En Cesárea Marítima. Romanos mundanos y parábola de los hijos con destinos distintos.
Cesárea tiene vastos mercados, a los que afluyen productos alimenticios finos para las refinadas mesas romanas. Cerca de las plazas de los mercados donde, formando una imagen calidoscópica de rostros, colores y géneros, están los alimentos más humildes, se encuentran los almacenes para los alimentos más ricos, importados de todas partes – bien sea de las distintas colonias romanas o de la distante Italia – para hacer menos penosa la ausencia de la lejana Patria. Y los almacenes de los vinos o de las finuras culinarias traídas de otros lugares están bajo profundos pórticos, porque a los romanos no les gusta que el sol los queme, ni que los mojen las lluvias, mientras buscan para sus paladares refinados los alimentos que consumirán en los festines. De acuerdo con ser epicúreos en el gusto del paladar, pero ello no debe faltar al respeto a los otros miembros… así que sombras de pórticos frescos, arcos protectores para las lluvias conducen desde el barrio romano – casi todo él reunido en torno al palacio del Procónsul, apretado entre la vía litoral y la plaza de los edificios militares y telonios – a los almacenes romanos cercanos a los mercados de los judíos.
Hay mucha gente bajo estos pórticos, que, si bien no son bonitos en esta parte extrema suya que desemboca en los mercados, cómodos sí que son. Gente de todos los tipos. Esclavos y libertos, y también algún que otro epicúreo señor circundado de esclavos, que, dejada su litera en la vía, va indolente de una tienda a otra, comprando cosas que los esclavos llevan a casa. Las consabidas ociosas conversaciones, cuando dos señores romanos se encuentran: el tiempo, el aburrimiento de la ciudad, que no ofrece las satisfacciones de la Italia lejana, añoranzas de espectáculos grandiosos, programas de festines y conversaciones licenciosas.
Un romano, precedido por un grupo de unos diez esclavos cargados de sacos y paquetes, se cruza con otros dos de su clase. Saludos recíprocos:
-¡Salve, Enio!
-¡Salud, Floro Tulio Cornelio! ¡Salud, Marco Heracles Flavio!
-¿Cuándo has vuelto?
-Cansado, al alba de anteayer.
-¿Tú cansado? ¿Pero cuándo sudas tú! – dice, burlón, el joven llamado Floro.
-No te burles, Floro Tulio Cornelio. ¡También ahora estoy sudando por los amigos!
-¿Por los amigos? No te hemos pedido fatigas – objeta el otro, más anciano, llamado Marco Heracles Flavio.
-Pero mi amor piensa en vosotros. ¿Veis, vosotros, crueles que os burláis de mí, esta fila de esclavos cargados de pesos? Otros los han precedido con otros pesos. Y todo para vosotros. Para daros honores».
-¿Este es entonces tu trabajo? ¿Un banquete? ¿Y por qué? – gritan rumorosamente los dos amigos.
-¡Chist! ¡Un alboroto como éste entre nobles patricios! Os parecéis a la plebe de esta ciudad donde nos consumimos
en…
-Orgías y ocio. Que no hacemos sino eso. Todavía me pregunto: ¿para qué estamos aquí?, ¿qué misiones tenemos? -Morir de aburrimiento es una.
-Enseñar a vivir a estas plañideras quejumbrosas es otra.
-Y… sembrar a Roma en los sagrados bacinetes de las mujeres hebreas es otra más.
-Y otra es gozar, aquí como en otras partes, de nuestra riqueza y poder, al cual todo le está permitido. Los tres se alternan como por una letanía, y ríen.
