El jueves prepascual. En Jerusalén y en el Templo.
No veo la distribución de comida a los leprosos de Hinnon, de los cuales sólo oigo hablar. No creo que se hayan producido milagros entre ellos, porque Simón Pedro dice: -La soledad atroz no les ha dado la gracia de creer y saber dónde está la Salud. Después la ciudad los recibe por la Puerta que introduce en el bullicioso y poblado barrio de Ofel. Después de algunos metros, por la puerta entreabierta de una casa, aparece al improviso, jubilosa, Analía, que hace un acto de veneración al Maestro mientras dice: -Tengo permiso de mi madre para estar hasta la noche contigo, Señor. -¿No se sentirá molesto Samuel? -Ya no existe Samuel en mi vida, Señor. Y gracias sean dadas al Altísimo. Solamente me conceda que no te deje a ti, mi Dios, como me ha dejado a mí. La boca juvenil sonríe heroicamente, mientras un brillo de llanto resplandece en sus ojos castos. Jesús la mira fijamente y, por toda respuesta, le dice: -Únete a las discípulas – y reanuda el camino. Pero la anciana madre de Analía, más anciana por los dolores que por la edad, se acerca a su vez, muy inclinada en un saludo devotísimo y rendido, y dice: -La paz a ti, Maestro. ¿Cuándo podría hablar contigo? ¡Estoy muy acongojada!… -Enseguida, mujer. Y, volviéndose a los que están con Él, ordena: -Quedaos aquí fuera. Voy a entrar un momento en esta casa – y hace ademán de seguir a la mujer. Pero Analía, desde el grupo de las mujeres, reclama su atención, con una sola palabra: « ¡Maestro!», ¡pero cuánto hay en esa palabra! Y junta las manos al decirla, como si suplicara… -No temas. Ten paz. Tu causa está en mis manos, y también tu secreto – la tranquiliza Jesús. Y luego, raudo, entra por la puerta entreabierta. Fuera se hacen comentarios sobre este hecho, y curiosidades masculinas y femeninas compiten para saber… saber… saber… Dentro se escucha y se llora. Jesús escucha. Apoyado de espaldas contra la puerta, que ha cerrado tras sí en cuanto ha entrado, con los brazos recogidos sobre el pecho, escucha a la madre de la muchacha, que le habla de la volubilidad del novio, el cual habría aprovechado un pretexto para liberarse completamente del vínculo… -De forma que Analía es como una repudiada, y nunca más se casará, porque ha declarado que Tú no apruebas a quien después del repudio vuelve a casarse. Pero no es así. ¡Ella es célibe todavía! No se vende a otro hombre, porque de ningún hombre ha sido. Y él es culpable de crueldad. Y más. Porque le han venido ganas de otras bodas; pero es mi hija la que va a aparecer como culpable, y el mundo la escarnecerá. Haz algo, Señor, porque es por ti por quien sucede esto. -¿Por mí, mujer? ¿En qué he pecado? -¡No, Tú no has pecado! Pero él dice que Analía te ama. Y finge estar celoso. Ayer noche ha venido. Ella había ido a verte. Se enfureció y juró que ya no la querría por esposa. Analía, que llegó en ese momento, le respondió: «Haces bien. Lo único que siento es que vistas la verdad de mentira o de calumnia. Sabes que a Jesús se le ama sólo con el alma. Pero es precisamente tu alma la que se ha corrompido y deja la Luz por la carne, mientras que yo dejo la carne por la Luz. No podríamos ser ya un solo pensamiento, como dos esposos deben ser. Ve, pues, y que Dios te ampare». Ni una lágrima, ¿comprendes? ¡Nada que tocara el corazón del hombre! ¡Mis esperanzas defraudadas! Ella… ciertamente por superficialidad, causa su ruina. Llámala, Señor. Habla con ella. Doblégala a la razón. Busca a Samuel. Está en casa de Abraham su pariente, en la tercera casa después de la Fuente de la higuera. ¡Ayúdame! Pero primero habla enseguida con ella… -Hablar, hablaré. Pero deberías dar gracias a Dios, que rompe un vínculo humano que está claro que no prometía mucho. Ese hombre es voluble e injusto para con Dios y para con su novia… -Sí, pero es atroz que el mundo la crea culpable, y que te crea culpable a ti, por el simple hecho de que sea discípula tuya. -El