El juicio sobre Sabea de Betlequí.
Bien pobre es la hacienda que alimenta al grupo heterogéneo de los amigos de Zaqueo. No alegra el corazón, especialmente ahora que es invierno. Pero, no obstante, ellos le tienen afecto. Así que muestran con orgullo a Jesús esa propiedad: tres campos arados, pardos, para trigo; árboles frutales (pocos de ellos productivos y los otros demasiado jóvenes como para esperar que lo sean); alguna hilera de vides esmirriadas; la huerta; un pequeño establo con una vaquita y un burro para la noria; un recinto con pocas gallinas y cinco parejas de palomas; seis ovejas; una choza con una cocina y tres cuartos; un cobertizo que hace de leñera, trastero y henil; un pozo con el brocal descantíllado y una cisterna de agua limosa. Nada más. «Sí nos ayuda la estación…», «Sí los animales crían…», «Si los arbolitos arraigan…». Todo es en condicional… Esperanzas muy precarias… Pero uno se acuerda de lo que oyó decir años antes -de la prodigiosa recolección que tuvo Doras por una bendición que dio el Maestro para que Doras fuera humano con sus siervos labradores- y dice: -Y si bendijeras este lugar… También Doras era pecador… -Tienes razón. Lo que hice sabiendo que ello no cambiaría aquel corazón lo haré para vosotros que tenéis cambiado el corazón. Y abre los brazos para bendecir, y dice: -Lo hago inmediatamente, porque quiero persuadiros de que os quiero. Luego prosiguen el camino hacia el río, bordeando campos arados de rica tierra oscura, y árboles frutales desnudados por la temporada. En una curva se ve venir a algunos fariseos. -La paz a ti, Maestro. Te hemos esperado aquí para… venerarte. -No. Para estar seguros de que no urdía engaño. Habéis hecho: bien. Convenceos de que no he tenido la posibilidad de ver a la mujer ni a ninguno de los que están con ella. Vosotros, tú y tú, estabais de guardia en la casa de Zaqueo y habéis visto que ninguno de nosotros ha salido. Vosotros me habéis precedido por el camino y habéis visto que ninguno de nosotros se ha adelantado. En vuestro corazón deseáis imponerme una serie de cláusulas respecto al encuentro con esa mujer, y Yo os digo que las acepto antes incluso de que las formuléis. -Pero… si no las sabes… -¿No es, acaso, verdad, que me las queréis formular? -Es verdad.-De la misma forma que conozco esta intención vuestra, manifiesta sólo a vosotros, también sé lo que me vais a decir. Y os digo que acepto lo que queréis proponerme porque servirá para dar gloria a la Verdad. Hablad. -¿Sabes como están las cosas? -Sé que consideráis endemoniada a la mujer; y que, no obstante, ningún exorcista ha podido expulsar de ella al demonio; y que, no obstante, no pronuncia palabras de demonio (esto dicen los que la han oído hablar). -¿Puedes jurar que no la has visto nunca? -El justo no jura nunca, porque sabe que tiene derecho a ser creído por su palabra. Yo os digo que no la he visto nunca y que nunca he pasado por su pueblo, y todo el pueblo puede confirmarlo. -Pues, a pesar de todo, sostiene que conoce tu cara y tu voz. -Su alma, efectivamente, me conoce por voluntad de Dios. -Tú dices que por voluntad de Dios. Pero ¿cómo puedes afirmarlo? -Me han referido que pronuncia palabras inspiradas. -También el demonio habla de Dios. -Pero con errores mezclados arteramente, para desviar a los hombres a pensamientos de error. -Bueno, pues… quisiéramos que nos dejaras probar a la mujer. -¿En qué modo? -¿No la conoces en absoluto? -Os estoy diciendo que no. -Bueno, pues entonces vamos a mandar a alguno adelante gritando: “¡Aquí está el Señor!» y vamos a ver si ella saluda al que va a ir con él como si fueras Tú. -¡Una prueba pobre! Pero acepto. Elegid entre los que me acompañan a los que vais a mandar adelante. Yo os seguiré con los otros. Pero, si la mujer habla, debéis dejarla hablar, para que Yo juzgue sus palabras. -Es justo. Pacto cerrado, y lo mantendremos lealmente. -Que así sea y que sirva para tocaros el corazón. -Maestro, no todos somos adversarios. Algunos de entre nosotros están en actitud de espera… y con la voluntad sincera de ver la verdad para seguirte – dice un escriba. -Es verdad. Y a ésos aún los amará Dios. Los escribas examinan a los apóstoles y se extrañan de la ausencia de muchos, especialmente de Judas Iscariote. Luego eligen a Judas Tadeo y a Juan; y a otro más: al joven ladrón convertido, que está pálido y delgado y cuyos cabellos tienden al color rojizo. En definitiva, eligen a aquellos que en edad o fisonomía tienen puntos en común con el Maestro. -Vamos a adelantarnos con éstos. Tú quédate aquí con nuestros compañeros y los tuyos, y síguenos dentro de un rato. Así se hace. Ya ven los bosques que orillan el río. El sol poniente de invierno tiñe de oro las cimas de los árboles y esparce una luz amarilla y clara sobre las personas que están recogidas entre los árboles. -¡Aquí está el Mesías! ¡Está aquí! ¡Poneos en pie! ¡Salid a su encuentro! – gritan los escribas que se han adelantado, y tuercen hacia un sendero que termina en un roble colosal, de poderosas raíces semidescubíertas para asiento de quien se refugia al lado de su tronco. El grupo de personas recogido alrededor se vuelve; se pone en pie, se abre y se