En Cafarnaúm unas palabras de Jesús sobre la misericordia y el perdón no encuentran eco.
Es sábado. Eso creo yo, porque veo a la gente reunida en la sinagoga. Pero también podría ser que se hubieran reunido allí huyendo del sol, o para estar más seguros en la casa de Jairo. La gente se apiña, y está atenta a pesar del calor que no logran atenuar ni siquiera las puertas y ventanas, abiertas para crear corrientes de aire. Los que no han podido entrar en la sinagoga se han refugiado, para que no los cueza el sol en la calle, en el umbrío jardín que hay detrás de la sinagoga, el jardín de Jairo, de tupidas enramadas y de frondosos árboles frutales.
Jesús está hablando junto a la puerta que da al jardín, para que lo oiga tanto este auditorio como el de la sinagoga. Jairo está a su lado, atento; los apóstoles, en grupo, cerca de la puerta que da al jardín; las discípulas, con María en el centro, están sentadas bajo una enramada que casi toca la casa; Miriam de Jairo y las dos hijas de Felipe están sentadas a los pies de María.
Por las palabras que llegan a mis oídos -porque Jesús exhorta a la paz y al perdón, diciendo que en corazones turbados no puede penetrar con fruto la palabra de Dios-, intuyo que ha habido algún incidente entre los fariseos de marras y Jesús, y que la gente está inquieta por este motivo.
-No podemos tolerar que se te insulte – grita alguno de entre la multitud.
-Dejad al Padre mío y vuestro que resuelva. Vosotros imitadme a mí. Tolerad, perdonad. No se persuade a los enemigos respondiendo al insulto con el insulto.
-Pero tampoco con la mansedumbre continua. Te dejas pisotear – grita Judas Iscariote.
-Tú, apóstol mío, no sirvas de escándalo dando un ejemplo de ira y crítica.
-De todas formas, tu apóstol tiene razón. Sus palabras son justas.
-No es justo el corazón que las formula ni el que las escucha. Quien quiere ser discípulo mío debe imitarme. Yo tolero y perdono. Soy manso, humilde y pacífico. Los hijos de la ira no pueden estar conmigo, porque son hijos del siglo y de sus propias pasiones.
¿No recordáis el libro cuarto de los Reyes? En un punto (2 Reyes 19, 20-37) se dice que Isaías habló contra Senaquerib, que creía que podía atreverse a todo, y le profetizó que nada lo salvaría del castigo de Dios. Lo compara a un animal al que se pone un anillo en las narices y un freno en los labios para domar su inicuo furor. Y ya sabéis que Senaquerib murió de manos de sus propios hijos. Porque, en verdad, el cruel perece por su propia crueldad; perece en la carne y en el espíritu. Yo no
amo a los crueles, no amo a los soberbios, no amo a los iracundos, a los ambiciosos, a los lujuriosos. (Yo no amo debe interpretarse no con referencia a las personas de los pecadores, sino, como se lee en los renglones siguientes, a estas cosas y más exactamente a las malas pasiones. En este mismo sentido deberían interpretarse ciertas expresiones presentes en la Biblia sobre el odio de Dios hacia los pecadores (como en Sabiduría 14, 9; Eclesiástico 12, 6; Malaquías 1, 3), y presentes en la Obra valtortiana)
No os he dado ni palabra ni ejemplo de estas cosas; antes bien, siempre os he enseñado las virtudes opuestas a estas malas pasiones.
¡Qué bonita es la oración de David, (1 Crónicas 29, 10-19), y la cita de unos renglones adelante está en 1 Crónicas 22, 8-10) rey nuestro, cuando, santificado de nuevo por el sincero arrepentimiento de las culpas pasadas y por años de sabia conducta, alabó al Señor, manso y resignado ante el decreto de no poder ser él el que erigiera el nuevo Templo! Vamos a decirla juntos dando gloria al Señor Altísimo…
Y Jesús entona -mientras los que están sentados se levantan y los que están apoyados en las paredes dejan el apoyo para tomar una postura de respeto- la oración de David. Luego Jesús sigue, con su tono habitual:
-Hay que recordar siempre que todas las cosas están en las manos de Dios, todas las empresas, todas las victorias. Magnificencia, potencia, gloria y victoria son del Señor. Él concede una u otra cosa al hombre, si juzga que es la hora de concederla para un bien cierto. Pero el hombre no puede reivindicarla. Dios no le concede a David – ya perdonado pero aún necesitado de victoria sobre sí mismo después de los pasados errores – no le concede erigir el Templo: «Has derramado mucha sangre y has hecho demasiadas guerras; no podrás, por tanto, erigir una casa a mi Nombre, habiendo derramado tanta sangre delante de mí. Te nacerá un hijo que será hombre de paz… por eso será llamado el Pacífico… Él edificará la casa a mi Nombre». Esto dice el Altísimo a su siervo David. Esto os digo Yo. ¿Queréis, por ser iracundos, no merecer erigir en vuestros corazones la casa al Señor Dios vuestro? Lejos, pues, de vosotros todo sentimiento que no sea de amor. Tened un corazón perfecto, como el que invocaba David para su hijo, constructor del Templo, para que, custodiando mis mandamientos y realizando todas las cosas según lo que os he enseñado, lleguéis a edificar en vosotros la morada de vuestro Dios, en espera de ir vosotros a la suya, eterna y jubilosa. Pásame un rollo, Jairo. Voy a explicarles lo que Dios quiera.
