En el mercado de Alejandrocena. La parábola de los obreros de la viña.
El patio de los tres hermanos está la mitad en sombra, la mitad luminoso de sol. Está lleno de gente que va y viene para sus compras, mientras que fuera del portón, en la placita, vocea el mercado de Alejandrocena en medio de un confuso ir y venir de adquisidores y compradores, de asnos, de ovejas, de corderos, de volatería; porque se comprende que aquí tienen menos remilgos y llevan al mercado también a los pollos, sin miedo a ningún tipo de contaminación. Rebuznos, balidos, cacareos de gallinas y triunfales quiquiriquíes de gallitos se mezclan con las voces de los hombres, formando un alegre coro que, de vez en cuando, adquiere notas agudas y dramáticas por algún altercado. También dentro del patio de los hermanos hay bullicio, y no falta algún que otro altercado, o por el precio o porque un marchante ha tomado lo que otro para sus adentros había elegido. No falta el quejido lastimero de los mendigos que, en la plaza, cerca del portón, recitan la letanía de sus miserias con una cadencia cantora y triste como un aúllo de moribundo. Soldados romanos, con aire de dueños, van y vienen por el fondac y la plaza; supongo que en servicio, porque los veo armados y nunca solos, en medio de los fenicios, que también van todos armados. Jesús pasea arriba y abajo por el patio, con los seis apóstoles, como esperando el momento adecuado para hablar. Luego sale a la plaza un momento. Pasa cerca de los mendigos y les da una limosna. La gente se distrae unos minutos a mirar al grupo galileo y se pregunta quiénes serán esos extranjeros. Hay quien informa de quiénes son los huéspedes de los tres hermanos, porque les ha pedido a éstos información. Un rumor sigue los pasos de Jesús, que va tranquilo, acariciando a los niños que encuentra en su camino. En el rumor no faltan risitas irónicas y epítetos poco halagüeños para los hebreos, como tampoco falta el honesto deseo de oír a este «Profeta», a este «Rabí», a este «Santo», a este «Mesías» de Israel (sí, se lo señalan unos a otros con tales nombres, según su grado de fe y su rectitud de corazón). Oigo a dos madres: -¿Pero es verdad? -Me lo ha dicho Daniel, precisamente a mí. Y él ha hablado en Jerusalén con gente que ha visto los milagros del Santo. -Sí, de acuerdo. ¿Pero será el mismo hombre? -Me ha dicho Daniel que no hay duda de que es Él, por lo que dice. -Entonces… ¿qué piensas… me concederá la gracia aunque sea sólo prosélito? -Yo diría que sí… Inténtalo. Quizás no vuelve. ¡Inténtalo, inténtalo! ¡Mal no te hará, eso está claro! -Sí – dice la mujercita, y, dejando plantado a un vendedor de loza con el que estaba contratando unos cuencos, se marcha. Vendedor que ha oído la conversación de las dos, y ahora, defraudado, enfadado por el buen trato que se ha esfumado, se abalanza contra la mujer que queda y la cubre de improperios cuales: «Maldita neófita. Sangre de hebrea. Mujer vendida» etc., etc. Oigo a dos hombres, barbudos y de porte grave: -Me gustaría oírlo hablar. Dicen que es un gran Rabí. -Un Profeta debes decir. Mayor que el Bautista. ¡Me ha dicho Elías unas cosas! ¡Unas cosas! Él las sabe porque tiene una hermana que está casada con uno que vive al servicio de un rico de Israel, y, para saber de ella, va a preguntar a los compañeros de servicio. Este rico es muy amigo del Rabí… Un tercero, un fenicio quizás, que, estando cerca, ha oído la conversación, asoma su cara enjuta, satírica, entre los dos, y, con sardónica risotada, dice: -¡Pues vaya santidad! ¡Aderezada con riquezas! ¡Por lo que yo sé, el santo debería vivir en pobreza! -Calla, Doro, mala lengua. Tú, pagano, no eres digno de juzgar estas cosas. -¡Ah, vosotros sí sois dignos, especialmente tú, Samuel! Mejor sería que me pagaras esa deuda. -¡Ten, y no sigas dando vueltas alrededor de mí, vampiro de cara de fauno!