En el Templo el último día de la fiesta de los Tabernáculos. Sermón sobre el Agua viva.
El Templo rebosa de gente. De todas formas, falta mucho el elemento femenino, y los niños. La persistencia de una temporada ventosa y con precoces chaparrones, breves pero violentos, debe haber persuadido a las mujeres de ponerse en camino junto con los niños. Pero los hombres de todos los lugares de Palestina y los prosélitos de la Diáspora atestan -ésta es la palabra- el Templo para hacer las últimas oraciones, las últimas ofrendas, y escuchar las últimas lecciones de los escribas. Los galileos seguidores de Jesús están en su totalidad: los jefes más importantes en primera fila; en el centro, muy identificado con su condición de pariente, está José de Alfeo con su hermano Simón. Otro grupo, apiñado, que espera, es el de los setenta y dos discípulos. Con esta expresión me refiero a los discípulos elegidos por Jesús para evangelizar, y que han cambiado de número y de caras, porque algunos de los antiguos, después de la defección que siguió al discurso del Pan del Cielo, ya no están, y se han agregado otros nuevos, como Nicolái de Antioquía. El tercer grupo, también muy apiñado y numeroso, es el de los judíos; entre ellos, veo a los arquisinagogos de Emaús, de Hebrón, de Keriot; de Yuttá está presente el marido de Sara; de Betsur los parientes de Elisa. Están junto a la puerta Hermosa, y es clara su intención de rodear al Maestro en cuanto aparezca. Efectivamente, Jesús no puede dar un paso dentro del recinto amurallado sin que estos tres grupos lo circunden, casi como aislándolo de los malévolos, o también de los que, simplemente, están allí por curiosidad. Jesús se dirige al atrio de los Israelitas para las oraciones; los otros le siguen, compactos -en la medida en que lo permite la gran densidad de gente-, sordos a las expresiones de desagrado de quienes tienen que apartarse y dejar paso al gran número de personas que va con Jesús. Él va entre sus hermanos. Y no es dulce como la de Jesús la mirada, ni humilde como la de Jesús la actitud de José de Alfeo, que, expresivamente, fija sus ojos en algunos fariseos… Oran. Luego regresan al patio de los Paganos. Jesús se sienta humildemente en el suelo, apoyando la espalda en la pared del pórtico. Lo rodea un semicírculo que cada vez se va haciendo más compacto, debido a la sucesión de filas de personas que se van poniendo a espaldas de las filas más cercanas a Él, sentándose o apoyándose y permaneciendo de pie: rostros y miradas que convergen en el único Rostro. Los curiosos, los que han venido de lejos y no están al corriente, y los malévolos, están detrás de esta barrera de fieles, esforzándose por ver, alargando los cuellos, levantándose sobre las puntas de los pies. Jesús, entretanto, está escuchando a éste y a aquél, que piden consejos o refieren noticias. Hablan así los parientes de Elisa, dando noticias de ella y preguntando si puede venir a servir al Maestro. Él responde: -No me quedo aquí. Más tarde vendrá. Y habla el pariente de María de Simón, madre de Judas de Keriot, diciendo que se ha quedado, él, custodiando las propiedades, pero que María está casi siempre con la madre de Yoana. A Judas, que está atónito, se 1e salen los ojos de las órbitas, pero no habla. Y habla el marido de Sara, diciendo que pronto le nacerá a él otro hijo, y pregunta que cómo puede llamarlo. Jesús responde: -Si es varón, Juan; si es mujer. Ana. Y el anciano arquisinagogo de Emaús le susurra, bajo, algún caso de conciencia, y Jesús, en voz baja, le responde. Y así sucesivamente. Mientras, la gente va aumentando. Jesús alza la cabeza y mira. Estando el pórtico elevado unos cuantos escalones, Él, a pesar de estar sentado en el suelo, domina buena parte del patio, por ese lado, y ve muchas