Pero el joven Floro se para y se pone serio, y dice:
-Pero desde hace ya un tiempo una neblina se abate sobre la alegre corte de Pilato. Las más hermosas damas parecen castas vestales y sus maridos las secundan en el capricho. Ello quita mucho a las habituales fiestas…
-¡Ya! El capricho por ese tosco Galileo… Pero pasará pronto…
-Te equivocas, Enio. Sé que también Claudia está conquistada, y por eso una… extraña morigeración de costumbres se ha establecido en su palacio. Parece como si reviviera allí la austera Roma republicana…
-¡ Uf! ¡Qué aburrimiento! ¿Pero desde cuándo?
-Desde el dulce Abril propicio a los amores. Tú no lo sabes… Estabas ausente. Nuestras damas han regresado fúnebres como las lloronas de las urnas cinerarias, y nosotros, pobres hombres, tenemos que buscar en otros lugares muchos solaces, que tampoco se nos conceden en presencia de las púdicas.
-Una razón más para que os socorra. Esta noche gran cena… y además gran orgía, en mi casa. En Cintium, donde he estado, he encontrado delicias que estos inmundos consideran impuras: pavos reales, perdices y zancudas de todas las especies, y crías de jabalíes: la madre matada y ellos cogidos vivos y criados para nuestras cenas. Y vinos… ¡Ah, delicados, preciosos vinos de las colinas romanas, de mis cálidas pendientes de Liternum y de tus soleadas playas en Aciri!… Y aromáticos vinos de Quío y de la isla en que Cintium es la gema. Y embriagadores vinos de Iberia, propicios para encender la sensualidad para el goce final. ¡Oh, tiene que ser una gran fiesta! Para sacudirnos el aburrimiento de este exilio. Para persuadirnos de que somos todavía viriles…
-¿También mujeres’?
-También… Y más guapas que rosas. De todos los colores y… sabores. Un tesoro me ha costado adquirir todas las mercancías, y entre ellas las hembras… Pero soy generoso para los amigos… Ahora aquí estaba terminando de comprar las últimas cosas: las que en el viaje podían estropearse. ¡Después del banquete… a nosotros el amor!…
-¿Has tenido buena navegación?
-Magnífica. Venus marina me ha sido propicia. En fin… le dedico a ella el rito de esta noche…
Los tres se ríen de forma vulgar, catando ya con anticipación las próximas, indignas delicias…
Pero Floro pregunta:
-¿Por qué esta extraordinaria fiesta? ¿Hay un motivo para ella?…
-Tres motivos: mi amado nieto se pone en estos días la toga viril. Debo dar solemnidad a este acontecimiento. Una obediencia al presagio que me decía que Cesárea se transformaba en dolorosa morada y había que conjurar el hado con un rito a Venus. El tercero… – bajo, os lo digo bajo – es que estoy de boda…
-¡Tú! ¡Embustero!
-Estoy de boda. Es «boda» cada vez que uno saborea el primer trago de un ánfora cerrada. Yo esta noche lo voy a hacer. He pagado por ella veinte mil sextercios o, si lo preferís, doscientos áureos, porque en realidad es lo que he terminado por desembolsar entre intermediarios y… similares. Pero no la habría encontrado más hermosa y pura ni aunque la hubiera dado a luz Venus en una aurora de Abril y la hubiera hecho de espumas y rayos de oro. Un capullo, un capullo cerrado… ¡Ah, y yo soy su dueño!
-¡Profanador! – dice, burlón, Marco Heracles.
-¡No te pongas censor, que eres como yo!… Cuando se marchó Valeriano, aquí languidecíamos de aburrimiento. Pero yo tomo su lugar… Los tesoros de los antepasados están para esto. Y no voy a ser como él, tan necio que espere a que la más rubia que la miel, Gala Ciprina – la he llamado así -, sea corrompida por las melancolías y filosofías de los emasculados que no saben gozarse la vida…
-¡Sí señor! pero, de todas formas… la esclava de Valeriano era culta y…
-… y estaba desquiciada con sus lecturas de los filósofos… Alma, segunda vida, virtud… ¡qué va hombre!… vivir es gozar. Y aquí se vive. Ayer he arrojado a las llamas todos los volúmenes funestos, y so pena de muerte, he mandado a los esclavos que no recuerden miserias de filósofos ni de galileos. Y la muchacha me conocerá sólo a mí…
-¿Pero dónde la has encontrado?
