Discurso en el arrabal cercano a Ippo sobre los deberes de los cónyuges y de los hijos.
Y es, sin embargo, ya de mañana, una fresca mañana, cuando se espera a que Jesús salga de una casa del arrabal del lago para empezar su predicación.
Yo creo que durante esa noche han dormido poco los vecinos de esta localidad, emocionados como estaban por los milagros ocurridos, por la alegría de tener entre ellos al Mesías, por el deseo de no perder ni un minuto de su presencia. Lento en llegar el sueño, por haber sido precedido por muchas conversaciones, dentro de las casas, para recapitular los acontecimientos, para examinar si el espíritu de cada uno en particular estaba dotado de aquella fe, esperanza y caridad, resistentes contra todo hecho penoso, que el Maestro alabó y calificó de seguro medio para obtener gracia de parte de Dios en esta vida y en la otra; solícito en marcharse el sueño, alejado por el temor de que el Maestro pudiera salir a los caminos y marcharse temprano sin estar presentes cuando partiera: así que las casas pronto se han abierto para restituir a la calle sus moradores, los cuales, asombrados de verse numerosos, de ver que están ahí muchos, que están todos, movidos por los mismos pensamientos, se han dicho:
-Verdaderamente es la primera vez que un único pensamiento mueve nuestros corazones y los une – y con una amistad nueva, buena, fraterna, se han dirigido concordes a la casa en que se hospeda Jesús, y la han asediado, sin hacer ruido, sin impaciencias pero sin desistir, bien decididos a seguir al Maestro en cuanto salga a la calle.
Y muchos, hortelanos, han cogido los aljofarados frutos de sus huertos y los tienen resguardados del sol que surge, y del polvo y las moscas, bajo una cubierta de frescas pámpanas o de anchas hojas de higuera, por cuyo borde recortado se dejan entrever manzanas rosillas como pintadas por un miniaturista, y cárabes u ónices de granos de uvas, o blandas formas abultadas de higos de todos los tipos, cuáles bien cerrados dentro de la piel apenas sunsida que cubre la pulpa almibarada, cuáles túrgidos y lisos como si fueran seda bien alisada y adornados en el fondo con una gota de brillante, cuáles abiertos a una sonrisa de fibras blondas, róseas, rojas oscuras, según el tipo. Y unos pescadores han traído en pequeñas nasas unos peces, sin duda pescados durante la noche, sacrificando el sueño, porque algunos están todavía vivos y dan las bocanadas de las últimas, penosas aspiraciones y convulsiones de la agonía, aumentando así con el leve golpeteo de la respiración y los débiles cuarteos los tornasoles argentinos o azulinos de los vientres o de los dorsos, extendidos sobre un lecho de grises-verdes hojas de sauce o de chopo.
E1 lago -tan puro, yo diría: tan angélico, casi absorto, por el cumplido reposo de las ondas lentas en el guijarral, que hacen apenas un delicado frufrú al asomarse entre los cantos-, el lago, entretanto, ha pasado del delicado color lácteo, que el alba transfunde a las aguas que dejan atrás la noche, al risueño, más humano, yo diría: de carne, de la aurora, que ilumina el agua con las primeras tonalidades rosas de las nubes róseas reflejadas en el lago, para volver a ser cerúleo con la luz segura de la aurora, y que recobra vida y palpita de nuevo con el vaivén de sus olitas corriendo a reír a la playa orladas de espuma, retrocediendo luego para danzar con otras ondas, decorando así todo el espejo lacustre con un encaje liviano, cándido, extendido sobre la seda celeste del agua que la brisa de la mañana recorre. Y luego es el primer rayo de sol el que surca veloz el agua, allí, hacia Tariquea, allí, donde era tan verdeazul por el reflejo en ella de los bosques, y que ahora se tiñe de color dorado y resplandece como un espejo roto herido por el sol, y este espejo se va extendiendo cada vez más, vistiendo de oro y topacios nuevas aguas aún cerúleas, cancelando los tonos rosados de las nubes reflejadas en las olas, fajando las quillas de las últimas barcas que regresan al puerto después de la pesca, y las de las primeras que salen, mientras las velas, bajo la luz triunfal del sol ya alzado, albean como alas de ángel sobre el fondo azul y el verde del cielo y las colinas: ¡bellísimo lago de Galilea que, por la fecundidad de sus riberas, me recuerda al nuestro de Garda y, por la paz mística, al Trasimeno; gema de Palestina, digno marco para la mayor parte de la vida pública de Jesús!
