Discurso en Afeq, tras una disputa entre creyentes y no creyentes. Sara se hace discípula.
Jesús está hablando a la gente de Afeq desde la puerta del fondac de Sara. Habla a una muchedumbre muy variada, más curiosa que atenta, en la que los menos numerosos son los hebreos, mientras que la mayor parte son gente que está de paso, mercaderes, peregrinos, unos dirigidos hacia el lago, otros dispuestos a bajar al vado de Jericó, otros procedentes de ciudades orientales y dirigidos hacia las ciudades marítimas.
Por ahora no es un verdadero discurso, sino respuestas de Jesús a éste o a aquél; eso sí, es un diálogo que todos escuchan, aunque con sentimientos distintos, muy visibles por las expresiones de los rostros y por las frases de los presentes, por las cuales comprendo también quiénes son y a dónde van. El diálogo, en algún momento, cambia de tono y de personajes, porque, desatendiendo a Jesús, se transforma en una disputa entre los presentes por motivos de raza y divergencias de pensamiento.
Así, un viejo de Joppe se enzarza con un mercader de Sidón que defiende al Maestro contra la incredulidad del judío, que no quiere admitir que Jesús es el Esperado por las gentes. Y, en medio de un barullo de citas escriturarias, aplicadas con acierto o desacierto, impugnadas por la sencilla afirmación del siro-fenicio: «Yo no me ocupo de estas palabras, pero digo que es Él, porque he visto sus milagros y he oído sus palabras», la disputa se extiende, porque otros se enzarzan también, gritando los contrarios a Cristo: « ¡Belcebú le ayuda! ¡No es así el Santo de Dios! ¡Es rey! ¡No es un falso rabí, y mendigo!», y los que son de la opinión del sidonio: «Los sabios son pobres porque son honestos. Los filósofos no están revestidos de oro y arrogancia como vuestros falsos rabíes y sacerdotes». Y se comprende que hablan así porque no son hebreos, sino gentiles de distintas naciones, que están de paso por Palestina o que se han naturalizado palestinos, conservando, empero, el espíritu pagano.
-¡Sacrílegos!
-¡Vosotros sacrílegos, que no sentís siquiera la divinidad de su pensamiento! – responden algunos.
-¡No merecéis tenerla! ¡Pero, por Zeus! Nosotros cometimos un atropello con Sócrates y ello no nos produjo ningún bien. Digo que tengáis cuidado de vosotros mismos. Atentos a vosotros, no sea que los dioses os castiguen, como nos ha sucedido a nosotros en muchas ocasiones – grita uno, ciertamente griego.
-¡Uh! ¡Los defensores del rey de Israel! ¡Son gentiles!
-¡Y samaritanos! ¡Y a mucha honra, porque sabríamos custodiar mejor que vosotros al Rabí, si viniera a Samaria! Pero vosotros… Habéis construido el Templo. Bonito. ¡Pero es un sepulcro lleno de podredumbre, aunque lo hayáis cubierto de oro y mármoles preciosos! – grita desde los márgenes de la muchedumbre un alto personaje vestido de lino, con orlas y recamos, bandas en la cintura, cintas, brazaletes…
-¡Uh! ¡Un samaritano!
Y parecen decir «el diablo», a juzgar por cómo gritan de horror los hebreos intransigentes, separándose como de un leproso. Y, apartándose de él, gritan a Jesús: -¡Échalo! ¡Es un impuro!…
Pero Jesús no echa a nadie. Trata de imponer orden y silencio, y los apóstoles con Él, sin conseguirlo mucho que digamos. Entonces, para poner término a las disputas, empieza su predicación.
