El anciano sacerdote Matán acogido con los apóstoles y discípulos que han huido del Templo.
Pedro entra y cae en el mismo estado de abatimiento en que cayó en el Jordán después de vadear en Betabara: se relaja derrengado en el primer asiento que encuentra y mete la cabeza entre las manos. Los otros no están tan abatidos. Pero turbados, pálidos, yo diría: desconcertados, lo están todos; unos más, otros menos. Los hijos de Alfeo, Santiago de Zebedeo y Andrés no responden casi al saludo de José de Seforí y de la mujer de éste (la cual llega con una anciana criada y con pan caliente y alimentos varios). Margziam presenta signos de haber llorado. Isaac acude hacia Jesús y le toma la mano y se la acaricia susurrando: -Igual que en la noche de la matanza… Y otra vez salvo. ¡Oh, mi Señor, hasta cuándo? ¿Hasta cuándo podrás salvarte? Éste es el grito que abre las bocas, y todos, confusamente, hablan, refiriendo los maltratos, las amenazas, los miedos sufridos… Otro golpe en la puerta. -¿Oye no nos habrán seguido? ¡Ya había dicho yo que viniéramos en pequeños grupos!… – dice Judas Iscariote. –Hubiera sido mejor, sí. Los tenemos siempre pisándonos los talones. Pero ya… – dice Bartolomé. José, aunque con pocas ganas, va personalmente a mirar por el ventanillo mientras su mujer dice: -Desde la terraza podéis bajar a las cuadras y de allí al huerto de atrás. Os lo voy a mostrar… Pero, mientras se encamina, su marido exclama: -¡El Anciano José! ¡Qué honor! – y abre la puerta y deja entrar a José de Arimatea. -Paz a ti, Maestro. Estaba y he visto… Saliendo yo del Templo profundamente asqueado, Manahén me ha encontrado. Y no poder intervenir, no poder hacerlo, para serte más útil y… ¡Oh!, ¿estás también tú aquí, Judas de Keriot? Tú podrías hacerlo, tú que eres amigo de tantos. ¿No sientes el deber de hacerlo, tú que eres su apóstol? -Tú eres discípulo… -No. Si lo fuera, lo seguiría como le siguen otros. Soy un amigo suyo. -Es lo mismo. -No. También Lázaro es amigo suyo, y no querrás decir que es discípulo… -En el alma, sí. -Todos los que no son diablos son discípulos de su palabra, porque la sienten palabra de Sabiduría.La pequeña disputa entre José y Judas de Keriot se agota, mientras José de Seforí, comprendiendo ahora -no antes- que algo malo ha sucedido, pregunta a éste o a aquél con interés y muestras de dolor. -¡Hay que decírselo a José de Alfeo! ¡Eso hay que decirlo! Y encargaré… ¿Qué quieres, José? – pregunta, volviéndose al Anciano, que le ha tocado el hombro para preguntarle algo. -Nada. Sólo quería felicitarte por tu buen aspecto. Éste es un buen israelita. Fiel y justo en todo. ¡Sí, yo lo sé! De él se puede decir que Dios lo ha probado y conocido… Otra llamada a la puerta. Los dos José se dirigen juntos hacia ella para abrirla, y veo que José de Arimatea se inclina para decirle al oído algo al otro, que reacciona con un gesto de viva sorpresa y se vuelve un momento a mirar hacia los apóstoles. Luego abre la puerta. Nicodemo y Manahén entran, seguidos de todos los pastores-discípulos presentes en Jerusalén, o sea, de Jonatán y de los que fueron discípulos de Juan el Bautista. Luego, con ellos, está el sacerdote Juan junto con otro muy anciano, y Nicolái. Y, al final de todos, Nique con la jovencita que le ha sido confiada por Jesús, y Analía con su madre. Se quitan el velo que esconde sus caras y aparecen sus rostros turbados. -¡Maestro! ¿Pero qué te está sucediendo? Lo he sabido… antes por la gente que por Manahén… La ciudad está llena de estas voces, como una colmena de zumbidos. Y los que te aman te buscan con solicitud en los lugares donde piensan que estás. Claro, también han ido a tu casa, José… Yo misma estaba yendo a las casas de Lázaro… ¡Esto es demasiado! ¿Cómo te has salvado? -La Providencia ha velado en defensa de mí. No lloren las discípulas; antes