El anciano Ananías, guardián de la casita de Salomón.
La casita de Salomón – la que vi sin saber quién era su propietario, en Marzo de 1944, en la visión de la resurrección de Lázaro – es una de las últimas de la única calle, que acaba en el río, de este pueblecito pobre y apartado. Un pueblecito de barqueros. Sus casitas más… ricas están dispuestas a lo largo de esta callecita polvorienta: las otras, esparcidas a la buena de Dios entre los árboles de las orillas. Verdaderamente no son muchas – no creo que lleguen a cincuenta -, y tan pequeñas que cabrían todas en uno de esos bloques de viviendas proletarias de las grandes ciudades actuales. Ahora la primavera les da una apariencia menos mísera, porque las decora con su frescura, y hay guirnaldas de convólvulos, o festones de vides, o un franco reír de flores amarillas de calabaza, en las rudimentarias estacadas que señalan las propiedades, en las orillas de los techos, u orlando las puertas de las casas, y no falta alguna rosa como desorientada, ella bella en medio de cestas y redes, en medio del dorado de la mostaza en flor, en medio del humilde cimbreo de las primeras vainas de las legumbres. La calle también parece menos fea, porque el cañaveral del fondo no tiene sólo las cuentas duras de los nudos polvorientos, sino que se adorna con los penachos de las heleocarias, y, entre las cintas de las hojas de las cañas, eleva los cuchillos de los gladios silvestres, que lucen las multicolores mazorcas de sus flores, mientras los sutiles zarcillos de tallito filiforme abrazan en espiral nudos y cañas y en cada giro ponen el cáliz delicadísimo de su florecilla de un color rosa lila tenuísimo. Y pájaros, a miríadas, se requieren de amores entre los cañizares, coqueteando en lo alto de las cañas, acunándose colgados de los zarcillos, poniendo trinos y colores entre el verdor de las orillas palustres. Jesús empuja la tosca cancilla, pequeña, que introduce en una huertecilla o patio. La verdad es que, si era una huerta, ahora es un revoltijo agreste de hierbas crecidas de nuevo; y, si era un patio, es igualmente un lío de yerbajos sembrados por los vientos. Sólo algunas calabazas han mostrado inteligencia, agarrándose a la única planta de vid y a la higuera, y subiendo a poner las bocas rientes de sus flores al lado de los racimos en miniatura de la vid o al lado de las tiernas hojas de la higuera, las cuales en su base, en la concavidad del pecíolo, tienen la yema dura de los higos-flor apenas formados. Las ortigas martirizan los pies desnudos, tanto que Pedro y Tomás, recogidos dos remos carcomidos, se lían a abatir las irritantes plantas para disminuir su veneno. Entretanto, Santiago y Juan tratan de hacer funcionar la gran cerradura oxidada, y, conseguido su objetivo, abren la tosca puerta y entran en una habitación-cocina que huele fuertemente a moho y a cerrado. Polvo y telarañas decoran las paredes; una basta mesa, unos bancos y otros asientos, una repisa, son su mobiliario; dos puertas se abren en una de las paredes. Pedro explora… -Aquí hay un cuarto pequeño con una cama sola. Buena para Jesús… ¿Y aquí? ¡Ah! ¡Ya! Esto es la despensa, el trastero, el granero y la ratonera… ¡Fíjate qué carreras de ratones! Han roído todo en estos meses. Pero ahora voy a arreglaros yo, no lo dudéis. Maestro… ¿podemos movernos aquí como si fuéramos los amos? -Eso dijo Salomón. -¡Muy bien! ¡Venga, hermano, y tú, Santiago! Venid aquí a cerrar todos los agujeros. Y Tú, Mateo, con Judas, métete en la puerta, y estáte atento a que no salga ni un solo ratón. Imagínate que eres todavía el amable recaudador de Cafarnaúm. Entonces no se te escapaba ni un solo cliente, ni aunque se hiciera ligero como una lagartija cuando se despierta… Y vosotros id a la huerta a recoger la mayor cantidad que podáis de yerbajos y traedlos aquí. Y tú, Maestro, ve… donde quieras, mientras… yo arreglo a estos diablos inmundos que han destrozado estas cómodas redes y se han comido la quilla entera de una barca… Y mientras habla amontona maderas roídas, pedazos de red reducida a estopa, haces de leña… todo en medio de la habitación, y, cuando ya tiene las hierbas verdes, las pone