El malhumor de los apóstoles y el descanso en una gruta. El encuentro con Rosa de Jericó.
La llanura del lado oriental del Jordán, por las continuas lluvias, parece haberse convertido en una laguna, especialmente en el lugar en que se encuentran ahora Jesús y los apóstoles. Hace poco, han cruzado un torrente que desciende por una estrechura de las cercanas colinas, las cuales parecen formar verdaderamente una presa ciclópica, de norte a sur, paralela al Jordán, interrumpida acá o allá por estrechos valles por los que surge el inevitable torrente. Parece como si Dios hubiera puesto un gran festón de collados para orla del gran valle del Jordán, por esta parte. Diría, incluso, que son tan iguales sus salientes, formas y alturas, que es un festón monótono. El grupo apostólico está entre los dos últimos torrentes, que además se han desbordado y han ocupado las zonas rayanas de sus orillas, ampliando así su lecho; especialmente el que está al sur, imponente por la masa de agua que trae de las montañas, que rumorea, turbia, en dirección al Jordán, cuyo rumor, a su vez, se oye fuerte, especialmente en las zonas en que las curvas naturales – podría decir, las estrechuras que continuamente presenta – o la desembocadura de un afluente producen una excesiva acumulación de aguas. Pues bien, Jesús está dentro de este triángulo truncado, formado por tres cursos de agua crecidos; y salir de ese pantano no es cosa fácil. E1 humor apostólico está más turbio que el día. Con eso está todo dicho. Todos quieren expresar su opinión. Todas las cosas que se dicen celan, bajo la apariencia de un consejo, una crítica. Es la hora de los: «Yo lo había dicho», «si se hubiera hecho como aconsejaba yo»… tan violentos para una persona que haya cometido un error, para alguien que ya de por sí se sienta abatido por ello. Aquí se dice: «Hubiera sido mejor pasar el río a la altura de Pel.la y luego ir por la otra parte, que es menos dificultosa», o: « ¡Hubiera convenido tomar aquel carro! Sí, hemos cumplido, ¿pero luego?…», y también: «¡Si nos hubiéramos quedado en los montes, no habría este barro!». Juan dice: -Sois los profetas de las cosas realizadas. ¿Quién podía prever esta insistencia de la lluvia? Es su tiempo. Era natural – sentencia Bartolomé. -Los otros años no han sido así antes de la Pascua. Cuando fui donde vosotros, el Cedrón no estaba crecido, y el año pasado hemos tenido incluso tiempo seco. Vosotros que os quejáis, ¿no os acordáis de la sed que pasamos en la llanura filistea? – dice el Zelote. -¡Claro! ¡Natural! ¡Hablan los dos sabios y nos contradicen! – dice con ironía Judas de Keriot. -Tú cállate, por favor. Sabes sólo criticar. Pero, en los momentos importantes, cuando hay que hablar con algún fariseo o similar, te quedas callado como si tuvieras trabada la lengua – le dice, inquieto, Judas Tadeo. -Sí. Tiene razón. ¿Por qué no has replicado ni una palabra a esas tres serpientes en el último pueblo? Sabías que habíamos estado también en Yiscala y en Meirón, respetuosos y obsequiosos; y que allí quiso ir Él, justamente Él, que honra a los grandes rabíes difuntos. ¡Pero no has hablado! Sabes cómo exige de nosotros respeto a la Ley y a los sacerdotes. ¡Pero no has hablado! Hablas ahora. Ahora, porque hay alguna ironía que hacer sobre los mejores de entre nosotros, y críticas que hacer a las acciones del Maestro – dice, en tono apremiante, Andrés, que normalmente es paciente pero que hoy se manifiesta muy nervioso. -Calla tú. Judas está equivocado. Él, que es amigo de muchos, demasiados, samaritanos… – dice Pedro. -¡Yo! ¿Quiénes son? Dime sus nombres, si puedes. -¡Sí, sí, amigo! Todos los fariseos, saduceos y gente influyente de cuya amistad te jactas. ¡Se ve que te conocen! A mí no me saludan nunca. A ti, sí. -¡Estás celoso! Bueno, yo pertenezco al Templo y tú no. -Por gracia de Dios soy un pescador. Sí, y me glorío de ello.