El pequeño Alfeo desamado de su madre.
-Tomad provisiones y ropa para varios días. Vamos a Ippo y de allí a Gamala y Afeq, para bajar a Guerguesa y volver aquí antes del sábado – ordena Jesús, enhiesto en el umbral de la puerta de la casa y acariciando mecánicamente a unos niños de Cafarnaúm que han venido a saludar a su gran Amigo, en cuanto el sol poniente ha dejado de abrasar tan fuertemente y ha permitido dejar las casas. Y uno de los primeros en hacerlo ha sido Jesús, uno de los primeros de esta ciudad que sale del torpor asfixiante de las horas llenas de sol.
Los apóstoles no parecen muy entusiastas de la orden recibida. Se miran unos a otros y miran al sol -aún tan despiadado- y tocan los muros de las casas, todavía abrasadores, y tantean con el pie desnudo el suelo y dicen:
-Está caliente como un ladrillo sacado del fuego… – dando a entender con toda esta pantomima que es de locos ir por los caminos…
Jesús se separa de las jambas en que apoyaba un poco su cuerpo y dice:
-El que no se sienta con fuerzas para venir puede quedarse. No obligo a nadie. Pero no quiero dejar a esta región sin la
palabra.
-Maestro… ¿cómo se te ocurre eso? Vamos todos… Lo único… es que nos parecía todavía pronto para estar por ahí… -Antes de los Tabernáculos, quiero ir hacia el norte, es decir, mucho más lejos; y sin barca, por caminos. Por eso ahora se debe recorrer esta zona, donde el lago ahorra mucho camino.
-Tienes razón. Voy a preparar las barcas… – y Simón de Jonás va con su hermano, y con los dos hijos de Zebedeo y algún discípulo a preparar la partida.
Jesús se queda con el Zelote, sus primos, Mateo, Judas Iscariote, Tomás y los inseparables Felipe y Bartolomé, que preparan sus morrales y llenan las cantimploras, meten panes, fruta… todo lo necesario.
Un mocosuelo gimotea entre las rodillas de Jesús.
-¿Por qué lloras, Alfeo? – pregunta Jesús inclinándose a besarlo…
-Nada…
Un lloriqueo más fuerte.
-Ha visto la fruta y la quiere – dice, con tedio, Judas Iscariote.
-¡Pobrecito! ¡Tiene razón! No se debe pasar ciertas cosas delante de los ojos de los niños sin darles un poco. Ten, hijo. ¡No llores! – dice María de Alfeo, arrancando un racimo de un sarmiento, que ha sido puesto en un cesto con todas las hojas y los racimos todavía prendidos.
-No quiero las uvas… – y llora más fuerte.
-Lo que quiere es el agua con miel – dice Tomás, y ofrece su odre, diciendo:
-A los niños les gusta, y es saludable. También a mis sobrinitos…
-No quiero tu agua… – y el llanto aumenta más en tono y en intensidad.
-¿Pero qué quiere entonces? – pregunta entre severo y molesto Judas de Alfeo.
-¡ Dos bofetones, eso es lo que quiere! – dice Judas Iscariote.
-¿Por qué? ¡Pobre niño! – pregunta Mateo.
-Porque es un pesado.
-¡Si tuviéramos que liarnos a tortazos con todos los pesados… deberíamos ocupar toda nuestra vida en dárselos! – dice con toda calma Tomás.
-Quizás no se siente bien. Fruta y agua, agua y fruta… hace que duela el cuerpo – sentencia María Salomé, que está entre las discípulas.
-Y ese niño, si come pan, agua y fruta, ya es mucho… ¡Son tan pobres! – dice Mateo, que conoce por la experiencia de recaudador todas las economías de Cafarnaúm.
-¿Qué te sucede, hijito? ¿Te duele aquí?… Pues no está más caliente de la cuenta… – dice María de Cleofás de rodillas al lado del niño.
-¡Pero mamá, que es un capricho!… ¿No lo ves? Tú mimarías a todos.
-¡Yo no te he mimado, Judas mío; te he querido. Y no dabas crédito a tus ojos al ver que te quería hasta el punto de protegerte contra la severidad de Alfeo…
-Es verdad, mamá… Te he regañado injustamente.
-Ningún mal, hijo. Pero, si quieres ser apóstol, debes saber tener entrañas de madre hacía los fieles. Ten en cuenta que son como niños… y se necesita paciencia de amor hacia ellos…
-¡Bien dicho, María! – aprueba Jesús.
-Acabaremos siendo instruidos por las mujeres – murmura Judas Iscariote – Y quizás hasta por mujeres paganas…
-Sin duda. Os superarán con mucho, si seguís siendo lo que sois, tú más que los demás, Judas; ciertamente te superarán todos: los niños, los mendigos, los ignorantes, las mujeres, los gentiles…
-Acabarías antes si dijeras que seré el aborto del mundo – responde Judas, y se ríe con una risa biliosa.