disgrega, para salir al encuentro de los que llegan. Junto al tronco se quedan solamente tres escribas, Juan de Éfeso y dos ancianos (un hombre y una mujer); más otra mujer que está sentada en una raíz que asoma sobre la tierra, con la espalda apoyada en el tronco, la cabeza agachada y reclinada sobre las rodillas, que tiene a su vez estrechadas entre los brazos anudados; toda cubierta por un velo de un morado tan cargado que parece negro. Parece ajena a todo. No reacciona con el griterío. Un escriba la toca en el hombro: -Está aquí el Maestro, Sabea. Levántate y salúdalo. La mujer ni responde ni se mueve. Los tres escribas se miran y sonríen irónicos, haciendo un gesto de conchabanza a los otros que se están acercando. Y, dado que los que esperaban, al no ver a Jesús, se habían callado, ellos gritan más fuerte que nunca -ellos y sus cómplices- para que la mujer no se dé cuenta del engaño. -Mujer – dice un escriba a la anciana madre que está con su hija – al menos tú saluda al Maestro y di a tu hija que lo haga también. La mujer se postra, junto con su marido, ante Judas Tadeo y Juan y el ladrón arrepentido; luego, levantándose, dice a su hija: -Sabea, tu Señor está aquí. Venéralo. La joven no se mueve. La sonrisa irónica de los escribas se acentúa, y uno, delgado y narigudo, dice con voz nasal y alargando las palabras: -¿No te esperabas esta prueba, no es verdad? Y tu corazón se estremece. Sientes que tu fama de profetisa está en peligro y no pruebas suerte… Me parece que esto es suficiente para definirte como embustera… La mujer levanta la cabeza de golpe. Echa hacia atrás el velo y mira con ojos bien abiertos mientras dice: -No miento, escriba. Y no tengo miedo, porque estoy en la verdad. ¿Dónde está el Señor? -¿Cómo es eso? ¿Dices que lo conoces y no lo ves? Lo tienes delante de ti. -Ninguno de éstos es el Señor. Por eso no me movía. Ninguno de estos. -¿Ninguno de éstos? ¿Y ese galileo rubio no es el Señor? Yo no lo conozco, pero sé que es rubio y con ojos de cielo. -No es el Señor.-Entonces este alto y de aspecto grave. Mira qué trazos de rey. Sin duda es Él. -No es el Señor. No es ninguno de éstos el Señor – y la mujer baja de nuevo la cabeza y la mete entre las rodillas (como estaba antes). Pasa un rato. Luego… ya se ve venir a Jesús. Los escribas han impuesto silencio a la poca gente. Por tanto, su llegada no resulta advertida por ninguna aclamación. Jesús viene delante, entre Pedro y su primo Santiago. Anda lentamente… silenciosamente… La hierba tupida ahoga todo rumor de pasos. Y Jesús -mientras la vieja se enjuga las lágrimas con su velo, mientras un escriba dice estas palabras hirientes: «Vuestra hija está desquiciada y miente», mientras e1 padre suspira e incluso reprende a su hija- llega al linde del sendero y se para. La joven, que no ha podido oír nada, que no ha podido ver nada, se pone en pie bruscamente, arroja el velo, descubre así toda la cabeza, echa hacia delante los brazos emitiendo un grito poderoso: -¡Ahí está y viene a mí mi Señor! ¡Éste es el Mesías, oh hombres que queréis engañarme y envilecerme! ¡Veo sobre Él la luz de Dios señalándomelo, y yo lo venero! – y se arroja al suelo, pero quedándose donde estaba, a unos dos metros de Jesús. Rostro en tierra, entre la hierba, grita: -¡Yo te saludo, Rey de los pueblos, Admirable, Príncipe de paz, Padre del siglo sin fin, Caudillo del pueblo nuevo de Dios! – y permanece postrada bajo su amplio manto oscuro, de un morado casi negro, como el velo. Pero, en el momento en que se ha levantado, pegada al tronco negro y, arrojado el velo, se ha quedado con los brazos tendidos hacia delante, como una estatua- he podido observar que bajo el manto está vestida con una túnica de gruesa lana de un blanco marfileño, ceñida simplemente con un cordón en el cuello y en la cintura. Y, sobre todo, he podido admirar su belleza de mujer madura. Tendrá treinta años. Y treinta años en Palestina equivalen, al menos, a cuarenta de los nuestros generalmente: porque, si para María Santísima esta regla tiene una excepción, para las otras mujeres la madurez llega pronto, y especialmente para las de cabellos y tez morenos y bien modeladas como ésta. Ella es el tipo clásico de la mujer hebrea. Creo que así habrán sido Raquel, Rut y Judit, celebres por su belleza. Alta, llena y bien conformada, pero esbelta, lisa su piel de morenita palidez, pequeña la boca de labios un poco abultados, vivamente rojos, nariz recta, larga, delgada, dos ojos profundos, oscuros, de suavidad de terciopelo entre arcos de pestañas largas y apretadas, frente alta, lisa, regia, algo alargado el óvalo de su cara, espléndidos cabellos de ébano como una corona de ónix. No lleva ninguna joya, pero tiene un cuerpo estatuario y una majestuosidad de reina. Y ahora se alza, apoyándose en sus manos largas, morenitas, bellísimas, unidas a los brazos por una muñeca delgada. Ya está en pie de nuevo, contra el tronco oscuro. Mira en silencio ahora al Maestro, y menea la cabeza porque algunos escribas le dicen: -Te equivocas, Sabea. No es Él el Mesías, sino el que antes has visto y no has reconocido. Ella menea la cabeza, firme, severa, y no aparta los ojos del Señor. Luego su