El jueves prepascual. Preparativos en el Getsemaní.
Apenas un principio de aurora. Mas ya los hombres imitan a las aves, que bullen con sus primeros vuelos y trabajos y cantos del día. La casa del Getsemaní, poco a poco, se va despertando; y se ve precedida por el Maestro, que regresa ya de la oración hecha en las primeras luces del alba, después de una noche entera de oración; pero no entra. Se va despertando poco a poco el cercano campo de los galileos en la planicie del Monte de los Olivos, y gritos y llamadas van por el aire sereno, atenuados por la distancia, aunque suficientemente netos como para comprender que los píos peregrinos reunidos allí de un momento a otro van a reanudar las ceremonias pascuales interrumpidas la noche anterior. Se despierta la ciudad, más abajo. Empieza el clamor que la llena (superpoblada en estos días), con los rebuznos de los burritos (de hortelanos y vendedores de corderos que se apretujan en las puertas para entrar), y con el llanto – ¡qué conmovedor! – de centenares de corderos que, montados en carros, o dentro de bastos más o menos grandes, o simplemente a hombros, se dirigen a su trágico destino, y llaman a las madres… lloran su lejanía, sin saber que deberían llorar la vida que tan precozmente llega a su fin. Y sigue aumentando, sin cesar, el rumor en Jerusalén, por el ruido de los pasos en las calles y las llamadas de una terraza a otra o de éstas a la calle, o viceversa; y el rumor llega, como el de las ondas marinas, atenuado por la distancia, hasta la serena hondonada del Getsemaní. Un primer rayo de sol corta el aire en dirección a una exquisita cúpula del Templo, y la inflama toda, como si un sol hubiera descendido a la Tierra, un pequeño sol posado encima de un cándido pedestal, pero bellísimo a pesar de su pequeñez. Los discípulos y las discípulas miran admirados ese punto de oro. ¡Es la Casa del Señor! ¡Es el Templo! Para comprender lo que era este lugar para los israelitas, basta ver cómo fijan en él sus miradas. Parecen ver relampaguear, entre el rutilar del oro encendido por el sol, la Faz Santísima de Dios. Adoración y amor patrio, santo orgullo de ser hebreos, aparecen evidentes en esas miradas, más que si hablaran los labios. Porfiria, que no ha vuelto a Jerusalén desde hace muchos años, vierte incluso lágrimas de emoción, mientras, inconscientemente, aprieta el brazo de su marido, que le está señalando no sé qué con la mano, y se abandona un poco sobre él, como una recién casada, enamorada de su esposo, admirada de él, feliz de ser por él instruida. Entretanto, las otras mujeres hablan quedo, casi en monosílabas, para consultarse lo que debe hacerse este día. Anastática, todavía sin práctica y un poco ajena a este nuevo ambiente, está ligeramente separada, absorta en sus pensamientos. María, que estaba hablando con Margziam, la ve, se acerca a ella y le pasa un brazo alrededor de la cintura: -¿Te sientes un poco sola, hija mía? Bueno, hoy irá mejor. ¿Ves? Mi Hijo está indicando a los apóstoles que vayan a las casas de las discípulas para advertirles que se reúnan y lo esperen por la tarde en casa de Juana. Se ve que quiere hablarnos, concretamente a las mujeres; bueno, antes te habrá dado ya una madre. ¿Es buena, sabes? La conozco desde cuando estaba yo en el Templo. Era una madre ya desde entonces para con las más pequeñas de las consagradas. Y comprenderá tu corazón, porque también ella ha llorado mucho. Mi Hijo la curó el año pasado de una melancolía mortal que se había apoderado de ella después de la muerte de sus dos hijos. Te lo digo sólo para que sepas quién es la que de ahora en adelante te va a querer, y a la que tú vas a querer. Pero te digo lo mismo que el año pasado dije a Simón cuando recibía por hijo a Margziam: «Que este afecto no debilite la voluntad de tu corazón de servir a Jesús». Si así fuera, el don de Dios te sería más pernicioso que la lepra, porque apagaría en ti la voluntad buena que un día te dará la posesión del Reino». -No temas, Madre. En lo que está de mi parte, haré una llama de este afecto para encenderme a mí misma cada vez más al servicio del Salvador. No me gravaré con él, ni gravaré a Elisa, sino que, al contrario, juntas, apoyándonos y estimulándonos recíprocamente en una santa competición, volaremos, con la ayuda del Señor, por sus caminos. Mientras están hablando, del campo de los galileos, de la ciudad, de casas esparcidas por las laderas, del suburbio – o quizás es un barrio – que está ligeramente fuera de la ciudad (en una de las dos vías que van de Jerusalén a Betania, y, más exactamente, en la más larga, la que Jesús recorre sólo raras veces), empiezan a llegar discípulos antiguos y recientes; los últimos son: Felipe y su familia, Tomás solo, Bartolomé con su mujer. -¿Dónde están los hijos de Alfeo, Simón y Mateo? – pregunta Tomás, que no los ve. Jesús le responde: -Ya van delante. Los dos últimos, a Betania, para avisar a las hermanas de que estén por la tarde en casa de Juana; los dos primeros, a ver a Juana y a Analía, para avisarlas de lo mismo. Nos encontraremos a la hora tercera en la Puerta Dorada. Vamos entretanto a dar la limosna a los mendigos y leprosos. Que Bartolomé se adelante con Andrés, para comprar alimentos para ellos. Nosotros los seguiremos lentamente. Nos detendremos en el barrio de Ofel, junto a la Puerta. Y luego iremos donde los pobres leprosos. -¿Todos? – dicen poco entusiastas algunos. -Todos y todas. La Pascua, este año, nos reúne como hasta ahora nunca había sido posible. Vamos a hacer juntos lo que serán los deberes futuros de los hombres y mujeres que trabajen en mi Nombre. Ahí viene deprisa Judas de Simón. Me alegro, porque quiero que esté él también con nosotros. En efecto, Judas viene jadeante. -¿Llego con retraso, Maestro? Culpa de mi madre. Ha venido, en contra de la costumbre y de lo que le había dicho. La he encontrado ayer noche en casa de un amigo de nuestra familia. Y esta mañana me ha entretenido hablándome… Quería venir conmigo, pero yo no he querido.-¿Por qué? ¡María de Simón no merece, acaso, estar donde tú estás? Es más, lo merece mucho más que tú. Así que ve corriendo a recogerla y luego nos alcanzas en el Templo, en la Puerta Dorada. Judas se marcha sin poner objeciones. Jesús se pone en camino, delante, con los apóstoles y los discípulos; las mujeres, con María en el centro, detrás de los hombres.