Curaciones cerca del vado de Betabara y discurso en recuerdo de Juan el Bautista.
-¡Paz a ti, Maestro! – saludan los discípulos pastores, que se habían adelantado unos días antes y que ahora esperaban, pasado el vado, junto con los enfermos que han recogido y con otros que desean oír al Maestro. -Paz a vosotros. ¿Hace mucho que me esperáis? -Hace tres días. -Me han entretenido por el camino. Vamos donde los enfermos. -Hemos dicho que se montaran unas tiendas para resguardarlos sin tener que ir a los pueblos cercanos y luego volver. Nos han dado leche para ellos algunos amigos nuestros pastores que ahora están allá con el rebaño esperando tu llegada – dicen los discípulos mientras guían a Jesús a una espesura que por sí misma haría de techo a quien se refugiara en ella. Allí hay un grupo de pequeñas tiendas -unas veinte- montadas sobre estucas, o de un tronco a otro. Debajo de ellas está el triste, pequeño pueblo de enfermos que esperan y que, en cuanto comprenden quién es el que viene, lanzan el grito habitual: -¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de nosotros! Jesús no quiere tenerlos esperando mucho, de forma que se asoma -es más: se va agachando de una tienda a otra, porque su estatura no le permite entrar en ellas erguido- e introduce en cada una de ellas su rostro y su sonrisa, que es ya una gracia. El sol, a sus espaldas, proyecta su sombra sobre las yacijas y los rostros macilentos o sobre los miembros inertes. Dice solamente una breve frase: «Paz a vosotros que creéis», y luego pasa a la tienda adyacente. Y le sigue un grito, un grito repetido como se repite su frase, un grito que se repite en la última tienda dejada como si fuera el eco del que sale de la tienda que estaba antes: -Estoy curado. ¡Hosanna al Hijo de Da-vid! Y el pequeño pueblo de enfermos, antes extendido bajo las oscuras tiendas, sale y se reconstituye siguiendo los pasos del Maestro, un pequeño pueblo todo festivo que arroja los bastones y las muletas, que se envuelve en las mantas de la parihuela abandonada, que se quita las vendas, ya inútiles, y que, sobre todo, exulta alborozadamente con la alegría de la curación. Ya están todos curados. Y Jesús se vuelve con su más dulce sonrisa, para decir: -El Señor ha premiado vuestra fe. Bendigamos juntos su bondad – y entona el salmo: «Cantad a Dios con júbilo, toda la Tierra; servid al Señor con alegría. Venid a su presencia exultando. Reconoced que el Señor es Dios. Él nos ha hecho… (Salmo 100) La gente le sigue como puede. Algunos, que quizás no son de Israel, siguen el canto mascullando palabras entre sus labios. Pero su corazón canta, y la luz de las caras lo dice. Dios, sin duda, recibirá ese pobre murmullo balbuciente mejor que el canto perfecto y árido de algún fariseo. Matías dice a Jesús: -¡Oh, Señor!, hablando a los que esperan tu palabra, recuerda a nuestro Juan. -Pensaba hacerlo, porque este lugar trae a mi corazón aún más vivamente la figura de Juan el Bautista – y sube a un pequeño montículo cubierto de hierba menuda. Rodeado de gente, empieza a hablar. -¿Qué habéis venido a buscar a este lugar? La salud del cuerpo, oh enfermos… y os ha sido dada. La palabra que evangeliza… y la habéis encontrado. Pero la salud del cuerpo debe ser la preparación a la búsqueda de la salud del espíritu, de la misma forma que la palabra que evangeliza debe ser preparación a vuestra voluntad de justicia. ¡Ay, si la salud del cuerpo se limitara a la felicidad de la carne y de la sangre, quedándose inactiva respecto al espíritu! Yo os he movido a alabar al Señor, que os ha beneficiado con la salud. Pero, pasado el momento de júbilo, no debe cesar vuestra gratitud hacia el Señor, que se manifiesta en la buena voluntad de amarlo. Todo don de Dios es nulo, a pesar de que esté cargado de fuerzas activas, si falta en el hombre la voluntad de corresponder a él entregando el don del propio espíritu a Dios. Este lugar ha oído la predicación de Juan. Muchos de vosotros, sin duda, la habéis oído. Muchos de Israel la han oído, pero no en todos ha producido los mismos resultados, a pesar de que Juan dijera a todos las mismas palabras. ¿Cómo, pues, tanta diferencia? ¿A qué atribuirla? A la voluntad distinta de los hombres que recibieron esas palabras. Para algunos, fueron real preparación para mí, y, consiguientemente, para su santidad. Para otros, por el contrario, fueron preparación contra mí, y, consiguientemente, para su injusticia. Como grito de centinela resonaron, y el ejército de los espíritus se dividió, a pesar de que el grito era único. Parte de ellos se prepararon para seguir a su Caudillo; parte se