rostro se transfigura y adquiere una expresión que no sabría decir si es de alegría ferviente o de somnolencia extática; participa de ambas cosas, porque parece palidecer como quien está próximo al desvanecimiento, mientras que toda la vida se concentra en sus ojos, que se iluminan con una luz de alegría, de triunfo, de amor… No sé. ¿Ríen esos ojos? No, no ríen, como tampoco lo hace la severa boca; y, sin embargo, hay en ellos una luz de alegría, y cada vez adquieren mayor potencia de intensidad, de una intensidad que impresiona. Jesús la mira con su mirada mansa, un poco triste. -¿Ves como es una demente? – le susurra un escriba. Jesús no replica. Mira y calla, con la mano izquierda suelta y sujetándose con la derecha el manto a la altura del pecho. Y la mujer abre la boca y extiende los brazos como antes. Parece una enorme mariposa de alas moradas y cuerpo de marfil viejo. Un nuevo grito sale de sus labios: -¡Oh Adonai, eres grande! ¡Sólo Tú eres grande, Adonai! Grande eres en el Cielo y en la Tierra, en el tiempo y en los siglos de los siglos, y más allá del tiempo, desde siempre y para siempre. ¡Oh Señor, Hijo del Señor! Bajo tus pies están tus enemigos, sujeto está tu trono por el amor de los que te aman. La voz se hace cada vez más segura y fuerte, al mismo tiempo que los ojos se separan del rostro de Jesús y miran a un punto lejano, un poco por encima de las cabezas, atentas, que tiene a su alrededor y que ella domina sin esfuerzo, pues está erguida y pegada al tronco de este roble crecido en una prominencia del terreno, como encima de un pequeño ribazo. Después de una pausa, sigue hablando: -El trono de mi Señor está adornado con las doce piedras de las doce tribus de los justos. En la gran perla que es el trono (el blanco, precioso trono esplendoroso del santísimo Cordero), están engarzados topacios con amatistas, esmeraldas con zafiros, rubíes con sardónices, y ágatas y crisolitos y berilos, ónices, diaspros, ópalos. Los que creen, los que esperan, los que aman, los que se arrepienten, los que viven y mueren en la justicia, los que sufren, los que dejan el error por la Verdad, los que eran duros de corazón y se hicieron mansos en su Nombre, los inocentes, los arrepentidos, los que se despojan de todas las cosas para ser ágiles en el seguimiento del Señor, los vírgenes, cuyo espíritu resplandece con una luz semejante a un alba del Cielo de Dios… ¡Gloria al Señor! ¡Gloria a Adonai! ¡Gloria al Rey sentado en su trono! La voz es un tañido. Un estremecimiento recorre a la gente congregada. La mujer parece realmente ver aquello de que habla, como si la nube dorada que navega en el cielo sereno y que ella parece seguir con su mirar arrobado le hiciera de lente para ver las glorias celestes. Ahora descansa, como si estuviera cansada, aunque sin cambiar de actitud. La única diferencia es que su cara se transfigura aún más, en la palidez de la epidermis y en el fulgor de los ojos. Luego, bajando la mirada hacia Jesús, que la está escuchando atento, rodeado por un círculo de escribas que, escépticos y sarcásticos, menean la cabeza, y de apóstoles y seguidores pálidos de sagrada emoción, prosigue, prosigue con voz distinta y menos alta: -¡Veo! Veo en el Hombre lo que se cela en el Hombre. Santo es el Hombre, pero mi rodilla se dobla ante el Santo de los Santos que está dentro del Hombre. La voz vuelve a ser ahora fuerte, imperiosa como una orden: -¡Mira a tu Rey, pueblo de Dios! ¡Conoce su Rostro! La Belleza de Dios está delante de ti. La Sabiduría de Dios ha tomado una boca para instruirte. Ya no son los profetas, pueblo de Israel, los que te hablan del Innombrable. Es Él mismo. Él, que conoce el Misterio que es Dios, es el que te habla de Dios. Él, que conoce el Pensamiento de Dios, es el que te arrima a su pecho, oh pueblo que todavía eres párvulo después de tantos siglos, y te nutre con la leche de la Sabiduría de Dios para hacerte adulto en Dios. Para hacer esto se ha encarnado en un seno, en un seno de mujer de Israel, que ante Dios y ante los hombres es mayor que cualquier otra mujer. Ella cautivó el corazón de Dios con uno solo de sus latidos de paloma. La belleza de su espíritu hechizó al Altísimo y Él ha hecho de Ella su trono. María de Aarón pecó porque en ella estaba el pecado. Débora juzgó lo que había de hacerse, pero no obró con sus manos. Yael fue fuerte, pero se manchó de sangre. Judit era justa y temía al Señor, y Dios estuvo en sus palabras y le permitió aquel acto para que fuera salvado Israel, pero por amor a la patria usó astucia homicida. Pero la Mujer que lo ha generado supera a estas mujeres, porque es la Sierva perfecta de Dios y le sirve sin pecar. Toda pura, inocente y hermosa, es el hermoso Astro de Dios, desde su alba hasta su ocaso. Toda hermosa, esplendorosa y pura por ser Estrella y Luna, Luz de los hombres para encontrar al Señor. Ni precede ni sigue al Arca santa, como María de Aarón, porque Arca es Ella misma. Sobre la tenebrosa onda de 1a Tierra cubierta por el diluvio de los pecados, Ella camina y salva, porque quien entra en Ella encuentra al Señor. Paloma sin mancha, sale y vuelve con el olivo, el olivo de paz para los hombres, porque Ella es la Oliva especiosa. Calla, y en su silencio habla y obra más que Débora, Yael y Judit, y no aconseja la batalla, no incita a las matanzas, no derrama más sangre que la suya más selecta, la sangre con la que formó a su Hijo. ¡Pobre Madre! ¡Madre sublime!