-Cuando el pueblo de Dios, (Números 20, 1-24; Éxodo 17, 1-7) después de la muerte de María en Cadés, se amotinó en el desierto por la falta de agua y gritó contra Moisés, su salvador y caudillo -de la tierra del pecado a la tierra de promisión-, como si fuera su desquiciado destructor, y arremetió contra Aarón cual si fuera un inútil sacerdote, Moisés entró con su hermano en el Tabernáculo y hablaron al Señor, exigiendo un milagro para hacer cesar la murmuración. Y el Señor, aun no estando obligado a ceder a todas las peticiones, especialmente si es petición violenta y de espíritus que hayan perdido la santa confianza en la Providencia paterna, habló a Moisés y a Aarón. Habría podido también hablar únicamente a Moisés, porque Aarón, a pesar de que fuera Sumo Sacerdote, un día había desmerecido la bondad de Dios con la adoración al ídolo. Pero Dios quiso probarlo una vez más y darle una manera de crecer en gracia ante los ojos de Dios. Ordenó, pues, que tomaran la vara de Aarón, depositada en el Tabernáculo después de echar flores que abrieron sus pétalos y produjeron almendras, y que fueran con ella a hablar a la piedra, porque la piedra daría agua para hombres y animales. Y Moisés, con Aarón, hizo lo que el Señor ordenaba; pero no supieron los dos creer completamente en el Señor. Y quien menos creyó fue el Sacerdote Supremo de Israel: Aarón. La peña, golpeada con la vara, se abrió y arrojó tanta agua como para dar de beber al pueblo y al ganado. Y aquella agua fue llamada de Contradicción, porque allí los israelitas contendieron con el Señor y sometieron a revisión sus acciones y órdenes, y no todos con único modo permanecieron en la fidelidad, sino que precisamente con el Sumo Sacerdote tuvo lugar y principio la duda acerca de la verdad de las divinas palabras. Y Aarón fue llamado de esta vida sin haber podido pisar la Tierra Prometida.
También ahora el pueblo se agita contra el Señor diciendo. «Nos has guiado a morir, como pueblo y como individuos, bajo el dominio de los opresores.” Y a mí me grita: «Hazte rey y libéranos». ¿Pero de qué liberación habláis? ¿De qué castigo? ¿De los materiales? ¡Oh, en las cosas materiales no hay ni salvación ni castigo! Un castigo mucho mayor y una liberación mucho mayor caen dentro de vuestra libre voluntad. Y podéis elegir. Dios os lo concede. Esto lo digo para los israelitas presentes, para aquellos que deberían saber leer las figuras de la Escritura y comprenderlas. Pero, puesto que tengo piedad de mi pueblo, del que soy Rey en el espíritu, quiero ayudaros a comprender una figura al menos, para que os ayude a comprender quién soy Yo.
El Altísimo dijo a Moisés y a Aarón: «Tomad la vara y hablad a la peña y brotarán ríos para la sed del pueblo, y así deje de quejarse». A1 Eterno Sacerdote, el Altísimo le ha dicho una vez más, para poner fin a las quejas de su pueblo: «Toma la vara, la germinada de la estirpe de Jesé, y una flor brotará de ella, no tocada por fango humano, y se transformará en fruto de almendra dulce y lleno de unción. Y con esa almendra de la raíz de Jesé, con ese brote admirable en que morará el Espíritu del Señor con sus siete dones, golpea la piedra de Israel, para que eche agua abundante para salvación suya».
El Sacerdote de Dios es el mismo Amor. Y el Amor formó una Carne haciendo germinar de la raíz de Jesé su brote, de la raíz que no había sido nutrida con fango; y la Carne era la del Verbo Encarnado, del esperado Mesías, enviado a hablar a la roca para que se hendiera. Para que hendiera su dura costra de soberbia y codicia y acogiera las aguas enviadas por Dios, las aguas que brotan de su Cristo, el óleo suave de su amor, para hacerse maleable, buena, para santificarse acogiendo en su corazón el don del Altísimo a su pueblo.