… Oigo a un anciano semiciego, que está acompañado de una muchachita y que pregunta: -¿Dónde está, dónde está el Mesías? – y la niña: « ¡Dejad paso al viejo Marcos! ¡Por favor, decidle al viejo Marcos dónde está el Mesías!». Las dos voces – la senil, feble y trémula; la niña, argentina y segura – se expanden en vano por la plaza, hasta que otro hombre dice: -¿Buscáis al Rabí? Ha vuelto hacia la casa de Daniel. Ahí está, parado, hablando con los mendigos. Oigo a dos soldados romanos: -Debe ser ese al que persiguen los judíos. ¡Menudos bichos, ésos! A simple vista se ve que es mejor que ellos. -¡Eso es lo que los fastidia! -Vamos a decírselo al alférez. Ésa es la orden. -¡Disparatada, Cayo! Roma se guarda de los corderos, y soporta, diría incluso que acaricia, a los tigres. -¡No creo, Escipión! ¡A Poncio matar le es fácil! -Sí… pero no cierra su casa a las hienas rastreras que lo adulan. -¡Política, Escipión! ¡Política!. -Vileza, Cayo, y necedad. De éste debería hacerse amigo. Ganaría una ayuda para mantener obediente a esta gentuza asiática. No sirve bien a Roma Poncio desatendiendo a este hombre bueno y adulando a los malos. -No critiques al Procónsul. Somos soldados. El superior es sagrado como un dios. Hemos jurado obediencia al divino César y el Procónsul lo representa. -Eso está bien en lo que respecta al deber hacia la Patria, sagrada e inmortal, pero no para el juicio interno. -Pero la obediencia viene del juicio. Si tu juicio se rebela contra una orden y la critica, ya no obedecerás totalmente. Roma se apoya en nuestra obediencia ciega para tutelar sus conquistas. -Pareces un tribuno, y es correcto lo que dices. Pero te hago una observación: Roma es reina, pero nosotros no somos esclavos, sino súbditos. Roma no tiene, no debe tener, ciudadanos esclavos, y esclavitud es imponer silencio a la razón de los ciudadanos. Yo digo que mi razón juzga que Poncio hace mal no ocupándose de este israelita… llámalo Mesías, Santo, Profeta, Rabí, lo que quieras. Y siento que puedo decirlo porque, diciéndolo, no viene a menos ni mi fidelidad a Roma, ni mi amor; es más, si deseo esto es porque siento que Él, enseñando respeto a las leyes y a los Cónsules, como hace, ayuda al bienestar de Roma. -Eres culto, Escipión… Llegarás lejos. ¡Ya vas adelante! Yo soy un pobre soldado. Pero, ¿ves, mientras, allí? La gente se ha amontonado en torno al Hombre. Vamos a decírselo a los jefes militares… Efectivamente, cerca del portón de los tres hermanos, hay un montón de gente alrededor de Jesús, al cual se le ve bien por su alta estatura. Luego, de repente, se eleva un grito y la gente se agita. Otros, que estaban en el mercado, acuden corriendo, y algunos del remolino de gente corren hacia la plaza e incluso más allá de la plaza. Preguntas… respuestas… -¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede? -¡El Hombre de Israel ha curado a Marcos, el anciano! El velo de sus ojos se ha disipado. Jesús, entretanto, ha entrado en el patio, seguido de una cola de gente. Renqueando, al final, viene uno de los mendigos: un renco que se arrastra más con las manos que con las piernas. Pero, si las piernas están torcidas y carecen de fuerza – por lo cual, sin los bastones, no andaría -, la voz, por el contrario, es bien vigorosa. Parece una sirena que desgarra el aire luminoso de la mañana: -¡Santo! ¡Santo! ¡Mesías! ¡Rabí! ¡Piedad de mí! – grita desgañitándose y sin tregua. Se vuelven dos o tres personas: -¡No malgastes energías! Marcos es hebreo, tú no. ¡Para los israelitas verdaderos hace milagros, no para los hijos de perro! -Mi madre era hebrea… -Y Dios la ha castigado dándole a ti, un monstruo, por su pecado. ¡Fuera, hijo de loba! Vuelve a tu sitio, lodo en el lodo… El hombre se pega a la pared, acobardado, atemorizado ante los amenazadores puños levantados… Jesús se detiene, se vuelve, mira. Ordena: -¡Hombre, ven