-Ya ves, hubo quien fue sagaz y adquirió esclavos después de las guerras gálicas y no los usó más que como reproductores, manteniéndolos bien. Sólo debían procrear para dar flores nuevas… Y Gala es una de éstas. Ahora es púber, y el amo la ha vendido… Y yo la he comprado… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
-¡Libidinoso!
-Si no hubiera sido yo, hubiera sido otro… Por tanto… no debía nacer mujer…
-Si te oyera… ¡Oh, ahí está!
-¿Quién?
-El Nazareno que ha hechizado a nuestras damas. Está detrás de ti…
Enio se vuelve como si tuviera a sus espaldas un áspid. Mira a Jesús, que avanza lentamente entre la gente que se apiña alrededor de Él, pobre gente común y también esclavos de romanos, y, riendo maliciosamente, dice:
-¿Ese andrajoso? Las mujeres son unas depravadas. Pero vamos a largarnos, ¡no vaya a ser que nos hechice también a nosotros! Vosotros – dice por fin a sus pobres esclavos, que han estado todo el tiempo bajo sus cargas, semejantes a cariátides para las cuales no hay piedad – vosotros, id a casa, y raudos, que habéis perdido tiempo hasta ahora y los preparadores están
esperando las especias, los perfumes. ¡Corriendo! Y recordad que os espera el azote, si todo no está preparado para la puesta del sol.
Los esclavos se marchan corriendo y más lentamente, los sigue el romano con los dos amigos…
Jesús avanza. Triste, porque ha oído el final de la conversación de Enio. Y desde lo alto de su estatura mira con infinita compasión a los esclavos que corren bajo sus pesos. Se vuelve en torno a sí, busca otras caras de esclavos de romanos… Ve algunas, mezcladas entre la turba que le aprieta, temblorosas de miedo (los esclavos tienen miedo a ser sorprendidos por los encargados u obligados por los hebreos a marcharse), y, deteniéndose, dice:
-¿No hay entre vosotros alguno de aquella casa?
-No, Señor. Pero los conocemos – responden los esclavos presentes.
-Mateo, dales abundante limosna. Lo repartirán con sus compañeros, para que sepan que hay quien los quiere. Y vosotros sabed, y decídselo a los otros, que con la vida cesa el dolor sólo para los que fueron buenos y honestos en sus cadenas, y con el dolor cesa la diferencia entre ricos y pobres, esclavos y libres. Después hay un único y justo Dios para todos, el cual, sin tener en cuenta ni riquezas ni cadenas, dará premio a los buenos y castigo a los no buenos. Recordadlo.
-Sí, Señor. Pero nosotros los de las casas de Claudia y Plautina vivimos bastante felices, como también los de Livia y Valeria; y te bendecimos porque has mejorado nuestra condición – dice un anciano, al que todos escuchan como jefe.
-Para mostrarme que me estáis agradecidos, sed cada vez más buenos, y tendréis al verdadero Dios como vuestro eterno Amigo.
Jesús alza la mano como para despedirse y bendecir, y luego se pone junto a una columna y empieza a hablar en medio del atento silencio de la muchedumbre. Y ya no se marchan los esclavos, sino que se quedan a escuchar las palabras que salen de la boca divina.