Jairo va adonde están apilados los rollos y toma al azar uno que está en el centro del montón, y, quitándole previamente el polvo, se lo entrega a Jesús, que lo desenrolla y lee: «Jeremías, capítulo 5. Caminad por las calles de Jerusalén, mirad, observad, buscad por sus plazas a ver si encontráis un hombre que practique la justicia y quiera ser fiel, y Yo tendré misericordia de ella»». (Me dice el Señor: «No continúes. Digo todo el capítulo».)
Jesús, después de leer todo el capítulo, devuelve el volumen a Jairo y se pone a hablar.
-Hijos míos. Habéis oído qué tremendos castigos están reservados a Jerusalén, al Israel que no es justo. Pero no os alegréis de ello. Es nuestra Patria. No os alegréis pensando: «Quizás ya no estaremos». En todo caso está llena de hermanos vuestros. No digáis: «Le está bien empleado, porque es cruel con el Señor» Las desventuras de la Patria, los dolores de los convecinos deben afligir siempre a los justos. No midáis como miden los demás, sino como Dios mide, o sea, con misericordia.
¿Qué debéis hacer, entonces, para con esta Patria, para con estos compatriotas, bien sea que por Patria y compatriotas se entiendan la gran Patria y sus habitantes, toda la Palestina, bien sea que se entienda esta pequeña que es Cafarnaúm, ciudad vuestra, bien sea que se entiendan todos los hebreos o estos pocos, enemigos míos, en esta pequeña ciudad de Galilea? Debéis hacer obras de amor. Hacer lo posible por salvar Patria y compatriotas. ¿Cómo? ¿Quizás con la violencia? ¿Con el desprecio? No. Con el amor, con el paciente amor para convertirlos a Dios.
Habéis oído: «Si encuentro un hombre que practique la justicia, usaré con aquélla misericordia». Trabajad, pues, para que los corazones se acerquen a la justicia y se hagan justos. Verdaderamente, en su injusticia, dicen de mí: «No es Él», y por eso creen que por perseguirme no les vendrá ningún mal. Verdaderamente dicen: «Estas cosas no sucederán nunca. Los profetas han hablado al azar». Y tratarán de llevaros también a vosotros a que digáis lo mismo que ellos.
Los que estáis aquí presentes sois fieles. Pero ¿dónde está Cafarnaúm? ¿Es ésta toda Cafarnaúm? ¿Dónde están los que otras veces veía agolparse alrededor de mí? ¿Entonces la levadura, fermentada la última vez que estuve aquí, ha obrado la destrucción en muchos corazones? ¿Dónde está Alfeo? ¿Dónde, José con sus tres hijos? ¿Dónde, Ageo de Malaquías? ¿Dónde, José y Noemí? ¿Dónde, Leví, Abel, Saúl y Zacarías? ¿Olvidado a causa de palabras engañosas el claro beneficio recibido? ¿Pero pueden las palabras destruir los hechos?
¡Ya veis! Es sólo un pequeño lugar. En este lugar, donde los agraciados son los más numerosos, el odio ha podido devastar la fe en mí. Sólo veo reunidos aquí a los perfectos en la fe. ¿Podéis pretender que una serie de hechos lejanos y lejanas palabras puedan mantener a todo Israel fiel a Dios? Así debería ser, porque la fe debe ser fe aún sin el soporte de los hechos. Pero no es así. Y cuanto más grande es la ciencia, más baja es la fe, porque los doctos se creen dispensados de la fe simple y franca, que cree por la fuerza del amor y no por el auxilio de la ciencia.
Lo que hay que trasmitir y encender es el amor. Y, para hacer esto, es necesario arder. Estar convencidos, heroicamente convencidos para convencer. En vez de los desaires, como respuesta a los insultos, humildad y amor. E ir con humildad y amor, recordando las palabras del Señor a quien ya no las recuerda: «Temamos al Señor, que nos da la lluvia de la primera y la última estación».