-Un pescador tan necio, que no ha sabido ni siquiera prever este tiempo. -¿No? Ya lo dije: «Luna de Nisán mojada, agua a cantaradas» – sentencia Pedro. -¡Ah! ¡Aquí te quería ver! ¿Y tú qué opinas, Judas de Alfeo? ¿Y tú, Andrés? ¡También Pedro, el Jefe, critica al Maestro! -Yo no critico absolutamente a ninguno. Estoy diciendo un proverbio. -Que, para quien lo oye, significa crítica y reproche -Sí… pero todo esto no sirve para secar la tierra, me parece. Ya estamos aquí, y aquí debemos estar. Vamos a reservar el aliento para desencajar los pies de este pantano – dice Tomás. ¿Y Jesús? Jesús guarda silencio. Va un poco adelantado, chapoteando en el lodo, o buscando pedazos de tierra herbosa no sumergidos. Pero también basta con pisarlos para que salpiquen agua hasta la mitad de las espinillas, como si el pie hubiera pisado una bolsa, en vez de un trozo de tierra con hierba. Guarda silencio, los deja hablar, descontentos, enteramente hombres, nada más que hombres a quienes la mínima molestia vuelve irascibles e injustos. Ya está cerca el río más meridional. Jesús, viendo pasar a lo largo del ribazo inundado a un hombre a lomos de un mulo, pregunta: -¿Dónde está el puente? -Más arriba. Yo también paso por él. El otro, hacia abajo, el romano, está ya sumergido. Otro coro de quejas… Pero se apresuran a seguir al hombre, que habla con Jesús. -De todas formas, te conviene subir hacia las colinas – dice. Y termina: «Vuelve al llano cuando encuentres el tercer río después del Yaloc. Tendrás ya cerca el vado. Pero apresúrate. No te detengas. Porque el río crece cada hora que pasa. ¡Qué estación más horrible! Primero el hielo, luego el agua. Y fuerte como ahora. Un castigo de Dios. ¡Pero es justo! Cuando no se apedrea a los blasfemos de la Ley, Dios castiga. ¡Y tenemos blasfemos de ésos! ¿Tú eres galileo, no es verdad? Entonces conocerás a ese de Nazaret del que todos los buenos se separan porque provoca todos los males. ¡Atrae las potencias destructoras con su palabra! ¡Los castigos! Hay que oír lo que cuentan de Él los que lo seguían. Tienen razón los fariseos en perseguirlo. ¡Qué gran ladrón será! Debe dar miedo como Belcebú. Me vinieron ganas de ir a escucharlo, porque antes me habían hablado muy bien de Él. Pero… eran discursos de los de su banda. Todos gente sin escrúpulos como Él. Los buenos lo abandonan. Y hacen bien. Yo, por mi parte, ya no trataré de verlo otra vez. Y si me coincide en mi camino, lo apedreo, como se debe hacer contra los blasfemos. -Apedréame entonces. Soy Yo Jesús de Nazaret. No huyo ni te maldigo. He venido para redimir al mundo derramando mi Sangre. Aquí me tienes. Sacrifícame, pero hazte justo. Jesús dice esto abriendo un poco los brazos, hacia abajo; lo dice lentamente, mansamente, con tristeza. Pero, si hubiera maldecido al hombre, no le habría impresionado más. Éste tira tan bruscamente de los ramales, que el mulo pega una reparada que por poco si no se cae por el ribazo al río hinchado. Jesús echa mano al bocado y sujeta al animal, a tiempo de salvar hombre y mulo. El hombre no hace sino repetir: -¡Tú! ¡Tú!