caras. Se pone en pie y dice con fuerte voz, con toda su entonada y fuerte voz: -¡El que tenga sed que venga a mí y beba! Del interior de los que crean en mí brotarán ríos de agua viva. Su voz llena el vasto patio, los espléndidos pórticos. Ciertamente, atraviesa los de este lado, y se propaga a otros lugares, y sobrepuja todas las demás voces, cual armónico trueno lleno de promesas. Dice esto, y luego calla unos instantes, como habiendo querido enunciar el tema y dar tiempo a quienes no tienen interés en oírlo de marcharse sin causar molestias. Los escribas y doctores callan, o sea, bajan sus voces (ahora son un susurro, aunque, ciertamente, malévolo). No veo a Gamaliel. Jesús camina de frente, entre el semicírculo, que se abre según va llegando y se va cerrando a sus espaldas, transformándose de semicírculo en anillo. Camina despacio, majestuosamente. Parece deslizarse sobre los mármoles policromos del suelo, con el manto un poco suelto, que le forma por detrás una incipiente cola. Va al ángulo del pórtico, al extremo del escalón que penetra hacia el patio; allí se detiene. Domina, así, dos lados de la primera muralla. Alza el brazo derecho, con su gesto habitual de cuando empieza a hablar, mientras con la mano izquierda apretada contra el pecho tiene sujeto el manto. Repite las palabras iniciales: -¡El que tenga sed que venga a mí y beba! ¡Del interior de los que crean en mí manarán ríos de agua viva!Aquel que vio la teofanía del Señor, el gran Ezequiel, (Ezequiel 1; 8-10; 37, 1-14; 47, 1-19) sacerdote y profeta, después de ver proféticamente los actos impuros en la profanada casa del Señor, después de ver, también proféticamente, que sólo los signados con el Tau vivirán en la Jerusalén verdadera, mientras que los demás conocerán más de un exterminio, más de una condena, más de un castigo -y el tiempo está cercano, oh vosotros que me escucháis, está cercano, está más cercano de lo que pensáis; por lo cual, os exhorto, como Maestro y Salvador, a no tardar más en signaros con el signo que salva; a no tardar más en poner en vosotros la Luz y la Sabiduría, a no tardar más en arrepentiros y llorar, por vosotros y por los demás, para poderos salvar-, Ezequiel, después de ver todo esto y más, habla de una terrible visión: la de los huesos secos. Día llegará en que en un mundo muerto, bajo un firmamento apagado, aparecerán al sonido angélico numerosísimos huesos de muertos. Como un vientre que se abre para dar a luz, así la Tierra arrojará de sus entrañas todo hueso de hombre que sobre ella murió y en su fango fue sepultado, desde Adán al último hombre. Y se producirá entonces la resurrección de los muertos para el grande y supremo juicio, después del cual, como un pomo de Sodoma, el mundo se vaciará para transformarse en una nada, y terminará el firmamento con sus astros. Todo tendrá fin, menos dos cosas eternas, lejanas, en los extremos de dos abismos de una profundidad incalculable, totalmente antitéticos en la forma y en el aspecto y en el modo con que en ellos proseguirá eternamente la potencia de Dios: el Paraíso: luz, alegría, paz, amor; el Infierno: tinieblas, dolor, horror, odio. -¿Pero creéis que por el hecho de que el mundo no esté todavía muerto y no suenen, convocadoras, las trompetas angélicas, el inmenso campo de la Tierra no está cubierto de huesos sin vida, requetesecos, inertes, separados, muertos, muertos, muertos? En verdad os digo que es así. Entre los que viven, porque respiran todavía, innumerables son los que son como cadáveres, como los huesos secos vistos por Ezequiel. ¿Quiénes son? Aquellos que no tienen en sí la vida del espíritu. Hay en Israel de éstos, como en todo el mundo. Y el que entre los gentiles y los idólatras no haya sino muertos que esperan ser vitalizados por la Vida es una cosa