El Iscariote, con sus malos humores, ocasiona la lección sobre los deberes y los siervos inútiles.
Y así el guijarral se ve blanco en la noche sin luna, pero clarísima por millares de estrellas, grandes, inverosímilmente grandes estrellas de cielo de Oriente. No es luz intensa como la de la Luna, pero es una fosforescencia delicada que permite, a quien tiene la vista acostumbrada a la oscuridad, ver por dónde camina y lo que le rodea. Aquí, a la derecha de los caminantes, que suben hacia el norte siguiendo el curso del río, la suave luminosidad estelar muestra el límite vegetal hecho de cañedos, de sauces y luego de árboles altos, y, dado que la luz es muy leve, parece formar un muro compacto, continuo, sin interrupción, sin posibilidad de penetración, apenas roto en el lugar en que el lecho de un riachuelo o torrente, completamente secos, coloca una raya blanca que se adentra hacia oriente y desaparece en la primera curva del minúsculo afluente ahora seco. A la izquierda, sin embargo, los caminantes disciernen el brillo de las aguas que descienden hacia el Mar Muerto, borbollando, suspirando, susurradoras, tranquilas, serenas. Y entre la línea brillante de las aguas de color añil, en la noche, y la masa negro-opaca de hierbas, arbustos y árboles, se extiende la cinta clara del guijarral, a veces más ancha, a veces más estrecha, a veces interrumpida por una minúscula balsa – residuo de la pasada avenida -, todavía con un poco de agua en curso de reabsorción, y donde forman aún mata verde las hierbas, que en otras partes están resecas en la sequedad del guijarral, sin duda ardiente en las horas de sol.
Los apóstoles se ven obligados – por estas pequeñas balsas, o también por marañas de juncos secos, pero peligrosos como cuchillos para el pie sólo semicubierto por las sandalias – a separarse de vez en cuando, para juntarse de nuevo luego en torno a su Maestro, que va siempre majestuoso, generalmente callado, con su paso largo, levantando la mirada hacia las estrellas más que inclinándola hacia el suelo. Los apóstoles no, no callan; hablan entre sí, recapitulando los hechos de la jornada, sacando las conclusiones de éstos o previendo su futuro desarrollo. Alguna rara palabra de Jesús, la mayoría de las veces dicha para responder a una pregunta directa o para corregir alguna ponderación errada o no caritativa, se intercala en la parlería de los doce. Y el camino continúa en la noche, ritmando el silencio nocturno con un elemento nuevo en esas regiones desiertas: las voces humanas y el triscar de los pasos. Y se callan los ruiseñores entre las frondas, asombrados de que sonidos disonantes y ásperos se mezclen, turbadores, con el habitual rumor de las aguas y las brisas, habituales acompañamientos de sus solos virtuosos.
Pero una pregunta directa, que no tiene que ver con lo que ha pasado, sino con lo que ha de suceder, va a romper, con la violencia de una rebelión, además de con el tono más agudo de las voces agitadas por indignación o ira, la paz (no sólo la de la noche, sino también la más íntima de los corazones). Felipe pregunta si y dentro de cuántos días estarán en sus casas. Una latente necesidad de descanso, un no dicho pero sí implícito deseo de afectos familiares están presentes en la sencilla pregunta del apóstol ya entrado en años, que es marido y padre además de apóstol, que tiene intereses de que ocuparse…
Jesús siente todo esto y se vuelve a mirar a Felipe, se detiene para esperarlo, pues Felipe va un poco más atrás, con Mateo y Natanael. Cuando lo tiene a su lado, lo coge con un brazo mientras le dice:
-Pronto, amigo mío. Pero pido a tu bondad todavía otro pequeño sacrificio, a no ser que quieras separarte antes de mí… -¿Yo? ¿Separarme? ¡Jamás!
-Entonces… te tengo todavía un poco de tiempo lejos de Betsaida. Quiero ir a Cesárea Marítima pasando por Samaria. A1 regreso iremos a Nazaret y estarán conmigo los que no tienen familia en Galilea. Luego, después de un poco, os alcanzaré en Cafarnaúm… Y allí os evangelizaré, para haceros aún más aptos. Pero si crees que tu presencia en Betsaida es necesaria… vete si quieres, Felipe. Nos encontraremos allá…
-No, Maestro. ¡Es más necesario estar contigo! Pero… Es dulce la casa… y las hijas… Pienso que no las tendré mucho conmigo en el futuro… y quisiera gozar un poco de su casta dulzura. Pero si debo elegir entre ellas y Tú, te elijo a ti… y por más de un motivo… – termina, suspirando, Felipe.
-Y haces bien, amigo. Porque Yo te seré arrebatado antes que tus hijas…
-¡Maestro! … – dice con pena el apóstol.
-Así es, Felipe – termina Jesús, y besa al apóstol en la sien.
Judas Iscariote, que ha estado barbotando entre dientes desde que Jesús ha nombrado Cesárea, alza la voz, como si ver el beso dado a Felipe le hiciera perder el control de sus acciones. Y dice:
-¡Cuántas cosas inútiles! ¡Verdaderamente no sé qué necesidad hay de ir a Cesárea! – y lo dice con una impetuosidad llena de bilis; parece como si quisiera decir implícitamente: «y Tú que vas eres un necio».