… – y, viendo el acto que lo ha salvado, grita: -¡Pero si te he dicho que te apedrearía!… ¿No comprendes? -Y Yo te digo que te perdono y que sufriré también por ti para redimirte. Esto es el Salvador. El hombre lo mira todavía; luego da un golpe de talón en el costado del mulo y se marcha veloz… Huye… Jesús agacha la cabeza… Los apóstoles sienten la necesidad de olvidarse del barro, la lluvia y todas las otras miserias, para consolarlo. Lo circundan y dicen: -¡No te aflijas! No tenemos necesidad de bandidos. Y ése lo es. Porque sólo una persona mala puede creer que son verdaderas las calumnias que se dicen de ti, y tener miedo de ti. -De todas formas – dicen también – ¡qué imprudencia, Maestro! ¿Y si te hubiera agredido? ¿Por qué decir que eras Tú Jesús de Nazaret? -Porque es la verdad… Vamos hacia las colinas, como ha aconsejado. Perderemos un día, pero vosotros saldréis del pantano. -También Tú – objetan. -¡Para mí no cuenta! El pantano que me cansa es el de las almas muertas – y dos lágrimas gotean de sus ojos. -No llores, Maestro. Nosotros nos quejamos, pero te queremos. ¡Si encontramos a los que te difaman!… Nos vengaremos. -Vosotros perdonaréis como perdono Yo. Pero dejadme llorar. ¡Al fin y al cabo, soy el Hombre! Y que me traicionen, que renieguen de mí, que me abandonen, me causa dolor. -Míranos a nosotros, a nosotros. Pocos pero buenos. Ninguno de nosotros te traicionará ni te abandonará. Créelo, Maestro. -¡Ciertas cosas no hay ni que decirlas! ¡Pensar que podamos cometer una traición es una ofensa a nuestra alma! – exclama Judas Iscariote. Pero Jesús está afligido. Guarda silencio. Y lentas lágrimas ruedan por las pálidas mejillas de un rostro cansado y enflaquecido. Se acercan a los montes. -¿Vamos a subir allá arriba o sólo vamos a bordear las bases de los montes? Hay pueblos a mitad de la ladera. Mira. De esta parte del río y de la otra – le indican. -Está cayendo la tarde. Vamos a tratar de llegar a un pueblo. Que sea uno u otro es lo mismo. Judas Tadeo, que tiene muy buenos ojos, escruta las laderas. Se acerca a Jesús. Dice: -En caso de necesidad, hay grietas en el monte. ¿Las ves allí? Nos podemos refugiar en ellas. Siempre será mejor que no el barro. -Encendemos fuego – dice Andrés queriendo consolar.-¿Con la leña húmeda? – pregunta con ironía Judas de Keriot. Ninguno le responde. Pedro susurra: -Bendigo al Eterno porque no están con nosotros ni las mujeres ni Margziam. Pasan el puente – verdaderamente prehistórico -, que está justo en los lindes del valle. Toman el lado meridional de éste, por un camino de herradura que lleva a un pueblo. Las sombras descienden rápidamente; tanto, que deciden refugiarse en una amplia gruta para huir de un chaparrón violento. Quizás es una gruta que sirve de refugio a los pastores, porque hay paja, suciedad y un tosco hogar. -Como cama no sirve. Pero para hacer fuego… – dice Tomás, señalando los ramajes sucios y desmenuzados que hay por el suelo, desperdigados; y helechos secos y ramas de enebro o de otra planta similar. Y los arrima al hogar ayudándose con un palo. Los amontona. Prende fuego. Humo y hedor, junto a olor de resina y enebro, se alzan del fuego. Y, no obstante, se agradece ese calor; todos hacen un semicírculo, y comen pan y queso a la luz móvil de las llamas. -De todas formas se habría podido intentar en el pueblo – dice Mateo, que está ronco y resfriado. -¡Sí, ya! ¿Para repetir la historia de hace tres noches? De aquí no nos echa nadie. Estamos sentados en aquella leña y hacemos fuego hasta que podamos. Ahora que se ve, ¿hay leña en cantidad, eh? ¡Mira, mira, también paja!