¡No nos comprenderían! Es más, nos ofenderían, diciendo que somos unos sacrílegos por enseñar sin tener derecho a hacerlo. ¡No ignoras quiénes son los escribas y los fariseos!…
No, no lo ignoro. Aunque lo hubiera ignorado, ahora lo sabría. Pero no importa lo que ellos sean; importa lo que nosotros somos. Si ellos y los sacerdotes aplauden a los falsos profetas que profetizan lo que les proporciona una ganancia, olvidando que sólo ha de aplaudirse a las obras buenas que el Decálogo ordena, no por ello mis fieles deben imitarlos, y tampoco deben intranquilizarse y ponerse a mirar como gente vencida. Vosotros debéis trabajar tanto cuanto el Mal trabaja…
-¡Nosotros no somos el Mal! – grita desde el límite con la calle la voz cascada de Elí el fariseo, que trata de entrar mientras va gritando:
-¡Nosotros no somos el Mal, alborotador!
-¡Tú sí que alborotas! ¡Fuera! – dice enseguida el centurión, que debía estar atento allí, junto a la sinagoga, a juzgar por lo rápido de su intervención.
-¿Tú?, ¿tú, pagano, te atreves a imponerme?…
-Yo, romano, sí. ¡Fuera! El Rabí no te molesta a ti. Tú sí lo molestas a Él. No puedes hacerlo.
-Nosotros somos los rabíes, no el carpintero galileo – grita el viejo, más parecido a una hortelana que a un maestro. -Uno más, uno menos… Los tenéis a cientos, y todos de mala doctrina. El único virtuoso es Éste. Te ordeno que
salgas.
-¿Virtuoso, eh?! ¿Virtuoso uno que trafica con Roma la propia incolumidad? ¡Sacrílego! ¡Impuro!
El centurión lanza un grito, y el paso pesado de algunos soldados se mezcla con los estridentes insultos de Elí. -¡Prended a ese hombre y arrojadlo afuera! – ordena el centurión.
-¿Yo? ¿Paganos me ponen la mano encima? ¡Pies paganos en una sinagoga nuestra! ¡Anatema! ¡Auxilio! ¡Me están profanando! ¡Me…!
-Soldados, os ruego que lo dejéis marcharse. No entréis. Respetad este lugar y la canicie de este hombre – dice Jesús desde donde está.
-Como quieras, Rabí.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Embrollón! Pero lo sabrá el Sanedrín. ¡Tengo la prueba! ¡Tengo la prueba! Ahora creo en las palabras que nos han sido referidas. Tengo la prueba. ¡Y sobre ti pesa el anatema!.
-Y la espada va a pesar sobre ti, si dices una palabra más. Roma defiende el derecho. No embrolla, vieja hiena, a nadie. El Sanedrín sabrá tus mentiras y el Procónsul mi informe. Voy a redactarlo. Ve a casa y estáte en ella a disposición de Roma – y el centurión, hecha antes una media vuelta perfecta, se marcha, seguido de los cuatro soldados, dejando plantado al palidecido y tembloroso, vilmente tembloroso Elí…
Jesús reanuda su discurso, como si nada le hubiera interrumpido:
-Debéis trabajar tanto cuanto el Mal trabaja, para edificar en vosotros y en torno a vosotros la casa del Señor, como os decía al principio. Hacer, con una gran santidad, que Dios pueda seguir descendiendo a los corazones y a nuestra amada Patria natal, que tan castigada está ya y que no sabe qué nimbo de desventura se está hinchando para ella en el septentrión, en la nación fuerte que ya nos domina y que nos dominará cada vez más, porque las acciones de los ciudadanos son tales, que suscitan la repugnancia del Bonísimo e instigan al fuerte. Y, enojados Dios y el dominador, ¿cómo pretendéis gozar de paz y bien? Sed, sed buenos, hijos de Dios. Haced que en Israel no uno sino una multitud sean buenos, para alejar los tremendos castigos del Cielo. Os he dicho al principio que, donde no hay paz, la palabra de Dios no puede, pacíficamente escuchada, dar frutos en los corazones. Y ya veis que esta reunión no ha sido tranquila y no será fructífera. Demasiada agitación en los corazones… Podéis marcharos. Tendremos todavía unas horas para estar juntos. Y orad, como Yo oro, para que quien nos turba se convierta… Vamos, Madre – y, abriéndose paso entre la multitud, sale a la calle.
Elí está todavía allí, y, térreo como un muerto, se arroja a los pies de Jesús. -¡Piedad! Me salvaste una vez al nieto.
Sálvame a mí, para tener tiempo de convertirme. ¡He pecado! Lo confieso. Pero Tú eres bueno… Roma… ¡Oh, qué me va a hacer Roma?
-Te va a desempolvar bien el polvo del verano con unos buenos zurriagazos – grita uno, y la gente se ríe mientras Elí emite un grito de agudo dolor, como si ya sintiera los azotes, y gime:
-Soy viejo… Enfermo de dolores… ¡Ay de mí!
