En Betsaida. Profecía sobre el martirio de los Apóstoles y curación de un ciego.
Ya no andan. Corren. Corren con la nueva aurora, aún más riente y genuina que las anteriores; todo un destellar de gotas de rocío que llueven, junto con pétalos multicolores, sobre cabezas y prados, para poner tonalidades de flores deshojadas junto a las ya innumerables de las florecillas de las márgenes y del interior que se yerguen sobre sus tallos, y para encender nuevos diamantes en los hilos de hierba reciente. Corren entre cantos de aves en celo y de brisa ligera, de risueñas aguas, que suspiran o arpegian: pasando entre las ramas, acariciando el heno y los cereales que crecen día tras día, o fluyendo entre las márgenes, y alejándose, plegando delicadamente los tallos que tocan las límpidas aguas. Corren como si fueran a un banquete de amor. Incluso los ancianos, como Felipe, Bartolomé, Mateo, el Zelote, comparten la alegre prisa de los jóvenes. Y lo mismo sucede entre los discípulos: los más viejos emulan a los más jóvenes en andar deprisa. No se ha secado todavía el rocío en los prados cuando llegan a la zona de Betsaida comprendida en el poco espacio que hay entre el lago, el río y el monte. Y, del bosque del monte, desciende por un sendero un jovencito corvo bajo el peso de un haz de ramas. Baja raudo, casi corriendo. Por la postura no ve a los apóstoles… Canta contento, corriendo así, bajo su haz de leña. Cuando llega al camino principal, a la altura de las primeras casas de Betsaida, deja caer al suelo su carga y se endereza para descansar, y echa hacia atrás sus cabellos oscuros. Alto y fino, derecho, de cuerpo fuerte y extremidades ágiles y delgadas, también fuertes: una bonita figura juvenil. -Es Margziam – dice Andrés. -¿Estás mal de la cabeza? Ése es un hombre ya – le responde Pedro. Andrés pone abocinadas las manos en la boca y lo llama con fuerza. El jovencito, que estaba agachándose para coger de nuevo la carga, tras haberse ceñido bien con el cinturón la corta túnica – que apenas si le llega a las rodillas, y que está abierta en el pecho, porque probablemente ya no cabe en ella -, se vuelve en la dirección del reclamo y ve a Jesús, a Pedro y a los demás, que lo están mirando, parados junto a un grupo de sauces llorones que sueltan sus frondas en las aguas de un ancho arroyo, el último afluente del Jordán por la izquierda antes del lago de Galilea y situado justamente en donde empieza el pueblo. Deja caer el haz, alza los brazos y grita: -¡Mi Señor! ¡Mi padre! – y se lanza de carrera. Pero también Pedro se echa a correr, vadea el arroyo sin quitarse siquiera las sandalias, limitándose a remangarse las vestiduras, para correr luego por el camino polvoriento, dejando las grandes señales húmedas de sus sandalias marcadas en el terreno seco. -¡Padre mío! -¡Hijo mío querido! Están, recíprocamente, el uno entre los brazos del otro. Y, verdaderamente, Margziam es tan alto como Pedro, de forma que sus cabellos oscuros, durante el beso de amor, caen sobre el rostro de Pedro; de todas formas, siendo esbelto, parece más alto que Pedro. Pero Margziam se separa del dulce abrazo y prosigue su carrera hacia Jesús, que ya está en esta parte del arroyo y viene caminando lentamente en medio de la corona de los apóstoles. Margziam cae a sus pies, con los brazos alzados, y dice: -¡Oh, mi Señor, bendice a tu siervo! Mas Jesús se inclina, lo pone de pie, lo acerca a su corazón, lo besa en las dos mejillas y le desea «continua paz y crecimiento en sabiduría y en gracia en los caminos del Señor. También los demás apóstoles saludan jovialmente al jovencito: especialmente los que no lo veían desde hacía meses le manifiestan su contento por su desarrollo. ¡Pero Pedro! ¡Ah, Pedro!… ¡Si lo hubiera procreado él, no se sentiría tan contento! Da una vuelta alrededor de Margziam, lo mira, lo toca y pregunta a éste o a este otro: -¿No es acaso guapo? ¿No está bien modelado? ¡Fijaos que derecho! ¡Qué pecho tan alto! ¡Qué piernas más derechas!