Discurso y curaciones en las fuentes termales de Emaús de Tiberíades.
El lago es todo y sólo una enorme sardónica engastada entre los montes, apenas visible al claror de las estrellas, habiéndose ocultado ya la Luna. Jesús está solo en el verde cenador, con la cabeza reclinada encima de los antebrazos, apoyados a su vez en la mesa, junto a la lámpara, que emite sus últimos brillos. Pero no duerme. De vez en cuando levanta la cabeza, mira otra vez a los folios extendidos encima de la mesa, mantenidos abiertos por la lámpara, puesta en la parte de arriba del folio, y por los antebrazos, puestos en la parte baja, y luego reclina nuevamente la cabeza.
El silencio es absoluto. Parece dormir también el lago con su calmaría pesada. Pero luego, contemporáneos, un frufrú de viento entre las frondas, un solitario choque de ola contra la orilla, una mutación en la naturaleza, yo diría: un crepitar de elementos que se despiertan. La no-luz del alba inicial es ya una luz, aun cuando la vista no se dé cuenta todavía al extender la mirada por e1 jardín desierto. Es el espejo del lago el que da el indicio de este renacer de la luz, porque su sardónica negra, plúmbea, se hace más clara, y lentamente, reflejando el cielo que va blanqueciendo, de plúmbeo pasa a gris-pizarra y luego a gris-hierro; luego, a ópalo; en fin, vésele reflejar el cielo con un paradisíaco, azulado titilar de aguas.
Jesús se pone en pie, recoge los folios, toma la lámpara, que con el primer soplo de la brisa se ha apagado, y se dirige hacia la casa. Encuentra en el camino a una doméstica, que hace una reverencia: luego, a un jardinero, que va a los parterres, y con él intercambia un saludo. Entra en el atrio, donde otros criados realizan las tareas primeras.
-La paz a vosotros. ¿Podríais llamar a los míos?
-Ya se han levantado, Señor. Y el carro para las mujeres está ya preparado. También Juana está levantada. Está en el atrio interior.
Jesús va, por dentro de la casa, al atrio que mira a la calle. Allí, en efecto, están todos reunidos.
-Vamos. Madre, el Señor esté contigo. María, contigo también, y que mi paz os acompañe. Adiós, Simón. Lleva mi paz a Salomé y a los niños.
Jonatán abre la pesada puerta. En la calle espera el carro cubierto. La calle, entre casas, completamente desierta, no tiene todavía mucha luz. Las mujeres suben, con su pariente, y el carro se pone en marcha.
Vamos enseguida también nosotros. Andrés, adelántate corriendo, ve donde están las barcas y di a los mozos que nos alcancen en Tariquea.
-¿Cómo? ¿Vamos a pie? Nos retrasaremos…
-No importa. Precededme mientras me despido de Juana.
Los apóstoles se ponen en camino…
-Yo te sigo, Señor. O, mejor, te precedo, porque iré con la barca.
-Tendrás que esperar mucho…
-No importa. Déjame ir.
-Sea como quieres. ¿Cusa no está?
-No ha regresado a casa, Señor.
-Le dirás que lo saludo y lo exhorto a ser justo. Acaricia por mí a los niños, Y.., tú, que has comprendido a tu Maestro, persuade a Cusa de que está en un error, y con él todos aquellos que quieren hacer del Cristo un rey temporal.
También Jesús sale a la calle y, raudo, alcanza a los apóstoles.
-Vamos por el camino de Emaús. Muchos necesitados van a las fuentes, quién en busca de curación, quién en busca de
limosna.
-Pero nosotros no tenemos una perra… – objeta Santiago de Zebedeo.
Jesús no responde.
Los caminos se van poblando de minuto en minuto, y de dos clases muy distintas de personas: hortelanos, vendedores, criados, esclavos, lugareños, que se apresuran a ir a las distintas actividades; y gente de mundo, rica, que van también, en literas o en cabalgaduras, hacia las fuentes, que, si han de curar, supongo que son termales.