Y Jesús se asoma a la puerta de la casa que lo hospeda, y sonríe, alzando los brazos para bendecir a los pacientes habitantes del lugar que lo están esperando…
-La paz sea con todos vosotros.
¿Me esperabais? ¿Temíais que me fuera a escapar sin saludaros? Nunca falto a mis promesas. Hoy me quedo aquí para evangelizaros y estar con vosotros, como he prometido, para bendecir vuestras casas, vuestros huertos y barcas; para santificación de todas las familias y del trabajo. Pero recordad que mi bendición, para que sea fructífera, debe estar ayudada por vuestra buena voluntad. Y ya sabéis cuál es la buena voluntad que debe animar a una familia para que sea santa la casa en que reside. El hombre, en la casa, debe ser cabeza, pero no déspota, ni respecto a la esposa ni respecto a los hijos ni respecto a los criados; y, al mismo tiempo, debe ser el rey, el auténtico rey en el sentido bíblico de la palabra. ¿Recordáis el capítulo octavo del primer libro de los Reyes? (1 Samuel 8, 4-5)
Los ancianos de Israel se reunieron y fueron a Ramá, donde residía Samuel, y dijeron a éste: «Mira, te has hecho viejo y tus hijos no siguen tu camino. Constituye sobre nosotros, para que nos juzgue, a un rey, como tienen todas las naciones».
«Rey», pues, quiere decir «juez». Y debería ser juez justo, para no hacer de los súbditos personas infelices, en este tiempo, con guerras, atropellos, tributos injustos; ni en la eternidad, con un reino que sea sólo molicie y vicio. ¡Ay de aquellos reyes que faltan a su ministerio, que cierran los oídos a las voces de los súbditos, que cierran los ojos ante las llagas de la nación, que se hacen cómplices del dolor del pueblo, llevando a cabo alianzas injustas con tal de reforzar su poder con la ayuda de sus aliados!
Mas también, ¡ay de aquellos padres que faltan a su oficio, que son ciegos y sordos ante las necesidades y los defectos de los miembros de las familias, que son causa de escándalo o dolor para ésta, que descienden a pactos de indignas nupcias con tal de aliarse con familias ricas y fuertes, sin pensar que el matrimonio es una unión destinada a la elevación y consuelo del
hombre y la mujer, además de a la procreación; es deber, es ministerio, no es comercio, no es dolor, no es humillación de uno u otro cónyuge. Es amor y no odio. Justo ha de ser, pues, el que es cabeza, sin excesiva dureza o exigencias, sin excesivas condescendencias ni debilidades. Pero, si os vierais en dilema de elegir entre uno u otro exceso, elegid más bien el segundo. Porque por éste, al menos, sí, Dios podrá deciros: «¿Por qué fuiste in bueno?», pero sin condenaros, dado que el exceso de bondad ya castiga al hombre con los abusos que los demás se permiten respecto al bueno; mientras que siempre os reprocharía la dureza, porque es falta contra el amor al prójimo más próximo.
Y justa ha de ser la mujer en casa respecto a su esposo, a los hijos y a los criados. A1 esposo le dé obediencia y respeto, consuelo y ayuda. Obediencia no hasta el punto de que ésta asuma la sustancia de un consentimiento al pecado. Sumisión de la esposa, no degradación. Mirad, esposas, que el primero que os juzga, después de Dios, por ciertas culpables condescendencias, es el propio marido vuestro que a ellas os induce. No siempre son deseos de amor, son también pruebas respecto a vuestra virtud. Aunque en ese momento no lo piense, puede llegar un día en que el esposo se diga: «Mi mujer es fuertemente sensual» y de ahí empezar a nutrir sospechas sobre vuestra fidelidad marital.