natural, y causa dolor sólo a aquellos que poseen la verdadera Sabiduría, porque Ella les hace comprender que el Eterno ha creado a las criaturas para Él y no para la idolatría, y se aflige viendo a tantas criaturas en la muerte. Pero, si el Altísimo tiene este dolor, y es ya grande, ¿cuál será su dolor por aquellos que, de su Pueblo, son huesos que albean, sin vida, sin espíritu? Los elegidos, los predilectos, los protegidos, los nutridos, los instruidos por Él directamente o por sus siervos y profetas, ¿por qué tienen que ser, culpablemente, huesos secos, siendo así que para ellos siempre ha descendido un hilo de agua vital del Cielo y les ha dado a beber Vida y Verdad? ¿Por qué, plantados en la tierra del Señor, se han secado? ¡Por qué su espíritu ha muerto, si el Espíritu Eterno puso a su disposición todo un tesoro sapiencial para que de él bebieran y vivieran? ¿Quién?, ¿con qué prodigio podrán volver a la Vida, si han dejado las fuentes, los pastos, las luces que Dios les ha dado, y caminan a tientas entre las calígines, y beben fuentes no puras, y se nutren de alimentos no santos? ¿No volverán, pues, a vivir? Sí. En nombre del Altísimo Yo lo juro. Muchos resucitarán. Dios tiene ya preparado el milagro; es más, el milagro ya está activo, ya ha actuado en algunos, y algunos huesos secos se han revestido de vida, porque el Altísimo -al cual nada le está prohibido- ha mantenido la promesa y la mantiene, y cada vez la completa más. Él, desde lo alto de los Cielos, grita a estos huesos que están esperando la Vida: «Ved que Yo infundiré en vosotros el espíritu y viviréis». Y ha tomado su Espíritu, a sí mismo se ha tomado, y ha formado una Carne para revestir su Palabra, y la ha enviado a estos muertos para que, hablándoles, se infundiera de nuevo en ellos la Vida. ¡Cuántas veces, en el transcurso de los siglos, Israel ha gritado: «Están secos nuestros huesos, nuestra esperanza ha muerto, estamos separados»! Pero, toda promesa es sagrada, toda profecía es verdadera. Y ha llegado el tiempo en que el Enviado de Dios abre las tumbas para sacar de ellas a los muertos y vivificarlos para conducirlos consigo a la verdadera Israel, al Reino del Señor, al Reino del Padre mío y vuestro. ¡Yo soy la Resurrección y la Vida! ¡Yo soy la Luz que ha venido a iluminar a quien yacía en las tinieblas! ¡Soy la Fuente de la que, impetuosa, brota Vida eterna! El que venga a mí no conocerá la Muerte. El que tenga sed de Vida venga y beba. Quien quiera poseer la Vida, o sea, a Dios, crea en mí, y de su interior brotarán no gotas, sino ríos de agua viva. Porque el que crea en mí formará conmigo el nuevo Templo del que manan las aguas saludables de que habla Ezequiel. ¡Venid a mí, pueblos! ¡Venid a mí, criaturas! Venid a formar un único Templo; pues que no rechazo a ninguno, sino que, por amor, os quiero conmigo, en mi trabajo, en mis méritos, en mi gloria. «Y vi aguas que brotaban de debajo de la puerta de la casa, a * oriente… y las aguas bajaban al lado derecho, al sur del altar». (Ezequiel cap. 47). Aquel Templo son los que creen en el Mesías del Señor, en el Cristo, en la Nueva Ley, en la Doctrina del tiempo de Salud y de Paz. Así como de piedras están formados los muros de este templo, de espíritus vivos estarán formados los místicos muros del Templo, que no morirá por los siglos de los siglos y que desde la Tierra ascenderá hasta el Cielo, como su Fundador, después de la lucha y la prueba. Aquel altar del que brotan las aguas, aquel altar situado a levante soy Yo. Y mis aguas brotan de la derecha porque la derecha es el lugar de los elegidos para el Reino de Dios. Brotan de mí para verterse sobre mis elegidos y hacerlos ricos en aguas vitales, portadores de ellas, distribuidores de ellas hacia el Septentrión, hacia el Mediodía, hacia