Pero Israel no quiere en su seno el Agua viva. Permanece cerrado, duro, y especialmente en las personas de sus grandes, contra los cuales la vara florecida y fructificada exclusivamente por poder divino inútilmente golpea y habla. Y en verdad os digo que muchos de este pueblo no entrarán en el Reino, mientras que muchos que no son de este pueblo entrarán, porque habrán sabido creer lo que los sacerdotes de Israel no quisieron creer. Por esto estoy en medio de vosotros como signo de contradicción, y seréis juzgados por el modo como me sepáis comprender. A los otros, a los que no son de Israel, digo: la casa de Dios, despreciada por los hijos de su pueblo, está abierta para los que buscan la Luz. Venid. Seguidme. Si Yo estoy puesto como signo de contradicción, también lo estoy como signo para todas las naciones; y quien me ame se salvará.
-Amas más a los extranjeros que a nosotros. ¡Si nos evangelizaras, acabaríamos amándote! Pero estás en todas partes excepto en Judea – dice un judío en quien han hecho mella las palabras de Jesús.
-Bajaré también a Judea y moraré allí durante un largo período. Pero no cambiará la piedra que hay en el corazón de muchos. No cambiará siquiera cuando la Sangre caiga sobre la piedra. ¿Eres arquisinagogo, verdad?
-Sí, ¿cómo lo sabes?
-Lo sé. Pues bien, entonces puedes entender lo que digo. «La sangre no debe caer sobre la piedra. Es pecado». «Derramaréis con gozo la Sangre sobre la piedra para que permanezca. Y os parecerá un trofeo de victoria esa piedra sobre la que haya sido derramada la Sangre del verdadero Cordero. Mas llegará un día en que comprenderéis… Comprenderéis el verdadero castigo, y cuál era la salvación verdadera que se os ofrecía. Vamos…
Un hombre se abre paso a empujones:
-Soy siro-fenicio. Muchos de nosotros creen en ti aun sin tenerte… y tenemos enfermos, muchos… ¿No vas a venir donde nosotros?
-Donde vosotros no. No tengo tiempo. Pero ahora, acabado el sábado, desde estos lugares me dirigiré hacia vuestros confines. Quien necesite gracias que se ponga a esperar en los sitios de frontera.
-Se lo diré a mis connacionales. Dios esté contigo, Maestro.
-La paz a ti, hombre.
Jesús se despide de la viuda… Bueno, quisiera despedirse, pero ella se arrodilla y le confiesa sus decisiones: -He decidido dejar aquí a Samuel, mejor como criado que como creyente, e ir a Cafarnaúm contigo.
-Yo dejaré Cafarnaúm pronto, y para siempre.
-Pues allí tienes discípulos buenos.
-Es verdad.
-He decidido esto… Así te daré prueba de que sé separarme de las riquezas y amar con justicia. Usaré para tus pobres el dinero que aquí se acumula, y consideraré como primer pobre al niño, si la madre quiere tenerlo a toda costa, aun sin amarlo. Entretanto, toma esto – y ofrece una bolsa pesada.
-Que Dios te bendiga con sus bendiciones y la de los beneficiarios. Mucho has progresado en pocas horas.
La mujer se pone colorada. Da una ojeada a su alrededor. Luego confiesa: -Tanta mejoría no viene de mí. Tu apóstol
me ha enseñado. Ese, ése de allí que se esconde detrás del joven moreno.
-Simón Pedro. El jefe de los apóstoles. ¿Y qué es lo que te ha dicho?
-¡Oh! ¡Me ha hablado con tanta sencillez y tan bien…! Se ha humillado, él que es apóstol, confesándome que también él era como yo, injusto en sus deseos. ¡No puedo creerlo! Pero que se ha esforzado en hacerse bueno para merecer lo que deseaba, y que se esfuerza cada vez más en serlo, para no hacer un mal del bien recibido. Ya sabes, las cosas que nos decimos entre nosotros, pobre gente, se comprenden más… ¿Te ofendo, Señor?
-No. Das gloria a Dios con tu sinceridad y con la alabanza que haces de mi apóstol. Haz lo que te ha aconsejado y que Dios esté siempre contigo, que tiendes a la justicia.
La bendice y abre la marcha, dirigiéndose hacia el noroeste, bajo verdes huertos que susurran por un improviso viento.
458
Una curación espiritual en Guerguesa y lección sobre los dones de Dios.