aquí! El hombre lo mira, mira a los que lo amenazan… y no se atreve a avanzar. Jesús se abre paso entre la pequeña muchedumbre y se acerca a él. Lo toma de la mano (o sea: le pone la mano en el hombro) y dice: -No tengas miedo. Ven aquí delante conmigo – y, mirando a los despiadados, dice severo: «Dios es de todos los hombres que lo buscan y que son misericordiosos». Comprenden la alusión, y ahora son ellos los que se quedan al final; más aún, los que se quedan parados donde están. Jesús se vuelve de nuevo. Los ve allí, confusos, casi decididos a marcharse, y les dice: -No, venid también vosotros. Os vendrá bien también a vosotros, para enderezar y fortalecer vuestra alma, de la misma forma que enderezo y fortalezco a éste porque ha sabido tener fe. Hombre, Yo te lo digo, queda curado de la enfermedad. Y quita la mano del hombro del renco, tras haber experimentado éste como una sacudida. El hombre se yergue, seguro, sobre sus propias piernas, arroja las muletas ya consumidas por el uso, y grita: -¡El me ha curado! ¡Bendito sea el Dios de mi madre! – y se arrodilla para besar los bordes de la túnica de Jesús. El tumulto de quien quiere ver, o ya ha visto y ahora comenta, alcanza su culmen. En el profundo atrio, que de la plaza conduce al patio, las voces resuenan con sonoridad de pozo y producen eco contra las murallas del Castro. Los soldados deben temer que se haya producido una reyerta – debe ser fácil en estos lugares, con tantos contrastes de razas y fes, de forma que acude un pelotón y se abre paso rudamente preguntando que qué sucede. -¡Un milagro, un milagro! Jonás, el renco, ha sido curado. Ahí está, al lado del Hombre galileo. Los soldados se miran unos a otros. No hablan hasta que no ha pasado toda la muchedumbre (detrás se ha agregado más gente, de la que había en los locales del fondac y en la plaza, donde ahora se ve solamente a los vendedores, enojadísimos por el imprevisto reclamo, que hace fracasar el mercado de ese día). Luego, al ver pasar a uno de los tres hermanos, preguntan: -Felipe, ¿sabes lo que piensa hacer ahora el Rabí? -Va a hablar, a adoctrinar. ¡Y además en mi patio! – dice Felipe todo alborozado. Los soldados se consultan. ¿Quedarse? ¿Marcharse? -El alférez nos ha dicho que vigilemos… -¿A quién? ¿A1 Hombre? Por Él podríamos ir a jugarnos a los dados un ánfora de vino de Chipre – dice Escipión, el soldado que antes defendía a Jesús ante su compañero. -¡A mí me parece que es Él el que necesita ser protegido, no el derecho de Roma! ¿No lo veis? Ninguno de nuestros dioses tiene un aspecto tan manso, y al mismo tiempo tan viril. Esta gentuza no es digna de Él. Y los indignos son siempre malos. Vamos a quedarnos a protegerlo. Si hace falta le guardamos las espaldas, y se las acariciamos a estos bribones – dice, medio sarcástico, medio admirado, otro. -Bien dices, Pudente. Es más, para que Prócoro, el alférez, que siempre está soñando complots contra Roma y… ascensos para él, por gracia y mérito de su solícita vigilancia por la salud del divino César y de la diosa Roma, madre y señora del mundo, se convenza de que aquí no va a conquistar brazalete o corona, ve a llamarlo, Acio. Un soldado joven se marcha corriendo, y corriendo vuelve, diciendo: -Prócoro no viene, manda al triario Aquila… -¡Bien! ¡Bien! Mejor él que el propio Cecilio Máximo. Aquila ha servido en África, en Galia, y estuvo en las crueles selvas que nos arrebataron a Varo y a sus legiones. Conoce a griegos y bretones y tiene buen olfato para distinguir… ¡Salve! ¡Aquí tenemos al glorioso Aquila! ¡Ven, enséñanos, a nosotros, míseros, a comprender el valor de los seres! -¡Viva Aquila, maestro de soldados! – gritan todos, dándole afectuosos zarandeos al viejo soldado, marcado de cicatrices en el rostro (y, como el rostro, así tiene sus brazos y pantorrillas desnudos). É1 sonríe bonachón y exclama: -¡Viva