… Es un redil. Para verano, o para cuando trashuman. ¿Y por aquí? ¿A dónde se va? Coge una rama encendida, Andrés, que quiero ver – ordena Pedro, mientras se mueve buscando hacer algún descubrimiento. Andrés obedece. Se meten por una estrecha hendidura que hay en una pared de la gruta. -¡Tened cuidado, no vaya a haber algún animal peligroso! – gritan los otros. -O leprosos – dice Judas Tadeo. A1 cabo de poco, llega la voz de Pedro. -¡Venid! ¡Venid! Aquí se está mejor. Está limpio y seco, y hay bancos de madera, y leña para el fuego. ¡Es un palacio para nosotros! Traed ramas encendidas, que hacemos fuego inmediatamente. Debe ser, sí, un refugio de pastores: ésta es la gruta donde duermen los que están de descanso, mientras que en la otra velan los que, por turno, vigilan el rebaño. Es una excavación en el monte, mucho más pequeña, quizás hecha por el hombre, o por lo menos ampliada y reforzada con palos, colocados para sujetar la bóveda. Una campana de chimenea primitiva se pliega en forma de gancho hacia la primera gruta, para aspirar el humo que, si no, no tendría salida. Contra las paredes, toscos bancos y paja; en éstas hay clavados unos ganchos para colgar lámparas, indumentos o bolsas. -¡Está magnífico, hombre! ¡Venga, vamos a hacer un buen fuego! Estaremos calientes y se secarán los mantos. Fuera los cintos; vamos a usarlos como cuerdas para tender los mantos – indica Pedro. Luego se pone a colocar los bancos y la paja y dice: -Y ahora, un poco cada uno, dormimos y nos turnamos en mantener vivo el fuego. Para ver y estar calientes. ¡Qué gracia de Dios! Judas barbota entre dientes. Pedro se vuelve resentido: -Respecto a la gruta de Belén, donde nació el Señor, esto es un palacio; si Él nació allí, podremos estar una noche nosotros aquí. -También es más bonita que las grutas de Arbela. Allí lo único hermoso que había era nuestro corazón, que era mejor que ahora – dice Juan, internándose en un místico recuerdo suyo. -También es mucho mejor que la que hospedó al Maestro para prepararse a la predicación – dice en tono severo el Zelote, mirando a Judas Iscariote como diciéndole «ya está bien, ¿no?». Jesús, por último, abre su boca y dice: -Y es, sin comparación, más caliente y cómoda que en la que hice penitencia por ti, Judas de Simón, el pasado Tébet. -¡Penitencia por mí! ¿Por qué? ¡No hacía falta! -¡Verdaderamente deberíamos tú y Yo pasar la vida en penitencia para liberarte de todo lo que te grava! Y no sería suficiente todavía. La sentencia, muy decidida aunque haya sido dada con serenidad, cae como un rayo en el grupo atónito… Judas baja la cara y se retira a un rincón. No tiene la audacia de reaccionar. -Yo me quedo despierto. Me encargo del fuego. Dormid vosotros – ordena Jesús pasado un rato. Y, poco después, a los chasquidos de la leña se une la respiración pesada de los doce cansados, echados entre paja encima de los toscos bancos. Y Jesús, sí la paja se cae y los deja descubiertos, se levanta y vuelve a extenderla encima de los durmientes, amoroso como una madre. Y llora incluso mientras contempla los rostros herméticos de algunos en el sueño, o plácidos, o contrariados. Mira a Judas Iscariote, que parece sonreír maliciosamente incluso en el sueño, torvo, con los puños cerrados… Mira a Juan, que duerme con una mano debajo de la cara, velado el rostro por sus rubios cabellos, róseo, sereno como un niño en la cuna. Mira