bien, bendigan al Eterno y fortalezcan el propio corazón. Y, a todos vosotros, gracias y bendiciones. No está del todo muerto el amor en Israel. Y ello me consuela. -Sí. Pero no vayas más al Templo, Maestro. Durante mucho no vayas. ¡No vayas! Las voces son unánimes al decir estas palabras, y el angustioso «no vayas» retumba entre las robustas paredes de la vieja casa con voz de suplicante advertencia. El pequeño Marcial, escondido en alguna parte, siente ese rumor y, curioso, acude y mete la carita en la fisura de la cortina. Y al ver a María va donde ella y se refugia entre sus brazos por temor a la reprensión de José de Seforí. Pero José está demasiado intranquilo y ocupado en escuchar a uno o a otro, en aconsejar, en aprobar, etc. como para ocuparse de él, y lo ve sólo cuando el niño -al que la anciana María ha dicho algo- va donde Jesús y, echándole los brazos al cuello, lo besa. Jesús le coge con un brazo y lo arrima a sí, mientras responde a los muchos que le dicen lo que creen que sea mejor hacer. -No. No me muevo de aquí. A casa de Lázaro, que me esperaba, id vosotros a decir que no puedo. Yo, galileo y amigo de años de la familia, me quedo aquí hasta el ocaso de mañana. Y luego… pensaré a dónde ir… -Siempre dices esto, y luego vuelves allá. Pero ya no te dejaremos ir. Yo al menos. Verdaderamente te he creído perdido… – dice Pedro, y dos lágrimas se le forman de nuevo en la comisura de sus ojos abombados. -Nunca he visto una cosa así. Y ya basta. Esto me ha hecho decidirme. Si no me rechazas… Estoy ya demasiado viejo para el altar, pero para morir por ti valgo todavía. Y moriré, si hace falta, entre el vestíbulo y el altar, como el sabio Zacarías; o como Onías, defensor de1 Templo y del Tesoro (2 Crónicas 24, 17-22; 2 Macabeos 4, 30-35) , moriré fuera del sagrado recinto al que he consagrado mi vida. ¡Pero Tú me abrirás un lugar más santo! ¡No, no puedo seguir viendo la abominación! ¿Por qué mis viejos ojos han tenido que ver tanto? ¡La abominación vista por el Profeta (Daniel 9, 27; 11, 31; 12, 11) está ya dentro de los muros, y sube, sube como un movimiento de aguas que la riada empuja para sumergir a una ciudad! ¡Sube, sube! Invade los patios y los pórticos, supera los escalones, penetra más adelante. ¡Sube! ¡Sube! ¡Choca ya contra el Santo! ¡La ola fangosa lame ya las piedras que pavimentan el sagrado lugar! ¡Ensombrece los exquisitos colores! ¡Ensucia ya el pie del Sacerdote! ¡Moja la túnica! ¡Empapa el efod! ¡Vela las piedras del racional y ya no se pueden leer las palabras! ¡Oh! ¡Oh! Las ondas de la abominación suben hasta el rostro del Sacerdote Sumo y lo embadurnan, y la Santidad del Señor está debajo de una costra de fango, y la tiara es como un tejido caído en un pantano lodoso. ¡Fango! ¡Fango! ¿Pero sube desde fuera, o es que desde lo alto del Moria rebosa y cae sobre la ciudad y sobre todo Israel? ¡Padre Abraham! ¡Padre Abraham! ¿No querías encender allí el fuego del sacrificio (Génesis 22, 1-18) para que resplandeciera el holocausto del corazón fiel? ¡Ahora, donde debía haber fuego, brota lodo a borbotones! Isaac está en medio de nosotros y el pueblo lo inmola. Pero si pura es la Víctima… si pura es la Víctima… emponzoñados están los sacrificadores. ¡Anatema sobre nosotros! ¡Encima del monte el Señor verá la abominación de su pueblo!