En barca de Tolemaida a Tiro
La ciudad de Tolemaida da la impresión de que va a ser aplastada por un cielo bajo, de plomo, sin una rendija azul, sin una sola variación en su lóbrego aspecto. No. Ni una nube o un cirro o un nimbo que surquen aislados la capa cerrada del firmamento. Es una única bóveda cóncava y pesada como una tapa que fuera a ser abatida sobre una caja; una enorme tapa de estaño sucio, fuliginoso, opaco, agobiante. Las casas blancas de la ciudad parecen de yeso, un yeso áspero, crudo, desolado, bajo esta luz… y el verde de las plantas siempre verdes parece empañado, triste; los rostros de las personas, lívidos y espectrales; los colores de los vestidos, apagados. La ciudad se ahoga en el cargante siroco. El mar responde al cielo con su mismo aspecto de muerte. Un mar sin límites, quieto, desierto. No es siquiera plomizo, sería errado definirlo así. Es una extensión ilimitada, diría incluso sin repliegues, de una sustancia oleaginosa, gris como deben ser los lagos de petróleo crudo, o, mejor, si fuera posible, los lagos de una plata mezclada con hollín, con ceniza, para formar una pomada. Tiene un especial brillo de lasca cuarzosa, y, no obstante, se ve tan muerto y paco, que no parece brillar. Su resplandor no se advierte sino con la molestia que sufren los ojos, deslumbrados por este cabrilleo de madreperla negruzca que cansa y no alegra. No se ve ni una sola ola hasta donde alcanza la vista. La mirada llega al horizonte, donde el muerto mar toca el cielo muerto, sin ver movimiento alguno de ola, aunque, por su subyacente ondeo, apenas sensible en la superficie con el cabrilleo sucio de las aguas, se comprende que no son aguas solidificadas. Tan muerto, que en la orilla las aguas están detenidas como agua de un pilón, sin el más mínimo indicio de ola o resaca. Y la arena está claramente marcada de humedad a poco más de un metro del agua, confesando así que no ha habido movimiento de olas en la orilla desde hace muchas horas. Es la calma chicha absoluta. Las naves, pocas, que hay en el puerto están completamente inmóviles. Tan inmóviles, que parecen clavadas en una materia sólida. Los pocos paños tendidos en los altos puentes – enseñas o indumentos, no lo sé – penden inmóviles. Por una callecita del barrio popular del puerto, vienen hacia la marina los apóstoles con los dos que van a Antioquía. No sé qué ha sido del burro y el carro. No están ya. Pedro y Andrés llevan un arcón, Santiago y Juan el otro; Judas de Alfeo, por su parte, se ha liado a los hombros el telar, desmontado; Mateo, Santiago de Alfeo y Simón Zelote van cargados con los talegos de todos, incluido el de Jesús. Síntica lleva en la mano solamente un cesto con comida. Juan de Endor no lleva nada. Caminan deprisa por entre la gente que, en general, regresa de los mercados con las compras, o que, si son gente de mar, se apresura en dirección al puerto, para cargar o descargar las naves, o repararlas, según las necesidades. Simón de Jonás camina seguro. Debe saber ya a dónde ir porque no mira a los lados. Todo colorado, sujeta de su parte el arcón, por una lazada de la cuerda, puesta como asidero; Andrés, de su parte, hace lo propio. Y se ve, tanto en ellos como en los compañeros Santiago y Juan, el esfuerzo del peso que llevan, porque se les ponen turgentes los músculos de las pantorrillas y de los brazos (y es que, para estar más libres, llevan sólo la prenda de debajo, corta y sin mangas); en todo, semejantes a los mozos de cuerda, que, ágiles, van de los fondaques a las naves, o viceversa, para sus operaciones. Por tanto, pasan completamente desapercibidos. Pedro no va al muelle