el rostro honesto de Pedro y el grave de Natanael, el picado de viruelas del Zelote, el rostro aristocrático de su primo –Judas, y se detiene largamente a mirar a Santiago de Alfeo, que es un José de Nazaret muy joven. Sonríe al oír los monólogos de Tomás y Andrés, que parecen hablar al Maestro. Tapa muy bien a Mateo, que respira con dificultad, cogiendo más paja para que esté caliente; paja que extiende encima de sus pies después de haberla calentado al fuego. Sonríe al oír a Santiago proclamar: «Creed en el Maestro y tendréis la Vida»… y continuar predicando a personajes de sueño. Y se inclina a recoger una bolsa donde Felipe conserva entrañables recuerdos, y se la coloca despacio debajo de la cabeza. En los intervalos medita y ora… El primero en despertarse es el Zelote. Ve a Jesús todavía cabe el fuego encendido en la gruta ya bien caliente. Y, por el montón de la leña, reducido a una miseria, comprende que han pasado muchas horas. Baja de su yacija y se acerca de puntillas a Jesús. -¿Maestro, no vienes a dormir? Velo yo. -Ya amanece, Simón. Hace poco he ido allí y he visto que el cielo se está aclarando. -Pero, ¿por qué no nos has llamado? ¡Tú también estás cansado! -Simón, tenía mucha necesidad de pensar… y de orar – y le apoya la cabeza sobre el pecho. El Zelote, en pie, junto a Él sentado, lo acaricia, y suspira. Pregunta: -¿Pensar en qué, Maestro? Tú no tienes necesidad de pensar. Tú sabes todo. -Pensar no en lo que debo decir, sino en lo que debo hacer. Estoy desarmado frente al mundo astuto, porque no tengo ni la malicia del mundo ni la astucia de Satanás. Y el mundo me vence… Y estoy muy cansado… -Y apenado. Y nosotros contribuimos a ello, Maestro bueno inmerecido por nuestra parte. Perdóname a mí y a mis compañeros. Lo digo por todos. -Os amo mucho… Sufro mucho… ¿Por qué tantas veces no me comprendéis? E1 bisbiseo de los dos despierta a Juan, que es el que está más cerca. Abre sus ojos azul claro, mira a su alrededor extrañado, luego recuerda y enseguida, se pone de pie, y se acerca por detrás a los dos que están hablando. Por este motivo, oye las palabras de Jesús: -Para que todo el odio y las incomprensiones se transformaran en una insignificancia soportable, me bastaría vuestro amor, vuestra comprensión… Pero vosotros no me comprendéis… Y ésta es mi primera tortura. ¡Es dura! ¡Dura! Pero no tenéis culpa de ello. Sois hombres… Será vuestro dolor el no haberme comprendido, cuando ya no podáis repararlo… Por eso, porque entonces expiaréis las superficialidades de ahora, las mezquindades de ahora, las cerrazones de ahora, Yo os perdono y digo anticipadamente: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen, ni el dolor que me causan». Juan cae delante y de rodillas, y abraza las rodillas de su Jesús afligido, y ya está para llorar cuando susurra: -¡Oh, Maestro mío! El Zelote, que sigue teniendo en su pecho la cabeza de Jesús, se inclina a besarlo en los cabellos y dice: -¡Y, a pesar de todo, te queremos mucho! Sólo que pretenderíamos de ti una capacidad de defenderte, de defendernos, de triunfar. Nos deprime el verte hombre, sujeto a los hombres, a las inclemencias, a la miseria, a la maldad, a las necesidades de la vida… Somos unos necios. Pero así es. Para nosotros eres el Rey, el Triunfador, el Dios. No logramos comprender la sublimidad de tu renuncia a tanto por amor nuestro. Porque Tú sólo sabes amar. Nosotros no sabemos… -Sí, Maestro. Simón ha hablado bien. No sabemos amar como ama Dios: Tú. Y lo que es