Descanso en un henil y discurso a la entrada de Emaús de la llanura. El pequeño Miguel.
Cabe la puerta de Emaús hay una casa de campesinos. Silenciosa, porque todos están en los campos trabajando. En el corral ya están amontonadas las gavillas del día anterior. Y hay heno en los rústicos heniles. El sol abrasador del mediodía extrae un olor caliente del heno y las gavillas. No se oye ruido alguno, aparte del zureo de las palomas y la parlería de los gorriones, siempre chismosos y pendencieros. Las unas y los otros van, sin tregua, del tejado o de los árboles cercanos a los montones de gavillas y de heno, y – son los primeros de entre todos los que saborearán esos productos – picotean entre las espigas enhiestas, se enzarzan con golpes de ala, giran para arramplar más semillas, para robar las pajitas más blandas de heno, ávidos, batalladores, libres de escrúpulos.
Los únicos ladrones comunes en Israel (donde – lo he notado – existe el máximo respeto a la propiedad ajena). ¡Las casas tienen ganas de estar abiertas, y los corrales y viñas sin guardia! Aparte de los rarísimos profesionales de la depredación, los verdaderos bandidos que asaltan en las quebradas de los montes, no hay ladronzuelos, y, ni siquiera, simplemente… golosos que alarguen la mano hacia el árbol frutal o hacia el pichón ajeno. Cada uno va por su camino y, aun cuando atraviesa la propiedad del prójimo, es como si no tuviera ni ojos ni manos. Es verdad que la hospitalidad se ejercita tan ampliamente que no hay necesidad de robar para poder comer. Sólo para Jesús, y por causa de un odio que es tan grande que suspende la costumbre secular de ser hospitalarios con el peregrino; sólo para Él, se verifica el hecho de casas que niegan hospitalidad y comida. Pero para los otros, generalmente, siempre hay piedad, especialmente entre las clases humildes.
Y así sucede que, sin miedo, los apóstoles, después de haber llamado a esta casa cerrada y no haber encontrado a nadie, se han refugiado debajo de un cobertizo en que hay aperos de labranza y cántaros vacíos; y, como si fuera suyo, han hecho uso del heno para sentarse, de los cubos para sacar agua del pozo, de las jarros para beber y mojar así los bocados de pan viejo y de cordero frío, que comen casi en silencio, por el mucho sueño que tienen y lo aturdidos que están por el sol. Y, con la misma libertad con que se han servido del heno y de las jarras, se tumban en el fragante heno; y pronto se oye un coro de ronquidos de distintos tonos y duración.
También Jesús está cansado. Más que cansado, triste. Mira durante un rato a los doce durmientes. Ora. Piensa… Piensa mientras sigue con los ojos, mecánicamente, las luchas de los gorriones y las palomas y el vuelo de saeta de las golondrinas por el corral lleno de sol. Da la impresión de que los chillidos de estas veloces dominadoras del vuelo ponen afirmaciones netas a las preguntas dolorosas que Jesús se plantea. Luego también Él se echa sobre el heno, y pronto los dulces y tristes ojos de zafiro se velan bajo los párpados, mientras el rostro se entona en el sueño, y quizás porque se sume en el sueño con la tristeza en el corazón, su rostro toma mucho de la expresión cansada y dolorosa que tendrá en la muerte.
Regresan los campesinos propietarios de la casa. Hombres, mujeres, niños. Y con ellos están también los discípulos vistos antes. Ven a Jesús y a los suyos, durmiendo en el heno, y convierten las voces en susurros, para no despertarlos. Alguna mamá propina un pescozón al niño que no quiere callarse; o al menos hace ademán de querer hacerlo.
Un crío va con pasitos de tortolita y un dedito en la boca a observar a Jesús, «el más guapo» dice, que duerme con la cabeza apoyada en el brazo doblado para hacer de almohada. Y todos, descalzos, de puntillas, acaban imitándolo; los primeros, Matías y Juan, que se enternecen viéndolo durmiendo así en el heno. Y Matías observa:
-Como en su primer sueño está nuestro Maestro, pero menos feliz que entonces… Le falta también su Madre…
-Sí. Lo único que tiene es siempre cerca la persecución. Pero nosotros lo amaremos siempre, lo amamos siempre como en aquella hora… – responde Juan.