grande, sino a otro más pequeño, a través de una pasarela chirriante: es un andén construido en forma de arco, que delimita como un segundo embarcadero, mucho más pequeño, para las barcas de pesca. Mira y da una voz. Responde un hombre, alzándose del fondo de una barca fuerte y bastante grande. -¡Estás decidido a zarpar de verdad? Ten en cuenta que la vela hoy no sirve. Tendrás que ir a fuerza de remos. -Así me caliento y se me abre el apetito. -¿Pero sabes de verdad navegar? -¿Pero qué dices, hombre? No sabía decir «mamá» y ya mi padre me había puesto en la mano la sondaleza y las cuerdas de las velas. He amolado con ellas los dientes de leche… -Es porque… ¿sabes?… esta barca es todo lo que poseo, ¿sabes?… -Ya desde ayer me lo estás diciendo. ¿No sabes otra canción? -Lo que sé es que si te vas a pique pierdo todo y… -¡Yo sí que pierdo todo, que me dejo la piel ahí, no tú! -Pero esto es mi bien, mi pan, la alegría mía y de mi mujer, y es la dote de mi niña, y… -¡Uf! ¡Mira, no me pinches más los nervios, que tienen ya un calambre… un calambre… mucho peor que el de los nadadores! Te he dado tanto, que podría decir: «he comprado la barca». No te he regateado lo que me has pedido. Tú eres un barquero largo de uñas, hombre. Te he demostrado que conozco el remo y la vela mejor que tú. Ya todo estaba acordado. Ahora, si la ensalada de puerros que has cenado ayer – que te huele la boca como una sentina – te ha dado una pesadilla y ahora te arrepientes, me importa un bledo. El acuerdo se ha efectuado delante de dos testigos, uno tuyo, otro mío, y es suficiente. Baja de ahí, cangrejo peludo, y déjame entrar. -Pero yo… al menos una garantía… Si mueres, ¿quién me paga la nave? -¿La nave? ¿Llamas nave a esta calabaza despulpada? ¡Miserable! ¡Soberbio! De todas formas, te voy a calmar, para que te decidas: te voy a dar otras cien dracmas. Con éstas y con lo que has pedido como alquiler te construyes otros tres topos de éstos… Bueno, no… de dinero nada. Serías capaz incluso de llamarme loco, y luego pedirme más todavía, a la vuelta. ¡Porque vuelvo, eh, puedes estar seguro! A lo mejor para quitarte la barba a tortazos, si me has dado una barca con los fondos defectuosos. Te dejo como seña el burro y el carro… ¡No! ¡Tampoco eso! No dejo en tus manos a mi Antonio. Te creo capaz de cambiar de oficio y pasarte de barquero a carretero, y escaparte en mi ausencia. Mi Antonio vale diez veces lo que tu barca. Mejor te dejo el dinero. Pero ten en cuenta que son como seña, y tú me lo devuelves a mi regreso. ¿Está bien claro? ¡Eh, los de esa nave! ¿Quién es de Tolemaida? En una nave cercana se asoman tres caras: -Nosotros. -Venid aquí… -No, no, no hace falta. Nos arreglamos entre nosotros – suplica el barquero. Pedro lo mira indagador, razona para sí, y, viendo que el hombre baja de la barca y se apresura a cargar el telar que Judas había dejado en el suelo, susurra: -¡Comprendo! Luego grita a los de la nave: -¡Ya no hace falta. Quedaos ahí – y extrae de una bolsa pequeña unas monedas, las cuentas, las besa y dice: « ¡Adiós, amigas!» y se las da al barquero. -¿Por qué las has besado? – pregunta éste extrañado. -Un… rito. ¡Adiós, ladrón! Arriba, vosotros; tú, al menos, sujeta la barca. Ya las contarás. Verás que están justas. No quiero tenerte como compañero en el infierno, ¡eh! Yo no robo… ¡Aaarriba! ¡Aaarriba! Y embarca el primer baúl. Luego ayuda a los otros a estibar el suyo, los talegos y todo, equilibrando el peso y colocando los objetos de forma que pueda estar libre para las maniobras; y, después de las cosas, las personas. -¿Ves como sé, vampiro? Suelta ahora y ve a tu destino. Y, junto con