El sábado en Corazín. Parábola sobre los corazones imposibles de labrar. Curación de una mujer encorvada.
Jesús está en Corazín, en la sinagoga, que se va llenando lentamente de gente. Los notables del lugar deben haber insistido para que Jesús este sábado adoctrinase allí. Lo comprendo por las razones que aducen y por las respuestas de Jesús. -No somos más arrogantes que los judíos o que los de la Decápolis – dicen – y, sin embargo, vas una y otra vez… y vuelves allí a menudo. -También aquí lo mismo. Con palabras y obras, con mi silencio y mis actos, os he adoctrinado. -Pero, si somos más duros que los otros, razón de más para insistir… -Bien, bien. -¡Claro que sí; que bien! Te dejamos que uses nuestra sinagoga como lugar de adoctrinamiento, precisamente porque juzgamos que está bien hecho. Acepta, pues, la invitación y habla. Jesús abre los brazos – señal de silencio para los presentes – y empieza su discurso, y habla con tono de salmo: una recitación lenta, melodiosa y enfática: -Arauná respondió a David: “Que el rey mi señor tome y ofrende como quiera. Ahí están los bueyes para el holocausto, el carro y los yugos de los bueyes como leña; todo, ¡oh rey!, da Arauná al rey’. Y añadió: “Que el Señor Dios acepte propicio tu voto”. Mas el rey respondió y dijo: “No será como quisieras. No. Quiero comprar con dinero. No quiero ofrecer al Señor mi Dios holocaustos que me hayan sido regalados». Jesús baja la mirada, pues hablaba con la cara casi vuelta hacia el techo; mira fijamente, agudamente, al arquisinagogo y a los cuatro notables que estaban con él, y pregunta: -¿Habéis comprendido el significado? -Esto está en el segundo de los Reyes, cuando el rey santo compró la era de Arauná… Pero no comprendemos por qué nos lo has citado. Aquí no hay pestilencia y no se tiene que ofrecer un sacrificio. Tú no eres rey… Bueno, queremos decir: no todavía. -En verdad, tarda es vuestra mente para comprender los símbolos, e insegura vuestra fe. Si fuera segura, veríais que ya soy Rey como he dicho; si tuvierais intuición despierta, comprenderíais que aquí hay una pestilencia muy grave, más que la que preocupaba a David: tenéis la de la incredulidad que os hace perecer. -¡Bien! Pues si somos tardos e incrédulos, danos inteligencia y fe y explícanos lo que has querido decir. -Digo: no ofrezco a Dios los holocaustos forzados, los que se ofrecen por mezquino interés. Y Aquel que para hablar ha venido no acepta el hablar sólo si se le concede: es mi derecho y me lo tomo. Bajo el sol o entre cerradas paredes, encima de los montes o en el fondo de los valles, en el mar o sentado en las orillas del Jordán, en todas partes, tengo el derecho y el deber de adoctrinar y de comprar con mi esfuerzo los únicos holocaustos agradables a Dios: los corazones convertidos y hechos fieles por mi palabra. Aquí, vosotros de Corazín, habéis concedido al Verbo la palabra no por respeto y fe, sino porque tenéis en vuestro corazón una voz que os tortura como carcoma que roe la madera: «Este castigo del hielo es por nuestra dureza de corazón». Y queréis arreglar las cosas. Por la economía, no por el alma. ¡Oh, Corazín pagana y obcecada! Pero no toda Corazín es igual. Para los que no son así, hablaré, con una parábola. Oíd. Un necio rico llevó a un artista un trozo grande de una sustancia blonda como la miel más fina, y le ordenó que lo trabajara para hacer de él un ánfora decorada. «No es un material bueno para ser trabajado» dijo el artista al adinerado. «¿Ves? Es blando, elástico. ¿Cómo puedo esculpirlo y modelarlo?». «¿Cómo! ¿No es bueno? Es una resina preciada. Y un amigo mío tiene una pequeña ánfora de esta resina y en ella su vino adquiere un sabor delicioso. La he pagado a precio de oro, para disponer de un ánfora más grande y humillar así a mi amigo jactancioso. Házmela inmediatamente. Si no, diré que eres un artista incapaz». «La de tu amigo será de alabastro blondo.” «No. Es de este material». «Será de ámbar fino.” «No. Es de este material». «Aunque fuera de este material – vamos a suponerlo – habrá adquirido compacidad, dureza, por siglos de antigüedad o con la mezcla de otras substancias solidificantes. Pregúntaselo y vuelve a decirme cómo fue hecha la suya». «No. Me la ha vendido él mismo, asegurándome que se usa así». «Pues entonces te ha timado para castigarte por envidiar su bonita ánfora.” «¡Mide tus palabras! Trabaja. Si no, te castigo quitándote el taller; que todo lo que tienes no vale cuanto me cuesta esta estupenda resina». El artista, desconsolado, se puso manos a la obra. Plasmaba la sustancia… Pero ésta se le quedaba pegada a las manos. Trataba de solidificar un trocito con mástiques y polvos… Pero la resina perdía su transparencia de oro. La ponía junto al horno de fusión esperando que el calor la endureciera… Pero, desesperado, tenía que quitarla porque se licuaba. Mandó por nieve helada a la cima del alto Hermón; metió la resina dentro de la nieve… Se endurecía, seguía siendo bonita, pero ya no se podía modelar. «La voy a modelar con el cincel» dijo. Pero al primer golpe de cincel la resina se hizo pedazos. El artista, totalmente desesperado, convencido ya de que nada podía hacer apto para ser trabajado a aquel material, intentó una última prueba. Reunió los trozos, los hizo de nuevo líquidos al calor del horno, los volvió a congelar con la nieve, aunque esta vez no demasiado, e intentó trabajar en la masa ligeramente blanda con el cincel y la espátula. ¡Se modelaba!, ¡sí!