… Temía Judit al Señor, pero de un hombre había sido su flor. Ésta ha dado al Altísimo su flor intacta, y el Fuego de Dios ha descendido al cáliz de la suave azucena, y un seno de mujer ha contenido y llevado la Potencia, la Sabiduría y el Amor de Dios. ¡Gloria a la Mujer! ¡Cantad, mujeres de Israel, sus alabanzas! La mujer se calla, como si su voz estuviera sin fuerzas. Efectivamente, no sé cómo logra mantener ese timbre tan fuerte. Los escribas dicen: -¡Está loca! ¡Está loca! Dile que se calle. Loca o poseída. Impón al espíritu que la tiene poseída que se vaya. -No puedo. No hay más que espíritu de Dios, y Dios no se expulsa a sí mismo. -No lo haces porque os alaba a ti y a tu Madre y ello estimula tu orgullo. -Escriba, reflexiona en lo que sabes de mí y verás que Yo no conozco el orgullo. -Pues, a pesar de todo, sólo un demonio puede hablar en ella para celebrar así a una mujer… ¡La mujer! ¿Y qué es en Israel y para Israel la mujer? ¿Y qué es, sino pecado, ante los ojos de Dios? ¡La seducida y seductora! Si no hubiera fe, difícilmente se podría pensar que en la mujer hubiera un alma. Le está prohibido acercarse al Santo por su impureza. -¡Y ésta dice que Dios descendió a Ella!… – dice otro escriba, escandalizado, y sus compinches le hacen coro. Jesús, sin mirar a nadie a la cara -parece que hable consigo mismo – dice: -La Mujer aplastará la cabeza de la Serpiente… La Virgen concebirá y dará a luz a un Hijo que será llamado Emmanuel… Un vástago saldrá de la raíz de Jesé, una flor brotará de esta raíz y en Ella descansará el Espíritu del Señor». Esta Mujer. Mi Madre. Escriba, por el honor de tu saber, recuerda y comprende las palabras del Libro. (Génesis 3, 15; Isaías 7, 14; 11, 1-2) Los escribas no saben qué responder. Esas palabras las han leído mil veces y mil veces las han considerado verdaderas. ¿Pueden negarlo ahora? Callan. Uno ordena que se enciendan hogueras, porque ya se siente el frío junto a las orillas por donde pasa el viento vespertino. Obedecen, cual corona en torno al grupo compacto, llamean candeladas de ramajes. La luz bailarina del fuego parece hacer reaccionar a la mujer, que se había callado y que estaba con los ojos cerrados como recogida en sí misma Abre de nuevo los ojos, reacciona. Mira otra vez a Jesús y grita de nuevo: -¡Adonai! ¡Adonai, Tú eres grande! ¡Cantemos a1 Divino un cántico nuevo! ¡Shalem! ¡Shalem! ¡Malquih!!… (lo escribo así, pero la «h» es aspirada como casi una «c» pronunciada por toscanos). ¡Paz! ¡Paz! ¡Oh Rey, al que nada se resiste!… La mujer se calla de golpe. Pasa su mirada -la primera vez desde que empezó a hablar- por los que están alrededor de Jesús, y fija sus ojos en los escribas como si los viera por primera vez, y, sin motivo aparente, algunas lágrimas se forman en sus grandes ojos y la cara se le pone triste y mate. Habla lentamente ahora, y con voz profunda como quien expresa cosas dolorosas: -No. ¡Hay quien te resiste! ¡Pueblo, escucha! Desde después de mi dolor, pueblo de Betlequi, me has oído hablar. Después de años de silencio y dolor, he sentido y he dicho lo que sentía. Ahora ya no estoy -virgen viuda que encuentra en el Señor su única paz- en los verdes bosques de Betlequi; no tengo alrededor sólo a mis convecinos para decirles: «Temamos al Señor porque ha llegado la hora de estar preparados para su llamada. Embellezcamos el vestido del corazón para no ser indignos en su presencia. Ciñámonos de fortaleza, porque la hora del Cristo es hora de prueba. Purifiquémonos como hostias para el altar, para que podamos ser acogidos por Aquel que lo envía. El que sea bueno que crezca en bondad. El que sea soberbio que se haga humilde. El que sufre de lujuria que se desprenda de su carne para poder seguir al Cordero. El avaro hágase benefactor, porque Dios es benefactor nuestro con su Mesías. Y todos practiquen la justicia para poder pertenecer al Pueblo del Bendito que viene». Ahora hablo ante Él y ante quien cree en Él, y también ante quien no cree y ultraja al Santo y a los que creen en El y hablan en su Nombre. Pero no tengo miedo. Decís que estoy loca, decís que a través de mí habla un demonio. Sé que podríais hacer que me lapidaran como blasfema. Sé que lo que os voy a decir os va a parecer insulto y blasfemia, y que me odiaréis. Pero no tengo miedo. Última, quizás, de las voces que hablan de Él antes de su Manifestación, me espera, quizás, la suerte que otras voces sufrieron; pero no tengo miedo. Demasiado largo es el exilio en el frío y en la soledad de la Tierra para el que piensa en el seno de Abraham, en el Reino de Dios que el Cristo nos abre, más santo que el santo seno de Abraham. Sabea de Carmel de la estirpe de Aarón no le teme a la muerte. Pero al Señor sí. Y habla cuando Él la mueve a hablar, para no desobedecer a su voluntad. Y dice la verdad porque habla de Dios con las palabras que Dios le da. No tengo miedo a la muerte. Aunque me llaméis demonio y me lapidéis como