Andrés, hinca el remo contra el andén para separar la barca. Una vez tomada la dirección de la corriente, deja el timón a Mateo mientras le dice: -Bueno, tú, para sacarnos los hígados, venías a pescarnos cuando pescábamos, y sabes llevar el timón pasablemente. Luego se sienta en la proa, dando la espalda a la proa, en el primer banco, con Andrés a su lado. Frente a él están sentados Santiago y Juan de Zebedeo, que bogan con ritmo regular y poderoso. La barca avanza – sin tirones, rápida, a pesar de ir bastante cargada – muy cerca del flanco de las naves grandes, desde cuya borda descienden palabras de alabanza por la perfecta boga. Luego, superados los espigones, el mar abierto… Tolemaida, al estar construida a orillas del mar y teniendo su puerto en el sur de la ciudad, desfila toda ante los ojos del grupo que parte. En la barca el silencio es absoluto. Sólo se oyen los chirridos de los remos en los toletes. Pasado un buen rato, habiendo ya dejado atrás Tolemaida, Pedro dice: -Pero si hubiera un poco de viento… ¡Pero nada! ¡Ni un hilo!… -¡Con tal de que no llueva!… – dice Santiago de Zebedeo. -¡Mmm! Tiene muchas ganas de llover… Silencio y cansancio de remos durante largo tiempo. Luego Andrés pregunta: -¿Por qué has besado las monedas? -Porque se saluda a quien parte para siempre. No las volveré a ver. Y lo siento. Hubiera preferido dárselas a algún necesitado… ¡Paciencia!… La barca la verdad es que es buena y fuerte y está bien construida. Es la mejor de Tolemaida. Por eso he cedido a las pretensiones de su dueño. También para evitar muchas preguntas sobre el lugar adonde vamos. Por eso le he dicho: «A comprar al Jardín blanco»… ¡Ay, ay, ay, que empieza a llover! Cubríos, vosotros que podéis hacerlo. Tú, Síntica, dale el huevo a Juan. Es la hora… Y a mayor razón porque con un mar así no se revuelve nada en el estómago… ¿Y que me estará haciendo Jesús? ¿Qué estará haciendo? ¡Sin vestidos, sin dinero! ¿Y dónde estará ahora? -Sin duda, orando por nosotros – responde Juan de Zebedeo. -Sí, pero ¿dónde?… Ninguno puede decir dónde. Y la barca da bordadas, con dificultad, pesada, bajo el cielo de plomo, en un mar de betún cinéreo, en medio de un sirimiri fino como niebla y latoso como cosquillas prolongadas. Los montes, que tras una zona de llanura vuelven a arrimarse al mar, se acercan, lívidos en el ambiente neblinoso. El mar, de cerca, sigue produciendo molestia a los ojos con su extraña fosforescencia; más lejos, se pierde en un velo brumoso. -En aquel pueblo nos detendremos para descansar y comer – dice Pedro, que boga incansablemente. Los demás asienten. Llegan al pueblo: un pequeño conglomerado de casas de pescadores al abrigo del espolón de un monte que penetra en el mar. -Aquí no se desembarca. No se toca fondo… – dice Pedro entre dientes – Bien, pues comeremos aquí donde estamos. Y así es: los bogadores comen con buen apetito; los dos exiliados, sin ganas. La lluvia, alternativamente, sigue o se para. No se ve a gente en el pueblo; como si estuviera deshabitado. Pero, vuelos de palomas de una casa a otra y ropa tendida en las azoteas dicen que hay gente. En fin, aparece en la orilla un hombre semidesnudo que va hacia una barquita sacada al margen. -¡Eh! ¡Tú, hombre! ¿Eres pescador? – grita Pedro haciendo embudo con las manos. -Sí. El sí llega débil por la distancia. -¿Qué tiempo hará? -Mar tendida dentro de poco. Si no eres de aquí, te aconsejo que vayas enseguida más allá del cabo. Allá la ola es más calma, sobre todo si vas bordeando la orilla. Puedes, porque es profundo el mar. Pero ve sin demora… -Sí. ¡Paz a ti! -¡Paz y suerte a vosotros! -Ánimo, entonces – dice