mundo acusa y luego olvida. El Cielo, por el contrario, es eterno. Tu hija será una flor del Cielo. -¿Entonces por qué has permitido que viviera? Habría sido una flor sin sufrir la lapidación de las calumnias. Tú que eres Dios llámala, hazla razonar, y luego haz razonar a Samuel… -Recuerda, mujer, que ni siquiera Dios puede avasallar la voluntad y libertad del hombre. Ellos, Samuel y tu hija, tienen derecho a seguir lo que sienten que es bueno para ellos. Especialmente Analía tiene derecho… -¿Por qué? -Porque Dios la ama más que a Samuel. Porque ella da a Dios más amor que Samuel. ¡Tu hija es de Dios! -No. En Israel no es así. La mujer debe casarse… Es mía la hija… Sus esponsales me prometían paz para el futuro…-Tu hija estaría en el sepulcro desde hace un año, si Yo no hubiera actuado. ¿Quién soy Yo para ti? -El Maestro y Dios. -Y como Dios y Maestro digo que el Altísimo tiene más derecho que nadie sobre sus hijos, y que mucho va a cambiar en la Religión, y de ahora en adelante podrán las vírgenes ser vírgenes eternamente por amor a Dios. No llores, madre. Deja tu casa y ven con nosotros, hoy. ¡Ven! Ahí afuera está mi Madre y otras madres heroicas que han dado sus hijos al Señor. Únete a ellas… -Habla con Analía… ¡Inténtalo, Señor! – gime la mujer entre sollozos. -De acuerdo. Haré como quieres – dice Jesús. Y, abierta la puerta, llama: «Madre, ven con Analía». Las dos requeridas van presurosas. Entran. -Muchacha, tu madre quiere que te diga que lo pienses más. Quiere que hable con Samuel. ¿Qué debo hacer? ¿Qué respuesta me das? -Habla con Samuel si quieres. Es más, te suplico que lo hagas. Pero sólo porque querría que se hiciera justo oyéndote. Respecto a mí, ya sabes; te ruego que le des a mi madre la respuesta más verdadera. -¿Has oído, mujer? -¿Cuál es la respuesta? – pregunta con voz quebrada la anciana, la cual al principio de las palabras de su hija creía que ésta se hubiera vuelto atrás y luego ha comprendido que no es así. -La respuesta es que desde hace un año tu hija es de Dios, y el voto es perenne mientras dura la vida. -¡Pobre de mí! ¿Qué madre hay más infeliz que yo? María suelta la mano de la joven para abrazar a la mujer y decirle dulcemente: -No peques con tu pensamiento y con tu lengua. Dar a Dios un hijo no es una desdicha; antes al contrario, es una gran gloria. Un día me dijiste que tu dolor era el haber tenido sólo una hija, porque querrías haber tenido el varón consagrado al Señor. Tú tienes no un varón sino un ángel, un ángel que precederá al Salvador en su triunfo. ¿Y te vas a considerar infeliz? Mi madre, habiéndome concebido en tarda edad, espontáneamente me consagró al Señor desde el primer latido mío que oyó en su seno. Y me tuvo sólo tres años. Y yo tampoco la tuve, sino en mi corazón. Pues bien, su paz al morir fue el haberme dado a Dios… ¡Ánimo, ven al Templo a cantar las alabanzas a Aquel que tanto te ama que ha elegido a tu hija como esposa! Ten una verdadera sabiduría en tu corazón. Verdadera sabiduría es no poner límites a la propia generosidad hacia el Señor. La mujer ha dejado de llorar. Escucha… Luego se decide. Toma el manto y se envuelve en él. Y al pasar por delante de la hija suspira: -Primero la enfermedad, luego el Señor… ¡Se ve que no debía tenerte!… -No, mamá. No digas eso. Nunca me has tenido tanto como ahora. Tú y Dios. Dios y tú. Sólo vosotros, hasta la muerte… – y la abraza dulcemente y le pide: «¡Una bendición, madre! Una bendición… porque he sufrido por tener que hacerte sufrir. Pero Dios me quería así…». Se besan llorando. Luego salen, precedidas por Jesús y María, y cierran la casa; luego se ponen detrás del grupo de las discípulas… -¿Por qué entramos por aquí, Señor? ¿No era mejor entrar por la otra parte? – pregunta Santiago de Zebedeo. -Porque, pasando por aquí, pasamos por delante de la Antonia. -Y esperas… ¡Ten cuidado, Maestro!