-Más que entonces, Matías. Más que entonces. Entonces amábamos sólo por fe y porque es tierno amar a un niño; pero ahora amamos también por conocimiento…
-Ha sido odiado desde pequeño, Juan. ¡Recuerda lo que sucedió para matarlo!… – y el rostro de Matías se quiebra recordando.
-Es verdad… ¡Pero, bendito sea aquel dolor! Todo lo perdimos, menos a Él. Y eso es lo que cuenta. ¿De qué nos habría servido el tener todavía parientes y casa y nuestro pequeño bienestar, si Él hubiera muerto?
-Es verdad. Tienes razón, Matías. ¿Y de qué nos servirá tener todo el mundo, cuándo no esté ya en el mundo?
-No me hables de eso… Entonces seremos verdaderamente unos desvalidos… Marchaos vosotros. Nosotros nos quedamos con el Maestro – dice luego Juan despidiéndose de los campesinos.
-Siento no haber pensado en dejarles la llave. Podían entrar en casa, estar mejor… – dice el hombre más anciano de la
casa.
-Se lo diremos… De todas formas, se sentirá feliz también por vuestro amor. Id, id…
Los campesinos entran en la casa, y pronto el humo que sube de la chimenea dice que están preparando la comida. Pero lo hacen con finura, conteniendo a los niños, haciendo poco ruido… y, también sin hacer ruido, llevan lo que han cocinado a los discípulos, y susurran:
-Para cuando se despierten. Lo hemos tenido aparte para ellos…
Luego el silencio envuelve de nuevo la casa. Quizás los segadores, que han estado trabajando desde el alba, se han echado en las camas para descansar en estas horas en que imposible sería estar en las tierras bajo el sol incandescente. Se adormilan también los discípulos… Las palomas y los gorriones han hecho una pausa… Sólo las golondrinas pasan como saetas, incansables, y su vuelo rápido escribe palabras azules en los espacios y palabras de sombra en el blanco corral…
El pequeñín de antes, precioso con su camisita corta, único indumento a que se ha quedado reducido en esta hora tórrida, saca su cabecita morena por la puerta de la cocina, echa una ojeada, da unos pasos, cautamente, con sus tiernos piececitos, que sufren en contacto con el suelo hirviente de sol. La camisita, desatada, se le cae casi del hombro regordete. Llega donde los discípulos e intenta pasar por encima de ellos, para ir otra vez a mirar a Jesús. Pero sus piernecitas son demasiado cortas para poder superar los cuerpos musculosos de los adultos; tropieza y se cae encima de Matías, que se despierta y ve la carita turbada, próxima al llanto, del pequeñuelo. Sonríe y dice, intuyendo la maniobra del niño: -Ven aquí, te pongo entre Jesús y yo. Pero estáte callado y quieto. Déjalo dormir, que está cansado.
Y el niño, feliz, se sienta a adorar el hermoso rostro de Jesús. Lo mira, lo escruta, siente grandes deseos de hacerle una caricia, de tocarle sus cabellos de oro. Pero Matías vigila sonriente y no se lo permite. Entonces el pequeño pregunta en voz baja:
-¿Duerme siempre así’?
-Siempre así – responde Matías.
-¿Está cansado? ¡Por qué?
-Porque anda mucho y habla mucho.
-¿Por qué habla y anda?
-Para enseñar a los niños a ser buenos, a amar al Señor para ir con Él al Cielo.
-¿Allí arriba? ¿Y cómo? Está lejos…
-El alma. ¿Sabes lo que es el alma?
-¡ Nooo!