Tiberíades debe ser verdaderamente un poco cosmopolita, porque entre la gente se ven personas de naciones distintas. Hay romanos signados por el peso de una vida ociosa y viciosa; griegos atildados, ciertamente no menos licenciosos que los romanos, pero con una máscara -huella del vicio- de distinta expresión de la de los latinos. Hay gente de la costa fenicia; y hebreos, en su mayoría ancianos. Acentos, lenguas, vestidos… son distintos. Algún rostro quebrado, de enfermo o de enferma; o rostros cansados de patricias… y rostros de gente de mundo de ambos sexos, que van en grupos, unos a caballo al lado de las literas, otros en las literas, gastando bromas, conversando sobre fútiles temas, haciendo apuestas…
El camino es hermoso: un paseo umbrío, que entre los intercolumnios de los troncos deja ver, a un lado, el lago, a otro, la campiña. E1 sol, ortivo, reaviva los colores del agua y las plantas.
Muchos se vuelven a mirar a Jesús y un susurro le sigue. Palabras femeninas de admiración, sátiras de hombres, algunas burlas, también palabras enojadas. De enfermos, alguna súplica que Jesús recoge: las únicas, de entre todas las voces, que recoge y acoge.
Cuando devuelve la agilidad a los miembros de uno de Tiro, anquilosados por la artritis, la irónica indiferencia de muchos gentiles reacciona.
-¡Caramba! – exclama un viejo romano con cara abolsada de crapuloso – ¡Caramba! ¡Qué bien curarse uno así! Yo lo
llamo.
-Nada que ver contigo, viejo Sileno. ¿Qué harías, una vez curado?
-¡Volver a los placeres!
-Entonces es inútil ir al triste Nazareno.
-Yo voy, y me apuesto lo que tengo a que…
-No apuestes. Pierdes.
-Déjalo que apueste. Está todavía borracho. Nos gozamos su dinero.
El viejo, tambaleándose, baja de la litera y llega a donde Jesús, que está escuchando a una madre hebrea que le habla de su hija, una palidecida muchacha a la que lleva de la mano.
-No temas, mujer. Tu hija no morirá. Vuelve a casa. No la lleves a las fuentes. No recuperaría la salud del cuerpo y perdería la pureza del alma. Son lugares de licencia degradante – y lo dice bien fuerte, de forma que todos oigan.
-Tengo fe, Rabí. Vuelvo a mi casa. Bendice a tus siervas, Maestro.
Jesús las bendice y hace ademán de empezar a andar. El romano le tira de la túnica:
-Cúrame – ordena.
Jesús lo mira y pregunta:
-¿Dónde?
Los romanos, y con ellos algunos griegos y fenicios, se han agrupado y se ríen irónicamente y hacen apuestas. Algunos israelitas, que se han apartado, y susurran: « ¡Profanación! ¡Anatema!» y otras palabras por el estilo, se detienen con curiosidad a pesar de todo…
-¿Dónde? – pregunta Jesús.
-Por todas partes. Estoy enfermo… ¡Ji! ¡Ji! ¡Ji!
Tan extraño es el sonido que le sale de la boca, que no sé si se está riendo o si llora. Parece como si la grasa fláccida que años de vicio le han dejado oprimiera hasta las cuerdas vocales. El hombre enumera sus quebrantos y expresa su miedo de morir.
Jesús lo mira severamente y responde:
-Efectivamente, debes temer la muerte, porque te has matado a ti mismo – y le vuelve la espalda.
El otro trata de sujetarlo por el vestido, mientras los presentes se ríen sarcásticamente. Pero Jesús se libera de la presa y se marcha.
-¡Pulgar hacia abajo, Apio Fabio! ¡Pulgar hacia abajo! El llamado rey de los judíos no te ha concedido la gracia. Danos la bolsa. Apuesta perdida.