… El Sanedrín te espía – dice Tomás. -¿Cómo lo sabes? – le pregunta Bartolomé. -Basta reflexionar en el interés de los fariseos para comprender. ¡Me decís que con mil disculpas vienen continuamente a observar lo que hacemos!… ¿Con qué finalidad, si no es buscando de qué acusar al Maestro? -Tienes razón. Entonces es mejor no pasar por delante de la Antonia, Maestro. Si los romanos no te ven, pues mejor. -Y en esta razón está contenido más el asco por ellos que la solicitud por mí, ¿no es verdad, Bartolmái? ¡Qué sabio serías si quitaras de tu corazón estas miserias! – responde Jesús, que sigue de todas formas por su camino sin escuchar a nadie. Para ir a la Antonia tienen que pasar por el Sixto, donde están el palacio de Juana y el de Herodes, poco separados el uno del otro. Jonatán está en la puerta del palacio de Cusa. En cuanto ve a Jesús, da la voz a los de la casa. Sale inmediatamente Cusa y hace una reverencia. Le sigue Juana, ya preparada para unirse al grupo de las discípulas. Cusa habla: -He oído que hoy estarás donde Juana. Concede a tu siervo tenerte como invitado en un banquete. -Sí. Con tal de que me concedas que haga de él un banquete de caridad para los pobres y los infelices. -Como te parezca, Señor. Ordena y haré lo que Tú quieras. -Gracias. La paz sea contigo, Cusa. Juana pregunta: -¿Tienes órdenes para Jonatán? Está a tu disposición. -Las daré cuando vuelva del Templo. Vamos, porque nos esperan. Pasan poco después junto al bonito y cruel palacio de Herodes (cerrado como si estuviera deshabitado). Pasan junto a la Antonia. Los soldados observan el pequeño cortejo del Nazareno. Entran en el Templo. Mientras las mujeres se detienen en la parte inferior, los hombres prosiguen por el lugar concedido a ellos. Llegan así al sitio donde se presenta a los niños y se purifican las mujeres. Un pequeño grupito de gente acompaña a una joven madre y se detiene para cumplir las ceremonias del rito. -¡Un pequeñuelo consagrado a1 Señor, Maestro! – dice Andrés, que observa la escena. -Es, si no me equivoco, la mujer de Cesárea de Filipo, la del castillo. Pasó por delante de mí mientras te esperábamos en la Puerta Dorada – dice Santiago de Alfeo. -Sí. Está también la suegra y el administrador de Felipe. No nos han visto. Pero nosotros los hemos visto a ellos – añade Judas Tadeo. Y Mateo añade: -Y nosotros dos hemos visto a María de Simón con un anciano. Pero Judas no estaba. Parecía muy triste la mujer. Miraba afligida a su alrededor. -Luego la buscaremos. Ahora vamos a orar. Y tú, Simón de Jonás, presenta la ofrenda en el gazofilacio. Por todos. Oran largamente. La gente advierte claramente su presencia y unos a otros se señalan al Maestro. Un breve altercado, del que sobresale la nota aguda de una voz femenina, hace volver la cabeza a los que oran menos recogidos. -¡Si he estado aquí para ofrecer el hijo varón a Dios, puedo quedarme otro poco para ofrecérselo a quien lo salvó para el Señor! – dice la voz aguda. La joven Dorca, implicada en medio, causa de tanto jaleo, rompe a llorar y grita: -¡No le hagáis ningún mal por causa mía! Pero ya algunos exaltados han llegado donde el Señor y le dicen impositivamente: -¡Ven aquí y responde! Los apóstoles y discípulos están agitados de ira y temor. Jesús, sereno y solemne, sigue a los que lo han llamado. -¿Reconoces a esta mujer? – gritan mientras lo empujan al centro del corro que se ha formado alrededor de Dorca, a la que señalan como si fuera una leprosa. -Sí. Es una joven viuda y madre de Cesárea de Filipo. Y ésa es su suegra. Y ése es el administrador del castillo. ¿Y entonces…? -Ella te acusa de que entraste en su habitación mientras se producía el parto. -¡No es verdad, Señor! No he dicho eso. He dicho que me reviviste a mi hijo. ¡Y nada más! Quería rendirte honor, y te he perjudicado. ¡Perdón, perdón! El administrador de Filipo interviene para ayudarla y dice: -No es verdad. Vosotros mentís. La mujer no ha dicho eso, y yo soy testigo y puedo jurarlo; como también que el Rabí no entró en la