-Es la cosa más bonita que hay en nosotros, y…
-¿Más que los ojos? Mi mamá me dice que mis ojos son dos estrellas. ¡Y las estrellas son muy bonitas, eh! El discípulo sonríe y responde:
-Es más bonita que las estrellitas de tus ojos, porque el alma buena es más bonita que el Sol.
-¡ Oh! ¿Y dónde está? ¿Dónde la tengo?
-Aquí. En tu corazoncito. Y ve, oye todo, y no muere nunca. Y cuando uno no es nunca malo y muere como un justo, el alma vuela arriba con el Señor.
-¿Con Él – y el niño señala a Jesús.
-Con Él.
-¿Pero Él tiene alma?
-Tiene alma y divinidad. Porque ese Hombre al que estás mirando es Dios.
-¿Tú cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?
-Los ángeles.
El niño, que se había sentado completamente encima de Matías, no puede recibir esta noticia tranquilamente, y bruscamente se pone de pie y dice:
-¿Tú has visto a los ángeles? – y mira a Matías con los ojos como platos. La noticia es tan impresionante, que por un instante se olvida de Jesús, siendo así que no ve que Él entreabre los ojos, despertado por el grito ligero del niñito, y los vuelve a cerrar y gira la cabeza hacia la otra parte.
-¡Calla! ¿Lo ves? Lo despiertas… Te mando a casa.
-Estoy quieto. ¿Pero cómo son los ángeles? ¿Cuándo los has visto? – la vocecita es de nuevo un susurro.
Y Matías, paciente, cuenta la noche de Navidad al pequeñuelo que se ha vuelto a sentar en su pecho, arrobado. Y, paciente, responde a todos los porqués: « ¿Por qué había nacido en un establo? ¿No tenía casa? ¿Era tan pobre que no encontraba una casa? ¿Y ahora no tiene casa? ¿No tiene a su Mamá? ¿Dónde está su Mamá? ¿Por qué lo deja solo, si sabe que ya lo han querido matar? ¿No lo quiere?…
Una lluvia de preguntas y también de respuestas. Y la última – a la que Matías responde:
-Esta Mamá santa quiere mucho a su divino Hijo. Pero hace el sacrificio de su dolor de dejar que se marche para que los hombres se salven. Para consolarse piensa que hay todavía hombres buenos capaces de amarlo…» – suscita esta respuesta: « ¿Y no sabe que hay niños buenos que lo quieren? ¿Dónde está? Dímelo, que voy y le digo: «No llores. Yo le doy el amor a tu Hijo». ¿Tú qué crees, que se pondrá contenta?
-Mucho, niño – dice Matías, y lo besa.
-¿Y Él se pondrá contento?
-Mucho, mucho. Díselo cuando se despierte.
-¡Sí, sí! ¿Pero cuándo se despierta?
El niño está ansioso…
Jesús no resiste más. Se vuelve otra vez, con los ojos bien abiertos y una sonrisa luminosa, y dice:
-Ya me lo has dicho, porque he oído todo. Ven aquí niño.
El niño no se lo hace repetir dos veces. Se vuelca encima de Jesús y lo acaricia, lo besa, le toca con su dedito la frente, las cejas, las pestañas de oro, se mira en el espejo de sus ojos azules, se frota contra la blanda barba y contra los sedosos cabellos, y dice a cada descubrimiento: « ¿Qué bonito eres! ¡Bonito! ¡Bonito!». Jesús sonríe y también Matías.
Y luego, a medida que se van despertando los otros, porque ahora el pequeño ya no tiene tantos miramientos, sonríen discípulos y apóstoles al ver ese examen detallado, repetido por este hombrecito en miniatura, semidesnudo, regordete, que se pasea todo tranquilo y feliz por el cuerpo de Jesús para observarlo de la cabeza a los pies, y al final dice:
-¡Date la vuelta! – y explica: «para ver las alas» y pregunta desilusionado: «¿Por qué no las tienes?».
-No soy un ángel, niño.
-¡Pero eres Dios! ¿Cómo puedes ser Dios sin estar lleno de alas? ¿Cómo vas a poder ir al Cielo?