infinita bondad, infinito amor, lo interpretamos como debilidad y nos aprovechamos de ello… Aumenta nuestro amor, aumenta tu amor, Tú que eres su fuente; hazlo desbordarse como ahora se desbordan los ríos; empápanos, satúranos de amor, como están los prados en todo el valle. No son necesarios la sabiduría, el coraje, la austeridad, para ser perfectos como Tú quieres. Basta con tener el amor… Señor, yo me acuso por todos: no sabemos amar. -Vosotros, los dos que más comprenden, os acusáis. Sois la humildad. Y la humildad es amor. Pero también los otros tienen sólo una barrera para ser como vosotros. Y Yo la abatiré. Porque efectivamente soy Rey, Triunfador y Dios. Eternamente. Pero ahora soy el Hombre. Mi frente pesa ya bajo el suplicio de mi corona. Siempre ha sido una corona torturadora el ser Hombre… Gracias, amigos. Me habéis consolado. Porque esto tiene de bueno el ser hombres: tener una madre que ama y amigos sinceros. Ahora vamos a despertar a los compañeros. Ya no llueve. Los mantos están secos. Los cuerpos descansados. Comed y nos ponemos en marcha. Alza la voz lentamente, hasta que el «nos ponemos en marcha» es una orden firme. Todos se levantan y manifiestan su contrariedad por haber dormido todo el tiempo mientras Jesús velaba. Se arreglan un poco, comen, cogen los mantos, apagan el fuego y salen al sendero húmedo, y empiezan a bajar hasta el camino de herradura, que tiene el suficiente desnivel como para no ser un mar de lodo. La luz todavía es poca, porque ni hay sol ni el cielo está claro. Suficiente, de todas formas, para ver. Andrés y los dos hijos de Alfeo van delante de todos. Llegados a un punto del camino, se inclinan, miran y rápidamente vuelven. -¡Hay una mujer! ¡Parece muerta! Tapa el sendero. -¡Qué lata! Ya empezamos mal. ¿Cómo es posible? ¡Ahora vamos a tener que purificarnos incluso!». Las primeras quejas del día. -Vamos a ver nosotros si está muerta – dice Tomás a Judas Iscariote. -Voy yo contigo, Tomás – dice el Zelote, y va adelante. -Llegan adonde la mujer, se agachan, y Tomás regresa corriendo y gritando. -Quizás la han asesinado – dice Santiago de Zebedeo. -O ha muerto de frío – responde Felipe. Pero Tomás se llega a ellos y grita: -¡Lleva la túnica descosida de los leprosos…! (está tan desconcertado, que parece como si hubiera visto al diablo). -¿Pero está muerta? – preguntan. -¿Qué sé yo? He salido corriendo. El Zelote se levanta y a buen paso, viene hacia Jesús. Dice: -Maestro, una hermana leprosa. No sé si está muerta. Creo que no. Creo que el corazón todavía late. -¿La has tocado?! – gritan bastantes separándose. -Sí. Desde que soy de Jesús, no tengo miedo de la lepra. Y siento compasión, porque sé lo que es ser leproso. Quizás le han dado un golpe, porque está sangrando por la cabeza. Quizás había bajado buscando algo de comer. Es tremendo, ¿sabéis?, morirse de hambre y tener que hacer frente a los hombres para conseguir un pan. -¿Está muy maltrecha?-No. Es más, no sé cómo es que está con los leprosos. No tiene ni escamas ni llagas ni gangrenas. Quizás es leprosa desde hace poco. Ven, Maestro. Te lo ruego. ¡Como de mí, ten piedad de esta hermana leprosa! -Vamos. Dadme pan, queso y ese poco de vino que tenemos todavía. -¿No le irás a dar de beber de donde bebemos nosotros! – grita aterrorizado Judas Iscariote. -No temas. Beberá en mi mano. Ven, Simón. Van hacia delante… pero la curiosidad manda adelante también a los otros. Sin sentir ya molestias por el agua del follaje (que llueve de las