-Oíd. Un padre que tenía muchos hijos dio a cada uno de ellos, ya adultos, dos monedas de mucho valor, y les dijo: «No pienso seguir trabajando para cada uno de vosotros. Ya estáis en la edad de ganaros la vida. Por tanto os doy a cada uno una cantidad igual de dinero, para que la empleéis como más os plazca y para vuestro interés. Yo estaré esperando aquí, dispuesto a aconsejaros, dispuesto también a ayudaros, si por una involuntaria calamidad perdierais todo el dinero que ahora os doy o parte de él. Pero recordad bien que seré intransigente con el que lo disipe con malicia voluntaria y con los holgazanes que lo gasten o lo dejen como está, con el ocio o con los vicios. A todos os he mostrado el Bien y el Mal. Así que no podéis decir que vais ignorantes al encuentro de la vida. A todos os he dado ejemplo de laboriosidad sabia y justa y de vida honesta. Por tanto, no podéis decir que os haya pervertido el espíritu con mi mal ejemplo. He cumplido con mi deber. Cumplid vosotros ahora con el vuestro, que ni sois tontos ni estáis sin la necesaria preparación ni sois analfabetos. Idos», y se despidió de ellos y se quedó solo, a la espera, en su casa.
Los hijos se dispersaron por el mundo. Tenían todos las mismas cosas: dos monedas de gran valor, de las que podían libremente disponer, y un tesoro mayor de salud, energía, conocimientos y ejemplos paternos. Por tanto, habrían debido llegar todos de la misma forma a un resultado positivo. Pero ¿qué sucedió? Que entre los hijos hubo quien hizo buen uso de las monedas y consiguió pronto un grande y honesto tesoro con el trabajo asiduo y honesto y una vida moderada, conformada a las enseñanzas del padre; hubo quien al principio se enriqueció honestamente, pero luego despilfarró la fortuna con el ocio y las orgías; hubo quien hizo dinero con usura y comercio indigno; y hubo quien no hizo nada, porque fue pasivo, perezoso, vacilante, y acabó las monedas de mucho valor sin haber podido encontrar todavía una ocupación cualquiera.
Después de un tiempo, el padre de familia mandó servidores a todas las partes donde sabía que estaban sus hijos, y dijo a los servidores: «Diréis a mis hijos que se reúnan en mi casa. Quiero que rindan cuentas de lo que han hecho en este tiempo, y hacerme idea directa de sus condiciones». Y los servidores fueron por todos los lugares y encontraron a los hijos de su señor; transmitieron el mensaje y cada uno de ellos regresó con el hijo de su señor encontrado.
El padre de familia los recibió con mucha solemnidad. Como padre, pero también como juez. Y todos los parientes de la familia estaban presentes, y con los parientes los amigos, los conocidos, los criados, los convecinos y los de los lugares limítrofes. Una reunión solemne. El padre estaba en su sitial de cabeza de familia. En torno, en semicírculo, todos los parientes, amigos, conocidos, servidores, convecinos y habitantes de zonas limítrofes. Enfrente, alineados, los hijos.
Incluso sin preguntas, su diverso aspecto daba respuesta acerca de la verdad: los que habían sido laboriosos, honrados, morigerados, y habían construido una santa fortuna, tenían el aspecto lozano, pacífico y holgado propio de quien tiene abundantes medios, buena salud y serenidad de conciencia. Miraban a su padre con una sonrisa buena, agradecida, humilde pero al mismo tiempo triunfadora, esplendorosa por la alegría de haber honrado al padre y a la familia y por haber sido buenos hijos, buenos ciudadanos y buenos fieles. Los que habían derrochado sus haberes en la negligencia o en el vicio estaban apesadumbrados, mustios, deslucidos la cara y el vestido, con las señales de las orgías o del hambre claramente imprimidas en todos ellos. Los que se habían enriquecido con maniobras delictivas tenían la agresividad, la dureza, en su rostro, la mirada cruel y turbada de fieras que temen al domador y se preparan a reaccionar…
El padre empezó el interrogatorio por estos últimos: «¿Cómo es que vosotros, que teníais un aspecto tan sereno cuando os marchasteis, ahora parecéis fieras preparadas a despedazar? ¿De dónde os viene ese aspecto?».