-Están volviendo los otros… ¿convendrá partir, no? – dice Bartolomé para cortar esta escena que hace sufrir a muchos, a todos de distinto modo.
El llanto del niño toca el punto máximo.
-¡Pero bueno! ¿Qué quieres? ¿Qué te pasa? – le dice, agresivo, Judas Iscariote, dándole un rudo meneo, para separarlo de las rodillas de Jesús, a las que el niñito se ha aferrado, y, sobre todo, para descargar su enojo sobre el inocente.
-¡Contigo, Jesús! ¡Contigo!… Te vas… y palos, palos, palos…
-¡Ah!… ¡Oh, pobre niño! ¡Es verdad! Desde que se ha vuelto a casar, los del primer marido… son como pordioseros,… como sí no hubieran nacido de ella… Los manda a la calle como mendigos y… ¡oh! para ellos no hay pan… – dice la mujer del dueño de la casa, que parece conocer bien los hechos y a sus protagonistas. Y termina: -Haría falta alguien que adoptara a estos tres abandonados…
-No le digas eso a Simón de Jonás, mujer. Te atraerías un odio mortal de su suegra, que está más irritada que nunca contra él y contra todos nosotros. Esta mañana, una vez más, ha cubierto de insolencias a Simón y a Margziam, y a mí que estaba con ellos… – dice Mateo.
-No se lo diré a Simón… Pero es así…
-¿Y tú no los tomarías contigo? No tienes hijos… – dice Jesús mirándola fijamente.
-Yo… ¡oh! me gustaría… Pero somos pobres… y además… Tomás… en ese caso, tiene sobrinos… y yo también… y… y… -Y te falta, sobre todo, la voluntad de hacer el bien a tus semejantes… Mujer, ayer criticabas como duros de corazón a
los fariseos de aquí, criticabas como insensibles a mi palabra a los habitantes de la ciudad… Pero, tú, que hace más de dos años
que me conoces, ¿en qué te diferencias?…
La mujer agacha la cabeza mientras arrebuja la túnica con sus manos… Pero no dice ni una palabra en favor del pequeñuelo, que sigue llorando.
-Estamos preparados, Maestro – grita Pedro, que está llegando.
-¡Oh, ser pobre!… ¡Y perseguido!… – dice Jesús suspirando y levantando los brazos y moviéndolos con gesto de desconsuelo…
-¡Hijo mío!… – lo conforta María, que hasta ese momento había guardado silencio. Y basta esa palabra para consolar a
Jesús.
-Id adelante con las provisiones, vosotros. Yo voy con mi Madre hasta la casa del niño – ordena a los que han llegado y a los que ya estaban con É1, y se pone en camino con su Madre, que ha tomada en brazos al niño…
Van hacia el campo.
-¿Qué le vas a decir, Hijo mío?
-Mamá, ¿qué quieres que diga a una que no tiene amor en sus entrañas de madre ni siquiera para los que han nacido de su seno?
-Tienes razón… ¿Y entonces?
-Y entonces… Vamos a orar, Madre mía.
Van caminando y orando.
Una anciana les pregunta:
-¿Lleváis a Alfeo a Meroba? Decidle que ya es hora de que se preocupe de él. A la fuerza tienen que acabar siendo ladrones… y donde caen son como la langosta… Pero mi enfado es contra ella, no contra estos tres pobrecillos… ¡Qué injusta es la muerte! ¿No podía seguir viviendo Jacob y morirse ella? Deberías hacer que muriera; así…
-Mujer, ¿eres anciana y aún no eres sabia? ¿Y dices esas palabras pudiendo morir en cualquier minuto? Verdaderamente eres tan injusta como Meroba. Arrepiéntete de esto y no peques más.
-Perdón, Maestro… Es que su pecado me hace disparatar…
-Sí. Te perdono. Pero no vuelvas a decir, ni siquiera dentro de ti misma, esas palabras. Los errores no se reparan con la maldición, sino con el amor. Si muriera Meroba, ¿cambiaría el sino de éstos? Quizás el viudo tomaría otra mujer y tendría hijos de terceras nupcias, y éstos una madrastra… Y, entonces, más grave su suerte.
-Es verdad. Soy vieja y necia. Ahí está Meroba, imprecando ya… Te dejo, Maestro. No quiero que piense que te he hablado de ella. Es una víbora…
Pero la curiosidad es más fuerte que el miedo a la «víbora», y la viejecita, a pesar de que se distancie de Jesús y María, lo hace muy relativamente, y se agacha a arrancar la hierba del lindazo, que está húmeda por su cercanía a una fuente, para escuchar sin llamar la atención.