habitación, sino que obró el milagro desde la puerta. -¡Calla, siervo! -¡No! ¡No callaré! ¡Y se lo diré a Filipo, que venera al Rabí más que vosotros, falsos devotos del Dios altísimo! El altercado pasa de la mujer al terreno religioso y político. Jesús guarda silencio. Dorca llora. Eleazar, el invitado justo del banquete de la casa de Ismael, dice: -Creo que se ha aclarado la duda y no tiene ya objeto la acusación; y que el Rabí, justificado, puede libremente marcharse. -No. Quiero saber si se purificó después de tocar al muerto. ¡Que lo jure por Yeohveh! – grita Jonatán de Uziel. -¡No me purifiqué porque el niño no estaba muerto, sino que sólo tenía dificultad para respirar. -Ah, ahora te va bien decir que no resucitó, ¿eh?! – grita un fariseo. -¿Por qué no haces ostentación como en Quedes? – pregunta otro. -¡No perdamos tiempo en palabras! Vamos a echarlo de aquí y a llevar esta nueva imputación al Sanedrín. ¡Un cúmulo de imputaciones! -¿Qué otra? – pregunta Jesús. -¿Que qué otra! ¡El haber tocado a la leprosa sin purificarte después! ¿Puedes negarlo? ¿Y haber blasfemado en Cafarnaúm, tanto que los más justos te han abandonado? ¿Puedes negarlo? -No niego nada. Pero no tengo pecado, porque tú, Sadoq, tú que acusas, sabes por el marido de Anastática que no estaba leprosa; tú lo sabes, paraninfo del adulterio de Samuel, tú, embustero con él ante el mundo para favorecer la lujuria de un inmundo, dando el nombre de lepra a lo que no era tal, y condenando a una mujer a la tortura que significa el ser llamado «leproso» en Israel, sólo porque eres cómplice del marido culpable. El escriba Sadoq, uno de los que estaban en Yiscala y luego en Quedes, herido en pleno centro, se escabulle sin decir nada más. Le siguen los gritos burlones de la gente. -¡Silencio! Es lugar sagrado – dice Jesús. Y ordena a la mujer y a los que estaban con ella: «Vamos. Venid conmigo a donde me esperan». Y se encamina, severo y majestuoso, seguido por los suyos. Entretanto, la mujer, ante las preguntas de muchos, cuenta una y otra vez, repitiendo siempre: «Mi hijo es suyo y a Él se lo consagro». El administrador se acerca a Jesús y dice: -Maestro, he referido a Filipo el milagro. Me ha enviado para decirte que te estima. Tenlo presente en las insidias de Herodes… y de los otros. Querría ver también él, y oírte. ¿No vienes hoy a su casa? Te acogería con gusto, incluso en la Tetrarquía. -No soy ni un histrión ni un mago. Soy el Maestro de la Verdad. Que venga a la Verdad y no lo rechazaré. Están en el patio de las mujeres. -¡Ahí está! ¡Ahí está! – dicen las discípulas a María, que está preocupada por el retraso. Se reúnen. Jesús quisiera despedirse de los de Cesárea, para ir a buscar a María, madre de Judas; pero Dorca se arrodilla y dice: -Te buscaba yo antes que ella, antes que esa mujer que buscas y que es madre de un discípulo. Te buscaba para decirte: «Este hijo es tuyo. Varón unigénito. Te lo consagro. Tú eres el Dios vivo. Que sea siervo tuvo». -¿Sabes lo que esto significa? Quiere decir consagrar a tu hijo al dolor, perderlo como madre y ganarlo como mártir en el Cielo. ¿Te sientes con fuerzas de ser mártir en tu hijo? -Sí, mi Señor. Mártir me habría hecho su muerte, un martirio de una pobre mujer madre. Por ti seré mártir de forma perfecta, grata al Señor.-¡Pues así sea!… ¡Oh, María de Simón! ¿Cuándo has venido? -Ahora. Con Ananías, un pariente mío… Yo también te buscaba, Señor… -Lo sé. Y había enviado a Judas a decirte que vinieras. ¿No ha ido? La madre de Judas agacha la cabeza, y susurra: -Salí inmediatamente después de él para ir al Getsemaní. ¡Pero ya te habías marchado!… He venido rápidamente al Templo… Ahora te encuentro… A tiempo de oír a esta muchacha, ya madre, ¡y tan dichosa!