Sed castas en el vínculo matrimonial. Haced que vuestra castidad imponga a vuestro esposo esa moderación que se tiene ante las cosas puras, y os trate con consideración, como a personas iguales que él, no como a esclavas o concubinas mantenidas para ser sólo «placer», y rehusadas después, cuando ya no gustan. La esposa virtuosa -Yo diría: la esposa que incluso consumado el matrimonio conserva ese “algo~, que es virginal, en las acciones, en las palabras, en los abandonos de amor- puede llevar a su marido a una elevación desde la carnalidad al sentimiento; siendo así que el marido se despoja de la lujuria y se hace verdaderamente una única cosa con su esposa, a la que trata con el respeto con que uno trata a una parte de sí mismo; y es justo que así sea, porque la mujer es «hueso de sus huesos y carne de su carne», y nadie maltrata a sus huesos ni a su carne, sino que, al contrario, los ama; de forma que el esposo y la esposa, como los dos primeros esposos, se miren y no se vean en su desnudez sexual, sino que se amen por el espíritu, sin humillantes vergüenzas.
Que la esposa sea paciente, materna con su marido. Considérele como al primero de sus hijos, porque la mujer es siempre madre y el hombre tiene siempre necesidad de una madre que sea paciente, prudente, afectuosa, consoladora. ¡Dichosa la mujer que sabe ser compañera del propio cónyuge, y al mismo tiempo madre para sostenerlo, e hija para ser guiada! Que la mujer sea hacendosa. El trabajo, impidiendo el fantasear, beneficia a la honestidad, además de beneficiar a la bolsa. Que no atormente al marido con infundados celos que a nada son útiles. ¿El marido es honesto? Los celos vanos, moviéndolo a apartarse de casa, lo ponen en peligro de caer en las redes de una meretriz. ¿No es honesto y fiel? No serán las iras de la celosa las que lo corrijan, sino, más bien, el porte serio, sin caras de malhumor ni desaires, el porte digno y amoroso, y más amoroso, el que lo hagan reflexionar y volver a sus cabales. Sabed reconquistar a vuestro marido con vuestra virtud, cuando una pasión lo haya alejado de vosotras, como en la juventud lo conquistasteis con vuestra belleza. Y, para sacar fuerzas ante este deber, y resistir el dolor que os podría hacer injustas, amad y considerad a vuestros hijos y su bien.
Una mujer tiene todo en sus hijos: la alegría, la corona regia para las horas joviales, en que realmente es reina de la casa y del consorte, y el bálsamo para las horas dolorosas en que una traición, u otras penosas experiencias de la vida conyugal, flagelan su frente y, sobre todo, su corazón, con las espinas de su triste regalidad de esposa mártir. ¡Tan pisoteadas como para desear volver a casa, divorciándoos, o buscar compensación en un falso amigo que, fingiendo piedad hacia el corazón de la traicionada, en realidad su apetito está puesto en la hembra? ¡No, mujeres, no! Esos hijos, esos hijos inocentes, ya turbados, precozmente tristes a causa de un ambiente doméstico que ya no es ni sereno ni justo, tienen derecho a una madre, a un padre, al consuelo de una casa en que, aun habiendo fenecido un amor, el otro permanezca atento velando por ellos. Esos ojos suyos inocentes os miran, os escudriñan y comprenden más de lo que pensáis, y plasman sus espíritus según lo que ven y comprenden. No seáis nunca motivo de escándalo para vuestros inocentes; antes bien, refugiaos en ellos como en un baluarte de adamantinas azucenas contra las debilidades de la carne y las insidias de las serpientes.
Y que la mujer sea madre, esa madre justa que es al mismo tiempo hermana, que es amiga al mismo tiempo que hermana de sus hijos e hijas, y que es ejemplo, sobre todo, y en todo. Velar por los hijos y por las hijas, corregir amorosamente, sostener, hacer meditar, y todo sin preferencias; porque todos los hijos han nacido de una semilla y de un seno materno, y, si es natural el cariño, por la alegría que dan, hacia los hijos buenos, también es un deber amar -aunque con amor doloroso- a los hijos no buenos, recordando que el hombre no debe ser más severo que Dios, que ama no sólo a los buenos sino también a los no buenos, y los ama para tratar de hacerlos buenos, para tratar de darles manera, y tiempo de hacerse buenos, y soporta hasta que muere el hombre, reservándose el ser justo Juez cuando el hombre ya no puede rectificar.