-¿Estás aquí? ¿Qué has hecho? ¡A casa! Siempre en la calle, como animales vagabundos, como perros sin amo, como… -Como hijos sin madre. Mujer, ¿sabes que dan mal testimonio de la madre los hijos que no están pegados a sus faldas? -Es porque son malos…
-No. Yo estoy viniendo aquí desde hace treinta meses. Antes, cuando vivía Jacob y durante los primeros meses de viudez, no era así. Luego has tomado otro marido… y con la memoria de las primeras nupcias has perdido también la de tus hijos. Pero ¿qué tienen de distinto respecto al que ahora crece en tu seno? ¿No los llevaste así también a éstos? ¿Acaso no los
amamantaste? Mira aquella paloma de allí… Los cuidados que prodiga a aquel pichoncito… a pesar de estar incubando ya otros huevos… Mira aquella oveja de allí. Ya no amamanta al cordero del parto precedente, porque está preñada de nueva prole. Y, no obstante, ¿ves cómo le lame el morrito y deja que ese vivaracho corderito choque contra su costado? ¿No me respondes? Mujer, ¿tú oras al Señor?
-Claro. No soy pagana…
-¿Y cómo puedes hablarle al justo Señor si eres injusta? ¿Y cómo puedes ir a la sinagoga y oír leer los volúmenes, cuando hablan del amor de Dios hacia sus hijos, sin sentir el remordimiento en el corazón? ¿Por qué callas, con ese gesto arrogante?
-Porque no he solicitado tus palabras… ni sé por qué vienes a molestarme… Mi estado merece respeto…
-¿Y el de tu alma, no? ¿Por qué no respetas los derechos de tu alma? Sé lo que quieres decirme: que encolerizarte puede poner en peligro la vida del niño que ha de nacer… ¿Y no sientes solicitud por la vida de tu alma? Es más preciosa que la vida de un niño que ha de nacer… Tú sabes… que tu estado puede acabar en la muerte. ¿Y quieres afrontar esa hora con el alma turbada, enferma, injusta?
-Mi marido dice que Tú eres una persona a la que no hay que escuchar. No te escucho. «Ven, Alfeo… – y hace ademán de volverse, entre los gritos del niño, que ya sabe que le esperan palos y no quiere separarse de los brazos de María, la cual, suspirando, trata de persuadirla, y se dirige a la mujer diciendo:
-Yo también soy madre y sé comprender muchas cosas. Y soy mujer… Sé, por tanto, sentir compasión de las mujeres. Atraviesas una temporada no buena, ¿no es verdad? Sufres y no sabes sufrir… y así te irritas… Hermana mía, escucha. Si yo te diera ahora al pequeño Alfeo, serías injusta con él y contigo. Déjamelo unos pocos días, ¡ po-cos! Verás como, cuando no lo veas a tu lado, suspirarás por él… porque un hijo es una cosa tan dulce que, cuando se aleja de nosotras, nos sentimos pobres, heladas, sin luz…
-¡Pues tómalo! ¡Tómalo! ¡Ojalá tomases contigo también a los otros dos! Pero no sé dónde están…
-Me lo llevo, sí. Adiós, mujer. Ven, Jesús.
Y María se vuelve rápidamente y se aleja, con un sollozo…
-No llores, Mamá.
-No la juzgues, Hijo…
Las dos frases -compasivas las dos- se entrecruzan. Luego, por un mismo pensamiento, las dos bocas se despegan para proferir las mismas palabras:
-Si no comprenden los amores naturales, ¿podrán, acaso, comprender el amor que hay en la Buena Nueva? – y se miran, este Hijo y esta Madre, por encima de la cabecita del inocente, que se abandona ahora confiado y feliz a los brazos de María… -Tendremos un discípulo más de lo previsto, Mamá.
-Y gozará de días de paz…
-¿Habéis visto, eh? Sorda, sorda como un pandero desfondado… ¡Ya os lo había dicho! ¿Y ahora? ¿Y después?
-Y ahora hay paz. Y después, Dios quiera que haya piedad en algún corazón… ¿Por qué no en el tuyo, mujer? Un vaso de
agua dado por amor queda registrado en el Cielo. Y a quien ama a un inocente por amor mío… ¡oh! ¡Qué bienaventuranza para
los que aman a los pequeñuelos y los salvan del mal!…
La viejecita se queda pensativa.., y Jesús continúa por un atajo que conduce al lago. Y llega al lago. Coge al niñito de los brazos de María, para que Ella pueda subir más cómodamente a la barca. Alza al niño lo más que puede para mostrarlo; sonríe luminosamente y dice a los que están ya en las barcas:
-¡Mirad! Esta vez sí que vamos a tener una predicación fructífera, porque llevamos con nosotros a un inocente – y sube con firmeza al tablón, que oscila, y entra en la barca. Se sienta al lado de su Madre, mientras la barca se separa de la orilla para poner enseguida rumbo al sudeste, hacia Ippo.