blasfema, aunque mi padre y mi madre y mis hermanos, por este deshonor, mueran, no temblaré de miedo ni de aflicción. Sé que el demonio no está en mí, porque en mí calla todo estímulo maléfico, y toda Betlequi lo sabe. Sé que las piedras podrán sólo introducir en mi canto una pausa más breve que un respiro, y que después mi canto recibirá más amplio respiro en la libertad de más allá de la Tierra. Sé que Dios consolará el dolor de los de mi sangre, y que será breve; mientras que será eterno, después, su gozo de ser parientes mártires de una mártir. No temo vuestra muerte, sino la que me vendría de Dios si no le obedeciera. Y hablo. Y digo lo que se me dice. ¡Oh, pueblo, escucha, y escuchad vosotros, escribas de Israel! Alza de nuevo su acongojada voz y dice: -Una voz, una voz viene de lo alto y grita en mi corazón. Y dice: «El antiguo Pueblo de Dios no puede cantar el nuevo cántico porque no ama a su Salvador. Cantarán el cántico nuevo los salvados de todas las naciones, los del Pueblo nuevo del Cristo Señor, no los que odian a mi Verbo»… ¡Horror! (da verdaderamente un grito que estremece). ¡La voz da luz, la luz da vista! ¡Horror! ¡Yo veo! El grito es casi un aullido. Se retuerce, como si la tuvieran sujeta ante un espectáculo tremendo que le torturara el corazón, y tratara de poner fin a él huyendo. Se le cae de los hombros el manto, de forma que se queda sólo con su túnica blanca contra el gran tronco negro. Con la luz, que se va reduciendo lentamente en el reflejo verde del bosque y rojizo y bailarín de las llamas, su cara adquiere un aspecto, profundamente trágico. Se forman unas sombras bajo los ojos, bajo la nariz, bajo el labio. La cara parece socavada por el dolor. Se retuerce las manos mientras repite, más bajo: -¡Veo! ¡Veo! – y bebe sus lágrimas mientras continúa: -Veo los delitos de este pueblo mío. Y soy impotente para detenerlos. Veo el corazón de mis compatriotas: no puedo cambiarlo. ¡Horror! ¡Horror! Satán ha salido de sus lugares y ha venido a hacer morada en el corazón de éstos. -¡Mándala callar! – ordenan los escribas a Jesús. -Habéis prometido dejarla hablar… – responde Jesús. La mujer prosigue: -¡Rostro en tierra, en el barro, Israel que todavía sabes amar al Señor! ¡Cúbrete de ceniza, vístete de cilicio! ¡Por ti! ¡Por ellos! ¡Jerusalén! ¡Jerusalén, sálvate! Veo una ciudad agitada pidiendo un delito. Oigo, oigo el grito de los que, con odio, invocan que caiga sobre ellos una sangre. Veo levantar a la Víctima en la Pascua da Sangre y veo fluir esa Sangre, y oigo gritar esa Sangre más que la de Abel, al mismo tiempo que se abren los cielos y la tierra tiembla y el sol se oscurece. ¡Y esa Sangre no grita venganza, sino que suplica piedad para su Pueblo asesino, piedad para nosotros! ¡¡¡Jerusalén!!! ¡Conviértete! ¡Esa Sangre! ¡Esa Sangre! ¡Un río! Un río que lava al mundo sanando todo mal, borrando toda culpa… Pero para nosotros, para nosotros de Israel, esa Sangre es fuego, para nosotros es cincel que escribe en los hijos de Jacob el nombre de deicidas y la maldición de Dios. ¡Jerusalén! ¡Ten piedad de ti misma y de nosotros!… -¡Pero haz que se calle! ¡Te lo ordenamos! – gritan los escribas mientras la mujer solloza cubriéndose la cara. -No puedo imponer a la Verdad que se calle. -¡Verdad! ¡Verdad! ¡Es una demente que está delirando! ¿Qué Maestro eres, si tomas como verdad las palabras de una que delira? -¿Y qué Mesías eres, si no sabes hacer que se calle una mujer? -¿Y qué Profeta eres, si no sabes poner en fuga al demonio? ¡Sin embargo, otras veces lo has hecho! -Lo ha hecho, sí. Pero ahora no le conviene. ¡Todo es un juego bien montado para atemorizar a las turbas! -¿Y habría elegido esta hora, este lugar y este puñado de hombres para hacerlo, cuando habría podido hacerlo en Jericó, cuando ha tenido cinco y más de cinco mil personas que me han seguido y circundado en varias ocasiones, cuando el recinto del Templo ha sido escaso para recibir a todos los que querían oírme? ¿Y puede, acaso, el demonio pronunciar palabras de sabiduría? ¿Quién de vosotros, en conciencia, puede decir que un solo error ha salido de esos labios? ¿No resuenan en sus labios, con voz de mujer, las terribles palabras de los profetas? ¿No oís el grito desgarrador de Jeremías, el llanto de Isaías y de los otros profetas? ¿No oís la voz de Dios a través de la criatura, la Voz que trata de ser acogida por vuestro bien? A mí no me escucháis. Podéis pensar que hablo en mi favor. Pero ésta, desconocida para mí, ¿qué favor espera de estas palabras? ¿Qué le acarrearán, sino vuestro desprecio, vuestras amenazas y quizás vuestra venganza? ¡No, ciertamente no le impongo silencio! Es más, para que estos pocos la oigan, y también vosotros oigáis y podáis enmendaros, le ordeno: «¡Habla! ¡Habla, te digo, en nombre del Señor!» Ahora es Jesús el que aparece majestuoso, es el Cristo poderoso de las horas de milagro, de grandes ojos magnéticos con un esplendor de estrella azul que la llama de una hoguera, encendida entre la mujer y Él, aviva aún más. La mujer, por el contrario, oprimida por el dolor, aparece menos regia, y tiene agachada la cabeza, cubierta la cara con las manos y con sus cabellos negros, que