encima de lo demás y prende fuego y se separa mientras las primeras espiras de humo se alzan del montón. Ríe diciendo: -¡Y que mueran todos los filisteos! -¿No vas a prender fuego a todo? – pregunta Simón Zelote. -No, amigo. Porque la humedad de los ramajes mantiene bajas las llamas, y las llamas sacan de las yerbas el humo, de forma que, con buena alianza, lo seco y lo verde se ayudan en la venganza. ¿Sientes qué mal huele? ¡Dentro de poco verás qué chillidos! ¿Quién me hablaba de los cisnes que cantan antes de morir? ¡Ah, Síntica! Dentro de poco también cantarán los ratones. Judas Iscariote corta bruscamente una carcajada y observa: -No se ha podido saber nada más de ella. Y tampoco nada de Juan de Endor. ¿Quién sabe a dónde habrán ido a parar? -Sin duda al lugar adecuado – responde Pedro. -¿Lo sabes? -Sé que ya no están para ser diana de la malevolencia. -¿No has preguntado a nadie? Yo sí. -Y yo no. No es una cosa que me interese el saber dónde están. Me basta con pensar que son santos y orar porque sigan siéndolo. Tomás dice: -A mí me han preguntado por ellos algunos fariseos ricos, clientes de mi padre. Pero he respondido que no sé nada. -¿Y no sientes curiosidad por saberlo? – insiste Judas. -Yo no, y digo la verdad… -¡Mirad! ¡Mirad! El humo hace efecto. Pero vamos a salir, que, si no, nos ahogamos también nosotros – dice Pedro. Y desviando así la atención se pone fin al tema. Jesús está en la huerta. Endereza unos tallos de legumbres arrastradas por el suelo, nacidas de semillas que han caído ahí. -¿Estás de hortelano, Maestro? – pregunta sonriendo Felipe. -Sí. Me da pena ver una planta arrastrada por el suelo, inútil, cuando, por el contrario, está destinada a elevarse hacia el sol y a dar fruto. -Bonito tema para un discurso, Maestro – observa Bartolomé. -Sí. Bonito. Todo sirve como tema para quien sabe meditar. -Te ayudamos también nosotros. ¡Venga! ¿Quién va a las cañas del río, a coger algunas para las legumbres? Van los jóvenes, riendo, y los más ancianos se ponen a hacer limpieza arrancando con atención las hierbas parásitas. -¡Así se ve que es una huerta! No hay hortalizas para ensalada. Pero sí que hay puerros, ajos, verduras, hierbas delicadas y legumbres. ¡Y calabazas! ¡Cuántas calabazas! Hay que podar la vid, liberar la higuera y… -¡Pero Simón, no nos vamos a quedar aquí!… – dice Mateo. -Pero vendremos varias veces. Lo ha dicho Él. Y no nos perjudicará el tener un poco de orden aquí alrededor. ¡Mira, mira! También hay un jazmín – ¡pobrecito! – debajo de esta cascada de calabazas. Si viera Porfiria esta planta tan triste, lloraría sobre ella y le hablaría como a un niño. Sí, porque antes de tener a Margziam les hablaba a sus flores como a hijos… Exactamente. También aquí he hecho espacio. He quitado la calabaza porque… «¡Ah!, ahí vienen los muchachos con las cañas y con un… ¡Maestro, hay trabajo para ti! ¡Está ciego! En efecto, entran Santiago y Juan, Andrés y Tomás, cargados de cañas, y Tomás trae, casi en peso, a un pobre viejecito todo harapiento y que tiene los ojos blancos debido a las cataratas. -Maestro, estaba buscando plantas de achicoria en las orillas y le ha faltado poco para caerse al agua. Está solo desde hace algunos meses, porque el hijo que lo mantenía ha muerto; la nuera se ha vuelto a su casa y él.., vive como puede. ¿Verdad, padre? .Sí. Sí. ¿Dónde está el Señor? – dice mientras le giran los ojos velados. -Aquí está. ¿Ves esa blancura alargada? Es Él. Pero Jesús ya se ha acercado y lo toma de la mano. -¿Estás solo, pobre padre? ¿Y no ves? -No. Mientras podía ver, tejía cestas y nasas, y hacía redes. Pero ahora… Veo más con los dedos que con los ojos, y cuando busco hierbas me equivoco y algunas veces me hago daño al vientre con hierbas nocivas. -Pero en el pueblo… -Son todos pobres y están llenos de hijos, y yo soy viejo… Duele que se muera un burro…. ¡Pero si se muere un viejo!