Roma, maestra del mundo; no yo, que soy un pobre soldado! ¿Qué sucede, pues? -Vigilar a ese hombre alto y rubio como el más claro cobre. -Bien. Pero, ¿quién es? -El Mesías, según dicen. Se llama Jesús y es de Nazaret. Es aquel, ¿ya sabes, no?, por el que se comunicó aquella orden… -¡Mmm! Bien… pero me parece que perseguimos nubes. -Dicen que quiere hacerse rey y suplantar a Roma. El Sanedrín, los fariseos, saduceos y herodianos, lo han denunciado ante Poncio. Ya sabes que los hebreos tienen esta obsesión en la cabeza y, de vez en cuando, aparece un rey… -Sí, sí… ¡Pero si es por este hombre!… De todas formas, vamos a oír lo que dice. Creo que se dispone a hablar. -He sabido por el soldado, que está con el centurión, que Publio Quintiliano le ha hablado de Él como de un filósofo divino… -Las mujeres imperiales se muestran entusiastas… – dice otro soldado, joven. -¡Claro! También yo me sentiría entusiasta de El si fuera una mujer, y querría tenerlo en mi cama… – dice, riéndose abiertamente, otro soldado joven. -¡Cállate, impúdico! ¡La lujuria te come! – dice otro bromeando. -¿Y tú no, Fabio? Ana, Sira, Alba, María… -Silencio, Sabino. Está hablando y quiero escuchar – ordena el triario. Y todos guardan silencio. Jesús ha subido encima de una caja que está colocada contra una pared. Todos, por tanto, lo pueden ver bien. Ya se ha esparcido por el aire su dulce saludo, seguido luego por las palabras: «Hijos de un único Creador, escuchad», para proseguir, en el atento silencio de la gente: -El tiempo de la Gracia para todos ha llegado, no sólo para Israel, sino para todo el mundo. Hombres hebreos que estáis aquí por diversas razones, prosélitos, fenicios, gentiles, todos: oíd la Palabra de Dios, comprended la Justicia, conoced la Caridad. Teniendo Sabiduría, Justicia y Caridad, dispondréis de los medios para llegar al Reino de Dios, a ese Reino que no es una exclusividad de los hijos de Israel, sino que es de todos aquellos que amen de ahora en adelante al verdadero, único Dios, y crean en la palabra de su Verbo. Escuchad. He venido de muy lejos, no con miras de usurpador, ni con la violencia del conquistador. He venido sólo para ser el Salvador de vuestras almas. Los dominios, las riquezas, los cargos, no me seducen. Para mí no son nada; son cosas a las que ni siquiera miro. Es decir, las miro con conmiseración, porque me producen compasión, siendo como son cadenas para apresar a vuestro espíritu, impidiéndole así acercarse al Señor eterno, único, universal, santo y bendito. Las miro y me acerco a ellas como a las más grandes miserias. Y trato de liberarlas del lisonjero y cruel engaño que seduce a los hijos de los hombres, para que puedan usarlas con justicia y santidad, no como crueles armas que hieren y matan al hombre (y lo primero, siempre, al espíritu de aquel que las usa no santamente). Pero, en verdad os digo, me es más fácil curar a un cuerpo deforme que a un alma deforme; me es más fácil dar luz a las pupilas apagadas, salud a un cuerpo agonizante, que luz a los espíritus y salud a las almas enfermas. ¿Por qué? Porque el hombre ha perdido de vista el verdadero fin de su vida, y se ocupa de lo transitorio. El hombre no sabe, o no recuerda, o, recordando, no quiere prestar obediencia a esta santa orden del Señor – y hablo también para los gentiles que me escuchan – de hacer el bien, que es bien en Roma como lo es en Atenas, en Galia o en África, porque la ley moral existe bajo todos los cielos y en todas las religiones, en todo corazón recto. Y las religiones, desde la de Dios hasta la de la moral individual, dicen que la parte mejor de nosotros sobrevive, y que según como haya obrado en la tierra así será su suerte en la otra vida. Fin, pues, del hombre es la conquista de la paz en la otra vida; no las comilonas, la usura, el abuso de la fuerza, el placer, aquí, por poco tiempo, para