«Nos lo ha dado la vida. Y tu dureza de mandarnos fuera de casa. Tú nos pusiste en contacto con el mundo». «.Bien. ¿Y qué habéis hecho en el mundo?».
«Lo que hemos podido para obedecer a tu orden de ganarnos la vida con la nada que nos diste.”
«Bien. Poneos en aquel rincón… Y ahora a vosotros, delgados, enfermos y mal vestidos. ¿Qué habéis hecho para acabar así? Cuando os marchasteis estabais sanos y bien vestidos».
«En diez años la ropa se deteriora…» objetaron los holgazanes.
«¿Es que ya no hay telares en el mundo que hagan telas para los indumentos de los hombres?».
«Sí… Pero se necesita dinero para comprar estas cosas…». «Lo teníais.”
«En diez años… se han requeteterminado. Todo lo que tiene principio tiene fin».
«Sí, si se saca sin meter. Pero, ¿por qué habéis sacado sólo? Si hubierais trabajado, podíais meter y sacar sin que se terminara el dinero; es más, consiguiendo que aumentara. ¿Habéis estado enfermos?».
«No, padre».
«¿Y entonces?».
«Nos sentimos desorientados… sin saber qué hacer, sin saber qué fuera lo bueno… Temíamos actuar mal, y para no actuar mal no hicimos nada'».
«¿Y no estaba vuestro padre a quien dirigirse para ser aconsejados? ¿Es que he sido alguna vez un padre intransigente, amedrentador?».
«¡Oh, no! Pero nos avergonzábamos de decirte: `No somos capaces de tomar iniciativas’. ¡Tú has sido siempre tan activo!… Nos hemos escondido por vergüenza».
«Bien. Id al centro de la estancia. ¡A vosotros! ¿Qué me decís vosotros, vosotros que al aspecto del hambre unís el de la enfermedad? ¿Quizás os ha enfermado el excesivo trabajo? Sed sinceros y no os regañaré».
Algunos de los interpelados se hincaron de rodillas golpeándose el pecho y diciendo: «¡Perdónanos, padre! Ya Dios nos ha castigado, y nos lo merecemos. Pero tú, que eres nuestro padre, perdónanos… Habíamos empezado bien, pero no perseveramos. Viéndonos fácilmente ricos, dijimos: `Pues bien, ahora vamos a gozar un poco, como nos sugieren los amigos, y luego volveremos al trabajo y reconstruiremos lo perdido’. Y queríamos hacerlo así de verdad. Volver a las dos monedas y luego volver a hacerlas producir, como por juego. Y dos veces – dos dicen dos, uno dice tres – lo conseguimos. Pero luego la suerte nos abandonó… y consumimos todo el dinero».
«Pero ¿por qué no os corregisteis después de la primera vez?”
«Porque el pan condimentado con el vicio corrompe el paladar y ya uno no puede prescindir de él…”
«Estaba vuestro padre…”
«Es verdad. Y te anhelábamos con añoranza y nostalgia. Pero te hemos ofendido… Suplicábamos al Cielo que te inspirara llamarnos para recibir tu reprensión y tu perdón; esto pedíamos y pedimos, más que las riquezas que ya no queremos porque nos han extraviado».
«Bien. Poneos también junto a los de antes, en el centro de la estancia. ¿Y vosotros, enfermos y pobres como éstos, pero que estáis silenciosos y no mostráis dolor, qué decís?».
«Lo que han dicho los primeros. Que te odiamos porque con tu imprudente modo de actuar nos has causado la ruina. Tú, que nos conocías, no debías lanzarnos a las tentaciones. Nos has odiado y te odiamos. Nos has preparado esta trampa para librarte de nosotros. ¡Maldito seas!».
«Bien. Id junto a los primeros a aquel rincón. Y ahora a vosotros, de lozano aspecto, serenos, ricos hijos míos. Decid. ¿Cómo habéis alcanzado esto?».