… Pero, nada más dejar cincel y espátula, volvía a la forma de antes, como si fuera masa de pan en fermentación en la artesa. El hombre se dio por vencido. Y para huir de las represalias del rico, y de la ruina, durante la noche cargó en un carro a su mujer, a sus hijos, los enseres y los instrumentos de trabajo; y dejó en el centro del taller completamente vacío la masa blonda de la resina con una tira de papel encima con las palabras: «Imposible de labrar». Luego huyó allende los confines… Yo he sido enviado a labrar los corazones en orden a la Verdad y la Salud. Han venido a mis manos corazones de hierro, plomo, estaño, alabastro, mármol, plata, oro, jaspe, piedras preciosas. Corazones duros, corazones toscos, corazones demasiado tiernos, corazones volubles, corazones endurecidos por las penas, corazones valiosísimos: todo tipo de corazones. Los he labrado a todos. Y a muchos los he modelado según el deseo de Aquel que me ha enviado. Algunos me han herido mientras los trabajaba, otros han preferido romperse antes que dejarse trabajar con toda profundidad. Pero, quizás con odio, conservarán siempre un recuerdo mío. Vosotros sois imposibles de labrar. Calor de amor, paciencia de instrucción, frío de reprensiones, fatiga de cincel… nada sirve con vosotros. Nada más retirar mis manos, volvéis a ser como erais. Tendríais que hacer una única cosa para ser cambiados: abandonaros totalmente en mí. No lo hacéis. No lo haréis nunca. El Trabajador, desconsolado, os abandona a vuestro destino. Pero, dado que es justo, no os abandona a todos igual. Desconsolado, sabe todavía elegir a los que merecen su amor, y los consuela y bendice. -¡Mujer, ven aquí! – dice señalando a una mujer que está junto a la pared, tan encorvada que parece un signo de interrogación. La gente ve a dónde señala Jesús, pero no ve a la mujer, la cual por su conformación, no puede ver a Jesús ni tampoco su mano. -¡Ve Marta! Que te llama – le dicen varias personas. Y la pobrecita va renqueando con su bastón, que le llega a la altura de la cabeza. Ahora está delante de Jesús, que le dice: -Mujer, quédate con un recuerdo de mi paso y con un premio a tu fe silenciosa y humilde Queda liberada de tu enfermedad – grita al final, poniéndole las manos en la espalda. Y enseguida la mujer se alza y, derecha como una palma, levanta los brazos y grita: -¡Hosanna! ¡Me ha curado! Ha visto a su sierva fiel y la ha agraciado. ¡Sea alabado el Salvador y Rey de Israel! ¡Hosanna al Hijo de David! La gente responde con sus «¡hosanna!» a los de la mujer, la cual ahora está de rodillas a los pies de Jesús, besándole el borde de la túnica, mientras Él le dice: -Ve en paz y persevera en la fe. El arquisinagogo – deben quemarle todavía las palabras dichas por Jesús antes de la parábola – quiere responder con veneno a la reprensión, y, mientras la muchedumbre se abre para dejar pasar a la mujer curada milagrosamente, grita indignado: -¡Hay seis días para trabajar, seis días para pedir y dar! ¡Venid, pues, en esos días, tanto para pedir como para dar! ¡Venid a recobrar la salud en esos días, sin violar el sábado, pecadores e infieles, corrompidos y corruptores de la Ley! – y trata de empujar a todos fuera de la sinagoga, como para arrojar la profanación del lugar de oración. Pero Jesús, que lo ve ayudado en su acción por los cuatro notables de antes y por otros que están repartidos entre la muchedumbre (los cuales dan los signos más manifiestos de estar escandalizados, torturados por el… delito de Jesús), a su vez grita (mientras con los brazos recogidos sobre el pecho, severo, majestuoso, lo mira): -¡Hipócritas! ¿Quién de vosotros en este día no ha desatado el buey o el asno del pesebre y lo ha llevado a beber? ¿Y quién no ha llevado los haces de hierba a las ovejas del rebaño y no ha extraído la leche de las ubres llenas? ¿Y por qué, si tenéis seis días para hacerlo, lo habéis hecho también hoy, por unos pocos denarios de leche, o por miedo de perder el buey y el asno a causa de la sed? ¿Y no debía soltar Yo a ésta de sus cadenas, después de que Satanás la ha tenido atada durante dieciocho años, sólo porque es sábado? Idos. He podido soltar a esta mujer de su desventura involuntaria; mas no podré jamás soltaros a vosotros de las vuestras, que son voluntarias, ¡oh enemigos de la Sabiduría y de la Verdad! La gente buena, de entre los muchos no buenos de Corazín, aprueba y alaba; la otra parte, lívida de rabia, huye, dejando plantado al también lívido arquisinagogo. También Jesús lo deja plantado y sale de la sinagoga, rodeado de los buenos, que siguen circundándole hasta que llega a los campos, lugar donde Él bendice una última vez, para tomar luego la vía de primer orden, junto con los primos y Pedro y Tomás…