armó y estudió planes para combatirme a mí y a mis seguidores. Y por esto Israel será vencido, porque un reino dividido en sí mismo no puede ser fuerte, y los extranjeros se aprovechan para subyugarlo. Y lo mismo sucede en cada uno de los espíritus. En todo hombre hay fuerzas buenas y no buenas. La Sabiduría habla a todo el hombre, pero son pocos los hombres que saben querer hacer reinar una sola parte: la buena. Para este querer elegir una parte sola, y hacerla reina, son más capaces los hijos del siglo. Ellos saben ser completamente malos cuando quieren serlo, y se desprenden, como de vestidos inútiles, de las partes buenas que podrían oponer resistencia dentro de ellos. Sin embargo, los hombres que no son de su siglo, y que tienen un impulso hacia la Luz, sólo difícilmente saben imitar a los hijos del siglo y desprenderse, como de vestidos rechazados, de las partes malas que tratan de resistir en ellos. Tengo dicho que si un ojo escandaliza sea arrancado, y que si una mano escandaliza sea cortada, porque es mejor entrar en la Luz eterna mutilados que en las Tinieblas eternas con los dos ojos o con ambas manos. Juan e1 Bautista era un hombre de nuestro tiempo. Muchos de vosotros lo habéis conocido. Imitad su ejemplo heroico. Él, por amor del Señor y de su alma, se desprendió mucho más que de un ojo y una mano, se desprendió de la vida misma, por ser fiel a la Justicia. Muchos de vosotros habrán sido, quizás, discípulos suyos y todavía dirán que lo aman. Pero recordad que el amor a Dios, y el amor a los maestros que conducen a Dios, se demuestra haciendo aquello que ellos enseñaron, imitando sus obras de justicia y amando a Dios con todo el propio ser, hasta el heroísmo. Bueno, pues, haciéndolo así, los dones de salud y sabiduría que Dios ha concedido no permanecen inactivos ni se transforman en condena, sino que son escalera para subir a la morada del Padre mío y vuestro, que a todos espera en su Reino. Haced -para bien vuestro-, haced que el sacrificio de Juan – toda una vida de sacrificio concluida con el martirio- y el sacrificio mío -toda una vida de sacrificio que concluye en un martirio muchísimo más grande que el de mi Precursor- no queden inactivos para vosotros. Sed justos, tened fe, prestad obediencia a la palabra del Cielo, renovaos en la Ley nueva. Que la Buena Nueva sea para vosotros verdaderamente buena, haciéndoos buenos y merecedores de gozar de la Bondad, o sea, del Señor altísimo en un Día eterno. Sabed distinguir los verdaderos de los falsos pastores, y seguid a los que os den palabras de Vida aprendidas de mí. Está ya cercana la fiesta de las Luces, la celebración de la Dedicación del Templo. Recordad que nada son las luces de muchas lámparas en honor de la fiesta y del Señor, si permanece sin luz vuestro corazón. La caridad es luz; candelero, la voluntad de amar al Señor con la obras buenas. Recordar la Dedicación del Templo es cosa buena, pero cosa mucho más grande y buena y mejor recibida por el Señor es dedicar a Dios el propio espíritu y reconsagrarlo con el amor. Espíritus justos en cuerpos justos, porque el cuerpo es semejante a los muros que rodean el altar, y el espíritu es el altar adonde desciende la gloria del Señor. Dios no puede descender a altares profanados por pecados propios o por contactos con carnes mordidas por la lujuria y por pensamientos malvados. Sed buenos. El esfuerzo de serlo en las continuas pruebas de la vida es compensado con creces por el futuro premio y, ya desde ahora, por la paz que consuela los corazones de los justos al final de cada una de sus jornadas, cuando se echan a descansar y encuentran su almohada exenta de remordimientos, que son la pesadilla de aquellos que quieren gozar ilícitamente y sólo consiguen proporcionarse un frenesí carente de paz. No envidiéis a los ricos. No odiéis a nadie. No deseéis lo que veis a otros. Contentaos con vuestra situación, pensando que la clave que abre las puertas de la Jerusalén eterna está en hacer la voluntad de Dios en todas las cosas. Os dejo. Muchos de vosotros ya no me verán, porque pronto iré a preparar los lugares de mis discípulos… Bendigo especialmente a vuestros niños, a vuestras mujeres que ya no veré. Y luego a vosotros, hombres… Sí, quiero bendeciros… Mi bendición servirá para no permitir que caigan los más fuertes y para hacer que resurjan los más débiles. Sólo para aquellos que me traicionen, odiándome, mi bendición no tendrá valor. Los bendice en masa y luego bendice a las mujeres y besa a los niños, y lentamente regresa hacia el vado con los cinco apóstoles que están todavía con Él y con los discípulos ex pastores.