-No eres tú quien tiene que juzgar sobre las necesidades de las cosas que hacemos, sino el Maestro – le responde Bartolomé.
-¿Sí, eh? ¡Casi como si Él viera claras las necesidades naturales!
-¡Oye! ¿Estás sano o estás loco? ¿Sabes de quién hablas? – le pregunta Pedro meneándole por un brazo. -No estoy loco. Soy el único que tiene el cerebro sano. Y sé lo que digo.
-« ¡Pues vaya cosas que dices tú!», « ¡Ruega a Dios que no te lleve la cuenta de ellas!», « ¡La modestia no es amiga tuya!», «Se diría que tienes miedo de que, yendo a Cesárea, se te pueda conocer por lo que eres» – dicen juntos y respectivamente Santiago de Zebedeo, Simón Zelote, Tomás y Judas de Alfeo.
Judas Iscariote se vuelve contra este último:
-No tengo nada que temer y vosotros no tenéis nada que conocer. Lo que sucede es que estoy cansado de ver que se pasa de un error a otro y nos destruimos. Choques con los ancianos, disputas con los fariseos. Ahora nos faltan los romanos…
-¿Cómo? ¿Pero si hace apenas dos lunas que estabas exaltado de alegría, estabas seguro, estabas, estabas, estabas… todo estabas, porque tenías por amiga a Claudia! – observa con ironía Bartolomé, el cual, siendo el más… intransigente, es el que si no se rebela contra los contactos con los romanos es sólo por obediencia al Maestro. Judas enmudece un momento, porque la lógica de la irónica pregunta es evidente, y, so pena de aparecer ilógico, uno no puede contradecir lo que ha dicho antes. Pero luego se recobra:
-No digo esto por los romanos. Me refiero a los romanos como enemigos. Ellas, porque en el fondo no son más que cuatro mujeres romanas, cuatro, cinco, seis como mucho, ellas nos han prometido ayuda y nos la darán. Pero lo que pasa es que ello aumentará el odio de sus enemigos, y Él no lo comprende y…
-Su odio es completo, Judas. Y tú lo sabes como Yo, e incluso mejor que Yo – dice con serenidad Jesús, recalcando la palabra «mejor».
-¿Yo? ¿Yo? ¿Qué quieres decir? ¿Quién sabe las cosas mejor que Tú?
-Acabas de decir que sólo tú conoces las necesidades y el cómo comportarse en ellas… – le rebate Jesús. -Pero para las cosas naturales. Yo digo que conoces las cosas espirituales mejor que nadie.
-Eso es verdad. Pero precisamente por eso te decía que conoces mejor que Yo las cosas – feas si quieres, degradantes si quieres – naturales, como el odio de mis enemigos, como sus propósitos…
-¡Yo no sé nada! Nada sé yo. Lo juro por mi alma, por mi madre, por Yeohveh…
-¡Basta! Está escrito que no se ha de jurar – dice con tono tajante Jesús, con una severidad que parece endurecerle hasta los rasgos del rostro dándole perfección de estatua.
-Bueno, pues no juraré. Pero me será lícito decir, porque no soy un esclavo, que no es necesario, que no es útil, es más, que es peligroso ir a Cesárea, hablar con las romanas…
-¿Y quién te dice que va a ser así? – pregunta Jesús.
-¿Quién? ¡Hombre, pues todo! Tú tienes necesidad de asegurarte de una cosa. Estás siguiendo las huellas de una… – se para, porque comprende que la ira le hace hablar demasiado. Luego continúa: «Y yo te digo que deberías pensar también en nuestros intereses. Nos has arrebatado todo. Casa, ganancias, afectos, tranquilidad. Somos gente perseguida por causa tuya y lo seguiremos siendo después. Porque Tú – lo dices de todos los modos – un buen día de marcharás. Nosotros, sin embargo, nos quedamos. Y nos quedaremos destruidos, y nosotros…
-Tú no serás perseguido cuando Yo ya no esté entre vosotros. Esto te lo digo Yo, que soy la Verdad. Y te digo que he tomado lo que espontánea e insistentemente me habéis dado. Así que no puedes acusarme de haberos arrebatado violentamente ni un solo cabello de los que se os caen cuando os peináis. ¿Por qué me acusas?
Jesús está ya menos severo, muestra ahora una tristeza deseosa de reconducir a la razón con dulzura, y creo que esta misericordia suya, tan plena, tan divina, es freno para los demás, que no la tendrían, no, hacia el culpable.
Judas también siente esto, y, con una de esas bruscas mudanzas de su alma atrapada entre dos fuerzas contrarias, se arroja al suelo y se golpea la cabeza y el pecho y grita:
-Porque soy un demonio. Un demonio soy yo. ¡Sálvame, Maestro, como salvas a tantos endemoniados! ¡Sálvame! ¡Sálvame!
-No esté inerte tu voluntad de ser salvado.
-La hay. Ya lo ves. Quiero ser salvado.