Se forma un alboroto de griegos y romanos que rodean al defraudado, el cual, con un empujón, los aparta y se echa a correr lo que puede, pues está muy obeso, tirándose hacia arriba el vestido, bamboleándose con toda su masa sebosa. Pero tropieza y se cae en el polvo en medio de las carcajadas de sus amigos, que lo arrastran hasta un árbol, contra cuyo tronco el ebrio se estrecha, y llora con ese llanto desabrido de los borrachos.
Los manantiales están, sin duda, cercanos, porque la densidad de gente es cada vez mayor, afluyendo de muchos caminos hacia un solo lugar. Olor de aguas sulfurosas se detiene en el aire.
-¿Bajamos hacia la orilla para evitar el contacto con estos impuros? – pregunta Pedro.
-No son todos impuros, Simón. Entre ellos hay también muchos de Israel – dice Jesús.
Llegan a las termas: una serie de edificios blancos de mármol, con paseos entre ellos, de cara al lago, separados de éste por una especie de vasta plaza con árboles, bajo los cuales los que aquí han venido pasean en espera del baño o reaccionan después de éste. Unas cabezas de medusa de bronce, que sobresalen por la pared de un edificio arrojan aguas humeantes a un estanque de mármol que, blanco por fuera, está enrojecido por dentro, como recubierto de hierro oriniento. Muchos hebreos van a las fuentes y beben en copas el agua mineral. Sólo veo hacer esto a los hebreos y en este pabellón. Creo adivinar que los israelitas observantes quieren tener su propio lugar para evitar contactos con los gentiles.
Hay muchos enfermos en camillas, en espera de la cura, y al ver a Jesús muchos de ellos gritan:
-¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mi!
Jesús se dirige hacia éstos. Paralíticos, artríticos, anquilosados, o con huesos fracturados que no se sueldan, enfermos de anemias, de glándulas, mujeres ajadas antes de tiempo, niños anticipadamente adultos. Y luego, bajo los árboles, mendigos que piden limosna lastimeramente.
Jesús se detiene donde están los enfermos. Se extiende la voz de que el Rabí va a hablar y curar. La gente, incluso la de otras razas, se acerca a ver.
Jesús mira a su alrededor. Sonríe al ver salir, todavía con el pelo húmedo de la ducha que ha tomado, al griego enviado por Síntica. Alza enseguida la voz para ser oído:
-La misericordia abre las puertas a la gracia. Sed misericordiosos para obtener misericordia. Todos los hombres son pobres en algo: unos en monedas, otros en afectos, otros en la libertad, otros en la salud. Y todos los hombres tienen necesidad de ayuda del Dios que ha creado el Universo y que puede, único Padre, socorrer a sus hijos.
Hace una pausa, como para dar tiempo a la gente de elegir si venir a escuchar o irse a los baños. Pero los baños están olvidados por la mayor parte. Israelitas o gentiles se agolpan para oír, y no faltan romanos escépticos que esconden su curiosidad con el comentario chistoso:
-Hoy no falta el orador para hacer de este lugar termas romanas.
El griego Zenón hiende la multitud gritando:
-¡Por Zeus! ¡Estaba para salir para Tariquea y te encuentro aquí!
Jesús prosigue:
-Ayer alguien me dijo: «Es difícil poner en práctica lo que Tú haces». No, no es difícil. Mi doctrina se funda en el amor, y el amor no es nunca difícil de llevarse a cabo. ¿Qué predica mi doctrina? El culto a un verdadero Dios, el amor a nuestro prójimo.