pagarlos eternamente con muy duros tormentos. Pues bien, el hombre no sabe, o no recuerda, o no quiere recordar esta verdad. Si no la sabe, es menos culpable; si no la recuerda, es bastante culpable, porque hay que tener encendida la verdad, cual antorcha santa, en las mentes y en los corazones; pero, si no la quiere recordar, y, cuando resplandece, cierra los ojos para no verla, aborreciéndola como a la voz de un orador pedante, entonces su culpa es grave, muy grave. Y, no obstante, Dios perdona esta culpa, si el alma repudia su comportamiento malo y se propone perseguir durante el resto de la vida el fin verdadero del hombre, que es conquistarse la paz eterna en el Reino del Dios verdadero. ¿Habéis seguido hasta ahora un camino malo? ¿Abatidos, pensáis que es tarde para tomar el camino recto? ¿Desconsolados, decís: «¡No sabía nada de esto! Ahora me veo ignorante e inhábil»? No. No penséis que es como con las cosas materiales, y que hace falta mucho tiempo y fatiga para rehacer de nuevo, con santidad, lo ya hecho. La bondad del eterno, verdadero Señor Dios, es tal que, ciertamente, no os hace recorrer hacia atrás la vida vivida para colocaros de nuevo en la bifurcación en que vosotros, errando, dejarais el recto sendero para seguir el malo; es tanta que, desde el momento en que decís: «Quiero ser de la Verdad», o sea, de Dios, porque Dios es Verdad, Dios, por un milagro enteramente espiritual, infunde en vosotros la Sabiduría, siendo así que ya no sois ignorantes sino poseedores de la ciencia sobrenatural, igual que los que desde años antes la poseen. Sabiduría es desear tener a Dios, amar a Dios, cultivar el espíritu, tender al Reino de Dios repudiando todo lo que es carne, mundo y Satanás. Sabiduría es obedecer a la ley de Dios, que es ley de caridad, de obediencia, de continencia, de honestidad. Sabiduría es amar a Dios con todo el propio ser, amar al prójimo como a nosotros mismos. Estos son los dos elementos indispensables para ser sabios con la Sabiduría de Dios. Y en el prójimo están incluidos no sólo los que tienen nuestra misma sangre o raza o religión, sino todos los hombres, ricos o pobres, sabios o ignorantes, hebreos, prosélitos, fenicios, griegos, romanos… Jesús se ve interrumpido por un grito amenazador de algunos exaltados. Los mira y dice: -Sí. Esto es el amor. Yo no soy un maestro servil. Digo la verdad porque debo hacerlo así para sembrar en vosotros lo necesario para la Vida eterna. Os guste o no, tengo que decíroslo, para cumplir mi deber de Redentor; os toca a vosotros cumplir con el vuestro de personas necesitadas de Redención. Amar al prójimo, pues. Todo el prójimo. Con un amor santo. No amarlo con deshonesto concubinato de intereses, de forma que es «anatema» el romano, fenicio o prosélito – o viceversa -, mientras no hay de por medio sensualidad o dinero; y luego, si surgen en vosotros el deseo carnal o de la ganancia, ya no es «anatema»… Se oye otra vez el rumor de la gente. Los romanos, por su parte, en su sitio en el atrio, exclaman: « ¡Por Júpiter! ¡Habla bien éste!». Jesús deja que se calme el rumor y prosigue: -Amar al prójimo como querríamos ser amados nosotros. Porque no nos agrada ser maltratados, vejados, o que nos roben o subyuguen, ni ser calumniados o que nos traten groseramente. La misma susceptibilidad, nacional o individual, tienen los demás. No nos hagamos, pues, recíprocamente, el mal que no quisiéramos recibir nosotros. Sabiduría es prestar obediencia a los diez preceptos de Dios: «Yo soy el Señor tu Dios. No tengas otro Dios aparte de mí. No tengas ídolos, no les rindas culto. No tomes el Nombre de Dios en vano. Es el Nombre del Señor tu Dios, y Dios castigará a quien lo use sin razón o por imprecación o para convalidar un pecado. Acuérdate de santificar las fiestas. El sábado está consagrado al Señor, que descansó en sábado de la Creación y le ha bendecido y santificado. Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas en paz largamente sobre la tierra y eternamente en el Cielo. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No hablarás con falsedad contra tu prójimo. No desearás la casa, la mujer, el siervo, la sierva, el buey, el asno, ni nada que pertenezca a tu prójimo». Ésta es la Sabiduría. Quien esto hace es sabio y conquista la Vida y el Reino que no tienen fin. Desde hoy, pues, proponeos vivir según la Sabiduría, anteponiéndola a las pobres cosas de la tierra. ¿Qué decís? Hablad. ¿Decís que es tarde? No. Escuchad una parábola. Un amo de una viña, al amanecer de un día, salió para contratar obreros para su viña, y ajustó con ellos un denario al día. Salió de nuevo a la hora tercera, y, pensando que eran pocos los jornaleros contratados, viendo en la plaza a otros desocupados en espera de que los contratara, los tomó y dijo: «Id a mi viña, que os daré lo que he prometido a los otros». Y éstos fueron. Habiendo salido a la hora sexta y a la hora nona, vio todavía a otros y les dijo: «¿Queréis trabajar para mí? Doy un denario al día a mis jornaleros». Aceptaron y fueron. Salió, en fin, a la hora undécima. Vio a otros, que, ya declinando el sol, estaban inactivos: «¿Qué hacéis aquí, tan ociosos? ^No os da vergüenza estar sin hacer nada todo el día?», les preguntó. «Nadie nos ha contratado. Hubiéramos querido trabajar y ganarnos el pan. Pero nadie nos ha llamado a su viña». «Bien, pues yo os llamo a mi viña. Id y recibiréis el salario de los demás». Eso dijo porque era un buen patrón y sentía piedad del abatimiento de su prójimo. Llegada la noche, terminados los trabajos, el hombre llamó a su administrador, y dijo: «Llama a los jornaleros y paga su salario, según lo que he fijado, empezando por los últimos, que son los más necesitados, porque no han tenido durante el día el alimento que los otros una o varias veces han tenido, y, además, son los que, agradeciendo mi piedad, más han trabajado; los he observado; licéncialos, que vayan a su merecido descanso y gocen con su familia de los frutos de su trabajo». Y el administrador hizo como el patrón le ordenaba, y dio a cada uno un denario. Habiendo llegado al final aquellos que llevaban trabajando desde la primera hora del día, se asombraron al recibir también un solo denario, y manifestaron sus quejas entre sí y ante el administrador, el cual dijo: «He recibido esta orden. Id a quejaros al patrón, no vengáis a quejaros a mí». Y fueron y dijeron: «¡No eres justo! Hemos trabajado doce horas, primero en medio del aguazo, luego bajo el sol de fuego, y luego otra vez con la humedad del anochecer, ¡y tú nos has dado lo mismo que a esos haraganes que han trabajado sólo una hora!… ¿Por qué?». Y especialmente uno de ellos levantaba la voz juzgándose traicionado y explotado indignamente. «Amigo, ¿y en qué te he perjudicado? ¿Qué he pactado contigo al alba? Una jornada de continuo trabajo y, como salario, un denario. ¿No es verdad?». «Sí. Es verdad. Pero tú has dado lo mismo a ésos, por mucho menos trabajo…». «¿Has aceptado este salario porque te parecía bueno?» «Sí. He aceptado porque los otros daban incluso menos». «¿Te he maltratado aquí?” «No, en conciencia no». «Te he concedido reposo a lo largo de la jornada, y comida, ¿no es verdad? Te he dado tres comidas. Y la comida y el descanso no habían sido pactados. ¿No es verdad?». «Sí, no estaban acordados.” «Entonces, ¿por qué los has aceptado?” «Hombre, pues… Tú dijiste: `Prefiero así, para evitar que os canséis volviendo a vuestras casas’. No dábamos crédito a nuestros oídos… Tu comida era buena, era un ahorro, era…». «Era una gracia que os daba gratuitamente y que ninguno podía pretender. ¿No es verdad?». «Es verdad.» «Por tanto, os he favorecido. ¿Por qué os quejáis entonces? Debería quejarme yo de vosotros, que, habiendo