Oriente, hacia Occidente, para dar Vida a los pueblos de la Tierra que esperan la hora de la Luz, la hora que llegará, que sin falta llegará a todos los lugares antes de que la Tierra deje de existir. Brotan y se esparcen mis aguas, mezcladas con las que Yo mismo he dado y daré a mis seguidores; y, a pesar de estar esparcidas para hacer apta la Tierra, formarán un único río de Gracia, cada vez más profundo, cada vez más grande, que irá creciendo día tras día, paso a paso, con las aguas de los nuevos seguidores, hasta que forme como un mar; un mar que, con sus aguas, tocará todos los lugares para santificar toda la Tierra. Dios quiere esto. Dios hace esto. Un diluvio lavó el mundo dando muerte a los pecadores. Un nuevo diluvio, de otro líquido, que no será lluvia, lavará el mundo y dará Vida. Y, por un misterioso acto de gracia, los hombres podrán formar parte de ese diluvio santificador, uniendo sus voluntades a la mía, sus fatigas a la mía, sus sufrimientos al mío. Y el mundo conocerá la Verdad y la Vida. Y el que quiera participar podrá hacerlo. Sólo el que no quiera ser nutrido por las aguas de Vida se transformará en lugar palúdico y pestífero, o seguirá siéndolo, y no conocerá las pingües cosechas de los frutos de gracia, sabiduría, salvación, que conocerán los que vivan en mí. En verdad os digo, otra vez, que el que tenga sed y venga a mí beberá y no volverá a tener sed, porque mi Gracia abrirá en él fuentes y ríos de agua viva. Y quien no crea en mí perecerá, como salina donde la vida no puede subsistir. En verdad os digo que después de mí no se interrumpirá la Fuente, porque Yo no moriré, sino viviré, y, cuando me haya ido, ido y no muerto, para abrir las puertas de los Cielos, Otro, que es igual que Yo, vendrá y completará mi obra haciéndoos comprender las cosas que Yo os he dicho, y encendiéndoos para haceros «luces», ya que habéis acogido la Luz. Jesús calla. La muchedumbre, que ha estado en silencio bajo el imperio del discurso, ahora musita y hace distintos comentarios: Quién dice: -¡Qué palabras! ¡Es un verdadero profeta! Quién: -Es el Cristo. Os lo digo. Ni siquiera Juan hablaba así. Y ningún profeta tiene su fuerza. -Y además nos hace comprender a los profetas; incluso a Ezequiel, que es tan oscuro en sus símbolos. -¿Habéis oído, no? ¡Las aguas! ¡El altar! ¡Está claro! -¿Y los huesos secos? ¿Has visto cómo se han turbado escribas, fariseos y sacerdotes? ¡Han comprendido la alusión! .Sí. Y han mandado a la guardia. Pero ellos… se han olvidado de prenderlo y se han quedado como niños que ven a los ángeles. ¡Miradlos allí! Están como apapanatados. -¡Mira! ‘Mira! Un magistrado los llama y los reprende. ¡Vamos a oír! Mientras tanto, Jesús está curando a unos enfermos que le están siendo acercados y no se ocupa de nada más, hasta que, abriéndose paso entre la gente, un grupo de sacerdotes y fariseos, capitaneados por un hombre de unos treinta o treinta y cinco años -veo que todos lo evitan, con un temor que es casi terror- llega hasta Él. -¿Todavía estás aquí? ¡Vete! ¡En nombre del Sumo Sacerdote! Jesús se alza -estaba agachado hacia un paralítico- y lo mira con calma y mansedumbre. Luego vuelve a agacharse para imponer las manos al enfermo. -¡Vete! ¿Has entendido? Seductor de muchedumbres. O haremos que te prendan. -Ve y alaba al Señor con una vida santa – dice Jesús al enfermo, que se alza curado; y ésta es su única respuesta. Los que amenazan, por su parte, echan espuma venenosa, y la muchedumbre los intima, con sus voces de hosanna, que no causen daño a Jesús. Pero, si Jesús se muestra manso, no así se muestra José de Alfeo, el cual, irguiéndose engallado, echando hacia atrás la cabeza para parecer más alto, grita: -¡Eleazar, tú que con los que te asemejan querrías abatir el cetro del Hijo