Llegan a los bordes del lago, en los aledaños de Guerguesa, cuando el ocaso rojo se transforma en crepúsculo violáceo y
sereno.
La ribera está llena de gente que prepara las barcas para la pesca nocturna o que se baña con gusto en las aguas del lago, un poco picado por el viento que lo surca.
Pronto es visto Jesús, y reconocido; de forma que antes de que pueda entrar en la ciudad la ciudad sabe que ha venido, y se produce la consabida afluencia de gente que acude a escucharlo.
Entre la gente se abre paso un hombre, diciendo que por la mañana habían venido a buscar a Jesús de Cafarnaúm, y que vaya lo antes que pueda.
-Esta misma noche. No me quedo en Guerguesa. Como nuestras barcas no están aquí, os pido que me prestéis las vuestras.
-Como quieras, Señor. Pero ¿nos vas a hablar antes de partir?
-Sí, incluso para despedirme de vosotros. Pronto dejaré Galilea…
Una mujer, llorando, lo llama de entre la multitud, mientras suplica que la dejen pasar para ir donde el Maestro. -Es Arria, la gentil que se ha hecho hebrea por amor. Una vez curaste a su marido. Pero…
-Me acuerdo. ¡Dejadla pasar!
La mujer se acerca. Se arroja a los pies de Jesús. Llora.
-¿Qué te pasa, mujer?
-¡Rabí! ¡Rabí! ¡Piedad de mí! Simeón…
Uno de Guerguesa le ayuda a hablar:
-Maestro, usa mal la salud que le diste. Se ha hecho duro de corazón, rapiñador; y ya ni siquiera parece israelita. La
verdad es que la mujer es mucho mejor que él, a pesar de haber nacido en tierras paganas. Y su dureza y rapacidad le acarrean
peleas y odios. Y por una pelea ahora está muy malherido en la cabeza, y el médico dice que casi es seguro que se quede ciego. -¿Y Yo qué puedo en ese caso?
-Tú… curas… Ella, ya lo ves, se desespera… Tiene muchos hijos, y pequeños todavía. La ceguera de su marido significaría miseria para la casa… Es verdad que es dinero mal ganado… Pero la muerte sería una desventura, porque un marido es siempre un marido, y un padre es siempre un padre, aunque en vez de amor y pan dé traiciones y palos…
-Lo curé una vez y le dije: «No peques más». Él ha pecado más. ¿No había prometido, acaso, que no iba a pecar más? ¿No había hecho voto de no volver a ser usurero y ladrón, si Yo lo curaba; es más, de devolver a quien pudiera lo mal adquirido, y de usar lo mal adquirido -para el caso de no poder devolverlo- en favor de los pobres?
-Maestro, es verdad. Yo estaba presente. Pero… el hombre no es firme en sus propósitos.
-Es como dices. Y no sólo Simeón. Muchos son los que, como dice Salomón, (Proverbios 11, 1; 20, 10 y 23 y 25) tienen dos pesos y balanza falsa, y no sólo en el sentido material, sino también cuando juzgan y actúan y en su comportamiento para con Dios. Y es también Salomón el que dice: «Desastroso para el hombre el fervor ligero por lo santo y, tras hacer un voto, volverse atrás». Y, sin embargo, son demasiados los que esto hacen… Mujer, no llores. Pero escucha y sé justa, pues que has elegido religión de justicia. ¿Qué elegirías, si te propusiera dos cosas, éstas: curar a tu marido y dejarlo vivir para que siga burlándose de Dios y acumulando pecados sobre su alma, o convertirlo, perdonarlo y luego dejarlo morir? Elige. Haré lo que elijas.
La pobre mujer se encuentra en una lucha muy acerba. El amor natural, la necesidad de un hombre que bien o mal gane para los hijos la moverían a pedir «vida»; su amor sobrenatural hacia su marido la mueve a pedir «perdón y muerte». La gente calla, atenta, conmovida, en espera de la decisión.