… ¡Cómo desearía poder decirte sus mismas palabras, Señor, respecto a un Judas recién nacido… lleno de dulzura… como uno de estos corderitos… – y, llorando, señala a los corderitos baladores que van hacia los que los han de inmolar. Se envuelve en el manto para esconder su llanto. -Ven conmigo, madre. Hablaremos en casa de Juana. Este no es el sitio apropiado. Las discípulas toman consigo, en medio de ellas, a María, madre de Judas. El pariente Ananías, por su parte, se mezcla con los discípulos. Entre las discípulas también van Dorca y su suegra. María de Alfeo y Salomé entran en éxtasis haciendo mimos al pequeñuelo. Se encaminan hacia la salida. Pero, antes de llegar, he aquí que un esclavo romano trae una tablilla encerada a Juana, que la lee y responde: -Dirás que sí. Por la tarde en mi casa, en el palacio. Y luego es el gorjeo de Yaia y su madre al ver al Salvador: -¡Ahí está el Donador de la luz! ¡Bendito seas, Luz de Dios! – y están rostro en tierra, felices. La gente se arremolina, pregunta, comprende, aclama. Y luego es el anciano Matías el que venera y bendice (el hombre que ofreció hospedaje en la noche de tormenta a Jesús y a los suyos cerca de Yabés Galaad). Luego es el abuelo de Margziam y los otros campesinos. Jesús, después de hablar con Juana, les dice: «Venid conmigo». Y ya se lo ha dicho a Dorca, a Yaia, a Matías. Pero, cerca de la Puerta Dorada, están Marcos de Josías (el discípulo apóstata) y Judas Iscariote hablando animadamente. Judas ve venir al Maestro y se lo dice a su compañero; éste, cuando tiene a Jesús detrás, se vuelve. Las miradas se entrecruzan. ¡Qué mirada la de Cristo! Pero el otro ya está sordo ante cualquier santo poder. Para huir antes, casi echa a Jesús contra una columna. Y Jesús no reacciona sino diciendo: -¡Marcos, detente! ¡Por piedad de tu alma y de tu madre! -¡Satanás! – grita el otro. Y se marcha. -¡Qué horror! – gritan los discípulos. -¡Maldícelo, Señor! Y el primero en decirlo es Judas Iscariote. -No. Dejaría de ser Jesús… Vamos… -¿Pero cómo, cómo es que se ha vuelto así? ¡Tan bueno como era! – dice Isaac, que parece como traspasado por una flecha de lo apenado que está por el cambio de Marcos. -Es un misterio. ¡Una cosa inexplicable! – dicen muchos. Y Judas de Keriot: -Sí. Le dejaba hablar. Todo una herejía. ¡Pero cómo la dice! Casi te persuade. No era tan sabio cuando era justo. -Debes decir que no estaba tan enajenado cuando estaba endemoniado cerca de Gamala – dice Santiago de Zebedeo. Y Juan pregunta: -¿Por qué, Señor, cuando estaba endemoniado te causaba menos daño que ahora? ¿No puedes curarlo para que no te perjudique? -Porque ahora ha recibido dentro de sí a un demonio inteligente. Antes era una posada tomada por la fuerza por una legión de demonios. Pero faltaba en él el consenso de tenerlos. Ahora su inteligencia ha querido a Satanás, y Satanás ha puesto en él una fuerza demoníaca inteligente. Contra esta segunda posesión nada puedo. Debería violentar la voluntad libre del hombre. -¿Sufres, Maestro? -Sí. Son mis angustias… mis derrotas… Y si me aflijo es porque son almas que se pierden. Sólo por esto. No por el mal que me hacen a mí. Estando todos parados, a la espera de que el camino quede libre de un atasco de gente y caballerías, forman corrillo. La mirada de la madre de Judas es de una potencia tal, que su hijo le pregunta: -¡Pero bueno!, ¿qué te pasa? ¿Es la primera vez que ves mi cara? Tú es que estás enferma. Tengo que llevarte al médico… -¡No estoy enferma, hijo! ¡Ni es la primera vez que te veo! -¿Y entonces? -Entonces… nada. Lo único es que quisiera que no merecieras jamás estas palabras del Maestro. -Yo ni lo abandono ni lo acuso. ¡Soy su apóstol! Reanudan la marcha, hasta que Jesús se detiene para saludar a Juana y a las discípulas que van con Juana a su casa. Los hombres, todos, van al Getsemaní. -Podíamos haber ido todos allá. Hubiera querido ver lo que decía Elisa – masculla Pedro. -Lo verás. Porque será hoy cuando sepa, y de mi boca, que a Anastática se la confío a ella. -¿Y esta noche banquete? -Sí. Ya he dicho a Juana lo que debe hacer. -¿Qué debe hacer? ¿Cuándo se lo has dicho? – pregunta más de uno.