se han soltado y le caen por detrás y por delante, como un velo de luto sobre la túnica blanca. -Habla, te digo. No carecen de fruto tus dolorosas palabras. ¡Sabea, de la estirpe de Aarón, habla! La mujer obedece. Pero habla bajo, tanto que todos se arriman para oírla mejor. Parece como si se hablara a sí misma, mirando hacia el río, que corre con su frufrú por su derecha formando un último cabrilleo de aguas con las últimas luces del día. Y parece hablarle al río: -Jordán, sagrado río de nuestros padres, que tienes ondas cerúleas y crespas cual precioso lino cendalí, y en ellas reflejas las estrellas puras y la cándida Luna, y acaricias a los sauces de tus orillas, y eres río de paz, y… a pesar de todo, conoces mucho dolor. Jordán, que en las horas de tormenta, en las ondas hinchadas y agitadas transportas las arenas de mil torrentes y lo que ellos han arrebatado con violencia, y algunas veces tronchas un tierno arbusto en que hay un nido y lo transportas vortiginoso hacia el abismo mortal del mar Salado, y no tienes piedad de la pareja de pájaros que siguen a su nido, volando, chillando de dolor, a su nido destruido por tu violencia. Así verás, sagrado Jordán, acometido por la ira divina, arrancado de sus casas y del altar, ir a la destrucción y perecer en la muerte más grande, verás ir al pueblo que no recibió al Mesías. ¡Pueblo mío, sálvate! ¡Cree en tu Señor! ¡Sigue a tu Mesías! Reconócelo en lo que es. No rey de pueblos y ejércitos. Rey es de las almas, de tus almas, de todas las almas. Ha descendido para recoger a las almas justas, y subirá de nuevo para conducirlas al Reino eterno. ¡Vosotros que todavía podéis amar, abrazaos al Santo! ¡Vosotros a quienes os preocupan los destinos de la Patria, uníos al Salvador! ¡Que no muera toda la progenie de Abraham! Apartaos de los falsos profetas de bocas -mentirosas y corazones adictos al pillaje que quieren alejaros de la Salvación. Salid de las tinieblas que alzan en torno a vosotros. ¡Escuchad la voz de Dios! Los grandes a los que hoy teméis son ya polvo en el decreto de Dios. Uno sólo es el Viviente. Los lugares en que reinan y desde los cuales subyugan son ya ruinas. Sólo uno perdura. ¡Jerusalén! ¿Dónde están los briosos hijos de Sión de que te glorías? ¿Dónde, los rabíes y los sacerdotes con que te adornas y en que te admiras a ti misma? ¡Míralos! Subyugados, encadenados, van hacia el destierro; entre los escombros de tus edificios, entre el hedor de los muertos por espada y hambre. Te alcanza el furor de Dios, Jerusalén que rechazas a tu Mesías y lo hieres en el rostro y el corazón. Toda belleza en ti está destruida, toda esperanza está para ti muerta, profanados están el Templo y el altar… -¡Haz que se calle! ¡Está blasfemando! Decimos que hagas que se calle. -… Rasgado el efod. Ya no es necesario… -¡Eres culpable si no le impones que se calle! -… Porque ya no reina. Hay otro, eterno Pontífice, y es santo, y constituido por Dios: Rey y Sacerdote para siempre, por Aquel que hace suyas las ofensas infligidas al Cristo, y las venga. Otro Pontífice. El Verdadero, el Santo, Ungido por Dios y con su Sacrificio, que sustituye a aquellos sobre cuya frente es un desdoro la tiara, porque cubre pensamientos de horror… -¡Calla, maldita! ¡Calla o descargamos nuestra mano sobre ti! – y los escribas la ultrajan. Pero ella parece no sentir. La gente se agita: -¡Dejadla hablar, vosotros que habláis tanto! Está diciendo la verdad. Es así. Ya no hay santidad entre vosotros. Uno sólo es el Santo y vosotros lo vejáis. Los escribas consideran prudente callar, y la mujer continúa con su voz cansada y doliente: -Había venido a traerte la paz y le has presentado guerra… salvación, y lo has escarnecido… amor, y lo has odiado… milagros, y le has llamado demonio… Sus manos han curado a tus enfermos y tú las has atravesado. Te traía la Luz, y has cubierto de esputos y porquerías su cara. Te traía la Vida, y tú le has dado la muerte. Israel, llora tu error y no impreques contra el Señor mientras vas hacia este destierro tuyo, que no tendrá término como los del pasado. Recorrerás toda la Tierra, Israel, pero como pueblo vencido y maldito, seguido por la voz de Dios con las mismas palabras dirigidas a Caín. Y aquí no podrás volver a reconstruir un sólido nido sino cuando reconozcas con los otros pueblos que éste es Jesús, el Cristo, el Señor Hijo del Señor… La mujer tiene ahora voz blanca, de dolor y fatiga, cansada como la voz de un moribundo. Pero no calla todavía; antes al contrario, se reanima para un último imperativo: -A1 suelo, pueblo que sabes todavía amar. Cúbrete de ceniza, vístete de cilicio. El furor de Dios se cierne sobre nosotros como una nube cargada de granizo y rayos sobre un campo maldito. La mujer cae al suelo, de rodillas, con los brazos extendidos hacia Jesús, y grita: -¡Paz, paz, oh Rey de justicia y de paz! ¡Paz, oh Adonai grande y poderoso, a quien ni siquiera el Padre niega nada! ¡Impetra paz para nosotros, por tu Nombre, oh Jesús, Salvador y Mesías, Redentor y Rey, y Dios, tres veces santo! – y se derrumba, convulsa a causa de los sollozos, con la cara contra la hierba. Los escribas rodean a Jesús y lo llevan aparte, y alejan a todos los demás con miradas y palabras amenazadoras, y uno de ellos dice: -Lo menos que puedes hacer es curarla. Porque, aunque quieras afirmar taxativamente que está libre de demonio, lo que no puedes negar es que sea una enferma. ¡Mujeres!