-Soy Dios. Precisamente porque soy Dios no necesito alas. Hago lo que quiero y todo lo puedo.
-Entonces hazme los ojos como los tuyos. Son bonitos.
-No. Los que tienes te los he dado Yo, y me gustan así. Di, más bien, que te haga un alma de justo para amarme cada
vez más.
-También me has dado Tú el alma. Entonces te gustará como la tengo – dice con lógica infantil el pequeño.
-Sí, ahora me gusta mucho porque es inocente. Pero, mientras que tus ojos serán siempre de este color de aceituna madura, tu alma de blanca puede pasar a negra si te vuelves malo.
-Malo no. Te quiero y quiero hacer lo que decían los ángeles cuando naciste: «Paz a Dios en el Cielo y gloria a los hombres de buena voluntad» – dice el niñito equivocándose, lo cual provoca una fragorosa carcajada en los adultos, cosa que le hace sentir vergüenza y callarse.
Pero Jesús lo consuela, no sin corregirle:
-Dios es siempre Paz, niño. Es la Paz. Los ángeles lo glorificaban por el nacimiento del Salvador, y daban a los hombres la primera regla para obtener la paz que vendría por mi nacimiento: «tener buena voluntad». La que tú quieres.
-Sí. Dámela entonces. Métemela aquí, donde ese hombre dice que tengo el alma – y con los dos índices se golpea repetidamente el pequeño pecho.
-Sí, pequeño amigo. ¿Cómo te llamas?
-¡Miguel!
-Nombre del poderoso arcángel. Entonces buena voluntad para ti, Miguel. Y que seas un confesor del Dios verdadero, diciendo a los perseguidores lo que tu angélico patrón: «¿Quién como Dios?». Te bendigo, ahora y para siempre – y le impone las manos.
Pero el pequeñuelo no está convencido. Dice:
-No. Besa aquí, en el alma; entrará dentro tu bendición y quedará cerrada dentro – y descubre el pequeño pecho para ser besado sin que ningún obstáculo se interponga entre su cuerpecito y los labios divinos.
Los presentes sonríen y, al mismo tiempo, están conmovidos. ¡Y no falta el motivo! La fe maravillosa del inocente, que – por instinto, dirían algunos; por impulso espiritual, digo yo – ha ido a Jesús, es verdaderamente conmovedora; y Jesús lo señala diciendo:
-¡Si todos tuvieran el corazón de los niños!…
Entretanto han pasado las horas. La casa toma vida de nuevo. Óyense voces de mujer, de niños, de hombres. Y una madre llama:
-¡Miguel! ¡Miguel! ¿Dónde estás? – y se asoma asustada, mirando, con un atroz pensamiento en su corazón, al pozo
bajo.
-No temas, mujer. Tu hijo está conmigo.
-¡Oh! Temía… Le gusta mucho el agua…
-Sí, ha venido al Agua viva que baja del cielo a dar Vida a los hombres.
-Te ha molestado… Se me ha escabullido tan callandito que no he oído… – dice la mujer excusándose. -¡Oh! ¡No! No me ha molestado. Me ha consolado. Los niños nunca causan dolor a Jesús.
Se acercan los hombres y las otras mujeres. El jefe de la familia dice:
-Entra y repón fuerzas. Y perdona si no te hemos hecho amo de nuestra casa nada más verte…
-No tengo que perdonar nada. He estado aquí, y he estado bien. Tu respeto me da todo honor. Teníamos comida y tu pozo es fresco, mullido el heno: más de lo que necesita el Hijo del hombre; no soy un sátrapa sirio.
Y Jesús, seguido por los suyos, entra en la vasta cocina para comer, mientras en el corral los hombres preparan sitio para los que ya están llegando procedentes de todos los lugares para oír al Maestro; otros se apresuran a preparar bebidas y comida, y a despellejar un corderito para dárselo a los evangelizadores como viático, y las mujeres traen huevos y mantequilla. Esto provoca las protestas de Pedro, que, con razón, dice que no puede llevar en las alforjas ese alimento tan fácil de derretirse con esos calores. Pero para algo están los jarros… Y ellas colman uno de mantequilla, lo cierran y lo meten en el pozo para que esté más frío que nunca.