ramas encima de las cabezas cuando menean aquéllas) ni por el musgo empapado, suben por la ladera para ver a la mujer sin acercarse. Y ven que Jesús se agacha, la toma por las axilas, la arrastra sentada y la apoya contra una roca. La cabeza pende como si estuviera muerta. -Simón, vuélvele la cabeza, para que pueda echarle en la garganta un poco de vino. El Zelote obedece sin miedo, y Jesús, manteniendo en alto el calabacino, deja caer unas gotas de vino dentro de los labios entreabiertos y lívidos. Y dice: -¡Está helada esta infeliz! Y empapada. -Si no fuera leprosa, la podíamos llevar adonde hemos estado nosotros – dice Andrés compadecido. -¡Sí! – prorrumpe Judas – ¡sólo faltaba eso! -¡Pero si no está leprosa! No tiene señales de lepra. -Tiene la túnica y es suficiente. E1 vino actúa mientras tanto. La mujer emite un suspiro cansado. Jesús, viendo que traga, le vierte un chorro en la boca. La mujer abre los ojos obnubilados y asustados. Ve a algunos hombres. Trata de alzarse y de huir, mientras grita: -¡Estoy contaminada! ¡Estoy contaminada! Pero las fuerzas no le ayudan. Se tapa el rostro con las manos y gime: -¡No me apedreéis! He bajado porque tengo hambre… Hace tres días que ninguno me echa nada… -Aquí hay pan y queso. Come. No tengas miedo. Bebe un poco de vino en mi mano – dice Jesús echando en el cuenco de su mano un poco de vino y dándoselo. -¡Pero no tienes miedo! – dice, asombrada, la infeliz. -No tengo miedo – responde Jesús. Y, poniéndose en pie, sonríe; se queda, de todas formas junto a la mujer, que come con avidez el pan y el queso. Parece una fiera hambrienta. Jadea incluso, por el ansia de nutrirse. Luego, sedada la animalidad de las entrañas vacías, mira alrededor de sí… Cuenta en voz alta: -Uno… dos… tres… trece… ¿Pero entonces?… ¿Quién es el Nazareno? ¿Tú, no? ¡Sólo Tú puedes tener compasión como has tenido de una leprosa!… La mujer se pone de rodillas con dificultad por la flaqueza. -Soy Yo, sí. ¿Qué quieres? ¿Curarte? -Eso también… Pero antes debo decirte una cosa… Yo tenía noticia de ti. Me habían hablado hace mucho unos que pasaron… ¿Mucho? No. El otoño pasado. Pero para un leproso… cada día es un año… Hubiera deseado verte. Pero ¿cómo podía ir a Judea o a Galilea? Me llaman «leprosa». Pero lo único que tengo es una llaga en el pecho, que me la ha transmitido mi marido, que me tomó virgen y sana, y él no estaba sano. Pero es una persona importante… y puede todo. Incluso decir que le había traicionado yendo a él ya enferma, y así repudiarme, para tomar a otra mujer de la que estaba prendado. Me denunció como leprosa. Por pretender justificarme, empezaron a pedradas conmigo. ¿Era justo, Señor? Ayer tarde, un hombre ha pasado, de Bet Yaboc, avisando que venías, y exhortando a salir a tu encuentro para echarte de aquí. Yo estaba… Había bajado hasta las casas porque tenía hambre. Habría hurgado incluso en los estercoleros para matar mi hambre… Yo, que era la «señora», habría querido quitarles a los pollos un poco de su frangollo agriado… Llora… Luego continúa: -La ansiedad por encontrarte – por ti, para decirte: «¡Huye!»; por mí, para decirte: «¡Piedad!» – me ha hecho olvidarme de que, infringiendo nuestra ley, perros, cerdos y pollos viven junto a las casas de Israel pero que el leproso no puede bajar a pedir un pan, ni siquiera cuando es una que de leprosa sólo tiene el nombre. Y he venido, preguntando dónde estabas. No me vieron en ese momento, por la oscuridad, y me dijeron: «Sube por el ribazo del