-¡ La cura hará que se te pasen, viejo chacal!
-¡Te vas a rejuvenecer y vas a bailar!…
-¡Silencio! – dice Jesús en tono impositivo a los protagonistas de esta burla. Y al fariseo:
-Levántate, ten decoro. Tú sabes que no desciendo a complots con Roma. ¿Qué quieres, pues, que te haga? -Es verdad. Sí. Es verdad. Tú no conspiras. Es más, desprecias a los romanos, los odias, los mal…
-Nada de eso. No mientas ensalzándome como antes acusándome. Y ten presente que no sería alabanza el decir de mí que odio a éste o a aquél, o maldigo a éste o a aquél: Yo soy el Salvador de todos los espíritus, y ante mis ojos no hay razas ni rostros, sino espíritus.
-¡Es verdad! ¡Es verdad! Pero Tú eres justo y Roma lo sabe, y te defiende por ello. Mantienes tranquilas a las turbas, enseñas el respeto a las leyes y…
-¿Es acaso un pecado ante tus ojos?
-¡No! ¡No! ¡Es justicia! Sabes hacer lo que todos deberíamos hacer, porque eres justo, porque…
La gente hace risitas y cuchichea. No pocos epítetos se oyen, aunque se digan en voz baja:
-¡Embustero! ¡Bellaco! ¡Esta misma mañana hablaba de otra manera! etc.
-Bien, ¿y qué tengo que hacer Yo?
-¡Ir allí, donde el centurión! ¡Rápido! Antes de que se marche la estafeta. ¿Ves? ¡Ya están preparando los caballos!
¡Piedad!
Jesús lo mira: pequeño, tembloroso, lívido de miedo, miserable… Lo mira atentamente, y con compasión. Sólo cuatro pupilas lo miran con compasión: las del Hijo y las de la Madre. Todas las demás son o irónicas o severas o inquietas… Incluso Juan, incluso Andrés tienen mirada dura de severidad desdeñosa.
-Tengo piedad. Pero Yo donde el centurión no voy…
-Está en buena amistad contigo…
-Que no.
-Quería decir que te está agradecido por… por motivo del siervo que le curaste.
-También a ti te curé al nieto, y no me estás agradecido, a pesar de ser israelita como Yo. La merced no crea obligación. -Sí que la crea. ¡Ay de aquel que no sea agradecido para con…! – comprende que se está condenando a sí mismo y, trabándose, se calla. La gente se burla.
-¡Pronto, Rabí! ¡Gran Rabí! ¡Santo Rabí! ¿No ves que está dando órdenes? ¡Ya se van a marchar! ¿Deseas verme escarnecido?, ¿muerto?
-No. Yo no voy a recordar una merced. Ve tú y dile: «El Maestro dice que seas compasivo». ¡Ve!
Elí se echa a trotar, mientras Jesús se dirige hacia su casa, en sentido opuesto.
E1 centurión debe haber aceptado, porque se ve que desmontan los soldados que ya estaban a caballo, y que le devuelven al centurión una tablilla encerada y se llevan los caballos.
-¡Qué pena! ¡Venía de maravilla! – exclama Pedro, y Mateo le responde:
-Sí. El Maestro debía haber dejado que lo castigaran. Tantos golpes como insultos nos propina. ¡Viejo odioso! -¡Y así otra vez dispuesto a empezar! – exclama Tomás.
Jesús se vuelve severo:
-¿Tengo seguidores o demonios? ¡Marchaos vosotros que tenéis un corazón sin misericordia! Me resulta penosa vuestra presencia.
Los tres se quedan donde están, petrificados por el reproche.
-¡Hijo mío! ¡Ya tienes mucho dolor! ¡Y yo tengo ya mucha pena! No añadas ésta… ¡Míralos!… – implora María. Y Jesús se vuelve a mirar a los tres… Tres rostros desolados, con toda la esperanza y el dolor en los ojos. -¡Venid! – ordena Jesús.
¡Oh, las golondrinas son menos rápidas!
-Que sea la última vez que os oigo decir palabras como ésas. Tú, Mateo, no tienes derecho a decirlas; tú, Tomás, no has muerto todavía para juzgar quién es perfecto creyéndote salvado; y tú, Simón de Jonás, lo que has hecho es como subir fatigosamente a una cima una piedra voluminosa y dejarla rodar hacia abajo. Entiéndeme rectamente lo que quiero decir… Y ahora escuchad. Aquí, en la sinagoga y en la ciudad es inútil hablar. Voy a hablar desde las barcas, en el lago, ahora en un lugar, luego en otro. Prepararéis las barcas, las que hagan falta, e iremos o en las tardes serenas o en las auroras frescas…