A1 fin, la pobre mujer, arrojándose de nuevo al suelo, abrazándose a la túnica de Jesús como buscando fuerzas, gime: -La vida eterna… Pero ayúdame, Señor… – y tanto languidece, rostro en tierra, que parece que muere.
-Has elegido la parte mejor. Bendita seas. Pocos en Israel te igualarían en temor de Dios y justicia. Levántate. Vamos
donde él.
-¿Pero realmente lo vas a hacer morir, Señor? ¿Y yo qué voy a hacer?
La criatura humana renace del fuego del espíritu como el fénix mitológico; y sufre y zozobra humanamente…
-No temas, mujer. Yo, tú, todos confiamos al Padre de los Cielos todas las cosas, y El obrará con su amor. ¿Eres capaz de creer esto?
-Sí, mi Señor…
-Entonces vamos, diciendo la oración de todas las peticiones y de todos los consuelos.
Y, mientras anda, circundado de un enjambre de personas y seguido de un séquito de gente, dice lentamente el Pater. El grupo apostólico hace lo mismo, y, con un coro bien ordenado, las frases de la oración se elevan por encima del murmullo de la muchedumbre, la cual sintiendo el deseo de oír orar al Maestro, poco a poco va guardando silencio, de forma que las últimas peticiones se oyen maravillosamente en medio de un silencio solemne.
-El Padre te dará el pan cotidiano. Lo aseguro en su Nombre – dice Jesús a la mujer, y añade, dirigiéndose no a ella sola sino a todos: «Y os serán perdonadas las culpas si perdonáis al que os haya ofendido o perjudicado. Esa persona necesita vuestro perdón para obtener el de Dios. Y todos tienen necesidad de la protección de Dios para no caer en pecado como Simeón. Recordad esto.
Ya han llegado a la casa, y Jesús entra en ella con la mujer, con Pedro, Bartolomé y el Zelote.
El hombre, echado en la yacija, en la cara vendas y paños mojados, gesticula desasosegado y delira. Pero la voz, o la voluntad, de Jesús le hacen volver en sí y grita: -¡Perdón! ¡Perdón! No volveré a caer en el pecado. ¡Tu perdón como la otra vez! Pero también la salud, como la otra vez. ¡Arria! ¡Arria! Te juro que seré bueno. No volveré a ser ni violento ni ladrón, no… – el hombre está dispuesto a todas las promesas por miedo a morir…
-¿Por qué quieres todo esto? – pregunta Jesús. ¿Por expiar o porque temes el juicio de Dios?
-¡Eso, eso! ¡Morir ahora, no! ¡El infierno!… ¡He robado, he robado el dinero del pobre! He usado la mentira. He sido violento con mi prójimo y he hecho sufrir a los familiares. ¡Oh!…
-No miedo; se requiere arrepentimiento, verdadero, firme.
-¡La muerte o la ceguera! ¡Qué castigo! ¡No volver a ver! ¡Tinieblas! ¡Tinieblas! ¡No!…
-Si es adversa la tiniebla en los ojos, ¿no te es horrenda la del corazón? ¿Y no temes la del Infierno, eterna, horrenda?, ¿la privación continua de Dios?, ¿los remordimientos continuos?, ¿la congoja de haberte matado a ti mismo, para siempre, en tu espíritu? ¿No amas a ésta? ¿Y no quieres a tus hijos? ¿Y no quieres a tu padre, a tu madre, a tus hermanos? ¿Y no piensas que no los vas a tener nunca más contigo si mueres condenado?
-¡No! ¡No! ¡Perdón! ¡Perdón! Expiar, aquí, sí, aquí… Incluso la ceguera, Señor… Pero el Infierno no… ¡Que no me maldiga Dios! ¡Señor! ¡Señor! Tú arrojas los demonios y perdonas las culpas. No alces tu mano para curarme, pero sí para perdonarme y liberarme del demonio que me tiene sujeto… Ponme una mano en el corazón, en la cabeza… Libérame, Señor…
-No puedo hacer dos milagros. Reflexiona. Si te libero del demonio te dejaré la enfermedad…
-¡No importa! Sé Salvador.