… Y mujeres sacrificadas por el destino… Su vitalidad bien que se debe manifestar por alguna parte… y divagan… y ven cosas irreales… y, sobre todo, te ven a ti que eres joven y apuesto… y… -¡Cállate, boca de serpiente! Ni tú mismo crees en lo que dices – reacciona Jesús, con una actitud de mando que interrumpe las palabras en los labios del escriba delgado y narigudo que al principio del hecho había escarnecido a la mujer como falsa profetisa. -No ofendamos al Maestro. Lo hemos elegido como juez de un caso que nosotros no logramos juzgar… – dice otro escriba (el que había ido con los otros al encuentro de Jesús por el camino y le había dicho que no todos los escribas estaban contra Él, sino que algunos le observaban para emitir un juicio, con la sincera voluntad de seguirle si lo consideraban Dios). -¡Cállate, Joel el Alamot, hijo de Abías! Sólo un mal nacido como tú puede decir esas palabras – arremeten contra él los otros. El escriba, oído este insulto, se congestiona, pero se domina y responde con dignidad: -Si la naturaleza me ha sido adversa en el cuerpo, ello no me ha hecho deficiente el intelecto. Al contrario, vedándome muchos placeres, ha hecho de mí el hombre de la cordura. Y, si fuerais santos, no humillaríais al hombre; antes bien, respetaríais al -cuerdo. -¡Bien, bueno! Vamos a hablar de lo que nos urge. Tú tienes el deber de curarla, Maestro, porque con ese delirio suyo asusta a la gente y ofende al sacerdocio, a los fariseos y a nosotros. -¿Si os hubiera alabado me diríais que la curara? – pregunta Jesús dulcemente. -No. Porque serviría para hacer a la gente respetuosa de nosotros, a este pueblo cabruno que nos odia en su corazón y no pierde ocasión de escarnecernos – responde un escriba, sin darse cuenta de que cae en una trampa. -¿Pero no seguiría siendo una enferma? ¿No tendría el deber de curarla? – pregunta, otra vez con dulzura, Jesús (parece un escolar que estuviera preguntando al maestro lo que debe hacer). Y los escribas, cegados por la soberbia, no comprenden que se están confesando a sí mismos… -En ese caso, no. ¡Es más: dejarla, dejarla con su delirio! Hacer lo posible para que la gente crea que es profetisa. ¡Honrarla! Señalarla… -¿Pero si fueran cosas no verdaderas?…-¡Maestro, aparte del punto en el que dice cosas contra nosotros, el resto serviría mucho para elevar el orgullo de Israel contra los romanos y para tener bajo el orgullo del pueblo hacia nosotros! -Pero no se le podría decir: «Habla así, pero no digas eso» – dice firmemente Jesús. -¿Y por qué? -Porque quien delira habla sin saber lo que dice. -¡Con monedas y alguna amenaza… se obtendría todo! Hasta a los profetas se los regulaba… -En verdad, me resulta gratuita esa afirmación… -¡Ya! Porque no sabes leer entre líneas y porque no todo se ha dejado escrito. -Pero el espíritu profético no conoce imposiciones, escriba. Viene de Dios, y a Dios ni se le compra ni se le amedrenta – dice Jesús, cambiando de tono. Es el principio de su contraataque. -Pero ésta no es profetisa. Ya no es tiempo de profetas. -¿Ya no es tiempo de profetas? ¿Y por qué? -Porque no nos los merecemos. Estamos demasiado corrompidos. -¿Verdaderamente? ¿Y lo dices tú? ¿Tú, que poco antes la juzgabas digna. de castigo porque decía esa misma cosa? El escriba se queda desorientado. Le ayuda otro: -El tiempo de los profetas ha cesado con Juan. Ya no hacen falta. -¿Y cómo es eso? -Porque estás Tú, que expresas la Ley y hablas de Dios. -También en tiempos de los profetas estaba la Ley, y la Sabiduría hablaba de Dios. Y, a pesar de todo, estaban ellos. -¿Pero qué profetizaban? Tu venida. Ya has venido. Ya no hacen falta. -En multitud de ocasiones, he oído vuestra pregunta, y la de los sacerdotes y fariseos, de si era o no era el Cristo. Y dado que lo afirmaba fui tachado de blasfemo y de loco, y se cogieron piedras para lanzarlas sobre mí. ¿No eres tú Sadoq, llamado el escriba de oro? -dice Jesús señalando al escriba narigudo que ha ultrajado a la mujer después de haberla tentado al error. -Lo soy. ¿Y…? -Pues que tú, justamente tú, has sido siempre el primero, tanto en Yiscala como en el Templo, que ha empezado la violencia contra mí. Pero Yo te perdono. Sólo te recuerdo que lo hacías diciendo que no podía ser el Cristo, mientras que ahora lo sostienes. Y te recuerdo también el reto que te propuse en Quedes. Dentro de poco verás cumplirse una parte de él. Cuando la Luna vuelva a la fase con que ahora resplandece en el cielo, te daré esa prueba. Ésta es la primera. La otra la tendrás cuando el trigo, que ahora duerme en la tierra, cimbree sus espigas aún verdes con el leve viento de Nisán. Y a los que dicen que son inútiles los profetas les respondo: «¿Quién podrá poner límites al Señor Altísimo?». En verdad, en verdad os digo que mientras haya hombres habrá siempre profetas. Son las antorchas en medio de las tinieblas del mundo; el fuego en medio del hielo del mundo; los toques de trompeta