Y permitidme, llegado a este punto, que diga una cosa que no es propiamente inherente a esta materia, pero que es útil que tengáis presente. Muchas veces, demasiadas, se oye que los malos tienen más alegría que los buenos, y que ello no es justo. Antes de nada, os digo: «No juzguéis las apariencias y lo que no conocéis». Las apariencias son a menudo falaces y el juicio de Dios está oculto en esta Tierra. Conoceréis en la otra parte, y veréis que el transitorio bienestar del malo fue concedido como medio para conducirlo al Bien y como merma de ese poco bien que hasta el más malvado puede hacer. Mas, cuando veáis las cosas con la luz adecuada de la otra vida, veréis que más breve que la vida del tallito de hierba nacido en primavera en el guijarral de un torrente que el verano seca es el tiempo de dicha del pecador, mientras que un solo instante de gloria en el Cielo es, por la dicha que comunica al espíritu que de ello goza, más vasto que la vida humana más triunfal que jamás haya habido. No envidiéis, por tanto, la prosperidad del malo; antes bien, tratad, con buena voluntad, de alcanzar el tesoro eterno del justo.
Y volviendo a cómo deben ser los miembros de una familia y los moradores de una casa para que en ella se mantenga con fruto mi bendición, os digo, oh hijos, que vosotros estéis sometidos a vuestros padres, que seáis respetuosos, obedientes, para poder serlo también para con el Señor Dios vuestro. Porque, si no aprendéis a obedecer las pequeñas indicaciones del padre o de la madre, a los que veis, ¿cómo podréis obedecer las indicaciones de Dios, que en su nombre se os dicen pero que ni veis ni oís? Y si no aprendéis a creer que quien ama, como un padre y una madre aman, no pueden mandar más que cosas buenas, ¿cómo vais a poder creer que sea bueno lo que se os dice como indicaciones de Dios? ¡Dios ama, y es Padre, eh! Pero,
queridos jovencitos, precisamente porque os ama y quiere teneros con Él, quiere que seáis buenos. Y la primera escuela donde aprendéis a haceros buenos es la familia. En ella aprendéis a amar y a obedecer, y en ella empieza para vosotros el camino que conduce al Cielo.
Sed, pues, buenos, respetuosos, dóciles. Amad a vuestro padre, aunque os corrija, porque lo hace por vuestro bien; y a vuestra madre, si os impide acciones que su experiencia juzga no buenas. Honradlos, no haciendo que se avergüencen de vuestras malas acciones. El orgullo no es cosa buena, pero existe un santo orgullo, el de decir: “No he causado dolor ni a mi padre ni a mi madre». Esto, que os hace gozar de su presencia mientras viven, os pone paz ante la herida de su muerte; mientras que, por el contrario, las lágrimas que un hijo hace derramar a su padre o a su madre hienden, como plomo fundido, el corazón del hijo malvado, y, por mucho que se industrie para adormecer esa herida, la herida duele, y duele, y duele más aún cuando la muerte del padre o de la madre le impiden al hijo reparar… ¡Oh, hijos, sed buenos, siempre, si queréis que Dios os ame! En fin, santa es la casa en que, por la justicia de sus dueños, se hacen justos también los criados y peones. Recuerden los señores que un mal comportamiento irrita y estraga al criado; y, el criado, que un mal comportamiento suyo disgusta al señor: que esté cada uno en su lugar, pero con un vínculo de amor al prójimo que colme la separación que hay entre siervos y señores.
Y entonces la casa bendecida por mí conservará su bendición y Dios permanecerá en ella. Igualmente, conservarán mi bendición – por tanto, protección- las barcas, los huertos, los aperos de trabajo y de pesca, cuando, santamente activos en los días lícitos y santamente dedicados al culto de Dios en los sagrados sábados, viváis vuestra vida de pescadores u hortelanos, sin robar en las ventas ni en las medidas, sin maldecir el trabajo, y sin hacerlo tan rey de vuestra vida, que lo antepongáis a Dios; porque, si el trabajo os da un beneficio, Dios os da el Cielo.
Y ahora podemos ir a bendecir casas y barcas y remos y huertos y azadas, y luego iremos a hablar al lugar de Juan, antes de que vaya a ver al sacerdote. Porque Yo aquí ya no volveré, y justo es que me escuche al menos una vez. Tomad el pan, el pescado y la fruta; lo llevaremos allí, al bosque, y comeremos en presencia del leproso curado, dándole a él la parte mejor, para que también su carne exulte y se sienta ya hermano entre los creyentes del Señor.
Y Jesús se pone en marcha, seguido por la gente del arrabal y por más que han venido de las ciudades cercanas, a donde, quizás durante la noche, han ido algunos de este arrabal a llevar la noticia de que el Salvador está en esta ribera.