«Poniendo en práctica tus enseñanzas, ejemplos, consejos, órdenes, todo. Resistiendo a los tentadores por amor a ti, padre bendito que nos has dado la vida y los conocimientos».
«Bien. Venid a mi derecha. Y oíd todos mi juicio y mi defensa. Yo he dado a todos igual en dinero, ejemplo y conocimientos; mis hijos han respondido de formas diferentes. De un padre trabajador, honrado, morigerado, han salido algunos semejantes a él, luego ociosos, luego débiles que con facilidad caen en tentación, y crueles que odian a su padre, a sus hermanos y al prójimo, contra quien – aunque no lo digan, lo sé – han ejercitado usura y han cometido delitos. Y en los débiles y los ociosos están los arrepentidos y los impenitentes. Ahora juzgo. Los perfectos ya están a mi derecha, a mi nivel en la gloria como en las obras; los arrepentidos estarán de nuevo sujetos, como niños que han de instruirse todavía, hasta que alcancen el grado de capacidad que los haga de nuevo adultos; los impenitentes y culpables, que sean arrojados fuera de mis fronteras y perseguidos por la maldición de quien ya no es su padre, porque su odio a mí anula las relaciones de paternidad y filiación entre nosotros. Y recuerdo a todos que cada uno se ha construido su destino, porque yo he dado a todos las mismas cosas, que, en los que las han recibido, han producido cuatro desenlaces distintos, y no puedo ser acusado de haber querido su mal».
La parábola ha terminado, oh vosotros que habéis escuchado. Ahora os doy sus equivalencias.
El Padre de los Cielos está celado en el padre de familia numerosa. Las dos monedas dadas por el padre a todos los hijos antes de mandarlos al mundo son el tiempo y la libre voluntad que Dios da a cada uno de los hombres, para que los use como mejor le parezca, después de haber sido adoctrinado y edificado con la Ley y los ejemplos de los justos. A todos, iguales dones. Pero cada hombre los usa como su voluntad quiere: quién atesora el tiempo, los medios, la educación, la riqueza, todo, en el bien y se mantiene sano y santo, rico con una riqueza multiplicada; quién empieza bien y luego se cansa y disipa los bienes; quién no hace nada pretendiendo que sean los demás los que hagan las cosas; quién acusa al Padre de los propios errores; quién se arrepiente, dispuesto a ofrecer reparación; quién no se arrepiente y acusa y maldice como si su ruina hubiera estado forzada por otros. Y Dios a los justos les da inmediatamente premio; a los arrepentidos, misericordia y tiempo de expiar para alcanzar el premio por su arrepentimiento y expiación; y da maldición y castigo a quien pisotea el amor con la impenitencia después del pecado. A cada uno le da lo suyo.
No malgastéis nunca las dos monedas, el tiempo y el libre arbitrio; antes bien, usad éstos con justicia para estar a la
derecha del padre, y, si habéis faltado, arrepentíos y tened fe en el misericordioso Amor. Idos. ¡La paz esté con vosotros!
Los bendice y los mira mientras se alejan bajo el sol que inunda la plaza y las calles. Pero los esclavos están todavía allí… -¿Todavía aquí, pobres amigos? ¿Y no os van a castigar?
-No, Señor, si decimos que te hemos estado escuchando a ti. Nuestras amas te veneran. ¿A dónde vas ahora, Señor? Desean verte desde hace mucho…
-A casa del soguero del puerto. Pero me marcho esta noche, y vuestras amas estarán en la fiesta…
-Lo diremos igualmente. Nos tienen ordenado, desde hace meses y meses, que señalemos todas las veces que pases.
-De acuerdo. Marchaos. Y también vosotros haced buen uso del tiempo y del pensamiento, que es siempre libre aunque el hombre esté encadenado.
Los esclavos se prosternan y se marchan hacia los barrios romanos; Jesús y los suyos, por una callecita modesta, van hacia el puerto.