Jesús manifiesta su agradecimiento. Quisiera limitar estos presentes. ¡Pero ya, ya!… Palabras desperdiciadas: otros dones vienen de todas partes y cada uno se excusa de dar poco…
Pedro susurra:
-Se ve que aquí han estado los pastores. Terreno bonificado… terreno bueno.
El corral está lleno de gente, imperturbable, a pesar de que todavía no haya refrescado el día y aún roce el corral el último rayo de sol. Jesús empieza a hablar:
-¡La paz sea con todos vosotros! No voy a repetir, aquí que veo que ya es conocida la doctrina del Maestro de Israel por obra de los discípulos buenos, lo que vosotros ya sabéis. Dejo a los discípulos buenos la gloria de haberos instruido y la misión de seguir haciéndolo siempre, hasta daros la perfecta seguridad de que Yo soy el Prometido por Dios y que mi Palabra es propia de Dios.
-¡Y tus milagros son propios de Dios, bendito! – grita una voz de mujer desde el medio de la aglomeración de gente, y muchos se vuelven a mirar en esa dirección. La mujer levanta en los brazos a un niño lozano y sonriente y grita: «Maestro, es el pequeño Juan, el que curaste en Agua Especiosa. El niñito de las caderas rotas, que ningún médico podía curar y que yo te llevé con fe y Tú lo curaste teniéndolo sentado en tus piernas».
-Me acuerdo, mujer. Tu fe merecía el milagro.
-Ha aumentado, Maestro. Toda mi parentela cree en ti. Ve, hijo, a dar las gracias al Salvador. Dejadlo que vaya donde Él… – ruega la mujer.
Y la multitud se abre y deja pasar al niño, que va raudo hacia Jesús tendiendo hacia adelante los brazos para poder abrazarlo, lo cual sucede en medio de las aclamaciones y comentarios de la gente de la ciudad o de los forasteros; porque los de los campos ya conocen el hecho y no muestran estupor. Jesús reanuda su discurso teniendo de la mano al niño.
-Y aquí veis confirmada por una madre agradecida mi Naturaleza y confirmado el poder que ejerce la fe en el corazón de Dios, que no defrauda jamás las confiadas y justas peticiones de sus hijos.
Os invito a recordar a Judas Macabeo, cuando se asomó a esta llanura para estudiar el formidable campamento de Gorgias, que contaba con cinco mil infantes y mil caballeros, adiestrados a la batalla, bien protegidos con corazas y armas y torres de guerra. Judas miraba con sus tres mil infantes sin escudo ni espada, y sentía insinuarse el temor en el corazón de sus soldados. Entonces habló, respaldado por su derecho, aprobado por Dios por estar orientado no a abusos sino a la defensa de la Patria invadida y profanada. Y dijo: «No os asuste su número, no tengáis miedo de su ataque. Recordad cómo nuestros padres fueron salvados en el Mar Rojo, cuando el Faraón los seguía con un gran ejército». Y, reanimada la fe en la potencia de Dios, que está siempre con los justos, enseñó a los suyos los medios para obtener ayuda. Dijo: “Alcemos, pues, la voz al Cielo y el Señor tendrá piedad de nosotros, y, recordándose de la alianza que hizo con nuestros padres, hoy destruirá delante de nosotros a este ejército, y todas las gentes sabrán que hay un Salvador que libera a Israel».
(I Macabeos 4, 1-25. Forman parte de ese fragmento dos referencias bíblicas (versículos 6-11 y 14-25).
Bien. Yo os señalo dos puntos capitales para tener a Dios con nosotros, como ayuda en las empresas justas.