… ¡Ah! – y el viejo, que está con el sacerdote Juan, cae abatido al suelo, se cubre la cara y rompe en un desolado llanto de anciano. -Te lo traía… Hace mucho que quiere… Pero hoy, después de lo que ha visto, nadie podía retenerlo… El anciano Matán (o Natán) tiene frecuentemente espíritu profético, y si bien la vista de sus pupilas se vela cada vez más, la de su espíritu cada vez más se ilumina. Acepta a mi amigo, Señor – dice el sacerdote Juan. -No rechazo a nadie. Álzate, sacerdote, y alza el espíritu. En lo alto no hay fango. Y el fango no toca a quien sabe estar arriba. El viejo se alza (pero, lleno de reverencia, antes de hacerlo, toma el borde extremo de la túnica de Jesús y lo besa). Las mujeres, especialmente Analía, todavía lloran en su velo, conmovidas. Las palabras del anciano aumentan su llanto. Jesús las llama y ellas, desde su rincón, van cabizbajas hasta el Maestro. Si Nique y la madre de Analía saben reprimir el llanto y tenerlo casi escondido, la joven discípula solloza abiertamente, sin contención respecto a quienes la observan no con el mismo sentimiento. -Perdónala, Maestro. Te debe la vida y te ama. No soporta pensar que te dañen. Y además se ha quedado tan… sola y tan… triste después de que… – dice la madre. -¡No, no es por eso! ¡No, no es por eso! ¡Señor! ¡Maestro! ¡Salvador mío! Yo… Yo… – Analía no logra hablar, parte por los sollozos, parte por vergüenza, o por otros motivos.-Ha temido represalias porque es discípula. Sin duda es por eso. Muchos se marchan por ese motivo… – dice Judas Iscariote. -¡No! ¡Menos todavía por eso! Tú no comprendes nada, hombre, o es que prestas tu pensamiento a otros. Pero Tú, Señor, sabes por qué lloro. Mi temor ha sido que hubieras muerto y que no te hubieras acordado de la promesa… – termina en suspiro, después de haber dicho con fuerza las primeras palabras, al rebelarse a la insinuación de Judas. Jesús le responde: -Nunca olvido. No temas. Ve a tu casa tranquila a esperar la hora de mi triunfo y de tu paz. Ve. De un momento a otro se pondrá el sol. Retiraos, mujeres. Y la paz sea con vosotras. -Señor, no querría dejarte… – dice Nique. -La obediencia es amor. -Es verdad, Maestro. ¿Pero por qué no yo también como Elisa? -Porque tú me eres útil aquí como ella en Nob. ¡Ve, Nique, ve! Que algunos hombres acompañen a las mujeres para que no sean importunadas. Manahén y Jonatán se preparan a obedecer. Pero Jesús para a Jonatán preguntándole: -¿Entonces vuelves a Galilea? -Sí, Maestro. El día después del sábado. Me manda mi patrón. -¿Tienes sitio en el carro? -Voy solo, Maestro. -Entonces llevarás contigo a Margziam y a Isaac. Tú, Isaac, sabes lo que debes hacer; y tú también, Margziam… -Sí, Maestro – responden los dos, Isaac con su pacífica sonrisa, Margziam con un temblor de llanto en la voz y en los labios. Jesús lo acaricia y Margziam, olvidando todo comedimiento, se deja caer sobre su pecho y dice: -¡Dejarte… ahora que te persiguen todos!… ¡Oh, Maestro mío! ¡No volveré a verte!… Has sido todo mi Bien. ¡Todo he encontrado en ti!… ¿Por qué me mandas irme? ¡Déjame morir contigo! ¿Qué crees que me importe ya la vida, si no te tengo a ti? -Te digo a ti lo que le he dicho a Nique. La obediencia es amor. -¡Me voy! ¡Bendíceme, Jesús! Jonatán se marcha con Manahén, con Nique y las otras tres mujeres. También los otros discípulos se marchan en pequeños grupos. Sólo cuando la habitación -antes muy llena- casi se vacía, se nota la falta de Judas de Keriot. Y muchos se sorprenden, porque estaba allí poco antes y no ha recibido ningún encargo. -Habrá ido a comprar para nosotros – dice Jesús para impedir comentarios, y sigue hablando con José de Arimatea y Nicodemo, que son los únicos que, junto con los once apóstoles y Margziam, se han quedado. Margziam está al lado de Jesús con la avidez de disfrutar de Él estas últimas horas. Así, Jesús está entre Margziam, jovencito, Marcial, niño, morenitos, delgaditos, igualmente infelices en su niñez e igualmente recogidos en nombre de Jesús por dos buenos israelitas. José de Seforí y su esposa se han eclipsado prudentemente para dejar libre al Maestro. Nicodemo pregunta: -¿Quién es este niño? -Es Marcial. Un niño que José ha tomado como hijo. -No lo sabía. -Nadie, o casi nadie, lo sabe. -Muy humilde, ese hombre. Otro habría sacado a relucir su acción – observa José. -¿Tú crees?