El hombre, eterno niño, tiene miedo de las sombras, y sigue las quimeras porque no conoce el amor. El amor es sabiduría y luz. Es sabiduría porque desciende a instruir; es luz porque viene a iluminar. Donde hay luz desaparecen las sombras, donde hay sabiduría mueren las quimeras. Entre los que me están escuchando hay gentiles. Éstos dicen: «¿Dónde está Dios?». Dicen: «¿Quién nos asegura que tu Dios sea el verdadero?». Dicen: «¿Con qué nos aseguras que eres veraz en lo que dices?». No son sólo los gentiles los que dicen esto. También otros me preguntan: «¿Con qué poder haces estas cosas?». Con el poder que me viene del Padre, de aquel Padre que ha puesto todas las cosas al servicio del hombre, su criatura predilecta, y que me manda a instruir a los hombres, mis hermanos. ¿Podrá el Padre, que ha dado poder a las entrañas de la tierra de hacer medicamentosas a las aguas de las fuentes, haber limitado el poder a su Cristo? ¿Y quién, qué Dios, sino el Dios verdadero, podrá conceder al Hijo del hombre hacer prodigios que dan nueva vida a los miembros destruidos? ¿En qué templo de ídolos se ve que los ciegos recuperen la vista y los paralíticos el movimiento; en cuál los moribundos, ante un «quiero» de un hombre, se alzan más sanos que los sanos? Pues bien, Yo, para dar gloria al Dios verdadero y para hacer que vosotros lo conozcáis y alabéis, digo a estos que están reunidos aquí, cualquiera que fuere su raza y religión, que obtendrán la salud que piden a unas aguas, y que la obtendrán por mí, Agua viva, que doy la vida del cuerpo y del espíritu a quien cree en mí y practica la misericordia con recto corazón. Yo no pido cosas difíciles. Pido un movimiento de fe y uno de amor. Abrid el corazón a la fe. Abrid el corazón al amor. Dad para recibir. Dad las pobres monedas para recibir de Dios ayuda. Empezad a amar a los hermanos. Sabed tener misericordia. Los dos tercios de vosotros están enfermos por su egoísmo y concupiscencia. Demoled el egoísmo, frenad las concupiscencias. Ganaréis en salud física y en sabiduría. Demoled la soberbia. Y obtendréis el favor del verdadero Dios. Os pido la limosna para los pobres y luego os daré la gracia de la salud.
Y Jesús levanta un extremo del manto y lo extiende para recibir las monedas, las muchas monedas que paganos e israelitas se apresuran a echar. Y no se da únicamente monedas, sino también anillos y otras joyas, echados con desprendimiento por las mujeres romanas, las cuales, al llegar donde Jesús, lo miran, y alguna susurra alguna palabra, a la que Jesús asiente o responde brevemente.
Las ofrendas han terminado. Jesús llama a los apóstoles para que lleven a su presencia a los mendigos, y, con la misma rapidez con que el montón se había formado, desaparece hasta la última moneda. Quedan joyas que Jesús, al no haber en ese lugar nadie que las compre, y así transformarlas en monedas, devuelve a sus donadoras. Y para consolar a éstas les dice:
-El deseo equivale al acto. La ofrenda que habéis dado es igualmente preciosa que si hubiera sido distribuida, porque Dios ve el pensamiento del hombre.
Luego se yergue y grita:
-¿De quién me viene el poder? Del verdadero Dios. Padre, muestra tu esplendor en tu Hijo. En tu nombre ordeno a las enfermedades: ¡alejaos!
Y se produce eso ya visto muchas veces: enfermos que toman nueva vida, tullecidos que se enderezan, paralíticos que se mueven. Y se produce que los rostros toman color, los ojos lucen, se elevan gritos de hosanna, los romanos se felicitan recíprocamente, y entre éstos hay dos mujeres y un hombre que han recobrado la salud y quieren imitar a los sanados de Israel, y, no llegando todavía a humillarse como los hebreos con el beso a los pies del Cristo, hacen una reverencia, toman un extremo del manto y lo besan.
Y luego Jesús, eludiendo a la multitud, reanuda el camino. Pero no la elude, porque, excepto algún obstinado gentil o algún hebreo aún más culpablemente obstinado, todos lo siguen por el camino que va a Tariquea.