que despertarán a los que duermen; las voces que recuerdan a Dios y a sus verdades, caídas, con el tiempo, en el olvido y la desatención, y traen al hombre la voz directa de Dios y suscitan vibrantes emociones en los desmemoriados, en los apáticos hijos del hombre. Tendrán otros nombres, pero igual misión e igual suerte de humano dolor y de sobrehumano gozo. ¡Ay, si no existieran estos espíritus que serán odiados por el mundo y amados especialmente por Dios! ¡Ay si no existieran estos espíritus, para padecer y perdonar, amar y actuar en obediencia al Señor! El mundo perecería entre las tinieblas, entre el hielo, en un sopor de muerte, en un estado de deficiencia mental, de ignorancia salvaje y embrutecedora. Por eso, Dios los suscitará, y siempre los habrá. ¿Y quién podrá imponer a Dios que no lo haga? ¿Tú, Sadoq?, ¿o tú?, ¡o tú? En verdad os digo que ni los espíritus de Abraham, Jacob y Moisés, de Elías y Eliseo, podrían imponer a Dios esta limitación, y sólo Dios sabe cuán santos eran y qué eternas luces son. -¿Entonces no quieres ni curar a la mujer ni condenarla? -No. -¿Y la juzgas profetisa? -Inspirada, sí. -Eres un demonio como ella. Vamos. No nos interesa perder más tiempo con demonios – dice Sadoq, y da un empujón propio de un… mozo de cuerda a Jesús, para apartarlo. Muchos le siguen. Algunos se quedan. Entre éstos, el hombre al que han llamado Joel Alamot. -¿Y vosotros no los seguís? – pregunta Jesús, señalando a los que se están marchando. -No, Maestro. Nos vamos a marchar porque es de noche. Pero queremos decirte que creemos en tu juicio. Dios lo puede todo, es verdad. Y para nosotros que caemos en muchas culpas puede suscitar espíritus que nos corrijan en orden a la justicia – dice uno muy anciano. -Así es, como dices. Y esta humildad tuya es más grande a los ojos de Dios que tu saber. -Entonces acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. -Sí, Jacob. -¿Cómo sabes mi nombre? Jesús sonríe, pero no responde. -Maestro, también de nosotros acuérdate – dicen los otros tres. Y el último que habla, Joel Alamot, dice también: -Y bendigamos al Señor, qua nos ha regalado esta hora. -¡Bendigamos al Señor! – responde Jesús. Se saludan. Se separan.Jesús se reúne con sus apóstoles y va con ellos donde la mujer, que está de nuevo en la postura que tenía al principio: acurrucada sobre la raíz prominente. La madre y el padre, jadeantes, preguntan al Maestro: -¿Es, entonces, un demonio nuestra hija? Antes de marcharse lo han dicho. -No lo es. Quedaos en paz. Y amadla, porque su destino es muy doloroso. Como todo destino semejante al suyo. -Pero ellos han dicho que así has juzgado… -Han mentido. Yo no miento. Quedaos en paz. Juan de Éfeso se acerca con Salomón y los otros discípulos: -Maestro, Sadoq ha amenazado a éstos. Yo te lo digo. -¿A ellos o a ella? -A ellos y a ella. ¿No es verdad, vosotros dos? -Sí. Nos han dicho, a mí y a su madre, que si no sabemos hacer callar a nuestra hija, pobres de nosotros. Y a Sabea le han dicho: «Si de ahora en adelante hablas, te denunciaremos al Sanedrín». Prevemos días malos para nosotros… Pero el corazón está en paz por lo que has dicho… y lo demás lo soportaremos. Pero respecto a ella… ¿Qué debemos hacer? Aconséjanos, Señor. Jesús piensa y responde: -¿No tenéis parientes lejos de Betlequi? -No, Maestro. …Jesús piensa. Luego levanta la cara y mira a José, a Juan de Éfeso y a Felipe de Arbela. Ordena: -Os pondréis en viaje con ellos y luego, desde Betlequi, con ella y sus cosas, iréis a Aera. Diréis a la madre de Timoneo que la custodie en mi nombre. Ella sabe lo que es tener un hijo perseguido. -Así lo haremos, Señor. Bien decidido. Aera está lejos y apartada – dicen los tres. El padre y la madre de Sabea besan las manos al Maestro, le dan las gracias y lo bendicen. Jesús se inclina hacia la mujer, la toca en la cabeza velada y la llama con dulzura: -¡Sabea, escúchame! La mujer alza la cabeza y lo mira; luego se postra. Jesús mantiene la mano en la cabeza de ella: -Escucha, Sabea. Irás a donde te envío. A casa de una madre. Hubiera querido que fuera la mía. Pero no me es factible. Y sigue sirviendo al Señor en justicia y obediencia. Yo te bendigo, mujer. Ve en paz. -Sí, mi Señor y Dios. Pero, cuando tenga que hablar, ¿voy a poder hacerlo?… -El Espíritu que te ama te guiará según el momento. No dudes de su amor. Sé humilde, casta, sencilla y sincera, y Él no te abandonará. ¡Ve en paz! Se reúne de nuevo con los apóstoles y con Zaqueo y los suyos, que se habían detenido a algunos pasos de distancia, reteniendo también a otros curiosos. -Vamos. Ya es de noche. No sé cómo os las vais a arreglar para ir a Jericó vosotros que tenéis que ir allá. -Digamos, más bien, la mujer y sus padres. Pero, si lo juzgas bueno, nosotros estaremos fuera de casa, y Tú y ellos podréis dormir en casa hasta mañana por la mañana» propone uno de los amigos de Zaqueo. -Buena propuesta. Id a decir a Sabea que venga con los suyos y con los discípulos. Ellos dormirán. Yo estaré con vosotros. No es una noche ventosa. Encenderemos unos fuegos y esperaremos así al alba, Yo instruyéndoos y vosotros escuchándome. Y lentamente se pone en camino con el primer claror de la Luna…