escogido de Dios y de David, has de saber que estás cortando todas las plantas, la tuya la primera, esa de que tanto te jactas! ¡Porque tu maldad hace pender sobre tu cabeza la espada del Señor! – y diría más cosas; pero Jesús le pone la mano en el hombro y dice: -¡Paz, paz, hermano mío! – y José, lívido de indignación, calla. Se encaminan hacia la salida. Ya fuera de la muralla, refieren a Jesús que los jefes de los sacerdotes y los fariseos han reprendido a la guardia por no haberlo arrestado, y que ellos se habían justificado diciendo que nunca nadie había hablado como Él. Respuesta que había enfurecido a los príncipes de los sacerdotes y a los fariseos, entre los cuales había muchos del Sanedrín. Tanto que, para probar a los soldados que sólo los necios podían ser seducidos por un loco, querían ir a arrestarlo, como blasfemo. Y también para enseñar a la gente a comprender la verdad. Pero Nicodemo, que estaba presente, se había opuesto diciendo: -No podéis actuar contra Él. Nuestra Ley prohíbe condenar a un hombre antes de haberlo escuchado y haber visto lo que hace. Y nosotros de su boca hemos oído, y de Él hemos visto, cosas no condenables. Ante estas palabras la ira de los enemigos de Jesús se había volcado contra Nicodemo, con amenazas e insultos y burlas, como contra un necio y un pecador. Y Eleazar ben Anás se había puesto en movimiento, personalmente, con los más enfurecidos, para ir a echar a Jesús, pues a más no se atrevía por la muchedumbre. José de Alfeo está furioso. Jesús lo mira y dice: -¿Lo ves, hermano? No dice nada más… ¡pero hay mucho en esas palabras! Contienen la advertencia de que Él, ya hable, ya calle, tiene razón, contienen el recuerdo de sus palabras, contienen el índice de lo que son las castas más importantes de Judea, de lo que es el Templo, etc. José agacha la cabeza y dice: -Tienes razón… Guarda silencio, pensativo. Luego, al improviso, echa sus brazos en torno a la espalda de Jesús y llora sobre el pecho de Él, mientras dice: -¡Pobre hermano mío! ¡Pobre María! ¡Pobre Madre! Creo que José intuye claramente, en este momento, la suerte de Jesús… -¡No llores! Haz tú también, como Yo hago, la voluntad de nuestro Padre – lo conforta Jesús, y lo besa para consolarlo. Cuando José está un poco calmado, se ponen en marcha en dirección a la casa en que se hospeda, y allí se saludan besándose. Y José, muy emocionado, mucho, dice como últimas palabras: -¡Ve en paz, Jesús! Respecto a todo. Lo que te dije cerca de Nazaret te lo repito, y con más fuerza todavía. Ve en paz. Ten sólo las preocupaciones de tu trabajo. De lo demás me ocuparé yo. Ve y que Dios te conforte. Y lo besa una vez más, paternal en el rostro, y en la caricia que, como bendición de jefe de familia, le deposita en la cabeza.Luego José saluda a sus hermanos. Se saludan también éstos y Simón. Pero noto que Santiago, no sé por qué motivo, se muestra más bien distante con José, y viceversa. Sin embargo, con Simón, hay más afectuosidad. Lo último que José dice a Santiago es: -¿Entonces tengo que pensar que te he perdido? -No, hermano. Debes pensar que tú sabes dónde estoy y que, por tanto, de ti depende el encontrarme. Sin rencor. Es más, con muchas oraciones por ti. Pero en las cosas del espíritu no hay que tomar dos senderos juntos. Tú sabes lo que quiero decir… -Ya ves que lo defiendo… -Defiendes al hombre y al pariente. No es suficiente para darte esos ríos de Gracia de que Él hablaba. Defiende al Hijo de Dios, sin miedo al mundo, sin cálculo de intereses, y serás perfecto. Adiós. Cuida de nuestra madre, cuida a María de José… Jesús -no sé si ha oído, porque está centrado en saludar a los otros nazarenos y galileos-, terminados los saludos, ordena: -Subamos al Monte de los Olivos. Desde allí nos dirigiremos a algún lugar…