… ¿Qué es un viejo? ¿Qué soy? Mi nuera se me ha llevado todo. Pero si por lo menos me hubiera llevado con ella, como una oveja vieja, para que gozara de la presencia de mis nietos… los hijos de mi hijo… – llora apoyado en el pecho de Jesús, que lo tiene entre sus brazos y lo acaricia. -¿No tienes casa? -La vendí. -¿Y cómo vives? -Como los animales. Los primeros días me ayudaba el pueblo. Pero luego se cansaron… -Salomón está degenerando entonces, porque es generoso – observa Mateo. -Es generoso con nosotros. ¿Por qué no ha dado la casa a este anciano? – pregunta Felipe. -Porque, cuando pasó por aquí la última vez, yo tenía todavía una casa. Salomón es bueno. Pero el pueblo lo llama «el loco» desde hace un tiempo, y ya no hacen lo que él había enseñado que había que hacer – dice el anciano. -¿Quisieras quedarte aquí conmigo? -¡Ya no echaría de menos a mis nietos! -Aunque siguieras siendo pobre y siguieras estando ciego, ¿te bastaría servirme para ser feliz? -¡Sí! Un «sí» tembloroso pero muy seguro. -De acuerdo, padre. Escúchame. Tú no puedes andar el camino que ando Yo. No puedo quedarme aquí. Pero podemos querernos y hacernos el bien mutuamente. -Tú a mí, sí. Pero yo… ¿Qué puede hacer el viejo Ananías? -Cuidarme la casa y la huerta, para que cada vez que vuelva las encuentre ordenadas. ¿Te gusta? -¡Sí! Pero estoy ciego… La casa… me acostumbraré a las paredes. Pero la huerta… ¿Qué puedo hacer para cuidarla, si no distingo las hierbas? ¡Oh, sí, qué bonito sería servirte, Señor! Terminar la vida así… El viejecito tiene las manos contra el corazón, soñando esta cosa imposible. Jesús se inclina sonriendo y le besa los ojos velados… -Pero yo… empiezo a ver… Veo… ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!… Vacila de alegría, y se desplomaría si Jesús no lo sujetase. -¡Claro… la alegría!… – dice Pedro con la voz ronca de la emoción. -Y también el hambre… Ha dicho que hace días que vive sólo a base de achicoria, sin aceite ni sal… – termina Tomás. -Sí, por eso lo hemos traído. Para darle de comer… -¡Pobre anciano! – todos se muestran compasivos. El viejecito vuelve en sí y llora, llora. El pobre llanto de los ancianos… tan triste, aun cuando es de alegría; y susurra: -¡Ahora sí, ahora puedo servirte, bendito! ¡Bendito! ¡Bendito! – y hace ademán de agacharse a besar los pies de Jesús. -No, padre. Ahora vamos a entrar, vamos a comer, y luego te damos una túnica; tú estarás entre hijos y nosotros tendremos un padre que nos dará su bienvenida cada vez que volvamos y su bendición cada vez que salgamos. Buscaremos dos palomas, para que tengas criaturas vivas a tu alrededor. Buscaremos simientes para la huerta. Sembrarás semillas en los cuadros de la huerta, y la fe en mí en los corazones de este pueblo. -¡Enseñaré la caridad! ¡No la tienen! -También la caridad. Pero sé dulce… -Lo seré. No dije ninguna palabra dura a mi nuera mientras me abandonaba. He comprendido y perdonado. -Te lo he visto en tu corazón. Por eso te he amado. Ven. Ven conmigo… Y Jesús entra en la casa llevando de la mano al viejecito. Pedro los ve caminar y se seca una lágrima con el dorso de la mano, antes de reanudar el trabajo interrumpido. -¿Lloras, hermano? Pedro no responde. Andrés insiste: -¿Por qué lloras, hermano? -Tú preocúpate de las gramas. Si lloro es porque… bueno, yo sé por qué… -Dínoslo, sé condescendiente – dicen varios. -Es porque… Es porque a mí me tocan más el corazón estas lecciones tan… tan… bueno este tipo de lecciones, que no sus solemnes invectivas… -¡Pero en esos casos se ve en Él el Rey! – exclama Judas. -Y aquí se ve el Santo. Tiene razón Pedro – dice Bartolomé. -Pero para reinar tiene que ser fuerte. -Pero para redimir tiene que ser santo. -Para las almas, sí; para Israel… -Israel no será nunca Israel si las almas no se santifican. Los síes y los noes se entrecruzan. Y cada uno con su distinto parecer. El viejecito sale de nuevo, esta vez con una jarra en la mano. Va a tomar agua a la fuente. Está tan feliz, que no parece el mismo de antes. -Anciano padre, escucha. Según tú, ¿de qué tiene necesidad Israel para ser grande – pregunta Andrés -, de un rey o de un santo? -Tiene necesidad de Dios. De ese Dios que ahí dentro ora y medita. ¡Ah! ¡Hijos, hijos! ¡Sed buenos, vosotros que lo seguís! ¡Sed buenos, buenos, buenos! ¡Qué don os ha dado el Señor! ¡Qué don! ¡Qué don! – y se aleja, agitando los brazos hacia el cielo y susurrando: « ¡Qué don! ¡Qué don!»…