río». Pero luego me vieron, y en vez de pan me dieron piedras. Salí corriendo, en la noche, para venir a tu encuentro, para evitar los perros. Tenía hambre, tenía frío, tenía miedo. Caí donde me has encontrado. Aquí. Creía que moría. Sin embargo, te he encontrado a ti. Señor, no estoy leprosa. Pero esta llaga que tengo aquí en el pecho me impide volver con los vivos. No pido volver a ser la Rosa de Jericó de los tiempos de mi padre; pero por lo menos vivir con los demás hombres y seguirte a ti. Los que me hablaron en Octubre dijeron que tienes discípulas y que estabas con ellas… Pero primero sálvate Tú. ¡No mueras, Tú que eres bueno! -No moriré hasta que no llegue mi hora. Ve allí, a aquella peña. Hay una gruta segura. Descansa. Luego ve al sacerdote. -¿Para qué, Señor? La mujer tiembla de ansiedad. Jesús sonríe: -Vuelve a ser la Rosa de Jericó que florece en el desierto y que siempre está viva aunque parezca muerta. Tu fe te ha curado. La mujer alza ligeramente la parte de vestido que cubre el pecho, mira… y grita: -¡Ya no hay nada! ¡Oh, Señor, mi Dios! – y cae rostro en tierra. -Dadle pan y otras cosas de comer. Y tú, Mateo, dale un par de sandalias tuyas. Yo doy un manto. Para que pueda ir, después de reponer fuerzas, al sacerdote. Dale también el óbolo, Judas. Para los gastos de purificación. La esperaremos en Getsemaní para dársela a Elisa, que me pidió una hija.-No, Señor. No descanso. Me pongo en marcha ya. Enseguida. Enseguida. -Baja, entonces al río, lávate, ponte encima el manto… -Señor, se lo doy yo a la hermana leprosa. Deja que lo haga. Yo la guío adonde Elisa. Me curo otra vez viéndome a mí en ella, así, dichosa – dice el Zelote. -Sea como quieres. Dale todo lo necesario. Mujer, escucha bien. Irás a purificarte. Luego irás a Betania y preguntarás por Lázaro. Le dices que te dé hospedaje hasta que llegue Yo. Ve en paz. -¡Señor! ¿Cuándo voy a poder besarte los pies? -Pronto. Ve. Pero has de saber que sólo el pecado me produce horror. Y perdona a tu marido, porque por medio suyo me has encontrado a mí. -Es verdad. Lo perdono. Me voy… ¡Oh, Señor! No te detengas aquí que te odian. Piensa que he caminado exhausta, durante una noche, para venir a decírtelo, y que si en vez de encontrarte a ti hubiera encontrado a otros me podían haber matado a pedradas como a una serpiente. -Lo recordaré. Vete, mujer. Quema la túnica. Acompáñala, Simón. Nosotros os seguiremos. En el puente os alcanzaremos. Se separan. -Pero ahora tenemos que purificarnos. Todos estamos contaminados. -No era lepra, Judas de Simón. Yo te lo digo. -Bueno, pues, de todas formas me voy a purificar. No quiero cargar con impuridades. -¡Que cándida azucena! – exclama Pedro. ¡No se siente impuro el Señor, y te vas a sentir tú impuro! -¿Y por una que El dice que no está leprosa? Pero, ¿qué tenía, Maestro? ¿Has visto la llaga? -Sí. Un fruto de la lujuria masculina. Pero no era lepra. Y si el hombre hubiera sido honesto no la habría repudiado, porque estaba más enfermo que ella. Pero todo les sirve a los lujuriosos para saciar su hambre. Tú, Judas, si quieres, vete también. Nos encontraremos en el Getsemaní. ¡Y purifícate! ¡Purifícate! Pero la primera purificación es la sinceridad. Tú eres hipócrita. No lo olvides. Vete, vete, si quieres. -¡No, no, que me quedo! Si Tú lo dices, creo. No estoy, por tanto, contaminado y me quedo contigo. Tú quieres decir que soy lujurioso y que aprovechaba la ocasión para… Te demuestro que mi amor eres Tú. Y caminan raudos cuesta abajo.