… Marcial, ve a enseñarle la casa a Margziam… – dice Jesús. Y, una vez que los dos se han marchado, sigue hablando: -Estás en un error, José. ¡Qué difícil es juzgar con justicia! -Pero, Señor, recoger a un huérfano, porque está claro que es un huérfano, y no jactarse de ello, es humildad. -El niño, lo dice su nombre, no es de Israel… -¡Ah, ahora entiendo! Hace bien entonces en tenerlo oculto. -Pero ha sido circuncidado… -No importa… Ya sabes… También Juan de Endor estaba circuncidado… y fue para ti ocasión de censura. José, que además es galileo, podría tener problemas, a pesar de la circuncisión. Hay muchos huérfanos también en Israel… La verdad es que con ese nombre… y con el aspecto… -¡Hay que ver: sois todos «Israel», incluso los mejores; incluso cuando hacéis el bien no comprendéis y no sabéis ser perfectos! ¿No entendéis todavía que Uno solo es el Padre de los Cielos, y que todas las criaturas son hijas suyas? ¿No entendéis todavía que el hombre puede recibir un único premio o un único castigo, que sean verdaderamente premio o castigo? ¿Por qué haceros esclavos del miedo a los hombres? ¡Ah!, esto es el fruto de la corrupción de la Ley divina, tan trabajada, tan oprimida por leyezuelas humanas, que se llega a ofuscar y a oscurecer incluso el pensamiento del justo que la practica. ¿Acaso en la Ley mosaica -y, por tanto, divina-, o en la premosaica -únicamente moral, o surgida por inspiración celeste- está escrito que el que no era de Israel no podía entrar a formar parte de él? ¿No se lee en el Génesis (Génesis 17, 12): «Cumplidos ocho días, todo niño varón que esté entre vosotros sea circuncidado; tanto el nacido en casa como el comprado, aunque no sea de vuestra estirpe, sea circuncidado»? Esto estaba escrito. Cualquier otro añadido es vuestro. Se lo he dicho a José y os lo digo a vosotros. Pronto ya no tendrá excesiva importancia la circuncisión antigua. Una nueva, y más verdadera, será aplicada, y en parte más noble. Pero mientras la primera siga, y vosotros, por fidelidad al Señor, la apliquéis al varón nacido de vosotros, o adoptado por vosotros, no os avergoncéis de haberlo hecho en carne de otra estirpe. La carne es del sepulcro, el alma es de Dios. Se circuncida la carne al no poder circuncidar lo que es espiritual. Pero la señal santa resplandece en el espíritu. Y el espíritu es del Padre de todos los hombres. Meditad en esto. Un momento de silencio. Luego José de Arimatea se levanta y dice: -Me marcho, Maestro. Ven mañana a mi casa. -No. Es mejor que no vaya. -Entonces a la mía, a la casa que está en el camino que del monte de los Olivos va hacia Betania. Allí hay paz y… -Tampoco. Iré al monte de los Olivos. Para orar… Mi espíritu busca soledad. Os ruego que me consideréis disculpado. -Como quieras, Maestro. Y… no vayas al Templo. La paz a ti. -La paz a vosotros. Los dos se marchan… -¡Yo quisiera saber a dónde ha ido Judas! – exclama Santiago de Zebedeo. -Yo diría que donde los pobres. -¡Pero está aquí la bolsa! -No haced caso… Vendrá… Vuelve María de José con unas lámparas, porque la luz ya no rompe el espesor de la plancha de mica puesta como lucernario en la espaciosa habitación. Y vuelven los dos chicos. -Estoy contento de dejarte con uno que tiene casi mi nombre. Así, cuando lo llames a él, te acordarás de mí – dice Margziam. Jesús lo estrecha contra sí. Vuelve también Judas -le ha abierto la criada-. Entra seguro de sí, sonriente, atrevido. -Maestro, quería ver… La tempestad está calmada. He acompañado a las mujeres… ¡Qué miedosa esa jovencita! No te he dicho nada porque me lo habrías impedido, y quería ver si había peligro para ti. Pero ya ninguno piensa en ello. El sábado vacía las calles. -Bueno, bien. Ahora vamos a estar aquí en paz y mañana… -¡No querrás ya ir al Templo! – gritan los apóstoles. -No. A nuestra sinagoga, donde hay buenos galileos fieles.