comprendido que tratabais con un patrón bueno, trabajabais perezosamente, mientras que éstos, que han llegado después de vosotros, habiendo gozado del beneficio de una sola comida – y los últimos de ninguna -, han trabajado con más ahínco, haciendo en menos tiempo el mismo trabajo que habéis hecho vosotros en doce horas. Os habría traicionado si os hubiera reducido a la mitad el salario para pagar también a éstos. No así. Por tanto, coge lo tuyo y vete. ¿Pretendes venir a imponerme en mi casa lo que a ti te parece? Hago lo que quiero y lo que es justo. No quieras ser malo y tentarme a la injusticia. Yo soy bueno». ¡Oh, vosotros todos, que me escucháis! En verdad os digo que el Padre Dios propone a todos los hombres el mismo pacto y les promete la misma retribución. A1 que con diligencia se pone a servir al Señor, Él lo tratará con justicia, aunque fuere poco su trabajo debido a la muerte cercana. En verdad os digo que no siempre los primeros serán los primeros en el Reino de los Cielos, y que allí veremos a últimos ser primeros y a primeros ser últimos. Allí veremos a hombres no pertenecientes a Israel más santos que muchos de Israel. He venido a llamar a todos, en nombre de Dios. Pero, si muchos son los llamados, pocos son los elegidos, porque pocos desean la Sabiduría. No es sabio el que vive del mundo y de la carne y no de Dios. No es sabio ni para la tierra ni para el Cielo: en la tierra se crea enemigos, castigos, remordimientos, y pierde el Cielo para siempre. Repito: sed buenos con el prójimo, quienquiera que sea. Sed obedientes, dejando a Dios la tarea de castigar a quien manda injustamente. Sed continentes sabiendo resistir a la sensualidad; honrados, sabiendo resistir al oro; coherentes, calificando de anatema a aquello que se lo merece, y no cuando os parece y luego estrecháis contactos con el objeto que antes habíais maldecido como idea. No hagáis a los demás lo que no querríais para vosotros, y entonces… -¡Vete, profeta molesto! ¡Nos has fastidiado el mercado!… ¡Nos has arrebatado los clientes!… – gritan los vendedores irrumpiendo en el patio… Y los que habían hecho alboroto en el patio cuando Jesús había empezado a enseñar – no todos fenicios: también hay hebreos, que están en esta ciudad por un motivo que desconozco – se unen a los vendedores para insultar y amenazar, y sobre todo, para obligar a abandonar el lugar… Jesús no gusta porque no aconseja en orden al mal… Cruza los brazos y mira, triste, solemne. La gente, dividida en dos partidos, se enzarza, defendiendo u ofendiendo al Nazareno. Improperios, alabanzas, maldiciones, bendiciones, gritos de: «Tienen razón los fariseos. Eres un vendido a Roma, amigo de publicanos y meretrices», o de: « ¡Callad, lenguas blasfemas! ¡Vosotros sois los vendidos a Roma, fenicios del infierno!», «¡Sois diablos!», «¡Que os trague el infierno!», «¡Fuera! ¡Fuera!», « ¡Fuera vosotros, ladrones que venís a mercadear aquí, usureros!» etcétera, etcétera. Intervienen los soldados diciendo: « ¡De amotinador nada! ¡Es Él la víctima!». Y con las lanzas echan fuera del patio a todos y cierran el portón. Se quedan con Jesús los tres hermanos prosélitos y los seis apóstoles. -¿Pero cómo se os ha ocurrido hacerle hablar? – pregunta el triario a los tres hermanos. -¡Muchos hablan! – responde Elías. -Sí. Y no pasa nada porque enseñan lo que gusta al hombre. Pero este no enseña eso. Y es indigesto… El viejo soldado mira atentamente a Jesús, que ha bajado de su sitio y está callado, como abstraído. Fuera, la gente sigue enzarzada. Tanto que, del recinto militar salen otros soldados y con ellos el propio centurión. Instan para que les abran, mientras otros se quedan a rechazar tanto a quien grita: « ¡Viva el Rey de Israel!», como a quien lo maldice. El centurión, inquieto, da unos pasos adelante. Arremete coléricamente contra el viejo Aquila: -¡Así