La primera cosa: para tenerlo como aliado, tener el corazón justo que tenían nuestros padres. Recordad la santidad, la prontitud de los patriarcas en obedecer al Señor, tanto si la cosa solicitada era de poco valor como si era de valor sumo. Recordad con qué fidelidad permanecieron fieles al Señor. Mucho nos quejamos en Israel de no tener ya al Señor con nosotros, mientras que en el pasado era benigno. ¿Pero sigue teniendo Israel el corazón de sus padres? ¿Quién rompió y rompe continuamente la alianza con el Padre?
Segunda cosa capital para tener a Dios con nosotros: la humildad. Judas Macabeo era un gran israelita y un gran soldado. Pero no dice: «Yo hoy destruiré a este ejército y las gentes sabrán que soy el salvador de Israel». No. Dice: «Y el Señor destruirá a este ejército delante de nosotros, que somos incapaces de hacerlo porque somos débiles». Porque Dios es Padre y tiene cuidado de sus pequeñuelos.-para que no mueran, manda a sus poderosas formaciones para combatir a los enemigos de sus hijos con armas sobrehumanas. Cuando Dios está con nosotros, ¿quién podrá vencernos? Decid siempre esto ahora y en un futuro, cuando pretendan derrotaros, y no ya en una cosa relativa como es una batalla nacional, sino en una cosa mucho más vasta en el tiempo y en las consecuencias, como es en el caso de vuestra alma. No dejéis que se apoderen de vosotros ni el temor ni 1a soberbia. Ambos son dañinos. Dios estará con vosotros si sois perseguidos a causa de mi Nombre, y os dará fuerza en las persecuciones Dios estará con vosotros si sois humildes, si reconocéis que vosotros, por vosotros mismos, no sois capaces de nada, pero que todo lo podéis si estáis unidos al Padre.
Judas no se pavonea ornándose con el título de Salvador de Israel, sino que da ese título al Dios eterno. Efectivamente, vanos son los afanes de los hombres si Dios no acompaña sus esfuerzos. Mientras que sin afanarse vence quien confía en el
Señor, que sabe cuándo es justo premiar con victorias y cuándo es justo castigar con derrotas Necio el hombre que quiere juzgar a Dios, aconsejarle o criticarle ¿Os imagináis a una hormiga que, observando la obra de un cortador de mármol, dijera: «No sabes hacerlo. Yo lo haría mejor y antes que tú»? La misma imagen de sí da el hombre que quiere ser maestro de Dios. Y a la imagen ridícula añade la de un ser ingrato y arrogante que se ha olvidado de lo que es: criatura, y de lo que es Dios: Creador. Ahora bien, si Dios ha creado un ser tan bien creado que puede creerse capaz de dar consejos al mismo Dios, ¿cuál será la perfección del Autor de todas las criaturas? Debería bastar este pensamiento para mantener baja la soberbia, para destruir este malo y satánico árbol, este parásito que, una vez que se insinúa en un intelecto, lo invade; y suplanta, ahoga, mata todo árbol bueno, toda virtud que hace grande al hombre en la Tierra, verdaderamente grande, no por censo ni por coronas, sino por justicia y sabiduría sobrenaturales, y bienaventurado en el Cielo para toda la eternidad.
Y observemos otro consejo que nos dan el gran Judas Macabeo y los acontecimientos de ese día en esta llanura. Habiéndose encendido la batalla, las tropas de Judas, con las cuales estaba Dios, vencieron y desbarataron a los enemigos, a una parte poniéndolos en fuga hasta Jéceron, Azoto, Idumea y Yamnia, dice la historia, a otra parte traspasándolos con la espada y dejando muertos en los campos a más de tres mil. Pero Judas dice a sus soldados ebrios de victoria: «No os detengáis a recoger botín, porque la guerra no ha terminado y Gorgias con su ejército está en la montaña cerca de nosotros. Tenemos que seguir combatiendo contra nuestros enemigos y vencerlos completamente; después, tranquilamente, recogeremos el botín». Y así hicieron. Y obtuvieron segura victoria y rico botín y liberación, y, al regreso, cantaban bendiciones a Dios porque «es bueno, porque su misericordia es eterna».