-Sea como tú quieres. Te digo que sepas aprovechar mi milagro, mano que es el último que te hago. Adiós. -¡No me has tocado! ¡Tu mano! ¡Tu mano!
Jesús lo complace y pone la mano sobre la cabeza y sobre el pecho del hombre, el cual, estando vendado, cegado por las vendas y la herida, palpa convulsivamente para agarrar la mano de Jesús, y una vez que la encuentra, llora sobre ella, y no quiere separarse de ella; hasta que, como un niño cansado, se adormece, teniendo todavía la mano de Jesús apretada contra su carrillo febril.
Jesús saca cautelosamente la mano y sale de la habitación sin hacer ruido, seguido por la mujer y los tres apóstoles. -Que Dios te lo pague, Señor. Ora por tu sierva.
-Sigue creciendo en la justicia, mujer, y Dios estará siempre contigo.
Alza la mano para bendecir la casa y a la mujer, y sale a la calle.
El murmullo aumenta por mil preguntas curiosas. Pero Jesús hace señal de que se callen y lo sigan. Vuelve a la orilla del lago. La noche se cierra lentamente. Jesús sube a una barca, que se mece junto a la orilla, y habla desde ahí.
-No. No está muerto y no está curado, en cuanto a la carne. Su espíritu ha reflexionado sobre sus culpas, ha dado recta dirección a su pensamiento; ha sido perdonado porque ha pedido expiación para obtener perdón. Vosotros, todos, apoyadlo en su camino hacia Dios.
Pensad que todos tenemos una responsabilidad hacia el alma de nuestro prójimo. ¡Ay de aquel que escandalice! Pero ¡ay también de aquel que, con su trato intransigente, amedrente a uno que acabe de nacer al Bien, de modo que lo rechace con su intransigencia del camino en que se ha puesto! Todos pueden ser un poco maestros, maestros buenos de su prójimo, y pueden serlo más en la medida en que este es más débil e ignorante de la sabiduría del Bien.
Os exhorto a ser pacientes, dulces, longánimes con Simeón. No mostréis odio, rencor, desprecio, ironía. No hagáis memoria del pasado, ni en vosotros ni a él. El hombre que se alza después de un perdón, después de un arrepentimiento, después de un propósito sincero, tiene la voluntad, pero también el peso, el legado de sus pasiones y hábitos del pasado. Hay que saber ayudarle a liberarse de ello. Y con mucha discreción. Sin hacer alusiones al pasado. Las alusiones son imprudentes contra la caridad y contra la criatura humana. Recordar al culpable arrepentido la culpa es abatirlo. Basta su despertada conciencia para ello. Recordar a la criatura humana su pasado es promover el despertar de las pasiones, y algunas veces el volver a pasiones superadas, y consentimientos. En el mejor de los casos, siempre es provocar tentaciones.
No tentéis a vuestro prójimo. Sed prudentes y caritativos. ¿Que Dios os ha ahorrado ciertos pecados? Alabadlo. Pero no hagáis ostentación de vuestra justicia para humillar a quien no es justo. Sabed comprender la mirada implorante de quien está arrepentido y querría que vosotros olvidarais, y que -puesto que sabe que no olvidáis- al menos os suplica que no lo humilléis recordando el pasado. No digáis: «Fue leproso de espíritu» para justificar vuestros abandonos. El leproso por enfermedad, después de las purificaciones, obtenida la curación, es admitido de nuevo en el pueblo. Que suceda lo mismo para quien esté curado del pecado. No seáis como aquellos que se creen los perfectos, y no lo son, porque no tienen caridad para con los hermanos. A1 contrario, circundad de vuestro amor a los hermanos renacidos a la gracia, para que la buena compañía impida nuevas caídas.