-Por mí. Pretendes que Yo haga todo. Pero Yo soy Dios y respeto tu libre arbitrio. Te daré las fuerzas para llegar a «querer». Pero querer no ser esclavo debe venir de ti.
-¡Lo quiero! ¡Lo quiero! ¡Pero no vayas a Cesárea! ¡No vayas! Escúchame a mí como escuchaste a Juan cuando querías ir a Acor. Tenemos todos los mismos derechos. Te servimos todos igualmente. Tienes la obligación de complacernos por lo que hacemos… ¡Trátame como a Juan! ¡Lo quiero! ¿Qué hay de distinto entre yo y él?
-¡El corazón! Mi hermano no habría hablado jamás como tú hablas. Mi hermano no…
-Silencio, Santiago. Hablo Yo. Y a todos. Y tú levántate y compórtate como un hombre, como Yo te trato, no como un esclavo lastimero a los pies de su amo. Sé hombre, puesto que tanto te importa ser tratado como Juan, el cual, en verdad, es más que un hombre, porque es casto y está saturado de Caridad. Vamos. Es tarde. Y al alba quiero pasar el río. A esa hora regresan los pescadores que han retirado las nasas y es fácil encontrar un bote para cruzar el río. La Luna en sus últimos días eleva cada vez más su arco fino, así que podemos, con su mayor luz, caminar más de prisa.
Oíd. En verdad os digo que ninguno debe gloriarse de cumplir con el propio deber y exigir por ello, que es una obligación, especiales favores.
Judas ha recordado que me habéis dado todo. Y me ha dicho que por ello tengo el deber de complaceros a cambio de lo que hacéis. Pero, considerad esto. Entre vosotros hay pescadores, propietarios de tierras, más de uno que tiene un obrador, y el Zelote que tenía un criado. Ahora bien, cuando los mozos de la barca, o los hombres que como subalternos os ayudaban en el olivar, en la viña o en los campos, o los aprendices del obrador, o simplemente el criado fiel que cuidaba la casa y la mesa, terminaban sus trabajos, ¿acaso os poníais vosotros a servirlos? ¿Y no es así en todas las casas e incumbencias? ¿Qué hombre que tiene un siervo arando o apacentando, o un obrero en el obrador, dice a éste cuando termina el trabajo: «Ve inmediatamente a la mesa»? Ninguno. Más bien, sea que vuelva de los campos, sea que haya dejado las herramientas del trabajo, todo patrón dice: «Hazme de comer, límpiate, y, con túnica limpia y ceñida, sírveme mientras yo como y bebo. Después comerás y beberás tú». Y no se puede decir que ello sea dureza de corazón. Porque el siervo debe servir a su señor, y éste no le queda deudor porque el siervo haya hecho lo que por la mañana el señor había ordenado. Porque, si es verdad que el señor
tiene el deber de ser humano con el propio siervo, así el siervo tiene el deber de no ser holgazán y dilapidador, sino de cooperar al bienestar de su señor, que lo viste y le da de comer. ¿Soportaríais vosotros que vuestros mozos de barca, los campesinos, los obreros, el criado de casa, os dijeran: «Sírveme porque he trabajado»? No creo.
Así también vosotros, mirando a lo que habéis hecho y hacéis por mí – y, en el futuro, mirando a lo que haréis para continuar mi obra y seguir sirviendo a vuestro Maestro – debéis decir siempre, porque veréis también que habréis hecho siempre mucho menos de cuanto era justo hacer para estar nivelados con la mucha ayuda recibida de Dios: «Somos siervos inútiles, porque no hemos hecho sino nuestro deber». Si razonáis así, veréis como no sentiréis ya más surgir en vosotros ni exigencias ni malos humores, y obraréis con justicia.
Jesús calla. Todos reflexionan.
Pedro choca a Juan con el codo, que reflexiona teniendo sus ojos zarcos fijos en las aguas, las cuales del color añil pasan a un plata azul por el toque de la Luna, y le dice:
-Pregúntale cuándo uno hace más de su deber. Quisiera llegar a hacer más de mi deber, yo…
-Yo también, Simón. Estaba pensando precisamente en esto – le responde Juan con su hermosa sonrisa en los labios, y pregunta con voz fuerte: «Maestro, dime: ¿el hombre siervo tuyo no podrá nunca hacer más de su deber, para decirte con este «más» que te ama completamente?».
-Niño, Dios te ha dado tanto que, por justicia, todo heroísmo tuyo sería siempre poco. Pero el Señor es tan bueno, que mide lo que le dais no con su medida infinita. Lo mide con la medida limitada de la capacidad humana. Y, cuando ve que habéis dado sin parsimonia, con una medida colmada, rebosante, generosa, entonces dice: «Este siervo mío me ha dado más de cuanto era su deber. Por eso le daré la sobreabundancia de mis premios».
-¡Oh! ¡Qué feliz me siento! Entonces te voy a dar medida rebosante para recibir esta sobreabundancia! – exclama Pedro. -Sí. Me darás esa medida. Vosotros me la daréis. Todos los que son amantes de la Verdad, de la Luz, me la darán. Y conmigo serán sobrenaturalmente felices.