También el hombre, todo hombre, es como los campos que están alrededor de la ciudad santa de los judíos. Rodeado de enemigos externos e internos, todos crueles, todos anhelosos de presentar batalla a la ciudad santa del individuo humano – su espíritu -, y presentarla además al improviso, para cogerla de sorpresa con mil astucias, y destruirla. Las pasiones, cultivadas e incitadas por Satanás, y no vigiladas por el hombre con toda su voluntad para tenerlas sujetas, peligrosas si no logra domarlas, pero inocuas si están vigiladas como un ladrón encadenado, y el mundo, que desde fuera conjura con ellas con sus seducciones de carnalidad, de riquezas, de orgullo, bien asemejan a los poderosos ejércitos de Gorgias, revestidos de coraza, dotados de torres de guerra, de arqueros buenos flechadores, de caballeros veloces, siempre preparados para empezar el ataque a las órdenes del Mal. ¿Pero qué puede el Mal si Dios está con el hombre que quiere ser justo? El hombre sufrirá, será herido, pero salvará su libertad y su vida, y conocerá la victoria después de la buena batalla, que no se produce sólo una vez, sino que se renueva siempre mientras dura la vida, o hasta que el hombre se despoja tanto de su humanidad y se convierte en espíritu más que carne, espíritu fundido con Dios, que las flechas, los ataques, los fuegos de guerra no pueden ya dañarlo en lo profundo y caen, tras haberlo agredido superficialmente, como puede hacer una gota en la superficie de un duro y resplandeciente jaspe.
No os detengáis a recoger botín, no os distraigáis hasta llegar a la puerta de la vida, no de esta vida de la Tierra, sino de la verdadera Vida de los Cielos. Entonces, victoriosos, recoged vuestro botín y entrad, adentraos, gloriosos, hasta la presencia del Rey de los reyes, y decid: «He vencido. Aquí está mi botín. Lo he recogido con tu ayuda y con mi buena voluntad, y te bendigo, Señor, porque eres bueno y tu misericordia es eterna».
Esto se refiere a la vida en general, para todos. Pero para vosotros, para vosotros que en mí creéis, se esconde, al acecho, otra batalla. Más batallas. Las batallas contra la duda, contra las palabras que os dirán, contra las persecuciones.
Dentro de poco seré elevado al lugar para el que he venido del Cielo. Este lugar os va a producir miedo, os va a parecer un mentís contra mis palabras. No. Mirad el hecho con ojo espiritual, y veréis que lo que va a suceder será la confirmación de lo que soy realmente: no el pobre rey de un pobre reino, sino el Rey anunciado por los profetas, a los pies de cuyo trono único, inmortal, vendrán, como ríos al océano, todas las gentes de la Tierra, y dirán: «Te adoramos, oh Rey de los reyes y Juez eterno, porque por tu santo Sacrificio has redimido al mundo».
Resistid a la duda. Yo no miento. Yo soy Aquel de quien hablan los profetas. Como la madre de Juan hace un rato, alzad el recuerdo de lo que os he hecho, y decid: «Estas obras son propias de Dios. Nos las ha dejado como recuerdo, como confirmación, como ayuda para creer, y creer además en esta hora precisamente». Luchad y venceréis contra la duda que sofoca la respiración de las almas. Luchad contra las palabras que os van a decir. Recordad a los profetas y mis obras. A las palabras enemigas responded con los profetas y con los milagros que me habéis visto hacer. No tengáis miedo. Y no seáis ingratos por miedo, callando lo que Yo he hecho para vosotros. Luchad contra las persecuciones; mas no luchéis persiguiendo a quien os persiga, sino ofreciendo el heroísmo de vuestra confesión a quien pretenda persuadiros, con amenazas de muerte, a que reneguéis de mí. Luchad siempre contra los enemigos. Todos. Contra vuestra humanidad, vuestros miedos, los compromisos indignos, los pactos interesados, las presiones, las amenazas, las torturas, la muerte.
