En Alejandrocena donde los hermanos de Hermiona
Llegan de nuevo a la vía, tras una larga vuelta por los campos y habiendo atravesado el torrente por un puentecito de tablas crujientes, que solamente puede ser utilizado para el paso de personas: una pasarela más que un puente. La marcha prosigue por la llanura, que se va estrechando al aproximarse las colinas al litoral, tanto que, después de otro torrente, con su indispensable puente romano, la vía de llanura se transforma en camino de montaña, bifurcándose en el puente con otro menos empinado que se prolonga hacia el nordeste por un valle, mientras que éste, el que ha elegido Jesús, según la indicación del cipo romano: «Alejandrocena – m. Vª», es verdaderamente una escalera en el monte rocoso y empinado, que hunde su testera puntiaguda en el Mediterráneo, el cual se va ofreciendo cada vez más a la vista a medida que se sube. Sólo viandantes y asnos recorren esa vía, esas gradas, como sería mejor decir. Pero, quizás porque acorta mucho, es una vía muy transitada; y la gente observa con curiosidad al grupo tan insólito galileo que la recorre. -Éste debe ser el cabo de la Tempestad – dice Mateo señalando al promontorio que penetra en el mar. -Sí, ahí abajo está el pueblo desde el que nos habló el pescador – confirma Santiago de Zebedeo. -¿Pero quién habrá hecho este camino? -¿Quién sabe desde cuándo estará? Quizás es obra fenicia… -Desde la cima veremos Alejandrocena, allende la cual está el cabo Blanco. ¡Verás mucho mar, Juan mío! – dice Jesús ciñendo con un brazo los hombros del apóstol. -Me sentiré feliz. Pero… dentro de poco es de noche. ¿Dónde vamos a pararnos? -En Alejandrocena. ¿Ves? El camino ya desciende. Abajo es llanura, hasta la ciudad que se ve allí. -Es la ciudad de aquella mujer de Antigonio… ¿Cómo podríamos cumplir su deseo? – dice Andrés. -¿Sabes, Maestro? Nos dijo: «Id a Alejandrocena. Mis hermanos son propietarios de almacenes allí y son prosélitos. Proveed a que sepan del Maestro. También somos hijos de Dios nosotros…» y lloraba porque la soportan poco como nuera… de manera que sus hermanos nunca van a visitarla y ella no tiene noticias de ellos… – explica Juan. -Buscaremos a los hermanos de la mujer. Si nos acogen como a peregrinos, tendremos modo de cumplir su deseo… -Pero, ¿y cómo hacemos para decir que la hemos visto? -Trabaja para Lázaro. Nosotros somos amigos de Lázaro – dice Jesús. -Es verdad. Hablas Tú… -Sí. Pero acelerad el paso para encontrar la casa. ¿Sabéis dónde es? -Sí. Cerca del Castro. Tienen muchos contactos con los romanos. Les venden muchas cosas. -Bien. Recorren velozmente la calzada, toda llana, bonita: una verdadera vía consular, que enlaza con las del interior (o, mejor: prosigue hacia el interior tras haber proyectado su ramal rocoso, dispuesto en gradas, a lo largo de la costa, dominando el promontorio). Alejandrocena es una ciudad más militar que civil. Debe tener una importancia estratégica que no conozco. Agazapada como está entre dos promontorios montañosos, parece un centinela puesto ahí para vigilar ese trecho de mar. Ahora que el ojo puede mirar a ambos cabos, se ve que en ellos abundan las torres militares, que forman cadena con las del llano, de la ciudad, donde, orientado hacia la marina, impera el majestuoso Castro. Entran en la ciudad, después de haber atravesado otro torrente, pequeño, sito a las propias puertas de ésta. Se dirigen hacia la mole adusta de la fortaleza, mirando, curiosos, alrededor, y siendo observados con curiosidad. Los soldados son muy numerosos, y – parece — en buenas relaciones con los habitantes de la ciudad, cosa que hace mascullar a los apóstoles: -¡Gente fenicia! ¡Sin honor! Llegan a los almacenes de los hermanos de Hermiona cuando los últimos marchantes salen cargados con los más variados tipos de mercancías, que van desde tejidos a vajillas, desde vajillas a heno y cereales, o aceite y otros alimentos. Olor de cueros, especias, almiares, lana basta, llena el amplio atrio por el que se accede al patio, vasto como una plaza, bajo cuyos pórticos están los distintos depósitos. Acude un hombre barbudo