… Un poco delgado, con poco músculo todavía. ¡Pero promete! ¡Verdaderamente promete mucho! ¡Y la cara? Observad y decidme si parece ahora esa criaturita que llevaba en brazos el año pasado y me parecía como llevar a un pajarillo: desnutrido, apagado, triste, asustadizo… ¡Hay que ver Porfiria! ¡Verdaderamente lo ha hecho muy bien, con toda su miel, mantequilla, aceite, huevos, hígado de pescado. Merece que se lo diga inmediatamente. ¿Me dejas, no, Maestro, ir donde mi esposa? -Ve, ve, Simón. Yo iré pronto. Margziam, todavía de la mano de Jesús, dice: -Maestro, estoy seguro de que mi padre encarga a mi madre que haga de comer. Déjame dejarte para ayudarla… -Ve. Y que Dios te bendiga por honrar a quienes son para ti padre y madre. Margziam se marcha corriendo, toma de nuevo su haz de leña, se lo carga, da alcance a Pedro y camina al lado de él. -Parecen Abraham e Isaac subiendo el monte – observa Bartolomé. -¡Pobre Margziam! ¡Sólo faltaría eso! – dice Simón Zelote. -¡Y pobre hermano mío! No sé si sería capaz de hacer de Abraham… – dice Andrés. Jesús lo mira, luego mira la cabeza entrecana de Pedro, que se va distanciando al lado de su Margziam, y dice: -En verdad os digo que llegará un día en que Simón Pedro sentirá alegría al saber que su Margziam ha sido encarcelado, herido, flagelado, colocado ante el umbral de la muerte; y que se sentiría con fuerzas incluso de extenderlo con su propias manos sobre el patíbulo para revestirlo de la púrpura de los Cielos y para fecundar con la sangre del mártir la tierra; envidioso y afligido sólo por un motivo: por no estar él en el lugar de su hijo y subalterno, porque su elección como Jefe supremo de mi Iglesia le obligará a reservarse para ella hasta que Yo le diga: «Ve a morir por ella». Vosotros no conocéis todavía a Pedro. Yo lo conozco. -¿Prevés el martirio para Margziam y mi hermano? -¿Te duele, Andrés? -No. Lo que me duele es que no lo preveas también para mí. -En verdad, en verdad os digo que seréis revestidos todos de púrpura, menos uno. -¿Quién? ¿Quién? -Dejemos el silencio sobre el dolor de Dios – dice triste y solemne Jesús. Y todos callan atemorizados y pensativos. Entran en la primera calle de Betsaida, entre huertas llenas de plantas tiernas. Pedro, con otros de Betsaida, está llevando a un ciego a la presencia de Jesús. Margziam no está. Sin duda se ha quedado a ayudar a Porfiria. Con los de Betsaida y los padres del ciego hay muchos discípulos venidos a Betsaida de Sicaminón y otras ciudades; entre éstos, Esteban, Hermas, el sacerdote Juan y Juan el escriba y muchos otros. (Recordarse de todos ya es un buen jaleo. Son muchos). -Te lo he traído, Señor. Estaba aquí esperando desde hace varios días – explica Pedro mientras el ciego y sus padres entonan una nenia de «¡Jesús, Hijo de David, piedad de nosotros!», «Pon tu mano en los ojos de mi hijo y verá», «¡Ten piedad de mí, Señor! ¡Yo creo ti!». Jesús toma de la mano al ciego y retrocede con él unos metros para resguardarlo del sol, que ya inunda la calle. Lo arrima a la pared cubierta de follaje de una casa, la primera del pueblo, y Él se pone de frente. Se moja de saliva los dos índices y le restriega los párpados con los dedos húmedos; luego le aprieta los ojos con las manos (la base de la mano en la concavidad de las órbitas y los dedos abiertos y metidos entre los cabellos del desdichado). Así ora. Luego le quita las manos. -¿Qué ves? – pregunta al ciego. -Veo hombres. Son sin duda hombres. Pero así me imaginaba los árboles vestidos de flores; pero son hombres, porque andan y gesticulan en dirección a mí. Jesús impone otra vez las manos y las vuelve a quitar y dice: -¿Y ahora? -¡Ahora veo bien la diferencia entre los árboles plantados en la tierra y estos hombres que me están mirando!… ¡Y te veo a ti! ¡Que hermosura la tuya! Tus ojos son iguales que el cielo y tus cabello parecen rayos de sol… y tu mirada y tu sonrisa son propios de Dios ¡Señor, te adoro! – y se arrodilla para besarle la orla de su túnica. -Levántate y ven adonde tu madre, que durante tantos años ha sido para ti luz y consolación y de la cual no conoces otra cosa sino el amor. Lo toma de la mano y lo lleva a su madre, que está arrodillada a algunos pasos de distancia, en actitud de adoración, de la misma forma que antes estaba en actitud de súplica. -Levántate, mujer. Aquí tienes a tu hijo, que ve la luz del día Quiera su corazón seguir la Luz eterna. Ve a casa. Sed felices. Y sed santos por agradecimiento a Dios. Pero, al pasar por los pueblos, no digáis a ninguno que te he curado, para que la muchedumbre no se desplace aquí enseguida para impedirme ir a donde es justo que vaya a llevar confirmación en la fe y luz y alegría a otros hijos de mi Padre. Y, rápido, por un senderillo que discurre entre huertos, se escabulle en dirección hacia la casa de Pedro, donde entra saludando a Porfiria con su dulce saludo.