No queráis ser más que Dios, que no rechaza al pecador que se arrepiente, y lo perdona y admite de nuevo junto a Él. Y aunque ese pecador os haya hecho un mal irreparable, no os venguéis ahora que ya no es un arrogante temido; antes bien, perdonad y tened una gran piedad, porque él fue pobre respecto a ese tesoro que todo hombre puede tener con sólo quererlo: la bondad. Amadlo, porque, con el dolor que os ha causado, os ha dado un medio de merecer un premio más grande en el Cielo. Y no despreciéis a nadie, ni siquiera si es de otra raza. Veis que cuando Dios atrae hacia sí a un espíritu, aunque sea de un pagano, lo transforma de tal modo que supera en justicia a muchos del pueblo elegido.
-Me marcho. Recordad ahora y siempre éstas y mis otras palabras.
Pedro, que estaba preparado, hinca el remo, y la barca se separa de la orilla, empezando así la navegación, seguida por otras dos. El lago, un poco agitado, imprime oscilación a las barcas, pero ninguno se asusta por ello, porque el trayecto es breve. Los faroles rojos ponen manchas de rubí en las oscuras aguas, o tiñen de color sangre las espumas blancas.
Pregunta Pedro, sin dejar el timón, después de un rato:
-Maestro, ¿pero aquel hombre se va a curar o no? No he comprendido nada.
Jesús no contesta. Pedro hace una seña a Juan, que está sentado en el fondo de la barca a los pies del Maestro, con la cabeza relajada encima de las rodillas de Jesús. Y Juan repite en voz baja la pregunta.
-No se va a curar.
-¿Por qué, Señor? Yo creía, por lo que he oído, que tuviera que curarse para expiar.
-No, Juan. Pecaría nuevamente, porque es un espíritu débil.
Juan vuelve a apoyar la cabeza en las rodillas y dice:
-Pero Tú lo podías hacer fuerte… – y parece manifestar un dulce reproche.
Jesús sonríe, mientras introduce los dedos entre los cabellos de su Juan, y, alzando la voz de forma que todos oigan, da la última lección del día:
-En verdad os digo que en la concesión de gracia hay que saber también tener en cuenta su oportunidad. No siempre la vida es un don, no siempre la prosperidad es un don, no siempre un hijo es un don, no siempre -sí, también esto- no siempre una elección es un don. Vienen a ser dones y permanecen como tales cuando el que los recibe sabe hacer un buen uso de ellos,
y para fines sobrenaturales de santificación. Pero cuando de la salud, prosperidad, afectos, misión, se hace la ruina del propio espíritu, mejor sería no tenerlos nunca. Y a veces Dios ofrece el mayor don que podría dar no dando lo que los hombres querrían o lo que considerarían justo tener como cosa buena. El padre de familia o el médico sabio saben qué es lo que hay que dar a los hijos o a los enfermos para no ponerlos más enfermos o para evitar que enfermen. Lo mismo Dios, sabe lo que conviene dar para el bien de un espíritu.
-¿Entonces aquel hombre morirá? ¡Qué casa más infeliz!
-¿Sería, acaso, más feliz viviendo en ella un réprobo? ¿Y él sería más feliz si, viviendo, siguiera pecando? En verdad os digo que la muerte es un don cuando sirve para impedir nuevos pecados y coge a1 hombre mientras está reconciliado con su Señor.
La quilla roza ya en el fondo del lago, en Cafarnaúm.
-A tiempo. Esta noche, borrasca. El lago hierve, el cielo sin estrellas, negro como la pez. ¿Oís detrás de los montes? ¿Veis esas luces? Truenos y relámpagos. Dentro de poco, agua. ¡Rápido! ¡Poner en salvo las barcas no nuestras! Abajo las mujeres y el niño, antes de que llueva. ¡Echad una mano! – grita Pedro a otros pescadores, que retiran redes y cestas.
A fuerza de brazos empujan la barca bien arriba, a la playa, mientras ya las primeras olas fuertes vienen a azotar los miembros semidesnudos y los guijarros de la orilla. Y luego… alejarse rápidamente, a casa, mientras las primeras gotazas alzan el polvo de la tierra ardiente haciendo emanar fuerte olor. Y los relámpagos ya están encima del lago, mientras los truenos llenan de fragor la copa formada por las colinas de las orillas.