y moreno. -¿Qué queréis? ¿Víveres? -Sí… y también alojamiento, si no te desdeñas de hospedar peregrinos. Venimos de lejos. Nunca hemos estado aquí. Acógenos en nombre del Señor. El hombre mira atentamente a Jesús, que habla por todos. Lo escruta… Luego dice: -A decir verdad, no doy alojamiento. Pero Tú me caes bien. ¿Eres galileo, no es verdad? Mejores los galileos que los judíos. Demasiada arrogancia en ellos. No nos perdonan el tener sangre no pura. Más les valdría tener el alma pura. Ven, entra aquí, que vuelvo enseguida. Cierro, que ya es de noche. Efectivamente, la luz ya es crepuscular, y más aún en el patio dominado por el poderoso Castro. Entran en una estancia. Se sientan, fatigados, en asientos desperdigados acá o allá… Vuelve el hombre con otros dos, uno más viejo, el otro más joven, y señala a los huéspedes, los cuales se levantan y saludan. Dice: -Éstos son. ¿Qué pensáis vosotros? A mí me parecen honrados… -Sí. Has hecho bien – dice el más viejo al hermano, y luego, vuelto hacia los huéspedes (mejor: hacia Jesús, que aparece claramente como el jefe), pregunta: -¿Cómo os llamáis? -Jesús de Nazaret, Santiago y Judas también de Nazaret, Santiago y Juan de Betsaida, y también Andrés, y Mateo de Cafarnaúm. -¿Cómo es que estáis por aquí? ¿Os persiguen? -No. Evangelizamos. Hemos recorrido más de una vez Palestina, desde Galilea a Judea, desde un mar al otro. Hemos estado incluso en Transjordania, en Auranítida. Ahora hemos venido aquí… a adoctrinar. -¿Un rabí aquí? ¡Asombroso!, ¿no es verdad, Felipe y Elías?» pregunta el más anciano. -Mucho. ¿De qué casta eres? -De ninguna. Soy de Dios. Creen en mí los buenos del mundo. Soy pobre, amo a los pobres, pero no desprecio a los ricos; a éstos les enseño el amor a la misericordia y el desapego de las riquezas; a los pobres, a amar su pobreza confiando en Dios, que no deja perecer a ninguno. Entre los amigos ricos y discípulos míos está Lázaro de Betania… -¿Lázaro? Una hermana nuestra está casada con uno que vive al servicio suyo. -Lo sé. También he venido para esto, para deciros que ella os manda saludos y que os quiere. -¿La has visto? -Yo no. Estos que están conmigo, enviados por Lázaro a Antigonio. -¡Oh! ¡Contadnos! ¿Qué hace Hermiona? ¿Vive feliz verdaderamente? -Su marido y su suegra la quieren mucho. El suegro la respeta… – dice Judas Tadeo. -Pero no le perdona la sangre materna. Dilo. -Pronto se la perdonará. Nos ha hecho grandes alabanzas de ella. Y tiene cuatro niños muy guapos y buenos. Ello la hace feliz. A vosotros os tiene siempre en su corazón. Nos dijo que viniéramos a traeros al Maestro divino. -Pero… cómo… ¿Eres el… eres ese que llaman el Mesías, Tú? -Lo soy. -Eres verdaderamente el…? Nos dijeron en Jerusalén que eres, que te llaman, el Verbo de Dios. ¿Es verdad? -Sí. -¿Pero lo eres para aquellos de allí o para todos? -Para todos. ¿Podéis creer que lo soy? -Creer no cuesta nada, mucho más cuando se espera que la cosa creída pueda quitar lo que hace sufrir. -Es verdad, Elías. Pero no hables así. Es un pensamiento muy impuro, mucho más que la mezcla de sangre. Alégrate no en la esperanza de que caiga lo que hace que sufras como hombre el desprecio de los demás; alégrate, más bien, por la esperanza de conquistar el Reino de los Cielos. -Tienes razón. Soy un medio pagano, Señor… -No te deprimas por ello. También te amo a ti. Por ti también he venido. -Estarán cansados, Elías. Los estás entreteniendo en hablar. Vamos a cenar y luego los llevamos a que descansen. Aquí no hay mujeres… Ninguna de Israel ha querido venir con nosotros, y nosotros queríamos una de ellas… Perdona, pues, si la casa te parece fría y desnuda. -Vuestro corazón me la hará parecer adornada y cálida. -¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? -No más de un día. Quiero ir hacia Tiro y Sidón, y quisiera estar en Akcib antes del sábado. -¡No puedes, Señor! ¡Sidón está lejos! -Mañana quisiera hablar aquí. -Nuestra casa es como un puerto. Sin salir de ella, tendrás el auditorio que quieras; mucho más, siendo mañana día de mercado grande. -Vamos, pues, y que el Señor os pague vuestra caridad.