Pedro a sus compañeros – Y que Dios esté con nosotros. -Está ciertamente con nosotros. Jesús ciertamente ora por nosotros – responde Andrés mientras se pone de nuevo a remar. Pero la ola tendida, en efecto, ya se ha formado, y repele y aspira la pobre barca cada vez que viene; mientras tanto, la lluvia se hace cada vez más tupida… y un viento rítmico se agrega para torturar a los pobres navegantes. Simón de Jonás lo gratifica con todos los más pintorescos epítetos, porque es un viento malo que no puede ser usado para la vela y que trata de empujar a la barca contra los escollos de1 cabo ya cercano. La barca navega con dificultad en la curva de este pequeño golfo, más oscuro que la tinta. Reman, reman, con dificultad, rojos, sudados, apretando los dientes, sin desaprovechar ni una miaja de fuerza en palabras. Los otros, sentados frente a ellos – yo los veo de espaldas – callan, mudos, bajo la tediosa lluvia. Juan y Síntica, en el centro (junto al mástil de la vela); detrás de ellos, los hijos de Alfeo; últimos, Mateo y Simón, que luchan por mantener derecho el timón a cada golpe de ola. Doblar el cabo es empresa fatigosa. Por fin lo hacen… Los remadores, que deben estar extenuados, pueden gozar de un poco de paz. Se consultan sobre si refugiarse en un pueblecillo de allende el cabo. Pero se impone la idea de que «se debe obedecer al Maestro incluso contra lo sensato. Y Él dijo que se debe llegar a Tiro todo en una jornada». Y continúan… El mar se calma al improviso. Notan el fenómeno. Alfeo dice: -El premio de la obediencia. -Sí, Satanás se ha marchado porque no ha logrado hacernos desobedecer – confirma Pedro. -De todas formas llegaremos a Tiro de noche. Esto nos ha retrasado mucho… -dice Mateo.-No importa. Iremos a dormir, y mañana buscaremos la nave – responde Simón Zelote. -¿Y la encontraremos? -Jesús lo ha dicho. Por tanto, la encontraremos – dice seguro el Tadeo. -Podemos izar la vela, hermano – observa Andrés – Ahora hay viento bueno. Iremos raudos. La vela, efectivamente, se hincha, no mucho, pero lo suficiente como para que sea mucho menos necesario remar; y la barca se desliza, como aligerada, hacia Tiro, cuyo promontorio – mejor: cuyo istmo – albea allá, al norte, con las últimas luces del día. Y la noche cae rápida. Y parece extraño, después de tanta lobreguez de cielo, ver asomarse las estrellas a través de un imprevisto claro, y titilar resplandecientes los astros de la Osa, mientras el mar se ilumina con los serenos rayos de luna, tan blancos que casi parece rayar el alba, después de un día penoso, sin el intervalo de la noche… Juan de Zebedeo alza la cabeza al cielo, mira y sonríe, y, al improviso, abre su boca al canto, acompañando el movimiento del remo con la estrofa y ritmando ésta con el remo: “Ave, Estrella de la Mañana, Jazmín de la noche, Luna de oro de mi Cielo, Madre santa de Jesús. Espera en ti el navegante, Te sueña el que sufre y muere, ¡Ilumina, Estrella santa y pía, a quien te ama, oh María!…» Canta feliz, a pleno pulmón, con voz de tenor. -¿Pero qué haces? Estamos hablando de Jesús ¿y tú hablas de María? – pregunta su hermano. -Él está en Ella y Ella en Él. Pero si Él está aquí es porque ha estado antes Ella… Déjame cantar… Y pone ahínco y arrastra a los demás… Llegan así a Tiro. La arribada es cómoda en el puertecito más pequeño, el que está al sur del istmo, velado por lámparas que cuelgan de muchas barcas. Los que están allí no niegan su ayuda a los recién llegados. Pedro y Santiago de Zebedeo se quedan en la barca para vigilar los baúles. Mientras tanto, los otros, con un hombre de otra barca, se dirigen al hospedaje para descansar.