tutelas a Roma tú? ¡Dejando aclamar a un rey extranjero en la tierra dominada? El viejo saluda con reciedumbre y responde: -Enseñaba respeto y obediencia y hablaba de un reino que no es de esta tierra. Por eso lo odian. Porque es bueno y respetuoso. No he hallado motivo para imponer silencio a quien no iba contra nuestra ley. El centurión se calma, y barbota: -Entonces es una nueva sedición de esta fétida gentuza… Bien. Dadle a este hombre la orden de marcharse inmediatamente. No quiero problemas aquí. Cumplid esto y, en cuanto esté libre el trayecto, escoltadlo hasta fuera de la ciudad. Que vaya a donde quiera. A los infiernos, si quiere. Pero que se vaya de mi jurisdicción. ¿Entendido? -Sí. Lo haremos. El centurión da media vuelta, con grandes resplandores de coraza y ondeos de manto purpurino, y se marcha sin ni siquiera mirar a Jesús. Los tres hermanos dicen a Jesús: -Lamentamos… -No tenéis la culpa vosotros. No temáis. No os ocasionará ningún mal, Yo os lo digo… Los tres cambian de color… Felipe dice: -¿Cómo es que sabes que tenemos este temor? Jesús sonríe dulcemente (un rayo de sol en su rostro triste): -Conozco lo que hay en los corazones y en el futuro. Los soldados se han puesto al sol, a esperar; y no pierden ojo, más o menos solapadamente, mientras hacen comentarios… -¿Podrán querernos a nosotros, si odian incluso a ése, que no los subyuga? -Y que hace milagros, debes decir… -¡Por Hércules! ¿Quién de nosotros ha sido el que ha venido avisar de que estaba el sospechoso y había que vigilarlo? -¡Ha sido Cayo! H -¡El cumplidor! Ya hemos perdido el rancho y perder el beso de una muchacha!… ¡Ah, sí! -¡Epicúreo! ¿Dónde está la bella? -¡Está claro que a ti no te lo digo, amigo! -Detrás del alfarero, en los Cimientos. Lo sé, unas noches…dice otro. El triario, como paseando, va hacia Jesús. Se mueve alrededor de Él, mirándolo insistentemente. No sabe qué decir… Jesús le sonríe para infundirle ánimo. El hombre no sabe qué hacer…Pero se acerca más. Jesús, señalando las cicatrices, dice: -¿Son todas heridas? Se ve que eres un hombre valeroso y fiel… El viejo soldado se pone como la púrpura por el elogio. -Has sufrido mucho por amor a tu patria y a tu emperador… ¿No querrías sufrir algo por una patria más grande: el Cielo?; ¿por un eterno emperador: Dios? El soldado mueve la cabeza y dice: -Soy un pobre pagano. De todas formas, quién sabe si no llegaré también yo a la hora undécima. Pero, ¿quién me instruye? ¡Ya ves!… Te echan. ¡Éstas heridas sí que hacen daño, no las mías!… Al menos yo se las he devuelto a los enemigos. Pero Tú, a quién te hiere, ¿que le das? -Perdón, soldado. Perdón y amor. -Tengo razón yo. La sospecha sobre ti es estúpida. Adiós, galileo. -Adiós, romano. Jesús se queda solo, hasta que vuelven los tres hermanos y los discípulos, con comida: los hermanos ofrecen a los soldados; los discípulos, a Jesús. Éstos comen, inapetentes, al sol, mientras los soldados comen y beben alegremente. Luego un soldado sale a dar una ojeada a la plaza silenciosa. -Podemos ponernos en marcha – grita – Se han ido todos. Sólo están las patrullas. Jesús se pone en pie dócilmente. Bendice y conforta a los tres hermanos, y les da una cita para la Pascua en el Getsemaní. Luego sale, encuadrado entre los soldados. Le siguen sus discípulos, apesadumbrados. Y recorren las calles vacías, hasta la campiña. -Salve, galileo – dice el triario. -Adiós, Aquila. Te ruego que no hagáis ningún mal a Daniel, Elías y Felipe. Sólo Yo soy el culpable. Díselo al centurión. -No digo nada. A estas horas ya ni se acuerda de esto. Y los tres hermanos nos proveen bien, especialmente de ese vino de Chipre que el centurión prefiere a la propia vida. Quédate tranquilo. Adiós. Se separan. Los soldados franquean, de regreso, las puertas, mientras Jesús y los suyos se encaminan por la campiña silenciosa, en dirección este.