¡La muerte! No soy el jefe de un pueblo que dice a su pueblo: «Sufre por mí mientras yo gozo». No. Yo soy el primero en sufrir, para daros ejemplo. No soy un caudillo de ejércitos que dice a los ejércitos «Combatid para defenderme. Morid para darme la vida». No. Yo soy el primero que combate. Seré el primero en morir, para enseñaros a morir. De la misma forma que siempre he hecho lo que he dicho que se haga, y predicando la pobreza he sido pobre; la continencia, casto; la templanza, temperante; la justicia, justo; el perdón, he perdonado, y perdonaré… y, de la misma forma que he hecho todo esto, haré también la última cosa. Os voy a enseñar cómo se redime. Os lo voy a enseñar no con palabras, sino con los hechos. Os voy a enseñar a obedecer obedeciendo a la más dura de las obediencias, la de mi muerte…
Os voy a enseñar a perdonar, perdonando en medio de los últimos tormentos como perdoné en la paja de mi cuna a la Humanidad que me había arrancado de los Cielos. Perdonaré como he perdonado siempre. A todos. Por cuenta mía, a todos. A los pequeños enemigos, a los neutrales, indiferentes, volubles, y a los grandes enemigos, que no sólo me causan el dolor de ser apáticos ante mi poder y mi deseo de salvarlos, sino que me dan, y darán, el inmenso dolor de ser los deicidas. Perdonaré. Y, puesto que a los deicidas impenitentes no podré darles absolución, seguiré orando, con mis últimos tormentos, al Padre por ellos… para que los perdone… pues estarán ebrios de un satánico licor… Perdonaré… Y vosotros perdonad en mi nombre. Y amad. Amad como amo Yo, como os amo y os amaré, eternamente.
Adiós. Cae la tarde. Vamos a orar juntos. Luego que cada una vuelva a su casa con la palabra del Señor en su corazón, y en vuestros corazones haga espiga ya granada para vuestras hambres futuras, cuando deseéis oír todavía al Amigo, al Maestro, al Salvador vuestro, y sólo lanzando el espíritu a los Cielos podáis encontrar a Aquel que os ha amado más que a sí mismo. Padre nuestro que estás en el Cielo…
Y Jesús, con los brazos abiertos – alta y cándida cruz contra el fondo del oscuro muro de la fachada septentrional -, dice lentamente el Pater. Luego bendice con la bendición mosaica. Besa a los niños. Los bendice una vez más. Se despide y va hacia el norte, bordeando los muros de Emaús sin entrar en la ciudad. Los tonos violáceos del crepúsculo absorben lentamente la dulce visión del Maestro, que va, que va cada vez más hacia su destino…
En el corral semioscuro hay un silencio de paz dolorosa… Casi de espera. Luego el llanta del pequeño Miguel, un llanto semejante al de un corderito que se encuentra solo, rompe el hechizo, y muchos ojos se humedecen de lágrimas y muchos labios repiten las inocentes palabras del pequeño:
-¡Oh! ¿Por qué te has marchado? ¡Vuelve! ¡Vuelve!… ¡Hazle volver, Señor!
Y, una vez que Jesús desaparece del todo, el desolado reconocimiento del hecho cumplido: « ¡Ya no está Jesús!», que inútilmente trata de aliviar la madre del pequeño Miguel, el cual llora como si hubiera perdido más que a la madre, y desde los brazos de ella tiene ojos solamente para el punto donde ha desaparecido Jesús, y extiende los brazos, y llama:
-¡Jesús! ¡Jesús!
…Jesús espera a estar bastante lejos. Luego dice:
-Vamos a ir a Joppe. Los discípulos han trabajado mucho en esa ciudad, que ahora espera la palabra del Seor.
No hay mucho entusiasmo por este plan, que alarga más el camino, pero Simón Zelote puntualiza que desde Joppe hasta las propiedades de Nicodemo y José se llega pronto y por buenos caminos, y Juan está contento de ir hacia el mar… Y los otros, movidos por estas consideraciones, terminan por ir con más voluntad por el camino que se dirige al mar.