yo soy) creo en vosotros la Vida y la mantengo, la aumento, os creo de nuevo en ella, os transformo, os llevo a la Morada de Dios por caminos de sabiduría, de amor, de santificación. Quien tiene en sí la Luz tiene en sí a Dios, porque la Luz es una con la Caridad y quien tiene la Caridad tiene a Dios. Quien tiene en sí la Luz tiene en sí la Vida, porque Dios está donde su dilecto Hijo es recibido. – Dices palabras sin razón. ¿Quién ha visto lo que es Dios? Ni siquiera Moisés vio a Dios, porque en el Horeb, en cuanto supo quién hablaba detrás de la zarza que ardía, se cubrió el rostro; y tampoco las otras veces pudo verlo entre los rayos cegadores. ¿Y Tú dices que has visto a Dios? A Moisés, que sólo lo oyó hablar, le quedó un esplendor en el rostro. Pero Tú, ¿qué luz tienes en tu cara? Eres un pobre galileo de cara pálida como la mayoría de vosotros. Eres un enfermo, cansado y enjuto. Verdaderamente, si hubieras visto a Dios y Él te amara, no estarías como uno que está próximo a la muerte. ¿Pretendes dar la vida Tú que ni para ti mismo la tienes? – y menean la cabeza compadeciéndolo con ironía. -Dios es Luz y Yo sé cuál es su Luz, porque los hijos conocen a su padre y porque cada uno se conoce a sí mismo. Yo conozco al Padre mío y sé quién soy. Yo soy la Luz del mundo. Soy la Luz porque mi Padre es la Luz y me ha engendrado dándome su Naturaleza. La Palabra no es distinta del Pensamiento, porque la palabra expresa lo que el intelecto piensa. Y, además, ¿ya no conocéis a los profetas? ¿No os acordáis de Ezequiel y, sobre todo, de Daniel? (Ezequiel 1, 26-28 y en Daniel 7,9- 10) Describiendo a Dios, visto en la visión, en el carro de los cuatro animales, dice el primero: «En el trono estaba uno que por el aspecto parecía un hombre Y dentro de él y en torno a él vi una especie de electro, como la apariencia del fuego, y hacia arriba y hacia abajo de sus caderas vi como una especie de fuego que resplandecía en torno; como el aspecto del arco iris cuando se forma en la nube en día de lluvia: tal era el aspecto del resplandor de en torno». Y dice Daniel: «Yo estaba observando hasta que fueron alzados unos tronos y el Secular de los días se sentó. Sus vestiduras eran blancas como la nieve, sus cabellos como la cándida lana; vivas llamas era su trono, las ruedas de su trono fuego a llamaradas. Un río de fuego fluía rápido delante de él». Así es Dios, y así seré Yo cuando venga a juzgaros. – Tu testimonio no es válido. Te das testimonio a ti mismo. Por tanto, ¿qué valor tiene tu testimonio? Para nosotros no es verdadero. -Aunque dé testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y a dónde voy. Pero vosotros no sabéis ni de dónde vengo ni a dónde voy. Vuestra sabiduría es lo que veis. Yo, sin embargo, conozco todo lo que al hombre le es desconocido, y he venido para que también vosotros lo conozcáis. Por esto he dicho que soy la Luz, porque la luz hace conocer lo que ocultaban las sombras. En el Cielo hay luz, en la Tierra reinan mucho las tinieblas y cubren las verdades a los espíritus, porque las tinieblas odian a los espíritus de los hombres y no quieren que conozcan la Verdad y las verdades, para que no se santifiquen. Y para esto he venido, para que tengáis Luz y, por tanto, Vida. Pero vosotros no me queréis acoger. Queréis juzgar lo que no conocéis, y no podéis juzgarlo porque está muy por encima de vosotros y es incomprensible para todo aquel que no lo contemple con los ojos del espíritu, y un espíritu humilde y nutrido de fe. Pero vosotros juzgáis según la carne. Por eso no podéis estar en el juicio verdadero. Yo, por el contrario, no juzgo a nadie; basta que pueda abstenerme de juzgar. Os miro con misericordia, y oro por vosotros, para que os abráis a la Luz. Pero, cuando tengo realmente que juzgar, mi juicio es verdadero, porque no estoy solo, sino que estoy con el Padre que me ha enviado, y Él ve desde su gloria el interior de los corazones. Y como ve el vuestro ve el mío. Y si viera en mi corazón un juicio injusto, por amor a mí y por el honor de su Justicia, me lo advertiría. Mas Yo y el Padre juzgamos de una única manera; por tanto, somos dos y no Yo solo los que juzgamos y testificamos. En vuestra Ley está escrito (Deuteronomio 19, 15) que el testimonio de dos testigos que afirman lo mismo debe ser aceptado como verdadero y válido. Yo, pues, doy testimonio de mi Naturaleza, y conmigo el Padre que me ha enviado testifica lo mismo. Por tanto, lo que digo es verdad. – Nosotros no oímos la voz del Altísimo. Tú lo dices, que es tu Padre… -Él habló de mí en el Jordán… -Bien, pero no estabas solo Tú en el Jordán. También estaba Juan. Pudo hablarle a él. Era un gran profeta. -Con vuestros propios labios os condenáis. Decidme: ¿quién habla por los labios de los profetas? -El Espíritu de Dios. -¿Y para vosotros Juan era profeta? -Uno de los mayores, si no el mayor. -¿Y entonces por qué no habéis creído en sus palabras y no creéis? Él me indicaba como el Cordero de Dios venido a cancelar los pecados del mundo. A quien le preguntaba si era el Cristo, decía: «No soy el Cristo, sino el que le precede, porque existía antes de mí y yo no lo conocía, pero el que me tomó desde el vientre de mi madre y me ha investido en el desierto y me ha mandado a bautizar me ha dicho: Aquel sobre el que verás descender el Espíritu es el que bautizará con el Espíritu Santo y en fuego»‘. ¿No os acordáis? Pues muchos de vosotros estabais presentes… ¿Por qué, pues, no creéis en el profeta que me indicó habiendo oído las palabras del Cielo? ¿Debo decir al Padre mío que su Pueblo ya no cree en los profetas? -¿Pero dónde está el padre tuyo? José, el carpintero, duerme desde hace años en el sepulcro. Tú ya no tienes padre. -Vosotros no me conocéis a mí ni conocéis a mi Padre. Pero, si quisierais conocerme, conoceríais también a mi verdadero Padre. -Eres un endemoniado y un embustero. Eres un blasfemo, pues que quieres sostener que el Altísimo es tu Padre. Y merecerías el castigo de la Ley. Los fariseos y otros del Templo gritan amenazadores, mientras la gente los mira con torva mirada, en defensa del Cristo. Jesús los mira sin añadir palabra alguna, y sale de la estancia por una puertecita lateral que da a un pórtico.